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Editorial.

¿Cuál es el futuro de la Causa?

Para no ser ni profeta ni adivino, hablemos más que del futuro, fotografiado con rigor a la distancia del tiempo, de lo sencillamente futurible.

Si el futuro se presenta como una incógnita, toda vez que lo imprevisto juega como una amenaza que puede arruinar la predicción, lo futurible no descarta ese factor al que subordina el atisbo de lo que apoyándose en datos verificables y concretos, se presume sucederá en el porvenir.

No se trata, pues, de conocimiento anticipado por intuición, sino de aventurado anuncio por reflexión, a la manera de un silogismo.

¿Pero cuáles son Ios datos verificables y concretos que van a servirnos para dibujar el futurible de nuestra causa, por la cual debemos operar en la España de hoy, es decir, en una España inserta en una geografía, hechura de un avatar histórico y encarnación singular de una civilización específica?

A nuestro juicio, esos datos verificables y concretos son los siguientes: la lógica, la psicología colectiva, la experiencia y los signos de los tiempos. Nos vamos a detener en cada uno de los datos aludidos.

-La lógica: hoy está de moda la ecología; y aunque el término tiene una connotación naturalista, la verdad es que en su acepción original y auténtica se refiere al equilibrio necesario, no sólo a la naturaleza sino a la sociedad, para que una y otra puedan subsistir. Un ecosistema es, por ello, imprescindible, no sólo para mantener la vida en el planeta, sino para mantener el orden y favorecer el desarrollo de la comunidad humana.

Si el vertido en los mares y ríos, la pesca abusiva, la radioactividad, la contaminación atmosférica, las talas e incendios forestales, nos afectan tan gravemente que la voz de alarma ha obligado a adoptar medidas en el ámbito internacional, que detengan un proceso depauperante, se puede afirmar, igualmente, que, por pura lógica, y en el ámbito político, los pueblos exijan -y ya lo están exigiendo- medidas tajantes encaminadas a que se detenga también la corrupción institucional que conduce al aniquilamiento de un ecosistema en el que deben conjugarse la libertad con la autoridad y la autoridad y la libertad con la justicia.

-La psicología colectiva: posiblemente sea Gustavo Le Bon el que ha estudiado más a fondo el fenómeno de la psicología colectiva, destacando que, a diferencia de otros fenómenos comunitarios, en los que el comportamiento general es manifestación del modo de ser de los individuos, en el supuesto de la acción política, desde el motín callejero a la participación en unas elecciones, la sensación de sentirse masa cobra una fuerza y un dominio tales, que el individuo se disuelve en ella hasta perder con la razón su propia personalidad.

Este fenómeno político explica la brutalidad y el descenso a cotas infrahumanas de ciertas revoluciones, como la francesa de 1789, con su cortejo de mártires, con la destrucción de tesoros artísticos, con la oleada de terror y de pánico paralizantes de la sociedad. Pero ese mismo fenómeno explica también reacciones colectivas de signo contrario cuando los pueblos, atropellados por una oligarquía sin escrúpulos, se sienten heridos en su propia conciencia nacional, y tratan luego de sufrir hasta una situación límite -que pudo interpretarse como entrega o aceptación resignada- de liberarse de su esclavitud moral y de su miseria material en revueltas y alzamientos colectivos.

En estos casos, el temor a la muerte, a la persecución, en el supuesto del fracaso, y en general todo lo que recomienda el instinto de conservación, se desvanece y embebe en el clamor de una gesta que puede concluir en holocausto.

-La experiencia: una mirada hacia el pasado no es lo mismo que anclarse en él. Si la experiencia es madre de la ciencia, la pura nostalgia -que es un sentimiento noble- cuando no sirve para continuar hacia delante, inmoviliza y, como a la mujer de Lot, convierte en estatua de sal.

Desde la experiencia -que ayuda a no cometer errores y a juzgar con exactitud y precisión- podemos permitirnos el lujo de vislumbrar reacciones no idénticas -porque los problemas y las circunstancias no son los mismos- pero similares a los que se han producido en la historia. De la España de Enrique de Trastámara a la España de los Reyes Católicos hay un abismo.

-Los signos de los tiempos: pasar a la escucha, en silencio meditativo, es algo imprescindible para pronunciar un veredicto sobre el porvenir. Se trata de una escucha en sentido amplio, pues han de abrirse todos los sentidos para captar el significado de los acontecimientos claves de la hora presente.

Y hoy, los acontecimientos claves son tangibles y nadie puede dudar de las causas de los mismos.

Por una parte, la utopía de una sociedad sin clases, la tesis del materialismo dialéctico, la concepción inmanente del hombre, han fracasado en sus diversas hipótesis. La caída del telón de acero no se ha producido como consecuencia de un ataque exterior que lo redujo a ceniza, sino por la autodestrucción de los regímenes marxistas biodegradantes y biodegradados, fruto de la falsedad de su doctrina informadora.

Por otra parte, la cosmovisión liberal, en cuyo contexto nació el socialismo en sus dos vertientes, la bolchevique y la menchevique, carece de talante para mantener un ecosistema que permita la conjugación, a que antes aludíamos, de la libertad, la autoridad y la justicia. Lo que hoy sucede en Hispanoamérica -por sólo poner un ejemplo-, donde la injusticia social que nace de la pura economía de mercado -manejada, por añadidura, desde el exterior- lleva a situaciones escandalosas, que van desde la guerrilla a la dictadura, desde la miseria de amplios sectores de la población a la acumulación de riqueza por los traficantes de drogas, ponen de relieve -y así lo denuncian eminentes tratadistas- que el liberalismo, o la democracia liberal, tanto por su filosofía como por mostrarse proclive a la alianza con el socialismo, y a apoyarlo, como le ayudó política y económicamente durante su permanencia en el poder en la URSS y en los países satélites, no puede, y además no quiere, detener, primero, y empeñarse en una tarea de reconstrucción, después, que haga posible la convivencia pacifica, tanto a nivel de cada nación como en el plano internacional.

Hay otros signos de los tiempos que detecta la escucha. Uno de ellos, y que suele pasar desapercibido, es, sin duda, que a la caída del comunismo, de lo que debemos felicitarnos, se añade la destrucción del imperio ruso. Yo no sé hasta qué punto, en el esquema de las confrontaciones, a una de las partes le interesaba mucho más la caída del imperio que la caída del régimen; porque el imperio, cualquiera que fuese su indumentaria política, era un adversario poderoso, y ese adversario -que mantenía el equilibrio universal de fuerzas-, al fragmentarse, ha desaparecido. Ello explica la soberbia del presidente norteamericano, al proclamar a los Estados Unidos como guía y custodio de un orden internacional nuevo, que ya se impuso como primicia, con la invasión de Panamá y la guerra del Golfo Pérsico.

Otro signo de los tiempos a contabilizar es el entendimiento y la confluencia de algo que, a juzgar por las apariencias, podría estimarse como ciencia-ficción, superadora de la imaginada por Orwell. Me refiero al abrazo del capitalismo financiero y de la socialdemocracia. Si el capitalismo financiero respalda económicamente al socialismo, éste se ha constituido en el ejecutor del programa de aquél. La misma concepción materialista, la identidad del objetivo y la quiebra del ensayo comunista, han favorecido y logrado el entendimiento; un entendimiento que multiplicará la fuerza destructora de las naciones, especialmente de aquellas que han sido conformadas por la cultura occidental.

Por último, es signo importante de los tiempos el propósito de reconstruir Europa. Ya sé que el impulso vital del esquema de reconstrucción es económico, y ello porque en este campo, y a estas alturas, el encierro en las propias fronteras desconoce de forma suicida los planteamientos continentales. Se trata de un hecho que está ahí y con el cual es preciso enfrentarse. Lo que ocurre es que ni el hombre ni la sociedad son economía tan sólo, y que así como el pan no basta y es precisa la palabra de Dios, es decir, el espíritu que anima, así también Europa necesita de un alma que la vitalice, que en ella se encarne y que le ilumine a la hora de formular los planes económicos para que éstos no impongan, por un lado, el sacrificio de los pueblos del Sur en beneficio de los pueblos del Norte, y por otro, no enquiste a Europa en su perímetro, aislándola de su misión ecuménica.

Tales son los datos verificables y concretos de los que hay que partir para la exposición del futurible de nuestra causa en el contexto de un mundo en el que España no es isla, sino península.

Para mí está claro que en Europa ha comenzado la reacción popular, con un hastío creciente hacia los sistemas liberalsocialistas.

¿Por qué en España no se ha producido todavía del todo esa misma reacción? Por algo que cuesta advertir: porque España no recibió de un modo directo el impacto de la última guerra. El drama de la contienda fratricida no nos alcanzó de lleno.

Pero España, acabamos de decir, no es una isla, ni tiene una coraza protectora impenetrable. Desde la hace unas décadas, los españoles hemos vivido en un clima de confusión, originado, ideológicamente, por el mimetismo y el deseo inútil de no diferenciarnos de los demás, y económicamente, por el consumo egoísta de las reservas acumuladas anteriormente.

La fortaleza tiene que hacernos luchar por mejorar la situación de nuestro mundo. Venciendo la tentación del abandono, porque tenemos confianza en la Providencia y porque la lógica, la psicología colectiva, la experiencia histórica y los signos de los tiempos, atentamente considerados, permiten superar la confusión generalizada.

Esperar la llegada de la luz para que huyan las cucarachas, esperar que cese la tormenta para que el mar quede tranquilo, esperar a que pase la duda para que se haga firme la resolución, han de ser fruto no sólo de la fortaleza, sino de la paciencia, que es uno de sus derivados.

Y la fortaleza y la paciencia, trasladadas al campo de la política, en la más alta acepción de este vocablo, es decir, como servicio generoso al bien común, nos permiten hoy la aventura de arriesgarnos a la predicción del futurible de nuestra causa, la causa nacional y del derecho natural.

Porque la lógica nos dice, subrayada por la realidad, que el Sistema resulta inviable.

Porque la psicología colectiva comienza a manifestarse en protestas airadas, que no surgen sólo de los que luchamos contra el Sistema, sino de amplios sectores populares que lo apoyaron.

Porque la experiencia histórica nos actualiza momentos del pasado, en los que un giro profundo cambia el comportamiento y la fisonomía de una nación.

Porque los signos de los tiempos a que antes hacíamos referencia, son índices acusadores de que ese cambio ya se inició entre nosotros, aunque no haya adquirido aún el volumen y la trascendencia necesarios para romper con el Sistema y restablecer una sana ecología política.

Si manejamos estos factores, estimo, sin utopías irrealizables, que puede estar próximo el gran momento de la causa del Orden Natural. Y ello por las siguientes razones:

Porque, en medio de la confusión y de las deserciones, mantenemos una postura a la vez gallarda y leal; y ello no por tozudez o empecinamiento sino por hallarnos convencidos de que la doctrina y la praxis liberal o socialista sólo podía llevarnos a la dramática situación presente. Y hoy nadie que se pronuncie con honestidad, puede negarlo.

Porque en medio de la oscuridad ideológica y de un cinismo amoral contagioso, nos negamos a apagar la luz, nos apresuramos a defender la llama contra los huracanes y la ponemos en lo alto del celemín, para que ahora, cuando la tiniebla nos cubre, poder iluminar a todos los de la casa. Y hoy, cuando la noche de la incertidumbre nos abruma, nadie que se pronuncie con honestidad puede negarlo.

Porque ante una sociedad en la que los hombres han perdido los criterios morales, pero tienen en las manos una técnica que, sin tales criterios, los transforma en aparatos de la falsa civilización del odio o de la náusea, no hay otra vía salvadora que la entrada, como decía Nicolás Berdiaeff, en una Nueva Edad Media en la que lo religioso y lo castrense vuelvan a vivirse con una intensidad tan fervorosa que produzca santos y héroes, protagonistas y arquetipos ejemplares de la nueva Cristiandad Y nadie que perciba la marginación de la ética puede con honestidad negarlo.

Ya sé que esta invocación de lo religioso y de lo castrense puede extrañar a muchos, y hasta producir un cierto rechazo, dada la actitud de grandes sectores de la Iglesia y de las Fuerzas Armadas en el proceso degradante que ahora y aquí consideramos. Pero el hecho doloroso de esta realidad es un argumento a favor de nuestra postura. Precisamente por la fuerza regenerante de lo religioso y de lo militar el objetivo cumbre de quienes son directores y gestores del proceso no haya sido otro que inutilizar, ocupado por dentro y atacando por fuera, a las instituciones que por vocación y ministerio han sido custodias abnegados de tales valores. Y desde tales valores, como semilla fecunda, habrá que reconstruir ambas instituciones y a la sociedad de la que ellas son su nervio y armadura.

Alguien podrá decir, leyendo este texto: «Ustedes navegan por el océano de la fantasía o creen en la magia.» Pues bien, podríamos contestar: ni fantasía ni magia.

No estamos en el terreno de la fantasía, sino inmersos en la tragedia de un mundo a la deriva; pero de un mundo que puede enderezar su camino si suben a bordo un buen capitán y una buena tripulación; y ese mundo a la deriva comienza a reclamarlo con urgencia y a gritos.

El problema no va a ser tanto el de la ausencia de un clamor creciente de los pueblos, sino de que haya capitanes y tripulaciones preparados y dispuestos, dinamizados por el sentido religioso y militar de la vida. Y esto no será fruto de la magia, que es una gran mentira hipnotizante para la multitud, pero sí del milagro; y el milagro, que quiebra el orden natural, no rompe con la naturaleza, como el ciego o el tullido de los que nos habla el Evangelio seguían siendo ellos mismos después de sus curaciones milagrosas.

Y nosotros creemos en el milagro, y tenemos confianza, no gratuita -pues ahí los datos verídicos y concretos que avalan nuestro futurible- en el milagro de una España rehecha. Lo que ocurre es que el milagro hay que pedirlo y merecerlo. Y nosotros, inasequibles a todo desaliento, no sólo lo pedimos, sino que, además, sin falso orgullo, lo merecemos; y lo merecemos porque esperamos en Dios contra toda desesperanza, y porque amamos apasionadamente, con amor de perfección, a España.


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