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Censura democrática.
"...Se trataría de eliminar a toda una serie de autores que resultan molestos y peligrosos por estas características, pues su lectura podría servir de revulsivo que agitase las aguas adormecidas del pensamiento único. Se trataría de no mencionarlos nunca y de no editar sus obras. El no-pensar debe estar favorecido por el no-leer. Y toda esta labor sí que es deliberada, planificada, como digo..."
Ultimamente se leen en algunos artículos
referencias ominosas a Orwell para referirse al tiempo presente.
Unas pocas mentes en alerta encuentran similitudes entre la
sociedad actual y la descrita por George Orwell en su obra
"1984". Concebida en 1949, el autor sitúa su
profética visión en la fecha del título, la cual ya ha quedado
bastante sobrepasada. Pero, aún con retraso, se van consolidando
en el mundo occidental, paradójicamente llamado libre,
determinadas realidades opresoras que por fuerza nos remiten a
Orwell.
Los fabricantes de pensamiento para masas (desgraciadamente,
hemos llegado a una situación en que, para ser veraces, debemos
expresarnos así) han producido una especie de forraje cultural
compuesto por toda una retahíla de tópicos sin contrastar que
se ha venido en llamar "pensamiento único" y que va
siendo servido por todos los medios de comunicación social con
reiteración y pertinacia. Mediante la repetición, el machaqueo
continuo, han ido consiguiendo que, convertidas en estereotipos
inalterables, se tengan por dogmas flagrantes mentiras,
presentadas con falso marchamo liberal.
Respecto de la moral y costumbres, se ha conseguido derribar la
moral natural de siempre y sustituirla por una contramoral
deprimente. La moral tradicional, según el "pensamiento
único", es represiva y mala. El hombre es bueno y no debe
reprimir sus instintos, que son buenos lógicamente. Así, toda
la moral sexual se ha venido abajo, como sabemos. Las lesbianas y
gays campan por sus respetos e imponen sus reglas.
Por tanto, lo blanco es negro, y lo negro, blanco. Y ¿por qué
todo esto? En primer lugar, hay que hacer notar que el círculo
de hacedores de opinión (o fabricantes de pensamiento para
masas, como arriba indico) está compuesto, mayormente, de
filomarxistas y liberales laicistas. Y realizan una labor
interesante para los poderes macrocapitalistas dominantes. Si no
fuese así, no estarían en ese puesto, no nos engañemos.
Los marxistas, después del tremendo fracaso de su sistema en la
Unión Soviética y países satélites, han dejado de ser un
grave peligro para el capitalismo. Así lo han asumido ellos
mismos y han modificado su ideología, adaptándola a
regañadientes a la realidad. Pero, todo lo que se reprimen en su
crítica al capital, lo vuelcan incrementado contra la religión
y las costumbres tradicionales. Así justifican su condición de
revolucionarios. En esta labor no encuentran ninguna oposición
por parte de los liberales, quienes, gozosos ante la falta de
entidad de la crítica al sistema capitalista que representan, se
suman con entusiasmo al asalto y disolución completa de los
valores cristianos, por los que, como herederos de la
Ilustración, nunca tuvieron ningún aprecio. Se alían con los
marxistas y algunos hasta juguetean a ser también un poco
marxistas, pues esto es algo que no perjudica lo más mínimo sus
intereses y, por el contrario, les prestigia en la corriente del
progresismo.
El resultado es ese "pensamiento único" que se sirve a
través de todos los medios de comunicación y que es aceptado
acríticamente por las masas. El éxito fácil de esta ideología
única se explica fácilmente por la comprensible falta de
discernimiento del pueblo, por la gran presión que se le ejerce,
y, además, por la sensación que se le da de sustentar un
pensamiento rebelde, sin prejuicios, combativo, cuando es
justamente lo contrario. Lo que piensa el pueblo no se aparta ni
un milímetro de lo establecido mediáticamente. Nunca el pueblo
fue más dócil.
Esta situación satisface plenamente a los poderes dominantes,
pues mientras la Iglesia, como Institución libre y con
proféticamente denunciadora del sistema, recibe intensísimas
críticas, el sistema establecido no es cuestionado seriamente
por nadie. El chivo expiatorio soporta los palos del
resentimiento nacido de la impotencia y la aceptación.
Podría uno pensar que todo es el resultado de una planificación
efectuada por la clase plutocrática para su provecho. Pero, haya
habido o no planificación inicial, el resultado es el
someramente descrito, extraordinariamente beneficioso para la
supervivencia del sistema. Y ahora sí se planifican las cosas.
Este hombre disminuido, este hombre casi anulado, cree que piensa
y no es así. El aceptar acríticamente el pensamiento que le
sirven no es pensar. Es un no-pensar, operación intelectual
embotada de las masas, que les ahorra el esfuerzo de generar
pensamiento propio.
Pero para conseguir este no-pensar es imprescindible que al mismo
tiempo que se distribuye el forraje ideológico habitual, se
vayan eliminando aquellos testimonios de épocas pasadas en que
el hombre era más hombre, es decir, más dueño de sí mismo,
más racional, más crítico y con más discernimiento; y, sobre
todo, sustentador de la escala de valores de la tradición
cristiana.
Se trataría de eliminar a toda una serie de autores que resultan
molestos y peligrosos por estas características, pues su lectura
podría servir de revulsivo que agitase las aguas adormecidas del
pensamiento único.
Se trataría de no mencionarlos nunca y de no editar sus obras.
El no-pensar debe estar favorecido por el no-leer. Y toda esta
labor sí que es deliberada, planificada, como digo.
Para restringirnos al ámbito hispánico, podemos nombrar a
filósofos como Jaime Balmes, Juan Donoso Cortés, o los mismos
Miguel de Unamuno o José Ortega y Gasset; ideólogos como
Marcelino Menéndez y Pelayo, Eugenio D'Ors, Ramiro de Maeztu,
Ernesto Giménez Caballero; ensayistas y biógrafos como Gregorio
Marañón; dramaturgos como Jacinto Benavente o José María
Pemán; poetas como Manuel Machado, Leopoldo Lugones o Amado
Nervo; novelistas como Gabriel Miró, Ricardo León, Wenceslao
Fernández Flórez, Manuel Gálvez, Hugo Wast, Mourlane Michelena
o Rafael Sánchez Mazas; todos ellos y muchísimos más, desde
diversos ángulos entran en conflicto con la cultura de
pensamiento único dominante hoy, por lo que son minusvalorados
de diversas formas: se procura no citarlos nunca en los medios de
comunicación, no se reeditan sus obras en las potentes
editoriales controladas y, en algunos casos, ni se les cita en
los libros de texto, como ocurre con Hugo Wast, Manuel Gálvez y
otros.
De lo que se trata es de encarrilar al hombre moderno por la
senda trillada del pensamiento único, que es la más inofensiva
y útil para los poderes dominantes. No interesa que las mentes
se sientan incitadas a reaccionar, y la lectura de determinados
libros puede constituir un peligro, pues explícita o
implícitamente, revelan el paisaje moral de un tipo de hombre
mucho más robusto espiritualmente que el de hoy. Hay que evitar
el peligro del contagio, y para ello se aplica metódicamente la
censura democrática.
Pues lo que más pueden temer los detentadores del poder
económico y cultural en el sistema establecido, es el retorno de
valores tradicionales que enriquezcan el juicio crítico de los
hombres, encauzándolos, al sensibilizar sus conciencias, a la
consecución de la Justicia en todos los órdenes.
Que remuevan y alteren la situación actual en que los hombres
son dóciles y conformistas, pues librados a sus instintos y
ocupados obsesivamente en la supervivencia y la promoción
sociales, se creen al mismo tiempo libres y rebeldes por
despreciar la moral y la religión, y, precisamente por esto
último, están muy lejos de oponer una crítica mínimamente
profunda a la estructura que los domina y apacienta; que los hace
cruelmente desgraciados y temerosos del futuro, pero que los
ofusca con goces sensuales y embota su mente con el forraje
ideológico que constituye el pensamiento único.
No es conveniente que esta situación se altere, y este es el
motivo de que muchos autores sean sometidos a la no oficial, pero
no por ello menos eficaz, censura democrática.
A Octavio Paz se le está olvidando a marchas forzadas. Era
hombre insobornable, y su rigor intelectual le llevó a condenar
los crímenes del estalinismo y llamar desalmados a intelectuales
que, como Neruda, Eluard y Aragon, se obstinaron en silenciarlos
aunque los conocían. Ese mismo rigor intelectual le llevó a
insistir en el gigantesco avance que supuso la civilización
hispánica respecto de la azteca, con lo que quedaba justificada
la conquista de aquel pueblo cuya crueldad sólo es parangonable
con la de los antiguos asirios (El laberinto de la soledad).
Estas cosas no se pueden afirmar en los tiempos presentes sin
pagar el precio correspondiente.
Las obras de C. S. Lewis son difíciles de encontrar. Y es que
este anglicano, hombre profundamente religioso, hace ya medio
siglo comenzó a reconocer y denunciar los síntomas que habían
de llevar a la anulación del hombre. Precisamente, una de sus
obras, se titula así: El hombre anulado.
Es conveniente estar atentos a estas relegaciones, estos
ostracismos, pues precisamente estas figuras que se quieren
olvidar son, precisamente, las que más pueden enriquecer el
espíritu. Naturalmente, si uno no está dispuesto a someterse a
las directrices de la ideología vigente, al pensamiento único.
Ignacio San Miguel.
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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