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Qué es la persona y cuál su dignidad.
Partiendo de algunas curiosidades semánticas sobre lo que es la "persona" y "dignidad" se estudia el exito y crisis de la dignidad personal, la "hypostasis" y "substancia". Como la filosofia cristiana da un paso de gigante y como ahora continúa el mayor reduccionismo de la historia, cuando la existencia humana necesita de "permiso" a causa de la cadencia totalitaria del materialismo, que cae en un paradójico "humanismo ateo", desde un pueblerinismo cientifista
La palabra castellana "persona"
viene del adjetivo latino personus, que significa resonante;
personare equivale a "sonar fuerte", hacerse oír. Lo
cual parece relacionar esta palabra con la griega prósopon, que
significaba "cara" y también "máscara"
(trágica o cómica) que se ponían los actores de teatro, y -a
la vez que les disfrazaba del personaje que representaban-, les
servía de amplificador de la voz. La concavidad de la máscara
reforzaba la voz, ocultaba al actor y por medio de la máscara el
actor también "re-presentaba" un personaje. Para los
griegos, pues, "prósopon" no tenía el sentido que
nosotros le damos a la palabra "persona". Rara vez
alude a persona en los textos filosóficos griegos, donde, por lo
demás, aparece con escasa frecuencia.
Entre los presocráticos, prósopon quiere decir
"cara", "rostro", e incluso se dice de la faz
de Helios, el Sol. En Platón, también significa
"rostro". Aristóteles habla largamente del
"prósopon" (cara) y sus partes (nariz, orejas, etc.);
también se refiere con el mismo término a la cara de la luna; y
en algún lugar advierte -al margen del uso común de la palabra-
que "prósopon" se debe decir sólo del hombre; el pez
o el buey no tienen "prosopón" (rostro), sino lo que
nosotros podríamos denominar, por ejemplo, "jeta". El
"rostro" refleja un ser superior al del que sólo tiene
"jeta". Entre nosotros suele decirse que "el
rostro es el espejo del alma".
Pues bien, aunque los orígenes de la palabra "persona"
no se refieren a lo que hoy entendemos por tal, es cierto que
siempre ha sugerido alguna realidad por alguna razón excelente o
superior. En latín, la voz "personare" indica un
sonido que posee la fuerza necesaria para sobresalir. No es de
maravillar que la palabra "persona" acabe por
significar de modo eficaz lo más sobresaliente que hay en el
universo: el ser inteligente, con entendimiento racional.
De otra parte, la palabra "dignidad" significa
también, fundamental y primariamente, "preeminencia",
"excelencia" (excellere, destacar). Digno es aquello
por lo que algo destaca entre otros seres, en razón del valor
que le es propio. De aquí que, en rigor, hablar de
"dignidad de la persona" resulta un pleonasmo, o se
trata quizá de una redundancia intencionada, para resaltar o
subrayar la altura del rango que ocupa este tipo de seres en el
orden del universo. "Digno" es aquello que debe ser
tratado con "respeto", es decir, "con
miramiento" (respectus), con veneración.
Exito y crisis de
la dignidad personal
Hoy casi nadie niega en teoría que todo hombre es
"persona". Tiempo ha habido en el que se discutió
sobre si la mujer lo era; o si los negros, indios y esclavos en
general, tenían "alma". Se trataba de dilucidar -o de
confundir, según los casos- la igualdad o desigualdad radical
entre los seres humanos todos. Hoy, las expresiones
"dignidad humana", "dignidad personal",
"derechos humanos", están siendo muy empleadas, y esto
es bueno.
Pero en la práctica a menudo se olvida, o se niega incluso, esa
"igualdad" radical, en lo que atañe a derechos y
deberes consiguientes. Es de lamentar que con mucha frecuencia no
se usan tales términos desde una intensa valoración del ser
personal, sino más bien como una lanzadera para reivindicar
presuntas "mejoras" sociales, que no pocas veces
resultan verdaderos atentados y lesiones al respeto debido a la
persona. En la práctica se niega la igualdad de derechos - lo
cual es tanto como negar la igualdad de "ser" o de
"naturaleza" - a los seres humanos no nacidos, o
nacidos con alguna deficiencia notable, o a los enfermos que
suponen una carga para la familia o para la sociedad, a los
deficientes mentales, etcétera. En los últimos lustros se
extiende además la práctica de la manipulación genética en
embriones humanos, como si fueran simples objetos, medios o
instrumentos para beneficio de los (adultos) poderosos del
momento o de la circunstancia.
Se ha dicho que "uno de los fenómenos más sobresalientes
de nuestros días es la ambigua situación de la dignidad humana.
Es, sin lugar a dudas, una de las nociones más invocadas. Sus
excelencias son cantadas con acentos graves. Defenderla
constituye el gran reto y la exigencia inaplazable de los
sistemas políticos a la altura de nuestro tiempo. Vulnerarla
supone, en fin, la expresión del mal radical, el indicio de una
intolerable actitud profanadora del más íntimo e inviolable
recinto personal. A la vez es una de las ideas más amenazadas.
La degradación y el envilecimiento humano, síntomas claros de
la crisis de la civilización contemporánea, están más
generalizados en nuestros días que en cualquier otro periodo de
la humanidad. Los atentados contra el hombre, realizados según
se dice, en nombre de su dignidad, han adquirirdo un grado de
crueldad y refinamiento difícil de imaginar en épocas pasadas.
La banalización de la sexualidad es un fenómeno habitual. La
violencia y la tortura, formas extremas ambas de atentar contra
la persona y su dignidad, forman parte de la vida cotidiana.
«Todo ello ha hecho del presente una época de hastío hacia el
hombre, que es considerado como mono desnudo, rata pérfida y
perturbador de la naturaleza. La literatura contemporánea
contiene numerosos testimonios de esa situación equívoca. Junto
con el elogio encendido de la dignidad, se describe al hombre
-sin reparar en la contradicción entre ambas cosas-, como ser
aislado de los demás por abismos tan hondos que ni siquiera la
buena voluntad puede franquear. La extrema inaccesibilidad del
otro, la imposibilidad de entenderse con él de forma duradera,
de atender a los requerimientos de su dignidad, no se ha
percibido nunca tan dolorosamente como en nuestro siglo.
"Vivir significa estar solo, -dice Hermann Hesse-, nadie
conoce al otro, todos estamos huérfanos". Entre los hombres
parece levantarse un muro que les impide acercarse y tratarse de
acuerdo con las exigencias de su valor incomparable. Con estas
desgarradoras palabras lo ha expresado Albert Camus: "nos
miramos y no nos vemos, estamos cerca y no podemos
aproximarnos"» (J.L. del Barco, Bioética. Consideraciones
filosófico-teológicas sobre un tema actual, Rialp, Madrid 1992,
prólogo, pág. 11-13).
Esta dolorosa realidad ha de tener una causa. Lo patológico no
es originario. Y todo coincide con un desaforado anhelo de
emancipación por parte del hombre. Borracho de mayoría de edad
no ha caído en la cuenta de que se halla, en muchos aspectos,
todavía en la inmadurez de la adolescencia; que no está en
condiciones de entender el agustiniano ama y haz lo quieras,
porque ha adulterado la noción misma de amor. La ha invertido
hasta el punto de centrarlo en el yo en lugar de hacerlo en el
tú. El verdadero sentido del amor está en el otro, no en mí.
Amor es lo que me convierte en yo para el otro. Amar según el
decir de los clásicos es, en cierto sentido,
"descentrarse"; dicho de modo positivo: centrarse en
otro que da sentido a mi vivir.
Y aunque no pienso que la dignidad de la persona no pueda
percibirse al margen de la fe cristiana, es un hecho que la
pérdida del sentido de esa dignidad coincide con la pérdida del
sentido cristiano de la vida y del amor, con la negación
teórica o práctica de Dios creador.
"HYPOSTASIS"
y "SUBSTANCIA"
Es de notar que cuando los autores cristianos abordaron
filosóficamente el estudio de la persona, no tomaron como punto
de referencia las expresiones griegas a las que hemos hecho
referencia más arriba. La noción de persona en la filosofía
cristiana es incomparablemente más elevado que la griega de los
clásicos. Los cristianos se sirvieron del término griego
hypóstasis, que se traduce por "subsistencia" o
"propiedad".
La famosa definición de Boecio, tan influyente - persona es una
sustancia individual de naturaleza racional -, parte de la
noción aristotélica de "ousía",
"substancia", pensada primariamente para las cosas en
general. Una substancia es un ser que subyace y sostiene un
conjunto de modalidades o "accidentes" que inhieren en
ella, pero ella no inhiere en nada, sino que ella misma es o
puede ser el sujeto de inhesión de otras realidades como la
cantidad y las cualidades de diversa índole.
Por "persona" se entiende en la filosofía medieval una
hypóstasis o suppositum, que como tal no se distingue de las
demás sustancias, pero cuya naturaleza es racional. Lo que hace
que la persona sea un ser superior no es el hecho de ser
substancia, sujeto subsistente (en sí y no en otro), sino la
racionalidad. La persona es una sustancia individual de
naturaleza racional. La racionalidad se entiende como una
cualificación de la sustancia que la eleva por encima de todas
las demás y le presta una excelencia que merece un
"miramiento" particular.
La filosofía
cristiana da un paso de gigante
El cristianismo no sólo fue el ámbito en donde el estudio de la
persona como tal adelantó extraordinariamente, sino que ha sido
donde se descubrió en profundidad su valor excelente, su
dignidad incomparable. Cuando se ve irrumpir la racionalidad en
la naturaleza, se descubre un ser de tal categoría, que puede
constituir un punto de partida para conocer mejor el Ser de Dios.
Dios se revela como Ser personal: tres Personas en una sola
naturaleza, es el misterio supremo y fontal del cristianismo.
Esto no significa que la idea cristiana de Dios arranque de una
idea previa de hombre. Al contrario. Una característica
diferencial de la cosmovisión cristiana se debe a que Dios se ha
revelado como el Absoluto, infinitamente trascendente a todo
cuanto existe, a todo lo que se ve y se entiende en el universo.
Dios es infinito, todopoderoso, omnisciente... Dios es EL QUE ES;
la plenitud del Ser, piélago de infinitas perfecciones, cada una
de ella de grado infinito. Es decir, Dios no es semejante a
ninguna criatura, siempre limitada y contingente.
Sin embargo, la revelación divina contiene la enseñanza
asombrosa de que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza. Y
además, Dios no ha tenido inconveniente en hacerse hombre
asumiendo una naturaleza humana perfecta.
No piensa el cristiano que el hombre sea semejante a aquellos
dioses que se habían inventado en el mundo pagano - Zeus,
Júpiter, etcétera - a imagen y semejanza del hombre, con
pasiones semejantes o más desorbitadas aún que las de los
humanos; sino que el Dios de Moisés, el Dios de los israelitas y
de los cristianos dice que ha creado al hombre a su imagen, a
imagen del Dios único, que es puro Espíritu.
Estas nociones, en cierto modo correlativas, de Dios trascendente
y hombre imagen de Dios, proporcionan una valoración del hombre
radicalmente diversa y superior a cualquier otra noción
meramente racional. El sujeto humano, a la luz superior de la
Revelación divina aparece con una dignidad que se alza por
encima de todo el universo material.
Cuando el hombre se da cuenta de que es imagen hecha a semejanza
de la Trinidad, es lógico que exclame como Ernest Psichari:
"Se me ha concedido el permiso formidable de ser un
hombre". Ser hombre, ser persona, ser, en fin, racional, por
mucho que conlleve "animalidad", es un don que invita a
imitar a Dios como hijos suyos queridísimos (como dice San
Pablo).
Se comprende que con la difusión y arraigo del cristianismo a la
largo y a lo ancho del mundo, haya ido desapareciendo, o al menos
atenuándose todo lo que contraviene la dignidad que se descubre
en la persona: han ido desapareciendo los sacrificios humanos
(tanto en las religiones de Oriente como en las de la antigua
América), los infanticidios, la esclavitud, y tantas formas de
injusticia. En cambio, se han ido multiplicando las formas de
vivir la misericordia con los más necesitados y el respeto a la
intimidad de las conciencias.
Por el contrario, cuando el cristianismo ha retrocedido y la
sociedad se ha paganizado, han rebrotado todas aquellas
barbaridades antiguas, aunque revestidas de flamantes etiquetas
de civilización y progreso: desde los campos nazis de exterminio
hasta la legalización del aborto procurado..., como si de
acciones humanitarias se tratara. Esta comparación irrita a los
abortistas, pero carecen de premisas para descalificarla.
Estamos en una época difícil, en la que junto a logros
evidentes en algunos aspectos y relaciones sociales, hay
retrocesos trágicos que no sólo nos retrotraen a formas
bárbaras de explotación del hombre por el hombre, sino que
hunden y envilecen a la persona hasta límites increíbles: la
manipulación genética -ya mencionada- y el tráfico de drogas,
son ejemplos elocuentes de la absurda tolerancia práctica de lo
horrible en el seno de la sociedad civilizada, revestido de
sofisticados formalismos.
Digo que todos esos abusos coinciden sospechosamente con la
pérdida del sentido cristiano de la vida. Al negar o ignorar a
Dios, se pierde de vista el norte, punto de referencia, el modelo
de conducta. Y corruptio optimi pessima, la corrupción de lo
mejor concluye en la peor de las corrupciones.
Es obvia la urgencia de hacer todo lo posible por frenar esa ola
de envilecimiento del hombre, de desprecio práctico de la
dignidad de la persona. Y uno de los medios más eficaces -
aunque no sea suficiente - es el que señalaba Schelling en su
juventud: "... el hombre se engrandece en la medida en que
se conoce a sí mismo y su propia fuerza. Proveed al hombre de la
consciencia de lo que efectivamente es y aprenderá de una vez lo
que ha de ser; respetadlo teóricamente, y el respeto práctico
será una consecuencia inmediata (...) El hombre ha de ser bueno
teóricamente para llegar a serlo también en la práctica".
El hombre, por el hecho de ser persona posee una verdadera e
insondable excelencia, cuyos fundamentos pretendemos ver en
nuestro estudio. Y la excelencia o dignidad la tiene con
independencia de que sea o no consciente de ella, y del juicio
que se haya formado sobre el asunto, porque no es el juicio del
hombre lo que hace la realidad, sino la realidad la que fecunda
el pensamiento y presta veracidad a sus juicios.
Pero, paradójicamente, el hombre se conduce a sí mismo no tanto
por lo que es como por la idea que se ha formado de sí. El
hombre es en cierto modo "causa sui", en el sentido de
que es él mismo, desde sí mismo, quien tiene que desarrollar
activamente sus virtualidades nativas.
El hombre actual -a pesar de las expresas y reiteradas
proclamaciones de su propia dignidad- suele tener un concepto muy
bajo de sí mismo, y, en consecuencia, se comporta a menudo con
inaudita vileza. Pero también es cierto que el hundimiento
clamoroso de un ser determinado constituye una prueba irrefutable
de su nobleza posible, tanto mayor cuanto más grande ha sido su
caída. "No ofende quien quiere, sino quien puede". Una
piedra no es "ciega", por lo mismo que excluye en su
naturaleza la facultad de ver. Si el hombre desciende a abismos
de vileza es, justamente, por su nobleza original.
La consideración de la verdad de la naturaleza humana es sin
duda uno de los medios más eficaces para ayudar al hombre a
salir de los callejones sin salida en donde él mismo se ha
metido.
Continúa el mayor
reduccionismo de la historia
En el Museo de Historia de Washington hay una pequeña sala
dedicada "al hombre". En una de sus paredes hay una
lámina que ostenta la representación de una figura humana
adaptada al tipo de 77 kilogramos de peso. Transparentes vasijas
de diversos tamaños contienen los productos naturales y
químicos que se encuentran en un organismo humano de
proporciones semejantes: 40 kilos de agua, 17 de grasa, 4 de
fosfato de cal, 1 y medio de albúmina, 5 de gelatina. Otros
frascos de menor capacidad corresponden al carbonato cálcico,
almidón, azúcar, cloruro de sodio y de calcio, etcétera. El
hombre - sea político o militar, poeta, cantante, ministra o
castañera -, parece reducirse allí a una suma de unos cuantos
elementos de la tabla de Mendeleiev. No es de maravillar que
"el pequeño dios del mundo" -como llama el Fausto de
Goethe al hombre- salga un tanto deprimido del Museo de Historia
de Washington.
En la historia del pensamiento hay conceptos de
"anthropós" para todos los gustos. Desde el "homo
mensura" (Protágoras) o "sol y dios de sí mismo"
(Feuerbach) hasta el paquete de átomos a lo Demócrito y Carl
Sagan. El materialismo no ha avanzado mucho desde sus viejos
orígenes y sus variedades no se distinguen demasiado entre sí.
Para Karl Marx el intelecto no es más que una secreción del
cerebro, que a su vez es un producto de la materia evolucionada.
Según Carl Sagan, científico de la NASA, presentador y
artífice de la famosa serie televisiva titulada
"Cosmos" (hay también versión bibliográfica que
lamentablemente circula por bastantes colegios), dice: "yo
soy el conjunto de agua, de calcio, de moléculas orgánicas
llamado Carl Sagan. Tú eres un conjunto de moléculas casi
idénticas, con una etiqueta colectiva diferente".
Carl Sagan sabe - como bien dice - que "hay quien encuentra
esta idea algo degradante para la dignidad humana", pero
apostilla: "para mí es sublime que nuestro universo permita
la evolución de maquinarias moleculares tan intrincadas y
sutiles como nosotros".
Si el concepto atomista del hombre y del cosmos es sublime o más
bien ridícula es cuestión en la que de momento preferimos no
entrar. Con el mismo apellido en la etiqueta, pero distinto
nombre de pila, la escritora Françoise Sagan nos define así a
los humanos: "simple respiración provisional en la
millonésima parte de uno de los millares de millones de
galaxias". Es innegable que las magnitudes siderales - ¡la
cantidad! - impresionan profundamente a un materialista.
Ahora bien, ¿el hombre no es "nada más" que lo
afirmado por los Sagan, los Demócritos, los Marx y demás
materialistas que en el mundo han sido? ¿El pensamiento y la
persona, la libertad y el amor no son más que una combinación
-aunque complejísima - de elementos materiales? El Ingenioso
Hidalgo Don Quijote de la Mancha, ¿no es más que el resultado
de la combinación de letras surgida por azar, o por alguna
oculta e ignota necesidad de las letras mismas? ¿No habrá
detrás el ingenio de una potencia misteriosa y viva,
trascendente e irreductible a "letras", llamada Miguel
de Cervantes? Detrás de la Novena Sinfonía de Beethoven, ¿no
habrá más que un cúmulo de notas ordenadas por unas neuronas
que a su vez han sido ordenadas "por el azar", o más
bien habrá que pensar en la existencia de un genio llamado
Beethoven, irreductible a neuronas? ¿"Las Hilanderas"
del Museo del Prado, no son nada más que una azarosa
combinación de pigmentos o sustancias coloreadas? ¿No habrá
que pensar más bien en la existencia de un genio llamado
Velázquez, irreductible a pigmento, por excelente que fuera? Y
detrás de Velázquez, de Cervantes, de la gravitación universal
y de la evolución de la semilla en árbol, ¿no habrá que
descubrir una Sabiduría infinita y creadora?
Es muy fácil advertir que el materialismo carece de cualquier
fundamento o sentido racional y que sólo puede incurrirse en él
partiendo del prejuicio - juicio acrítico - que pretende
sostener la inexistencia de Dios.
Si Dios no existiera, obviamente, nada existiría. Pero si
imaginamos la absurda hipótesis de la no existencia de Dios,
afirmando simultáneamente la existencia del universo, lo más
lógico es concluir con Jean Paul Sartre - quien negó a Dios
para declarar sin límites la dignidad y autonomía del hombre -,
que "el hombre es una pasión inútil", "el niño
es un ser vomitado al mundo" y "la libertad es una
condena".
La existencia
humana como "permiso"
Sin embargo, contemporáneamente a J. P. Sartre, en 1931, Ernest
Psichari escribía aquella frase ya citada, en la que subyace una
antropología exultante. Ernest Psichari entendía su propia
existencia como un don, como una gracia, y la expresaba
poéticamente como un "permiso", tan gratuito y valioso
que despertaba toda su capacidad de admiración y gratitud. Ser
hombre era para él un regalo del Creador.
J. P. Sartre, después de negar la existencia del Donador, para
no deberse a nada ni a nadie, cual adolescente sin remedio, para
gozar de una libertad y autonomía absolutas, acaba
interpretándose a sí mismo como un absurdo, como un ser de
azaroso origen, carente de finalidad y de sentido.
Estos son los dos polos entre los que bascula el pensamiento del
hombre sobre sí mismo: optimismo, pesimismo; felicidad,
angustia; esperanza, desesperación.
La cadencia
totalitaria del materialismo
Es claro que el materialismo -aunque no cesa de intentarlo-, no
puede fundar ningún concepto de hombre o de persona con alguna
dignidad esencial, superior a la de los seres irracionales, pues
a la sombra del materialismo, por muy evolucionado que esté, el
hombre nunca llegará a ser más que un ilustre simio, un
chimpancé evolucionado, el individuo de una especie egregia,
pero que, por no ser nada más, podrá ser sacrificado en aras de
la colectividad, cuando parezca requerirlo el bienestar o la
simple voluntad de la mayoría (o quizá minoría, que para el
caso es lo mismo) dominante.
Para Marx el individuo humano, lo que nosotros llamamos persona
humana, no tenía otro valor que el de servir al género humano
(al "hombre genérico", diría él), a la especie. En
consecuencia, sus seguidores no han tenido ni tienen
inconveniente en sacrificar la persona a los intereses de los
poderosos. Es lógico. Cuando una persona estorba a la comunidad
política dominante, se la aparta de la circulación, se la
encierra en un hospital psiquiátrico, o se la ridiculiza y
desacredita, porque todo vale en la "ética"
colectivista, con tal de salvar al colectivo. Para una clase
política de este estilo, los eliminables serán los que opinen
de modo opuesto. Para los individuos particulares, los
adversarios serán los que lo sean del bienestar personal. Las
consecuencias son bien elocuentes en la conclusión del imperio
soviético.
El aborto procurado es quizá la más trágica y sangrienta
consecuencia del materialismo hedonista. Pero también cabe
pensar en las demás lacras que padece la humanidad, desde la
muerte de millones de hambrientos, hasta tantos que aún siguen
privados de libertad por razón de sus principios religiosos o
políticos.
Todos estos males no desaparecerán de la tierra hasta tanto no
llegue a ser de dominio público la verdad sobre el hombre. Y
esta es precisamente la cuestión que ahora debe ocuparnos, sin
pre-juicios y sin prescindir del conocimiento cierto que sobre el
asunto se ha ido acumulando al través de los siglos. Sería
absurdo que en materia de conocimiento, sobre todo de
conocimiento vital y urgente, anduviéramos con remilgos a la
hora de aceptar verdades, sólo porque no las hemos descubierto
nosotros sino nuestros vecinos, o nuestros antepasados.
Qué significa ser
hombre
¿En qué quedamos, pues, ser hombre es un permiso, un don
formidable o más bien una pasión inútil, o tal vez todo lo
contrario?
Advirtamos ante todo, que estas preguntas, tal como las hemos
formulado, no pueden ser preguntas primeras, porque no se
refieren a cuestiones sustantivas, sino adjetivas. Antes de
responder cabalmente de un modo pesimista u optimista a la
pregunta por el valor del ser humano, es preciso preguntarse por
lo sustantivo: ¿qué "es" el hombre? O si se quiere,
¿cuál es su esencia, cuál es su naturaleza? Se trata de saber
en definitiva: quién soy "yo", quién eres
"tú". ¿Qué "es", en el fondo, en su raíz
y esencia la vida (humana)? Esta es la cuestión que debemos
plantearnos audazmente, sin miedo a la verdad. ¿Por qué
habríamos de temer la verdad, sobre todo "a priori"?
Sin embargo hay miedo a la pregunta, hay miedo a la respuesta.
Quizá tenga mucha razón Martín Buber cuando escribe:
"Sabe el hombre desde los primeros tiempos, que él es el
objeto más digno de estudio, pero parece como si no se atreviera
a tratar ese objeto como un todo, a investigar su ser y su
sentido auténticos.
"A veces inicia la tarea, pero pronto se ve sobrecogido y
exhausto por toda la problemática de esta ocupación con su
propia índole y vuelve atrás con una tácita resignación, ya
sea para considerar al hombre como dividido en secciones a cada
una de las cuales podrá atender en forma menos problemática,
menos exigente y menos comprometedora"
¿Será, la vida, "un frenesí" (como se pregunta el
Segismundo de Calderón)? ¿quizá "una sombra, una
ficción, en el que el mayor bien es pequeño, pues toda la vida
es sueño y los sueños son"? ¿Somos víctimas de una mala
pasada del azar o del mal pensamiento de algún genio maligno que
nos ha puesto en ese estado de tanta perplejidad existencial?
Las épocas en las que se ha extendido el pensamiento
teocéntrico, en las que se ha solido reconocer que Dios existe y
es creador de cuanto existe, el concepto de hombre ha adquirido,
aun entre sombras, destellos de luz y alegres colores. En cambio,
las épocas más bien antropocéntricas, que han querido exaltar
al hombre afirmando que nada hay por encima de su cabeza, han
concluido en profundas depresiones nihilistas, en culturas de
muerte, donde -como en la nuestra-, la vida no vale más que para
gozarla sensitivamente o para librarse de ella si el placer es
imposible o improbable.
La paradoja
inexorable del humanismo ateo
"Quizá una de las más vistosas debilidades de la
civilización actual -decía no hace mucho Juan Pablo II- esté
en una inadecuada visión del hombre. La nuestra es, sin duda, la
época en que más se ha escrito y se ha hablado del hombre, la
época de los humanismos y del antropocentrismo. Sin embargo,
paradójicamente es también la época de las más hondas
angustias del hombre respecto a su identidad y de su destino, del
rebajamiento del hombre a niveles antes insospechados, época de
valores humanos conculcados como jamás lo fueron antes.
"¿Cómo se explica esta paradoja? Podemos decir que es la
paradoja inexorable del humanismo ateo. Es el drama del hombre
amputado de una dimensión esencial de su ser -el absoluto-, y
puesto así frente a la peor reducción del mismo ser".
Ya se dio cuenta Aristóteles, hace 24 siglos, que al hombre no
se le puede condenar a ser sencillamente hombre, sin más. El
horizonte vital de la persona no puede reducirse a lo sensitivo,
espacial y temporal. Porque todo eso es - si se compara con la
más profunda tensión humana - tremendamente limitado, finito,
contingente.
A los hombres nos fascina el mundo sensorial, y sentimos la
tentación de rendirnos sin condiciones a sus encantos
inmediatos. Pero al poco de gozarlo, el encanto se nos esfuma, se
desvanece, desaparece de nuestro corazón como el agua entre los
dedos. ¿Por qué? Porque el "ser" del hombre es más,
supera, trasciende infinitamente el orden de los sentidos, de lo
material e incluso de lo temporal.
La misma "in-satisfacción" o "in-comodidad"
que - no sólo a la larga, sino bastante a la corta - produce la
hartura de los sentidos, es un testimonio elocuente de la
desproporción que existe entre el "ser" del hombre y
el "ser" de lo que se le ha ofrecido para su
satisfacción.
El hombre insaciable de sensaciones manifiesta que "es
más" que sensación. El hombre "supera infinitamente
al hombre", decía Pascal. En otros términos: el hombre
nace para ser infinitamente más de lo que es; para superarse a
sí mismo más allá de toda previsión biológica. Lo
presentimos, lo atisbamos, pero la fascinación sensorial puede
vencer ese impulso originario al infinito y eludir la profundidad
de la pregunta "¿Qué es el hombre?".
No basta saber su composición química, sus posibilidades de
supervivencia, sus capacidades físicas, sus gustos, sus
aficiones, sus posibles enfermedades y cómo puedan curarse o no
curarse. No basta con saber que tiene una dimensión bioquímica,
una dimensión biológica, una dimensión biopsíquica, y quizá
otras que pueden ser objeto de observación en un laboratorio, en
un quirófano o en un hospital psiquiátrico. No basta saber qué
hace el hombre, qué es capaz de hacer y de no hacer en un
momento dado, cuáles son sus expectativas de vida. Se trata de
saber qué es el hombre en sí mismo: cuál es el quid del ser
humano. Se trata de conocer al hombre en profundidad, en su
origen y en su fin, en el núcleo más íntimo de su existir.
Ahí ha de estar la clave de nuestra existencia, ahí la
respuesta definitiva que resuelva el dilema: don inestimable o
pasión inútil.
Pueblerinismo
cientifista
Es lamentable que, en general, no se haya sabido cultivar en
nuestra época, junto a la necesaria especialización de la
investigación científica, la síntesis de los saberes. Esto -
sumado a los prejuicios ya apuntados - no ha favorecido el
esclarecimiento del "ser" del hombre. La ramificación
de las Ciencias no había de concluir necesariamente en el
cientifismo, que es una especie de catetismo o paletismo
intelectual que amenaza al científico, no menos que al resto de
los humanos.
El paleto no sabe circular por la ciudad inmensa porque sólo ha
conocido el horizonte de su pueblo angosto. El pueblerino cree
que su pueblo -quizá mugriento- es la maravilla cósmica
suprema. El médico que - según la leyenda - dijo que no
existía el alma, porque había hecho la autopsia a un cadáver y
no la había encontrado por ninguna parte, es un exponente
elocuente, no de hombre de ciencia, claro es, sino de catetismo
cientifista. Es el especimen prototipo de pueblerinismo cultural.
Cree que sólo existe, que sólo es verdad lo que puede comprobar
con sus ojos, o con las herramientas de su laboratorio.
Un premio Nobel de Medicina o de Ciencias puede ser - no lo son
la mayoría, desde luego - un perfecto pueblerino cientifista,
porque puede saber mucho de la pata delantera izquierda de la
mosca tse-tsé, pero simultáneamente puede no saber nada del
campeonato de fútbol que se está celebrando en el mundo, ni de
quien fue Tutankamon, ni de quiénes, cuándo y por qué
escribieron los Evangelios. Un premio Nobel se supone que es
hombre con superior índice de inteligencia, pero puede no
haberle dedicado siquiera dos minutos a leer el Evangelio e
ignorarlo por completo, y sin embargo hablar de ello como si
fuera el Papa. Un premio Nobel, quiero decir, con todos mis
respetos, puede no saber casi nada de "lo que es" el
hombre.
Cómo puede caerse
en el nihilismo
Tampoco tienen por qué saberlo sociólogos, psicólogos,
paleontólogos, neurólogos, etnólogos, etcétera, por el simple
hecho de cultivar una ciencia particular. Porque todas las
ciencias particulares, cuando estudian al hombre, lo hacen bajo
una perspectiva determinada, limitada. La paleontología, la
sociología, la psicología, la etnología, la neurología
humana, la etología comparada, la psicología social, la
antropología económica, la medicina, la psiquiatría, la
bioquímica, la fisiología, etcétera - hacen estudios que son
inevitablemente sectoriales, estudian algún aspecto, dimensión
o sector del ente humano, pero no alcanzan la esencia de su ser.
Y si no son conscientes de su propia limitación, ocurre lo que
sucede cuando se ve un cilindro sólo desde una sección
particular. Tomemos, por ejemplo, un cilindro de un metro de alto
por un metro de diámetro. Practicamos una sección horizontal y
una sección vertical.
El científico verdadero -como el filósofo y el teólogo- es
alguien que cultiva apasionadamente una ciencia, sabiendo tanto
los límites de la misma como sus mejores posibilidades. Sólo
así el científico podrá llegar a ser también sabio, ir más
allá de su ciencia y razonar sobre los datos que le ofrece para
integrarlos en un concepto superior.
Ninguna de las ciencias particulares puede decirnos qué es el
hombre. El hombre puede ser objeto de estudio de múltiples
disciplinas:
-la Antropología metafísica estudia lo constitutivo esencial
del ser humano.
-la Antropología fenomenológica, estudia al hombre tal como
aparece a la observación de los "fenómenos" o
apariencias de su vida.
-la Antropología sociológica, etudia las condiciones y datos
sociales del ser humano.
-la Antropología cultural, histórica, estudia la articulación
y combinación de las diferentes vertientes humanas en orden a la
constitución de una unidad, de un hecho personal humano, del
hombre considerado en su "hic et nunc" geográfico e
histórico.
-la Antropología teológica estudia al hombre desde el punto de
vista de Dios, que se nos revela en la Sagrada Escritura y la
Tradición, interpretadas auténticamente por el Magisterio de la
Iglesia.
De ahí resultan diversas "secciones" del ser humano y
según cuál de ellas tomemos como punto de referencia,
contemplaremos al homo religiosus, al homo theoreticus, al homo
políticus, al homo asceticus, al homo socialis, al homo
oeconomicus, al homo faber, al homo eroticus.
El que sólo sabe hacer y ver secciones podrá confundir el
cilindro con el círculo, y también con el cuadrado. Incluso
podrá llegar a la conclusión de que como el cilindro
"es" un círculo y también un cuadrado, el círculo y
el cuadrado "son" lo mismo, es decir, el cilindro es un
absurdo. Algo semejante le pasó a Jean Paul Sartre: se fijó en
unas pocas dimensiones humanas y llegó a la conclusión de que
el hombre es un absurdo: una pasión inútil, un ser vomitado al
mundo, condenado a ser libre y abocado a la nada.
También puede suceder que al advertir que el absurdo no puede
ser, porque lo absurdo es lo contradictorio (el círculo
cuadrado) y lo contradictorio no puede existir en parte alguna de
la realidad, se llegue a la conclusión de que el cilindro humano
tan circular como cuadrangular, no es más que una vana ilusión
de la mente. En realidad, el cilindro no existe..., el hombre no
existe, el mundo no existe: es la nada, el nihilismo (teórico o
quizá sólo práctico, pero con fundamento en una teoría
implícitamente nihilista)
A lo largo de la Historia del pensamiento se ha llegado más de
una vez a nihilismos semejantes. Pero sin necesidad de ir tan
lejos, es muy frecuente la negación del alma espiritual, por el
hecho de que no se puede ver desde ninguna de las secciones que
pueden hacerse en lo visible del hombre, el cuerpo humano (que no
se vea es muy lógico porque el alma no es cuerpo visible, no es
material, sino lo que hace que el cuerpo viva)
Ahora bien, para llegar al reconocimiento de la existencia del
alma espiritual e inmortal no hay más remedio que ver al hombre
no desde una sección limitada, sino desde la sección
rigurosamente vertical, que es la única que puede revelar lo
característico del ser humano: el ser humano es un cilindro que
hacia arriba es literalmente ilimitado, no tiene límites
espacio-temporales, no tiene techo, no tiene límite vertical.
Cómo puede caerse
en el ultraevolucionismo
Otro ejemplo gráfico nos puede ayudar a entender otro error
frecuente: el que confunde el ser humano con otros de especies
inferiores.
Si proyectamos sobre un mismo plano inferior, un cilindro, una
esfera y un cono, el resultado, en los tres casos es el mismo: un
círculo ambiguo y tentador para espíritus simplistas.
Por un camino semejante se llega a afirmar sin rubor que el
hombre viene a ser lo mismo que el chimpancé o el lagarto: ¡se
parecen tanto! ¡Son tan grandes las semejanzas!
Es cierto que hay seres humanos que presentan un "look"
muy semejante al del chimpancé y se diría de ellos que acaban
de descender de algún árbol selvático. Pero basta preguntarles
la hora para advertir que el hombre tiene un mundo invisible en
la mirada y en la voz que supera infinitamente al del chimpancé;
y llegamos a la conclusión cierta de que mucho mayores son las
desemejanzas que las semejanzas resultantes de la comparación
entre un individuo humano y un simio.
«Veis al hombre en su silencio y os parece nada más que un ser
animal más o menos perfecto. Pero poco a poco se animan sus
facciones, un principio de expresión ilumina sus labios, vibra
el aire en una variedad sutil, y esta vibración material,
materialmente percibida por el sentido, trae en sí esta cosa
inmaterial desveladora del espíritu: la idea.
»¡Cómo! Oís el rumor del viento, y el ruido del agua, y el
fragor del trueno, que dejan en vuestro espíritu una gran
vaguedad del sentimiento; y bastará con que un niño muy
pequeño, que apenas se hace oír, diga suavemente: ¡Madre! para
que, ¡oh maravilla!, todo el mundo espiritual vibre vivamente en
el fondo de vuestras entrañas. Un sutil movimiento del aire os
hace presente la inmensa variedad del mundo y suscita en vosotros
un fuerte presentimiento de lo infinito desconocido». Son
palabras de Joan Maragall, en su Elogio de la palabra.
Hay que fijarse en las apariencias, pero no fiarse demasiado. No
podemos quedarnos en ellas como hace la mera fenomenología (el
fenomenismo). La fenomenología es un método de gran ayuda para
el acceso al conocimiento de la realidad, pero con la condición
de que sea seria, rigurosa, circunspecta, que vaya dando vueltas
en torno al objeto de estudio - el cilindro, el hombre -, hasta
alcanzar una imagen lo más completa posible, que integre todas
las dimensiones observables, las diversas perspectivas tomadas. Y
sobre todo ha de ser conciente de su insuficiencia. Además de
ver, oler, palpar - sentir - hay que juzgar y razonar sobre lo
visto, oído, palpado, en una palabra, percibido y entendido.
Entonces estaremos en condiciones de dar un paso adelante, de
traspasar los fenómenos para dar con el sujeto mismo, es decir,
con lo que subyace bajo los fenómenos, lo que sustenta las
diversas dimensiones contempladas. En otros términos, estaremos
en condiciones de formular la pregunta meta-física (la
metafísica continua el conocimiento iniciado por la física,
mediante el discurso ordenado y riguroso de la razón): ¿qué es
esto que tiene tales dimensiones, que presenta tales cualidades,
y ofrece una cara con dimensión sin límite?
Vale la pena dedicar un nuevo espacio a esta cuestión.
Antonio Orozco (Asociación ARVO)
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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citando su origen.