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Formación de la conciencia histórica española.
Al comienzo de la Edad Moderna Europa se enfrentó desde dos opciones radicalmente distintas: la del nominalismo voluntarista, que negaba que la libertad estuviera ínsita en la naturaleza humana, por lo que debía ser cuantitativamente adquirida, y rechazaba la capacidad de la razón para el conocimiento especulativo; y la del racionalisino de raíz tomista que afirmaba precisamente ambas cosas. España se colocó de lleno dentro de esta segunda modernidad y en razón de su poder político acabó siendo cabeza del bando del humanismo racional cristiano.
España es un campo histórico
inteligible, es decir, una realidad compleja que puede explicarse
por medio de su trayectoria temporal: el espacio físico en que
dicha trayectoria se realizó es simplemente un marco. Tiene su
importancia, pero no dicta su ley. Al comienzo de la modernidad
se puso especial énfasis en señalar, dentro de dicha
trayectoria, un hecho diferencial respecto a los otros países
europeos: España era una realidad preexistente.
"Perdida" el 711 y "reconquistada"
trabajosamente con posterioridad. Esto de la reconquista es muy
importante: no me refiero a esa especie de batalla desde
Covadonga a Granada que imaginaban nuestros abuelos sino al hecho
de que España tuvo que ser recobrada y al mismo tiempo,
reconstruida.
La noción de la "pérdida" no fue de acuñación
moderna: aparece en la Crónica que llamamos "Continuatio
hispana" del 754, escrita por un mozárabe de Córdoba que
es, al mismo tiempo, uno de los primeros en utilizar el término
"europeos" para designar a los cristianos occidentales.
La pérdida a que se refería no estaba relacionada con la
estructura política del reino visigodo, cuyos males denunciaba,
sino con la conciencia de San Isidoro, de quien se sentía
continuador. Tal era la raíz de lo preexistente: poco o nada
tenía que ver con un indigenismo primitivo, ni con su posible
maduración.
España ha sido descubierta por fenicios y cartagineses, por
griegos y por romanos, todos los cuales la contemplaban como algo
lejano, extremo y occidental: allí estaban las puertas del mar
insondable que nadie podía explorar. Naturalmente estos
descubridores, al instalarse en ella, absorbieron o rechazaron,
según los casos, al elemento indígena y trataron de hacer un
mundo a su imagen y semejanza, un mundo en el que pudieron
reconocerse a sí mismos los romanos, que han poseído más que
ningún otro pueblo, ese curioso don que Virgilio llamaba
"regere imperio populos". Lo consiguieron y de tal modo
que llegaría un momento en que hombres nacidos en Córdoba o
Sevilla eran modelos de romanidad superiores a los que había
visto la luz en propia Roma.
Roma dio a España su nombre, Hispania, que nunca perdería. Su
lengua, una de las más ricas en cuanto a capacidad de
expresión, su Derecho, que aparece como fundamento de todas las
normas jurídicas hispanas y como esquema de pensamiento acerca
de lo que es el ius, su organización municipal, pues somos
ciudadanos, gracias a Dios, y especialmente esa trama casi
infinita de valores de que nos servimos para explicar el mundo y
para contemplar la dignidad de la naturaleza humana. Y cuando
llegó el Cristianismo, para redondear el conjunto y contemplar
el modelo humano con sus dos nociones-eje: la libertad insita en
la naturaleza humana, y la capacidad racional para el
conocimiento especulativo, ese Cristianismo era ya romano en
cuerpo y alma, en valor y en espíritu, de modo que parecía casi
la maduración completa de la propia romanidad.
Fue en torno a San Isidoro y su escuela de Sevilla donde se
formó la primera conciencia de esa "realidad hispana":
sólo dos herederas de Roma habían conservado el patrimonio de
ésta. España y Bizancio, y se auguraba para la primera un
porvenir más fecundo. Paralelamente se forjaba la curiosa
leyenda de que los reyes godos habían recibido
"legitima" transmisión de autoridad desde Roma; para
ello fue suficiente decir que el acuerdo del 418, un simple
contrato militar, había sido una entrega definitiva de
soberanía. España era, pues, continuadora de Roma y algo muy
diferente de los demás pueblos bárbaros, como demostraba su
"Lex romana wisigothorum" ahora convertida en
"Codex de Recesvinto". Sus Concilios, su alta cultura
transmitida por medio de bibliotecas, y su propio nombre. Los
nuevos reyes no habían impuesto un nombre germano, como en
Francia, Inglaterra o Deutschland, lo que significaba, también,
que la romanidad había sido capaz de absorber y transformar el
germanismo.
Todo se perdió el 711 a causa de la invasión musulmana. Hoy
existe una curiosa y sesgada interpretación empeñada en
presentar a los musulmanes como muy distintos de lo que fueron,
pero es preciso recordar que la tolerancia no es muy compatible
con el Islam; se practica, como al principio de la dominación en
España, cuando no queda otro remedio, pero desde mediados del
siglo XII ni una solo iglesia cristiana pudo sostenerse en
Al-Andalus. Maimónides tuvo que fingirse musulmán y huir de la
Península. Los musulmanes
abandonaron todo en su intento de transformación radical: dieron
nuevo nombre, al-Andalus, impusieron el árabe como lengua,
islamizaron las costumbres, cambiaron el derecho... Lo más
curioso es que no parecen haber dado importancia al espacio
geográfico peninsular; apenas iniciada una pequeña resistencia
renunciaron al esfuerzo de dominarla y establecieron su frontera
en una línea que empezaba en el Mondego, empleaba las cumbres
del sistema Central y luego se dirigía hacia el Pirineo,
abarcando únicamente aquellas tierras en donde podían
cultivarse vid, olivo y naranjo.
Durante dos siglos no hubo reconquista ni nada que se pareciese:
tenemos que hablar de resistencia a lo largo del andén litoral y
en los valles del Pirineo. Fue a principios del siglo X cuando la
persecución religiosa en al-Andalus se enardeció, que grupos de
mozárabes emigraron a las tierras del norte, en busca de
libertad. Mucho más cultos, posesores incluso de técnicas
heredadas, estos mozárabes comunicaron la conciencia isidoriana
y comenzaron a escribir o a fomentar obras históricas que, hasta
el siglo XII pretenderían solamente ser continuadoras de la
Crónica del propio San Isidoro. Fueron ellos quienes inculcaron
a los monarcas leoneses esta idea tan simple: por la misma razón
de que se había "perdido", España podía ser
"restaurada". Uno de ellos, probablemente el llamado
Dulcidio, que vivía en la Corte de Alfonso III el Magno,
anunció incluso que esto iba a ser cuestión de pocos años:
"proximiore tempus in tota Hipania Adefonsus predicitur
reinatorus".
Dulcidio, como todos los previsores de futuro se equivocó:
al-Andalus disponía de fuerzas militares y económicas más que
suficientes para afrontar el futuro; de hecho fueron los
cristianos quienes en los grandes enfrentamientos del siglo X,
llevaron siempre la peor parte. Es evidente, sin embargo, que el
proyecto de crear un gran estado árabe-islámico en España
fracasó: al final lo Omeyas tuvieron que confiar más y más en
sus soldados y el régimen derivó hacia una verdadera dictadura
militar, la de Almanzor, eficaz frente a los enemigos del norte
únicamente a costa de invertir recursos cada vez más ruinosos.
Y cuando el fracaso no pudo ocultarse los propios jefes militares
se encargaron de fraccionar el Califato dando origen a dos
docenas largas de pequeños principados. Por primera vez a
mediados del siglo Xl la "reconquista" parecía
posible: al adueñarse de Toledo el año 1085, Alfonso VI de
Castilla-León, pudo titularse "imperator totius
Hispaniae".
Pero la empresa militar, que había sido muy dura, no perdió
este carácter en los años siguientes: las necesidades de
defensa obligaron a distribuir las zonas de resistencia y a
pluralizar los puntos de toma de decisión. En consecuencia la
España cristiana no tenía un sólo poder político sino varios:
Alfonso VI, Alfonso I de Aragón y Alfonso VII, que intentaron la
unidad, acabaron convenciéndose de que esta era imposible.
Además la ruina de al-Andalus era cuestión que afectaba a la
suerte del Islam; No podía éste consentir que se perdiera sin
lucha, de modo que tres oleadas africanas, cada vez más
intransigentes, almorávides, almohades, benimerines, se lanzaron
sobre la Península. Fueron derrotadas, pero a costa de terribles
esfuerzos que permitieron la consolidación de la pluralidad. A
mediados del siglo XIII la reconquista había terminados: se
ofreció a los musulmanes una reserva territorial dentro de la
corona de Castilla, que es lo que indebidamente llamamos reino de
Granada. Antes de que concluyera ese siglo XIII los emires de
Granada se sublevaron y no pudieron ser sometidos: aunque los
castellanos nunca reconocieron la legitimidad de la sublevación
hubo independencia "de hecho" y nunca de
"Iure" desde el punto de vista cristiano.
Ahora el espacio correspondiente a la antigua Hispania albergaba
cuatro reinos distintos. Cada uno reclamando para sí el
ejercicio de la potestad sin dependencias ni limitaciones. Pero
la conciencia de unidad se conservó: cada uno de los reinos
aspiraba a ser reconocido como "el mejor de España".
Políticamente se explicaban diciendo que los cuatro reyes
ejercían su soberanía solidariamente conformando una solo
monarquía hispana, heredada como sabemos de le legitimidad de
Roma.
Esta solidaridad -así lo ha explicado Maravall con mucho
detenimiento- era efectiva: permitía e incluso exigía la
intervención en los asuntos internos del vecino porque cualquier
desarreglo podía perjudicar al conjunto. La unidad de Hispania
fue oficialmente reconocida en el Concilio de Constanza de 1410,
cuando se la señaló como una de las cinco naciones que formaban
la Cristiandad.
De esta conciencia de unidad forman parte también algunos
aspectos políticos y, sobre todo, culturales y sociales. Primero
y más importantes, consecuencia de la legitimidad heredada, es
la fidelidad al Derecho romano, no como doctrina jurídica de un
pueblo sabio -que lo era- sino como algo propio, ley vigente y
costumbre antigua que se encarna en los Fueros generales y en los
Usagtes: es costumbre. Sobre ella se produce un enriquecimiento;
aquello que los navarros, de forma más sencilla, llaman
"amejoramiento". Pero mejorar no es sustituir sino
enriquecer. En ese enriquecimiento fue España la primera que
hizo el descubrimiento de que el ius reclamaba la libertad. E1
fuero de León es el primer documento europeo que reconoce que
los vínculos del campesino con la tierra son económicos pero no
personales: puede abandonarla cuando quiera llevándose consigo
la mitad de los bienes que con esa tierra pudiera granjear.
También fue España, y partiendo de León, la que descubrió la
representación de los ciudadanos a través de las Cortes. Siglo
y medio de existencia contaban nuestras Cortes cuando al conde de
Leicester, antiguo peregrinó a Santiago, se ocurrió la idea de
convocar a los Comunes a un Parlamento inglés.
En la conciencia histórica española arraigó fuertemente esa
convicción de que la libertad es una dimensión de persona: las
diferencias pertenecen a lo que se añade, riqueza, calidad de
linaje, buen nombre, todo los demás. De ahí que la Monarquía
hispana aceptara desde el siglo XIII la noción de que el Rey
existe, por designio de Dios, para servicio del pueblo, en cuanto
que éste es comunidad cristiana: "el que bien a su pueblo
sirve e defiende, ese es rey verdadero, tírese el otro
desde". Con esta claridad lo dice Pedro López de Ayala en
el Rimado de Palacio. lo cual significó un primer embrión de
Estado -si los politólogos de hay me permiten este pequeño
abuso- en forma de soberanía contractual: al Rey corresponde
asegurar el cumplimiento de la ley estableciendo con un reino un
pacto de recíprocas devociones. El no-cumplimiento de la
función genera tiranía, y al tirano se puede y debe derribar.
Todo el sentido de la revolución Trastámara está aquí.
Desde este punto de vista el ejercicio de la libertad queda más
vinculado al deber que al derecho. Se trata de un deber moral
pues la Monarquía hispana se reconocía a sí misma como
comunidad cristiana y nadie, ni siquiera el monarca, que está
allí por la gracia de Dios, puede considerarse exento de esa
responsabilidad. Los poderes del soberano quedaron así
profundamente limitados: de un lado la ley divina que le
declaraba incompetente para cambiar o cercenar ni una tilde de su
contenido; del otro la obligación jurada de conservar las
"leyes, fueros, cartas, privilegios, buenos usos y buenas
costumbres" que se calificaban en conjunto de
"libertades". La publicación de cuerpos de leyes desde
el siglo XV, la redacción de una Historia general que diversos
autores continuaron o refundieron desde don Lucas, obispo de Tuy,
hasta Florián de Ocampo, ayudaron a arraigar esta conciencia.
La maduración de la conciencia histórica española se produjo
precisamente en una etapa en que se estaba llegando a un
resquebrajamiento de la Cristiandad europea: la concepción
humanista que arranca de Petrarca afirmaba el valor del libre
albedrío y la capacidad racional para el conocimiento
especulativo; la nominalista rechazaba ambas cosas, sustituía el
raciocinio por la voluntad como principio de acción y empujaba
al conocimiento por la vía exclusiva de la experimentación de
la que saldría la ciencia moderna. España, gracias en especial
a la influencia de Raimundo Lullio y, después a la proyección
de un grupo de prelados avignonenses, se situó en el ámbito del
Humanismo.
Pero el Humanismo aportó algunas ideas directrices, además de
esas tan decisivas del libre albedrío y la racionalidad. Los
humanistas reconocían en el ser humano la existencia de
vitualidades a modo de potencias. Que con el ejercicio podían
llegar a convertirse en verdaderas virtudes. Y es la virtud
humana la meta: mientras el hombre vive es la
"opinión" o el "honor" quien señala su
grado de virtud: al final de la existencia, la fama corona toda
la vida. Pedro de Valdivia lo dirá con expresiva claridad a su
pariente Francisco Pizarro. Él había ido a América a ganar
fama: por eso emprendió la ruta de Chile, la de su propia
muerte, por el espantoso camino del Inca. Pero su fama aún
permanece al borde del cerrito, en el corazón mismo de Santiago.
La unidad hispana impulsaba políticamente en una dirección:
reducir los titulares de soberanía, conservando las
"libertades" propias de cada reino, era un progreso.
Desde finales del siglo XIV ese Ceremonios que hemos recordado,
lo intentó a través de una fórmula original que él mismo
llamó Corona del Casal de Aragó. Corona porque era única.
Casal porque permanecía dentro de un linaje, Aragó porque allí
estaba el origen de las potestas regia. Cuando Fernando el
Católico, descendiente de castellanos aunque nacido en Aragón,
case con Isabel, reconocida primogénita de Castilla, aplicó
esta misma fórmula a toda la Monarquía hispana. Es lo que el
bachiller Palma, muy cortesano, explicó con cierta exaltación:
" ¡quién dió a España un reino, un principado tan
grande!".
Los grandes pensadores del siglo XVI añadieron otras cosas: ante
todo una especial conciencia religiosa, fiel a Roma, fidelísima
podríamos decir, pero orientada en el sentido de otorgar al
hombre una fuerte capacidad de decisión acerca de su propio
destino. Una corriente que nace del siglo XIV y se asienta en una
trayectoria de "ejercicios espirituales". Aunque es
indudable que nadie se encuentra ligado por el destino, y
construye su vida, ésta se encuentra vinculada a una relación
con Dios. "Este mundo es el camino para el otro, que es
morada sin pesar, más cumple tener buen tino para andar esta
jornada sin error". La elevación, que es el camino de
ascenso, "subida al monte Carmelo", permite sin embargo
un encuentro del hombre con Dios en plenitud. En el plano
simplemente humano, la sociedad española abordó una conciencia
de nobleza en cuanto obligación respecto al hombre mismo: aunque
la condición de noble se heredera era preciso también el
ejercicio de la misma para poseerla con justicia. Un hidalgo
tenía que ser desprendido de las cosas de este mundo, defender
su honra, y ser ante todo, ingenioso. Esto es creador.
Desde esta concepción de lo humano era lógica la conclusión de
que todos los hombres, en su naturaleza, poseen ese mínimo
esencial e inalienable de "ius" con independencia de
sus condiciones biológicas e incluso religiosas. De Vitoria y
Suárez se conforma esa idea esencial de un "derecho de
gentes" que previamente Isabel había extendido a las islas
y tierra fierre recién descubiertas. No es un derecho
internacional establecido por los hombres sino un "derecho
natural humano", más rico incluso que el que posteriormente
expresaron las declaraciones.
Nebrija explicaba en 1492 a la reina Isabel de qué modo esta
conciencia tenía que ser servida por una "lengua de
imperio", pues ese había sido el secreto de la penetración
de Roma. En aquel momento entregaba a sus soberanos el primer
ejemplar de la Gramática; una lengua destinada a superar
diferencias, capaz de destruir el castellano para sumergirlo en
el español; una lengua, en definitiva, que Carlos V declararía
apta para hablar con Dios.
Con este bagaje se lanzaría España a la gran aventura de
América: su conciencia histórica, su noción del
"ius" e incluso su lengua, dejaron de pertenecerle
porque pasaron a ser patrimonio de una comunidad mucho más
grande. Al arraigar en espacios nuevos y dilatados, España se
"desvivió" para poder contribuir a la existencia de un
mundo nuevo. Es lo que García Morente trató de explicar en el
ciclo de conferencias pronunciado en Buenos Aires, cuando
recomendaba emplear más y mejor el término
"hispanidad". Puesto que hispanidad es un modo
específico de entender la vida y de expresarla; hay rasgos
comunes como el espíritu de la caballería que todavía hoy se
encuentra en el amplio abanico que va desde el charro mexicano al
huaso de las estancias de Chile, el menosprecio de los valores
materiales, el cuidado de la honra y ese espacio de resignada
nostalgia que mueve a Martín Fierro a decir que "vamos
suerte, vamos juntas, desde que juntas nacimos, y ya que juntas
vivimos, sin podernos dividir, yo abriré con mi cuchillo el
camino pa seguir".
El término nación es indudablemente cierto pero insuficiente
cuando se trata de definir la realidad histórica española.
Estado es todavía más insuficiente, porque se refiere
únicamente al modo de administrar mientras que lo
"hispánico"-y eso lo saben muy bien nuestros hermanos
del otro lado de mar- se refiere a un orden de valores, una
convivencia, un patrimonio que hacen que cuando uno pasea por las
calles de Buenos Aires o Santiago de Chile tenga la sensación de
que, en cierto modo, sigue estando en "su" casa, en que
todo le es familiar. Es importante que sepamos de donde precede
ese patrimonio. Durante dos siglos la Corona fue unión de ocho
reinos, cinco españoles, tres italianos más los dos -luego
cuatro- que se formaron en América. Campanella llegó a
preguntarse como habría que definirla, y no encontró un nombre
mejor que el de Monarchia catholica.
Al comienzo de la Edad Moderna Europa se enfrentó con
perspectivas de cambio en todos lo órdenes, ante todo, con el de
su propia identidad. Ella era la Cristiandad pero ya no toda la
Cristiandad: había otras Cristiandades no europeas. Lo malo es
que ese enfrentamiento se produjo desde dos opciones radicalmente
distintas: la del nominalismo voluntarista, que negaba que la
libertad estuviera ínsita en la naturaleza humana, por lo que
debía ser cuantitativamente adquirida, y rechazaba la capacidad
de la razón para el conocimiento especulativo; y la del
racionalisino de raíz tomista que afirmaba precisamente ambas
cosas. España se colocó de lleno dentro de esta segunda
modernidad y en razón de su poder político acabó siendo cabeza
del bando del humanismo racional cristiano. La Europa anglosajona
y germánica apostó por la primera opción. Francia quiso
compaginar ambas cosas, una fidelidad al catolicismo con una
opción que anteponía el "pensar" al
"existir" reduciendo la Verdad a un estado de opinión.
Cada opinión tenía sus razones: no se abrió nunca otro
diálogo que el de las espadas y en las guerras, muy
destructivas, venció la primera de las dos. En adelante se
identificaría el término modernidad -teología moderna, ciencia
moderna, arte moderno- con el nominalismo y el cartesianismo. Por
ejemplo, el barroco fue aborrecido, considerándolo como una
monstruosidad. España pasó a ser considerada como una especia
de contrasentido destinado a la disolución -lo que no pudo
lograrse del todo ni el los comienzos del XVII ni en los del
XVIII y al cambio. Son muchos los políticos de hoy que
presuponen que la prosperidad y la supervivencia debe consistir
en cambiar todas las cosas para adoptar la
"modernidad". Frente a esto reaccionaban ya Ortega y
Gasset, con su famoso presupuesto de la España invertebrada,
esto es dirigida hacia el esfuerzo de realizarse desde su propio
ser y Unamuno, el de "que inventen ellos".
En general los diversos proyectos de la modernización o de
cambio de la conciencia histórica se han cerrado con fracasos
muy serios conduciendo además a una división entre los
españoles reflejada en las guerras civiles de los siglos XIX y
XX. Porque hay un espejismo: la "modernidad" que
triunfara en 1648 no ha hecho a Europa más feliz: las guerras
continuadas desde entonces hasta 1945 han sido cada vez más
crueles y más feroces. ¿Alguien se atrevería hay a sostener
que se ha concluido el ciclo?. Y mientras tanto la Europa de hoy,
que aspira denodadamente a construir la unidad, está cometiendo
un error garrafal: sigue negándose a reconocer que la parte
patrimonial española, aquella que permitió el milagro de la
generación del 98, es importante para su propia construcción,
pretende que la sustituya colonialmente, por un mimetismo de muy
escasos resultados. Teme la presencia de un poder político
serio, consecuente, estable, no satélite, que pueda llegar a
constituirse. Con ello, Europa se perjudica a sí misma,
permaneciendo en la barbarie.
Si una nación renuncia al revestimiento que es su obra, quiero
decir a su patrimonio cultural, creado, transmitido, renovado
constantemente, surge el nacionalismo desnudo. Pero los
nacionalismos, pequeños o grandes, son peligrosos porque no
tienen otro asidero que el de las diferencias que los separan de
sus vecinos: así se generan, lentas e implacables, las fuerzas
de odio. Luego vendrán los motivos para justificarlos, pero las
raíces están allí. El siglo XX sabe mucho de estas cosas:
muchos asesinatos se han cometido y siguen cometiéndose en
nombre de la pureza de la raza y de la diferencia odiosa con
aquel que tiene la desgracia de ser vecino. España es hoy,
precisamente, un ejemplo, doloroso, de ese desnudo y despojado
nacionalismo. Tenemos que preguntarnos: ¿dónde voy a colocar a
Unamuno, en su Bilbao de Paz en la Guerra, o en su Salamanca alto
soto de torres?. Tendremos, en definitiva, que quedarnos sin él.
Terrible disyuntiva para la generación que sigue inmediatamente
a la nuestra.
Alvaro de Maortua.
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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