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¿Qué es "lo bueno"?.
Para responder esto debemos plantearnos LA RELATIVIDAD DEL BIEN y su objetividad en función de la naturaleza del Hombre
Difícilmente puede hallarse una pregunta
de mayor interés: ¿Qué es lo bueno? ¿Qué es el bien? Porque
todo hombre guarda en lo más hondo de su ser el deseo invencible
de ser bueno y de hacer lo bueno. Y si hace el mal es porque le
deslumbra la partecilla de bien con la que el mal se reviste. Es
una consecuencia natural de ser criaturas de Dios, Bien infinito,
que todo lo hace bien y para el bien; que no sólo ha puesto el
bien en todas sus obras, sino la aptitud para hacer el bien y
así incrementarlo.
Todos gozamos de una especie de instinto para descubrir el bien.
Sabemos que "lo bueno es el bien" y que "lo malo
es el mal". Sin embargo, en la práctica no pocas veces se
nos plantea un problema: ¿es esto bueno? ¿es bueno que yo haga
tal cosa? La respuesta no es siempre inmediata y cierta; a veces
requiere un estudio largo y arduo. Pero siendo tan importante
acertar en lo que se juega nuestra propia bondad, nuestro bien,
comprendemos que el estudio haya de ser riguroso, científico, de
modo que la conclusión se apoye en argumentos sólidos e
irrefutables.
Así nace la ciencia que llamamos Ética (de ethos, costumbre o
modo habitual de obrar), que investiga precisamente lo que es
bueno hacer, de modo que, haciéndolo, alcancemos la perfección
humana posible y por tanto la satisfacción de nuestros más
hondos deseos, es decir, la felicidad.
Cuando se dice que algo "es ético" o que "no es
ético", se está diciendo que es o no es bueno. Ahora bien,
si casi todos coincidimos en que nuestra conducta ha de ser
"ética", no siempre estamos de acuerdo en "lo que
es ético". Lo que parece "ético" a unos, puede
resultar una monstruosidad a otros. Así por ejemplo, algunos
llaman "ético" al aborto provocado en caso de embarazo
por violación; lo cual a muchos nos parece uno de los peores
crímenes -incluso quizá peor que el terrorismo-, y negación
del más elemental derecho de la persona, el derecho a la vida.
Este caso nos permite entender la enorme importancia de
aclararnos sobre qué es y qué no es "ético"; sobre
qué es en realidad "lo bueno". Se trata de una
cuestión de vida o muerte, y es preciso encararla con toda
seriedad y rigor.
¿Es posible llegar a un conocimiento cierto sobre "lo que
es bueno", al menos en lo fundamental, o estamos condenados
a una eterna duda o a opiniones sin fundamento racional? ¿Existe
un criterio objetivo de bondad que nos permita, sin temor a
equivocarnos, discernir el bien del mal? La respuesta del sentido
común ha sido siempre afirmativa. Pero conviene que comprendamos
por qué; y por qué algunos no lo ven así.
Es claro que el bien -lo bueno- es tal por contener alguna
perfección que hace a la cosa deseable, apetecible. Aristóteles
decía que "el bien es lo que todos desean". Pero,
¿por qué todos deseamos el bien? Porque vemos en él algo que
nos beneficia, que "nos hace bien", que nos
perfecciona, nos mejora, satisface nuestras necesidades, nos hace
más felices. Cabe decir que el bien es una perfección que me
perfecciona, una perfección perfectiva (no son vanas estas
consideraciones de Pero Grullo).
LA RELATIVIDAD DEL BIEN
Es de notar ahora que no todo lo que perfecciona a un sujeto,
perfecciona a otros. El abono animal alimenta las flores, pero no
al hombre. La alfalfa es buena, sabrosa y sana, para las vacas,
no para nosotros. Es claro pues que el bien es relativo: dice
relación a un sujeto o a un conjunto más o menos numeroso de
sujetos determinados.
Esa "relatividad" del bien ha inducido a muchos a
pensar que el bien no es algo "objetivo", es decir, que
no está ahí, independiente de mi pensamiento, sino que cada uno
puede tomar por bueno "lo que le parezca"; cada uno
sería libre de considerar bueno una cosa o su contraria y
decidir por su cuenta sobre el bien y el mal. Cada uno -se ha
dicho- sería "creador de valores", porque el valor o
bondad de las cosas no estaría en ellas, sino en mi
subjetividad, en mi pensamiento, en mi deseo o en mi opinión.
Es un grave error en el que hoy incurren no pocos, pero no es
nuevo; es tan viejo como el hombre. Adán y Eva ya quisieron no
reconocer el bien donde se hallaba -donde Dios lo había puesto-,
sino donde a ellos les apetecía que estuviera, con su ya mala
voluntad.
LA OBJETIVIDAD DEL BIEN
En rigor, aunque el bien sea "relativo" (algo es bueno
siempre "para alguien"), no hay nada menos subjetivo u
opinable. La bondad del aire que respiramos, el agua que bebemos,
el calor y la luz del sol que nos vivifica, etcétera, etcétera,
no es algo que inventamos o creamos: no es una bondad
"opinable": está ahí, con independencia de nuestra
estimación.
De modo similar descubrimos el valor de la justicia, de la
libertad, de la paz, de la fraternidad: valores objetivos que no
tendría sentido negar. De modo que si yo los negase porque en
algún momento no me apetecieran, seguirían siendo valiosos para
todos. Mi inapetencia sería un síntoma seguro de alguna
enfermedad del cuerpo o del alma.
Es también importante advertir -frente a lo pensado y muy
difundido por ciertos filósofos- que si yo apetezco la manzana,
no es porque yo le confiera el buen sabor. La manzana no es
sabrosa simplemente porque yo la saboree con gusto. Aunque a otro
no le guste -quizá porque esté enfermo-, la bondad de la
manzana no es un producto de mi subjetividad: es la manzana misma
que tiene de por sí la aptitud para causar un buen sabor y una
buena nutrición. Si así no fuera, el mismo sabor podría
encontrar yo en el acíbar o en la basura.
Es indudable que hay bienes, valores objetivos. Pero cabe
preguntarse si todos los bienes lo son. Y, en efecto, la
respuesta es afirmativa, porque, en la práctica, las cosas y las
acciones humanas, quiérase o no, siempre perfeccionan o dañan,
incluso las que, teóricamente, pueden considerarse con razón
indiferentes (como, por ejemplo, pasear).
La "relatividad" del bien no quiere decir, pues, que el
bien sea bueno porque mi voluntad lo desea, sino que mi voluntad
lo desea porque es bueno. La bondad, primeramente está en la
cosa y después puede estar en mi capricho, opinión o
estimación. Lo que es bueno para mí puede ser malo para otro;
por ejemplo, un fármaco o un trabajo determinado. Esto no
depende de mi parecer. ¿De qué depende entonces? Depende,
justamente, de lo que yo soy, depende de mi ser, lo cual, ahora,
no depende de mi voluntad ni es una cuestión opinable. Aunque yo
ahora tenga cualidades y defectos que sean consecuencia de mi
libre voluntad, lo que he llegado a ser, lo que ahora soy, lo soy
ya con independencia de mi voluntad, y con la misma independencia
habrá cosas buenas o malas para mí.
El bien depende pues del ser (real, objetivo, que está ahí) y
del modo de ser. Y hay algo que el hombre nunca podrá dejar de
ser, esto es, precisamente, hombre. Las características
individuantes o personales de cada uno, no difuminan ni anulan la
naturaleza humana, al contrario, son perfecciones (o defectos) de
esa naturaleza peculiar, que compartimos todos los hombres, y que
hace posible que hablemos con sentido del "género
humano" o de la "'especie humana", y también de
un bien objetivo común a toda la humanidad.
De manera que hay bienes relativos a personas singulares. Pero
hay también, indudablemente, bienes relativos a la naturaleza
humana común, y, por tanto, a todos y a cada uno de los
individuos de nuestra especie. Por eso hay leyes o normas morales
objetivas, universales y permanentes que afectan a todos los
hombres, de cualquier tiempo y lugar. Lo que daña a la
naturaleza, forzosamente ha de dañar a la persona, porque la
persona no es ajena a la naturaleza sino una perfección --el
sujeto-- de esa naturaleza determinada.
A naturalezas diversas corresponden diversos bienes. Lo que es
bueno para el bruto o para el ángel, puede no ser bueno para el
hombre. Por eso, para saber lo que es bueno para el hombre -para
todos y cada uno- es indispensable conocer antes la respuesta a
la gran pregunta: ¿Qué es el hombre? ¿"Qué soy yo, Dios
mío? -exclamaba San Agustín-. Mi esencia, ¿cuál es?" .
La Etica (ciencia sobre los bienes del hombre) supone la
Antropología filosófica (que estudia qué es el hombre). En la
historia del pensamiento se encuentran éticas diferentes porque
hay diversos conceptos sobre el hombre; y, en consecuencia, hay
diversos conceptos sobre los bienes.
¿QUE ES EL HOMBRE?
Para algunos, el hombre no es más que un conjunto de
corpúsculos, aunque complejo y maravilloso (como para Carl
Sagan, por ejemplo); se ha contemplado como pura química o
biología, o como un mero manojo de instintos fatalmente
determinados; o como un número en una especie zoológica. Son
diversas manifestaciones de la concepción materialista del
hombre.
Al negar -dogmáticamente, por cierto- la realidad del alma
espiritual e inmortal en el hombre, todo materialismo se hace
incapaz de conocer lo que el hombre en verdad es; y, por lo
mismo, no puede saber tampoco lo que en realidad es bueno o
"ético". Al pensar al hombre como simple animal
evolucionado -sin ningún elemento que sea irreductible a
elementos materiales-, no puede evitar pensar lo bueno reducido a
lo material y sensitivo; y fácilmente concederá un valor
absoluto a lo económico. Se le escapa lo más valioso: el
espíritu, donde se halla la raíz indispensable del
entendimiento y de la libre voluntad. Por eso, los términos
"libertad", "justicia", "paz",
"amor", etcétera, carecen, en el materialismo, de
contenido humano y se confunden con las sombras que de tales
cosas existen -o parecen existir- en el mundo de los
irracionales. El mismo concepto de "persona" se vacía
y el hombre queda reducido a un "número" al servicio
de la "especie" (llamada "sociedad"). Si la
"especie" lo reclama, no habrá inconveniente en
sacrificar al individuo: se le podrá saquear, con toda paz, o
encerrarle en un hospital psiquiátrico, o eliminarle: sólo
cuenta el bien de la "especie", como en zoología. Esta
es la tremenda conclusión del colectivismo, especialmente del
marxista.
Si realmente queremos lo bueno, el bien para nosotros y para la
sociedad -compuesta no de meros individuos sustituibles, sino de
personas con valor único irrepetible-, hemos de tener la
honradez de contemplar al hombre en su integridad. No basta ver
en el cuerpo sentidos e instintos. Esto sería no ver al hombre,
como no ve el cilindro quien mira solamente una de sus secciones,
la horizontal o la vertical:
Porque entonces podemos confundir el cilindro con un círculo o
con un cuadrado; e incluso llegar a la conclusión de que el
cilindro es un círculo cuadrado, y, por tanto, un absurdo que no
puede existir sino como una vana ilusión de la mente. Podríamos
llegar a la negación de la posibilidad del cilindro, de modo
similar a como se ha llegado a la negación del alma humana
inmortal: seccionando al ser humano por la mitad de su cuerpo,
descuartizándolo. Y una vez descuartizado en la mesa de
disección, el "sabio" sentencia: como no veo el alma
por ninguna parte, el alma no existe. (Aplausos). Como hizo
aquél astronauta soviético, que declaró triunfante que Dios no
existía, porque él no lo había visto en su viaje espacial.
El hombre es un "cilindro" muy peculiar: no tiene
techo, no tiene límite hacia arriba, y sólo una
"sección" totalmente "vertical" puede
descubrir su dimensión trascendente a la materia. Pero no es
difícil descubrirla, si no se ha perdido del todo el sentido
común. Ya tendremos ocasión de volver sobre el asunto. Pero es
cierto lo que, en medio de su confusión religiosa, afirmaba
gráficamente Unamuno: "lo que llaman espíritu me parece
mucho más material (quería decir "perceptible" o
"claramente cognoscible") que lo que llamamos materia;
a mi alma la siento más de bulto y más sensible que a mi
cuerpo". Con razón se ha dicho que el materialismo es el
más peregrino ensayo de querer probar, asistidos del espíritu,
la no-existencia del espíritu, porque "sólo un ser
pensante, esto es, espiritual, puede ponerse a 'demostrar' con
argumentos el materialismo" .
El materialismo, deslumbrado ante la semejanza morfológica entre
el hombre y el mono, los confunde. Sucede lo que advierte
Giambattista Torelló: "objetos de estudio esencialmente
diversos, proyectados por el investigador sobre un plano inferior
se presentan a su vista como iguales: así la proyección de un
cilindro, una esfera y un cono es la misma: un círculo ambiguo y
tentador para espíritus simplistas, capaces de concluir que, en
el fondo, cilindro, esfera y cono son en realidad una misma
cosa":
Ciertamente tenemos un cuerpo, unos sentidos que reclaman las
satisfacciones de sus necesidades vitales. Pero, ante todo
gozamos de algo que excede todo lo que puede proceder de la
evolución de la materia: el entendimiento, ávido, insaciable de
verdad. Ya desde niño, el hombre sano comienza a
"exasperar" con sus preguntas interminables:
"mamá, ¿qué es esto?, ¿para qué es esto?"; y,
sobre todo: "¿por qué?, ¿por qué?, ¿por qué?..."
Es que el niño está buscando ya una respuesta última y
definitiva, que no remita a otro porqué, que sea el gran Porqué
que lo explique todo, que sea la Verdad primera original y
originaria de toda otra verdad. El pequeño pregunta por Dios,
busca a Dios, necesita a Dios desde que su inteligencia despierta
al "uso de razón". Es la célebre oración de San
Agustín: "Nos has creado, Señor, para ser tuyos, y nuestro
corazón está inquieto hasta que no descanse en Ti" .
Lo único capaz de saciar y aquietar el entendimiento es el
conocimiento de Dios. Y no cualquier conocimiento, sino todo el
conocimiento de que es capaz. Sólo así alcanza su perfección
suprema, su plena felicidad. De otra parte, la voluntad es una
ilimitada capacidad de amar el bien, - no es
"infinita", pero sí "ilimitada", porque por
mucho que ame, siempre anhela amar más. No se conforma con
cualquier bien, desea lo óptimo. Y cuando pone el amor en una
criatura y la posee de algún modo, al punto se halla satisfecha;
pero pronto advierte que no es lo óptimo, que queda un vacío
por llenar, que no ha alcanzado, ni de lejos, la plenitud del
bien y del amor que buscaba. Es que todos -sepámos lo o no-
queremos a Dios, buscamos a Dios, tenemos hambre de Dios, como
Verdad Primera y Bien infinito, como Sabiduría y Amor plenos. Es
decir, sólo en El se halla la perfección, la plenitud humana,
la felicidad sin sombras: en el amoroso conocimiento de Dios. Ese
es nuestro fin, nuestro óptimo bien objetivo común.
Ahora que sabemos, no con detalle, pero sí con profundidad lo
que es el hombre, sabemos también cuál es su bien fundamental e
indispensable. Independientemente de lo que yo quiera, piense, me
apetezca u opine, mi Bien es Dios. Y hallamos así un criterio
objetivo de bondad: en el mundo, será bueno para mí -moralmente
bueno-, será "ético" lo que me acerque a Dios (o, al
menos, no me aleje de Él); y será malo -aunque me apetezca- lo
que me separa de Dios.
Lo que me aproxime a Dios, será también perfección de mi ser
humano personal; lo contrario, dañará sin duda y siempre, lo
más íntimo de mi persona.
Esta es ya una conclusión de suma importancia. Pero se abre,
claro está, una nueva pregunta: ¿qué es, en la práctica, lo
que me acerca a Dios y qué es lo que me aleja de Dios? La luz
natural de la razón es un don que nos permite a todos descubrir
las exigencias fundamentales del ser humano, es decir la ley
moral natural, formulada sintéticamente por Dios mismo en el
Decálogo. Se entienden bien así las palabras de Juan Pablo II:
"La ley moral es ley del hombre, porque es la ley de
Dios". En efecto: "La verdad expresada por la ley moral
es la verdad del ser, tal como es pensado y querido por Dios que
nos ha creado". Es por eso que "hay una profunda
consonancia entre la parte más verdadera de nosotros mismos y lo
que la ley de Dios nos manda, a pesar de que, para usar las
palabras del Apóstol, 'en mis miembros siento otra ley que
repugna a la ley de mi mente' (Rom. 7, 22)" (4).
Si no existiera la sombra del pecado original en nuestra mente y
no hubiese sido debilitada nuestra voluntad, nos conoceríamos
bien a nosotros mismos y, en consecuencia, conoceríamos sin duda
lo que es bueno, tendríamos una visión clara de la ley moral.
Ahora nos cuesta esfuerzo alcanzarla, también por que nos cuesta
vivirla. Pero Dios, en su infinita misericordia, ha venido en
nuestra ayuda, se ha hecho Hombre, para decirnos hasta con
palabras humanas cuál es el camino que conduce a ser de verdad
hombres perfectos y felices: "Yo soy el camino, la verdad y
la vida" . Y no sólo nos ofrece una felicidad natural, sino
que con su encarnación, vida, pasión, muerte y resurrección,
nos ha abierto las puertas nada menos que a la vida íntima de
Dios Uno y Trino. Ha puesto a nuestra disposición su misma
felicidad: lo óptimo, no ya relativo al hombre, sino en
absoluto.
Y para que todos los hombres, podamos conocer fácilmente, sin
disputas o dudas angustiosas, sin esfuerzos hercúleos, cuáles
son las cosas que nos acercan a Dios y cuáles son las que nos
alejan de El, fundó la Iglesia -una, santa, católica y
apostólica- con un Magisterio autorizado, asistido siempre por
el Espíritu Santo -el Espíritu de Verdad-, capaz de trazar, en
cada momento, un mapa cierto y seguro de los caminos del bien.
Ahí, especialmente los católicos, pero también de algún modo
todos los demás, tenemos el gran criterio, la gran luz, la gran
seguridad para discernir el bien del mal, para conocer esa
"norma suprema de la vida humana", que el Concilio
Vaticano II recuerda que es "la propia ley divina, eterna,
objetiva y universal, por la que Dios ordena, dirige y gobierna
el mundo universo y los caminos de la comunidad humana" .
ANTONIO OROZCO. (ASOCIACION ARVO )
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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