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La sociedad civil
El bien común, con miras al cual fue establecido el poder civil, culmina en la vida autónoma de las personas, así individuales como morales o colectivas.
Es de tradición en la buena doctrina
distinguir entre sociedad y Estado. La sociedad civil se
identifica con la colectividad humana y encierra en su seno un
conjunto de sociedades. El Estado es una de ellas; encuentra sus
límites en su ámbito territorial y en su naturaleza jurídica;
se integra, a su vez, por otras sociedades que no debe absorber:
familias, municipios, corporaciones económicas o culturales...;
y coexiste con otras sociedades, algunas de naturaleza distinta.
Por su parte, está, en cierto modo, subordinado a la Comunidad
de Las Naciones, que agrupa el conjunto de los Estados.
El hombre es sociable por naturaleza, nace inclinado a la unión
con sus semejantes. La unión de los hombres forma la sociedad
civil, que es una comunidad nacional. Tal es el designio de Dios,
autor de la Naturaleza. El manda que los hombres vivan en
sociedad, y los hombres nacen ordenados para ello. Es, pues,
falsa la idea roussoniana que coloca la causa eficiente de la
comunidad civil en la libre voluntad de cada uno de los hombres,
fingiendo que éstos, por propio consentimiento, ceden algo de su
derecho y de su libertad para formarla.
La, vida social, en sí misma, posee un carácter absoluto, que
se halla por encima del mudar de los tiempos. Sus normas
básicas, las últimas, lapidarias y fundamentales normas de la
sociedad, son inmutables y no dependen tampoco del arbitrio
humano. Nunca, por tanto, podrán ser abrogadas con eficacia
jurídica por obra del hombre.
El principio creador de la sociedad humana y, a la vez, su
elemento de conservación es el bien común, el cual, por lo
mismo, se erige en la ley primera y última de toda sociedad.
La sociedad humana posee una unidad orgánica interna. No es una
masa de individuos sin cohesión, ni tampoco una máquina que
funcione por puro automatismo. Se concibe, por el contrario, como
un cuerpo crecido y maduro, que tiende, bajo el gobierno de la
Providencia y mediante la colaboración de los diversos órganos
que la forman, a conseguir los eternos fines de la civilización
humana. Por eso, su unidad esencial respeta las diferencias
naturales de sus elementos constitutivos, diferencias que la
enriquecen, formando dentro de ella varios órdenes que son
diversos en dignidad, en poder, en derechos, que mutuamente se
necesitan y que juntas conspiran al bien común. En una palabra,
la noción de sociedad comporta la de jerarquía; es una
ordenación en que las cosas ínfimas alcanzan sus fines a
través de las intermedias, y éstas por medio de las superiores.
Todo este vasto sistema, en fin implica la existencia de un
ordenamiento jurídico en vital conexión con el genuino orden
social.
Pero la sociedad es medio, y no fin, con relación a la persona
humana. Es éste un punto sumamente grave de la buena doctrina.
La sociedad no ha sido instituida por la naturaleza para que el
hombre la busque como fin último, sino para que en ella y por
media de eIla, posea los medios eficaces para alcanzar su propia
perfección. Por eso, toda autoridad social es por naturaleza,
subsidiaria; debe servir de sostén a los miembros del cuerpo
social y no absorberlos. La sociedad es para el hombre y no el
hombre para la sociedad.
Siendo un medio la sociedad, su fin es servir al hombre para que
alcance el suyo propio. El desarrollo de los valores personales
del hombre completo, el pleno desenvolvimiento de la persona,
éste es el fin supremo de toda la vida social. El bienestar
material, la perfección de la virtud moral e indirectamente la
salvación eterna de los hombres: he aquí los objetivos de la
comunidad civil. Y el supuesto previo a ellos es la paz social
esto es, la tranquilidad del orden público, que hace posible la
convivencia.
Opuesta per diametrum a este concepto social cristiano es la
concepción materialista de la sociedad, que la imagina como un
gigantesco artefacto para la producción de bienes por medio del
trabajo colectivo y que subordina toda autoridad social al
estímulo único de la utilidad o del interés. Como que se
corresponde con un concepto pagano de la vida humana, que no
asigna a ésta otra finalidad que el disfrute de los bienes
terrenales.
El Estado no se alza sobre los individuos como un monolito en un
desierto de arena. Entre el individuo y el Estado existen
sociedades, cuerpos, instituciones, que aquél debe respetar. El
primero, la familia, como sociedad anterior al Estado y que posee
su esfera de vida propia e intangible. Pero también las
corporaciones públicas, ya sean locales o profesionales, y las
asociaciones culturales y las ideológicas tienen su derecho a
existir y deben ser reconocidas por el Estado y respetadas,
cuando no estimuladas y apoyadas por él.
Esta es la esencia de la doctrina corporativa católica, basada
en el principio de subsidiariedad de que arriba se ha hecho
mérito. Si es cierto que aquello que pueden hacer los individuos
por sus propias fuerzas no se debe entregar a la comunidad,
análogamente debe reservarse para las agrupaciones
"menores" y de orden inferior aquello que puedan ellas
realizar en la órbita de su competencia y no atribuirlo todo a
las superiores y más amplias. El bien común, con miras al cual
fue establecido el poder civil, culmina en la vida autónoma de
las personas, así individuales como morales o colectivas. Por
eso no se compadece con esta doctrina el carácter fuertemente
centralizador de las naciones modernas, que reduce en exceso las
libertades congénitas de individuos y de colectividades.
Más en particular, la doctrina tradicional católica recomienda
que en el seno de la nación crezcan y se desarrollen así las
entidades municipales como los cuerpos profesionales que
coordinan los intereses de esta clase. Unos y otros facilitan al
Estado la gestión de los asuntos públicos, pues tienden al bien
común del propio Estado. Si éste se atribuye y apropia
iniciativas que deben ser privadas, no sólo será en daño del
derecho de éstas, sino también en detrimento del bien público.
Ya se entiende que, asimismo, por el otro extremo se puede pecar,
o sea cuando los cuerpos de que se habla, y singularmente los que
agrupan y representan intereses profesionales o económicos, se
hacen con exceso prepotentes y abusan de su fuerza, anteponiendo
sus intereses parciales al bien general. Es éste un peligro
grande del momento presente, dado el desarrollo y poderío que
alcanzan así los sindicatos patronales y obreros como los
grandes ·"trusts" y consorcios de carácter
económico. Unos y otros, con frecuencia, se convierten en grupos
de presión y hacen fuerza a los fueros de la autoridad y a los
derechos del Estado. Si los responsables de estos organismos, al
ensanchar sus horizontes, rompen las perspectivas nacionales, si
no aciertan a supeditar lealmente sus intereses y aun su
prestigio a lo que piden la justicia y el bien público,
paralizan el ejercicio del poder político y comprometen, a la
postre, la libertad y los derechos de aquellos a quienes
pretenden servir.
A.Martín *
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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