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ARBIL, anotaciones de pensamiento y critica

Salarios

La salud económica de un país no se mide únicamente por la producción, sino tambien por el equilibrio entre producción y consumo.

Toda reforma económica debe partir del principio básico de convergencia de intereses: la actividad económica tiene como finalidad la creación y distribución equitativa de la riqueza, finalidad que, por consiguiente, supone la satisfacción de las aspiraciones legítimas del trabajo y del capital. Este punto de partida supone un repudio de la idea de lucha de clases, como concepto antisocial que estima que tanto el empresario como el trabajador basan sus relaciones en la ley del más fuerte.

La salud económica de un país no se mide únicamente por la producción, sino tambien por el equilibrio entre producción y consumo, es decir, por el reparto lo más justo posible de los bienes producidos entre el conjunto de los ciudadanos, según los méritos y deseos de cada uno.

Para el logro de este objetivo reviste especial importancia una adecuada política de salarios. Esta política de salarios debe partir de una serie de postulados irrenunciables:

Los salarios deben adaptarse a la productividad. La prosperidad de una nación debe medirse por el nivel de bienestar general que resulta del proceso productivo, y no por la simple cuantificación del volumen de producción. Este bienestar se traduce en la capacidad adquisitiva e inmediatamente nos pone en relación con el índice de salarios reales. Si los salarios son muy bajos, en relación con la productividad, se produce deflación, y, en caso contrario, surge el fenómeno de la inflación, virtualmente endémico en las economías modernas. En ambos casos se rompe el equilibrio entre producción y consumo y, con ello, quiebran las perspectivas de prosperidad. Para constatar los efectos nefastos de la inobservancia de este principio, basta pensar en las subidas constantes de salarios por encima de la productividad media nacional alcanzada a finales de los setenta y principios de los ochenta en España: el resultado se llama estanflación, incremento simultáneo y galopante de paro e inflación.

-Todo aumento de la productividad debe producir un alza correlativa de salarios. El progreso tecnológico produce dos efectos sucesivos: aumento de la productividad y expulsión de empleo. Los principios más elementales de la justicia social y las exigencias del bien común exigen que las innovaciones técnicas favorezcan a todo el conjunto de los consumidores y no sólo a un grupo privilegiado. La violación de este principio desencadenó la respuesta obrera y, posteriormente, el intervencionismo indiscriminado del poder público.

Las soluciones más o menos estatalistas han disminuído la remuneración al capital privado (que no el de las transnacionales capitalistas) a través de devaluaciones e impuestos o sencillamente la han suprimido a través de las nacionalizaciones. En cuanto a la remuneración del factor trabajo, es claramente insuficiente en relación a la producción total. La parte sustancial del crecimiento económico es absorbida por el Estado, que invoca en su descargo una distribución diferida de la plusvalía apropiada a través de los servicios que presta. En muchas ocasiones este estado de cosas ha conducido a que proyectos de subida salarial sean abortados por la hipertrofia del sector público, con la consiguiente caída de la demanda interna por efecto de la congelación de salarios.

En relación con estos problemas, cabe recordar la célebre ley de Jean-Baptiste Say, esto es, productos y servicios se intercambian por productos y servicios. En una economía basada en el intercambio equitativo no hay lugar para el parásito, porque parásito es aquél que no da nada a cambio de lo que toma. En lo que a nosotros nos interesa, todo aumento de la producción y de los servicios debe traducirse en aumento paralelo de la remuneración del trabajo.

Desde hace décadas las relaciones entre capital y trabajo se han establecido por medio de ajustes impuestos por la presión de una concurrencia anárquica o por los conflictos sociales. Los detentadores del capital tienen tendencia a considerar el trabajo como una mercancía, un simple elemento de los costes (costes unitarios laborales), que debe comprarse al precio más barato posible. De otro lado, los asalariados, con la actual legislación, no han tenido más remedio que usar medios violentos (huelgas, sabotajes, agitación política,...) para arrancar a los patronos los salarios más altos posibles, y en muchas ocasiones, empujados por sindicatos marxistas, sin tener en cuenta el bien general de la empresa y de la nación. El patrón explotador obtiene con su actitud éxitos inmediatos, pero restringe el poder adquisitivo de la clase obrera con la consiguiente caída de las ventas y la ralentización del crecimiento económico, efectos de los que más tarde o más temprano él será una de las víctimas. Los sindicatos, que fuerzan una subida artificial de los salarios desencadena un alza del índice de precios que hace ilusorio dicho incremento salarial.

El nivel de los salarios no debe abandonarse a los caprichos de las finanzas o de la política, no debe depender ni de la rapacidad de los empresarios , ni de la agresividad de los sindicatos, ni del arbitrio del poder central. Organismos independientes deben fijar un salario mínimo para categoría profesional adaptado al nivel de productividad y al de prosperidad del mercado. A partir de este mínimo, parece correcto estimar que la ley de la oferta y la demanda debe contar con un cierto ámbito de libre juego. En una economía excesivamente centralizada las empresas menos favorecidas o mal gestionadas fuerzan a las demás a ir a su paso. Queremos pues igualdad en la base y desigualdad en la altura. Cada jefe de empresa podrá de este modo elegir a los mejores trabajadores y cada operario podrá ofrecer sus servicios a aquel empresario que los recompense mejor.

Correlativamente la elasticidad salarial implica la posibilidad de disminución de salarios, siempre con el límite del límite previamente establecido. El rechazo de esta posibilidad introduce un factor de incertidumbre en la planificación empresarial que excluye toda alza de salarios provocada por circunstancias excepcionales (buena coyuntura, necesidad urgente de mano de obra, mejora del rendimiento por innovaciones tecnológicas,...). La imposibilidad de ajustes salariales, aún cuando éstos respetan un mínimo inicial, se materializa inmediatamente en la incapacidad de generación de nuevos puestos de trabajo e incluso en la destrucción de los ya existentes.

Por último, y en lo que se refiere a las inversiones del Estado, éstas son legítimas y necesarias siempre que se limiten a servicios esenciales y proporcionados a la prosperidad general, de manera que la incidencia del Estado permanezca aproximadamente constante y no altere la armonía y la fluidez del mercado.

Ricardo Parra *


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