|
El arte corruptor
No hay ni puede concebirse arte alguno contrario a la Moral ni a la Sabiduría.
Parece fácil concordar que las Bellas
Artes son tales porque importan una perfección del objeto (en
cuanto artes) y porque dicha perfección se ordena a la belleza
(en oposición a las "técnicas" dirigida a la
utilidad). Ello supone un doble orden de subordinación: por una
parte se subordinan formaliter a las reglas de producción de los
objetos y éstos (escritos, discursos, música, pintura, etc.)
deberán espejar -mediata pero nítidamente- la belleza de la
creación, derivada por cierto de la perfección del Creador. No
por casualidad los clásicos antiguos -generalmente anónimos-
escribían, declamaban, pintaban o componían en homenaje a los
dioses del Olimpo.
Secundariamente la materia de la producción artística requiere
capacidad difusiva, ajena per se al cenáculo reducido, campo en
el que -por el contrario- reinaba la filosofía, la astrología o
la alquimia, saberes ocultos a la mirada del común. Es por
cierto de la esencia de lo estético su capacidad de percepción
para el profano a quien, justamente, va dirigida la perfección
formal de sus contenidos, como pedagogía que cultiva una
dimensión del espíritu que, juntamente con el Bien y la Verdad,
corona la plenitud humana. Si la Belleza es la tercera pata que
conserva horizontal la mesa del equilibrio, es natural suponer
que sirve y se sirve de las otras dos en el cumplimiento de esa
finalidad. De manera que no hay ni puede concebirse arte alguno
contrario a la Moral ni a la Sabiduría.
Tampoco será difícil concordar en que la utilización de las
artes, como arietes consolidantes de la modernidad iconoclasta,
han resultado eficaces e indoloros. En otra ocasión
desbrozaremos las raíces del fenómeno y mentaremos sus remotos
antecedentes, por ahora nos limitamos a identificar los datos
básicos que nos permiten diferenciar la belleza artística del
lavado de cerebro gramsciano al cual estamos sometidos.
Así se observan músicos que componen sin saber de pentagramas
ni de ritmo o melodía, prosistas que abjuran de la gramática
como corsé y de la semántica como guía, poetas que no respetan
métrica ni rima; en suma "artistas" liberados de
dominar el instrumento que emplean o debieran emplear: idioma,
pincel o cincel. No se trata de evaluar obra alguna, sobre todo
porque no somos "críticos de arte", sino solamente de
discriminar entre el arte y el mamarracho. Si el ruido es o no
música, si la escultura pertenece a la estética o a la
mecánica o si la prosa fragmentada es poesía o desperdicio de
renglones.
La respuesta parece fácil en teoría. Si fabricáramos un objeto
inepto para los pies no lo llamaríamos zapato, por lo tanto si
pintamos con ametralladora o escribimos, como los dadaístas, sin
significación coherente, no habremos incursionado en la
plástica ni en la literatura, pero tampoco habremos inventado un
arte novedoso, como lo es la fotografía respecto de la pintura o
el cinematógrafo respecto del teatro. Ningún subterfugio
explicativo, como la "sensibilidad del creador" u otras
zarandajas, nos eximirá del snobismo "transgresor",
aunque aplaudan los coros adocenados de la contracultura oficial.
Nada sustituirá la exigencia de una disciplina específica que
toda operación diestra reclama.
Todo lo reseñando, no obstante, parece accesible a la mayoría
de los intelectuales no dominados por la aculturación
esterilizante, pero solo en abstracto. Otra cosa resulta si
descendemos a la concreta evaluación de algún miembro de la
fauna estética, convenientemente promovido por las operaciones
de prensa. Allí se observa en plenitud la tarea sutil de
corrupción por el arte con que los medios de comunicación nos
agreden día a día, aún sobre las mentes más despiertas y
renuentes a la propaganda desintegradora. Nosotros mismos nos
sorprendemos a veces riendo de la comicidad difundida como basura
cultural o repitiendo las letanías de los "loquitores"
radiales o televisivos sobre la independencia del arte y la moral
o el refugio hipócrita a la libertad de expresión o la
valentía consistente en derribar prejuicios, junto a tantas
otras porquerías afines a la cultura mediopelo, que ha degradado
a niveles de abyección insospechable el léxico y las
preocupaciones de la gente.
Tampoco en este ámbito escurridizo de las Bellas Artes hay que
exagerar sobre la culpa por omisión, tan cara al espíritu
jacobino siempre deseoso de compartir responsabilidades al voleo;
nos basta con saber que no todas las obras ni todos los autores,
pero si todos los premios, exposiciones o bienales están
dirigidos, al igual que la educación o el periodismo, a un mismo
objetivo unificador: la globalización capaz de tornar a cada uno
de los pueblos en una mesa apátrida y sumisa. Tal como ya lo han
conseguido de la dirigencia política, religiosa, económica y
sindical.
Para esos menesteres siempre contaran con algún "mascarón
de proa", inflado por el eficaz empleo de la publicidad
capaz de hacernos creer que comparte nuestras penas y esperanzas,
solo porque finge hablar nuestro idioma o alentar nuestros
berretines, sin importar su trayectoria ni sus complicidades. No
hay problema: siempre son fáciles de identificar, bastará con
observar la dirección de la proa y descubriremos que no somos
compañeros de ruta.
Hector Julio Martinotti *
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
La reproducción total o parcial de estos documentos esta a
disposición de la gente siempre bajo los criterios de buena fe y
citando su origen.