|
La muerte en el hombre como fenómeno metafísico.
La victoria sobre la muerte, victoria que tuvo su principio y tiene su garantía en Cristo resucitado da una nueva visión de la misma y de la vida y del status viatoris que discurre desde que la vida temporal se inicia hasta que la vida temporal concluye
El cristianismo es, entre otras cosas,
una religión de milagros y de misterios.
El milagro prueba el señorío de Dios sobre el orden de la
naturaleza por El creado, que rompe o interrumpe.
El misterio prueba el señorío de Dios sobre la Verdad, que, sin
dejar de serlo, el hombre, por sí solo, no puede ver en muchas
de sus parcelas, necesitando que El se las revele.
Centrando nuestra atención en lo mistérico, para percibir y
percatarse de la Verdad que oculta, hace falta, con la
Revelación, una fuente de conocimiento más alto que la de los
sentidos, y aún más alto que la que nos proporciona la razón.
Esa fuente más elevada de conocimiento se llama la Fe.
Si la luz de Dios -Lumen Dei- permite al bienaventurado
contemplar intuitivamente, hacienda innecesaria la luz de los
sentidos, la luz de la razón y la luz de la fe el hombre, en
tanto esa bienaventuranza no llegue, aquí, en el tiempo y en el
espacio, necesita para su andadura correcta, para no tropezar o
para rehacerse del tropiezo, alumbrarse con la llama triple de
los sentidos, de la razón y de la fe.
También el cristianismo, por ser mistérico, aunque parezca
contradictorio no lo es, porque lo contradictorio no puede
concordarse, mientras que lo paradójico explica y concuerda en
su contexto lo que, en principio, es decir, a primera vista, se
presenta como discordante, inconciliable y antinómico.
Hay, así, paradoja y no contradicción en frases conocidas como
éstas: "los últimos serán los primeros", "el
que se humilla será ensalzado"·, "mi paz os dejo,
pero he venido a traer la guerra", "dichosos los que
padecen", "el que quiera salvar su vida la
perderá,..."
La suprema paradoja -y no contradicción, como veremos- no está
en unas palabras, sino en un hecho clave. Cristo, Maestro de la
Verdad, dice de Sí mismo: «Yo soy la Vida»; y sin embargo, la
Vida encarnada muere en la Cruz.
A este hecho clave hemos de llegar si con la luz de los sentidos,
de la razón y de la fe, nos acercamos a la vida y a la muerte,
como problema esencial de todo hombre; y, como un derivado, al
derecho a vivir de cada hombre en su etapa histórica en la que
nos encontramos.
La muerte, como destrucción orgánica, es un fenómeno
psicosomático, que transforma el cuerpo animado en cadáver, al
estar desprovisto de animación. Un cadáver, durante algunas
horas, como por inercia, mantiene la configuración corporal; y
hay cadáveres que, artificialmente -embalsamamiento y
momificación- o sobrenaturalmente -cadáveres incorruptos de
algunos santos-, la conservan por tiempo indefinido. Pero, en
cualquiera de los casos, allí no hay cuerpos, sino cadáveres.
Pero la muerte, en el hombre, es algo más que un fenómeno
psicosomático, que puede homologarse con la muerte de otros
seres vivos creados. La muerte en el hombre es un fenómeno
metafísico, sobrevenido porque el hombre, siendo naturaleza
creada, es sobrenaturaleza. El hombre, enmarcado en, y fruto de
la tarea creadora genesíaca, aparece como un ser sobrenatural en
un doble sentido: por una parte, se le proclama rey de la
creación, destinado a dominarla -por lo que está sobre ella-, y
por otra, el aliento de vida que le da el ser es un aliento
divino eternizante y, por ello cualitativamente distinto e
infinitamente superior al del resto de todo lo creado.
El hombre, criatura-eternizada, no fue, ni siquiera
originariamente, criatura glorificada, pero el aliento divino de
vida, que al espiritualizarle lo eternizó, hizo tránsito a su
envoltura corporal, que de suyo, de por sí, hubiera estado
sujeta a la muerte. El hombre del paraíso era un hombre
inmortalizado. La muerte en el hombre es un acontecimiento
metafísico sobrevenido. La muerte de la carne es el fruto de la
desobediencia de su espíritu libre, el Haftuag que dirían los
alemanes, la responsabilidad hecha castigo por la Schuld, es
decir, por la culpa.
Por eso, yo acojo con ironía el esfuerzo de algunos defensores,
incluso en el campo católico, de la teoría de la evolución,
con su lista más o menos imaginaria de los antropoides
intermedios. Para mí, lo que teológica e históricamente se ha
producido en la humanidad es, en cierto modo, una involución,
una degradación, un retroceso. No es que el antropoide, en un
momento y en un lugar indeterminados, se haya convertido en
hombre, con la posición erecta -bípedo implume- y el
ensanchamiento de su ángulo facial, sino que el hombre
inmortalizado, con inteligencia diáfana y voluntad firme, al
rebelar libremente su espíritu contra Dios, privó a su alma, no
de su eternización -porque el espíritu no perece-, pero si de
su glorificación, y a la carne de su inmortalidad. Reducida la
carne a sí misma, inutilizada por el pecado la fuerza
inmortalizante del espíritu, el cuerpo del hombre quedó
aprisionado por el deterioro y el desfallecimiento de la
naturaleza creada que, en principio, iba a dominar. Por el
pecado, la naturaleza le dominó y sometió la carne -sólo
naturaleza de por sí- a su propia ley de finitud.
A luz de la fe proyectada sobre la muerte del hombre, sobre su
reencuentro con la tierra, de cuyo barro se formó su carne,
sobre la reconversión en polvo de lo que no era más que polvo,
nos conduce desde la promesa del Paraíso que se perdió al
cumplimiento histórico y metahistórico de la misma promesa. El
vástago de José anunciado en el Génesis, próximo para
Isaías, recordado en el Adviento que acaba de comenzar, vine a
destruir el pecado y con el pecado su fruto, que es la muerte.
Esa victoria la consigue la Vida encarnada muriendo, y muriendo
en la Cruz. A partir de ese instante, la muerte cobra, con
significado distinto, otra valencia sobrenatural. No deja de ser
un fenómeno psicosomático, no deja de ser salario del pecado,
no deja de ser guadaña segadora, pero es, al mismo tiempo, para
el hombre en gracia, que ha escondido su vida en Cristo y muere
en El y con El, llave del Paraíso y janua coeli, puerta del
cielo. Pero hay algo más. En el Símbolo de la Fe decimos que
"creemos en la resurrección de los muertos". La
conversión de la guadaña en llave del muro que cierra en
pórtico que se abre, es una realidad esperanzada para el cuerpo,
que recobrará su incorruptibilidad y será inmortalizado y
glorificado. Cuando se consume la victoria sobre la muerte,
victoria que tuvo su principio y tiene su garantía en Cristo
resucitado, con los ojos del cuerpo, que ahora no pueden ver a
Dios, traspasados por el lumen gloriae, se podrá contemplar en
Dios lo que El ha preparado para el gozo del hombre.
Todo esto nos lleva a lo que podríamos llamar una nueva visión
de la muerte, de la vida y del status viatoris que discurre desde
que la vida temporal se inicia hasta que la vida temporal
concluye.
Nueva visión de la muerte: Aunque la muerte en el hombre no deje
de ser la obra del Maligno, que por odio a la vida la introdujo
en la humanidad; aunque la muerte vaya despertando como vivencia
acosadora conforme transcurren los años y se advierta su
cercanía; aunque la vivencia de la muerte produzca pánico, por
lo que pueda implicar de dolorosa y de tránsito a lo
desconocido, repugnancia por instinto de conservación, rebeldía
ante lo que puede interpretarse como inhumano, tristeza amarga
como frustración del ser, resignación estoica ante la
imposibilidad de evitarla, todo ello en el cristianismo es
superable, porque su visión de la muerte, sin ignorar esas
reacciones, las supera.
Para el cristiano, que mira la muerte no sólo con la luz de los
sentidos y de la razón, sino con la luz de la fe, la muerte no
aniquila el ser. La muerte es una separación, una despedida del
cuerpo y del espíritu por desfallecimiento de aquél. La
despedida no es para siempre. No es un adiós, sino un hasta
luego. Lo tremendo del hombre no es que muera de verdad, sino
que, aun deteriorándose y pulverizándose el cuerpo, el hombre
-su yo personal identificante- no muere nunca.
Nueva visión de la vida: La vida del hombre es lineal, pero
ascendente. En ella hay, no uno, sino dos alumbramientos; y ambos
son dolorosos, porque la redención del hombre y la vida
histórica del hombre están signadas por el dolor. El primer
alumbramiento es el parto. Por el parto, el hombre ve la luz del
mundo. Por el parto se da a luz en el tiempo; y la separación
del claustro materno es dolorosa para la madre y para el hijo; y
dolorosa hasta el derramamiento de sangre. Por el segundo
alumbramiento, se pasa a la luz de la eternidad. Este nuevo dar a
luz es también separación dolorosa, porque hay dolor en el
cuerpo, que siente su desanimación progresiva, y en el alma,
que, al irse desprendiendo de la nebulosa de los sentidos, con
todas sus potencias en vigor, tiene conciencia nítida del
desgarro. El dolor de este alumbramiento es más profundo que el
del primero, porque incide en la más íntima radicalidad del
ser. De alguna manera podría recordarlo la separación de la
uña de la carne, a que se refería doña Jimena al separarse del
Cid.
Ahora bien; si la muerte es otro alumbramiento, como el del trigo
que se pudre para hacerse espiga, o el gusano de seda que, luego
de hacer su capullo, lo rompe y, alado, se hace mariposa, o el
del hierro que, en la fragua, incandescente y cincelado y
forjado, se convierte en obra de arte, la muerte no es una
pérdida, sino una ganancia, como dice San Pablo, y todas
aquellas reacciones, pánico, repugnancia, rebeldía
resignación, se hacen deseo. Nadie como Teresa de Jesús
manifiesta ese deseo, no de morir como huida, como olvido o como
descanso, sino como anhelo de usar la llave y de abrir la puerta
de la Vida, de morir precisamente para vivir. El desasosiego de
morir por no morir florece en los versos famosos: "Y en tal
alto Vida espero, que muero porque no muero."
Nueva visión del status viatoris: En el aquí y ahora de la
primera etapa vital, el hombre, a la luz de la fe, no contempla
lo que ha de sucederle como una prolongación sine die de
aquélla; como un estirón sin final del tiempo; como un tiempo
con prórroga interminable. El tiempo de la eternidad ya no es
tiempo. Y el parto segundo de la muerte no es una prolongación
longitudinal, sino una ascensión cualitativa.
En el itinere histórico el hombre transcurre en él
ahora-tiempo, y, como señala Zubiri, desde un instante hacia un
algo. El «ahora temporal» navega sobre el «siempre eterno»; y
ese ahora comprende para el hombre desde su concepción hacia y
hasta su muerte corporal. En ese ahora, el hombre se va
configurando, conformando, definiendo y haciéndose definitivo,
de tal forma que configurado, conformado y definido, es decir,
consumado definitivamente, llega con su alma, al morir el cuerpo,
a la eternidad.
La Parusía, que es la exaltación jubilosa, del triunfo final de
Cristo, supone la absorción del tiempo por la eternidad, la
inmortalidad gloriosa del cuerpo humano y la transformación de
la naturaleza en una "tierra y en un cielo nuevos".
Siendo esto así, para un cristiano la etapa histórica de su
vida es una preparación y una provisionalidad. Durante ella ha
de procurar ir definiéndose, es decir, preparándose y
equipándose para la eterna. El ahora ha de estar en función del
siempre, y el camino y el quehacer del camino han de concebirse
en función de la meta.
Caben aquí, sin embargo, dos errores gravísimos: el de
instalarse cómodamente en la vida del tiempo, haciendo del
camino fin y de lo provisional definitivo, comprometiendo así
gravemente la vida en la eternidad; y el obsesionarse hasta la
obnubilación con la vida eterna, de tal modo que, en un
quietismo antivitalista, olvidemos que es aquí, en la vida
temporal, donde hemos de definirnos para aquélla.
Es en el tiempo donde nos definimos para la salvación o la
condenación eternas. Y es al fin del tiempo cuando ha de
producirse el examen individual sobre el amor, es decir, sobre
las obras, porque obras son amores y no buenas razones.
Con esta perspectiva la muerte y la vida temporales se contemplan
desde la luz de los sentidos y de la razón, pero, sobre todo, a
la luz de la Verdad revelada y, por tanto, de la fe: la fe
objetiva, como haz de verdades, y la fe subjetiva, como virtud
teologal.
La vida y la muerte temporales, en función de la Vida o de la
muerte eternas, se contorsionan en la ley, en las costumbres y en
la conciencia individual y colectiva. Ahí donde la vida está
amenazada, allí el cristiano ha de comparecer para dar
testimonio de la verdad, aunque el testimonio conlleve
persecución y sacrificio.
Hemos de procurar dar testimonio de la Verdad sobre la vida,
cuando la vida está en juego en la anticoncepción, que la
niega; en el aborto, que la destruye apenas iniciada, en la
eutanasia o el suicidio, en la legítima defensa y en el
conflicto bélico.
P. Pérez.
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
La reproducción total o parcial de estos documentos esta a
disposición de la gente siempre bajo los criterios de buena fe y
citando su origen.