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Un falso tópico aceptado pasivamente: la ciencia es incompatible con la religión.
La ciencia
social panacea, ¿no será un enésimo mito? Al mito de la
Ciencia colección de las ciencias naturales, ¿no habrá seguido
el mito de la Ciencia social?
El cristiano en situación minoritaria y
en contra de la corriente puede prepararse a oír, no una, sino
cientos de veces, y presentada con diversas salsas, una
afirmación que en Occidente tiene fecha concreta de nacimiento:
el siglo XVI. Desde entonces empieza a generalizarse, en los
círculos intelectuales, una idea que, reducida a su expresión
más simple, puede enunciarse así: "la religión es el
resultado de la ignorancia del hombre sobre el mundo y sobre él
mismo; el crecimiento de las ciencias naturales y de las ciencias
humanas y sociales significará un paralelo desaparecer de la
religión, porque el hombre no tendrá ya necesidad de atribuir a
Dios los enigmas del Universo; los habrá resuelto".
Esta posición está inspirada en el más intransigente de los
racionalismos: todo tendría una explicación racional,
científica, aunque las ciencias serán más complejas, más
interdependientes de lo que se piensa de ordinario. Racionalismo
porque se admite que podrá llegar un día en el que el núcleo
todavía imprecisado de lo cognoscible será el terreno
practicable de lo conocido. Se tardará más o menos; siglos,
épocas enteras. Pero podrá llegarse, si no sobreviene antes la
catástrofe.
En esa afirmación, que es central en el racionalismo, se
descubre ya la primera falla. Lo expresaría así: "no
existe un racionalismo completo; todo racionalismo, mientras
está en el estadio de no conocer aún todo, necesita una
"fe". Concretamente la "fe" en que todo es
cognoscible y en que se podrá conocer". Este acto de fe
referido al futuro no está solo. Antes se da un acto de fe
referido al pasado y al presente. Se cree que el progreso y la
evolución de las explicaciones científicas han dada cuenta,
hasta ahora, de la realidad. Se sabe que todavía falta, pero se
afirma que, hasta ahora, todo lo cognoscible ha sido conocido.
Esa afirmación no puede presentar su propia prueba. El
conocimiento humano no está dotado de una señal luminosa que se
encienda, advirtiendo que todo lio cognoscible ha sido conocido.
No hay, como en las máquinas de escribir, un sonido de
campanilla para señalar que se ha llegado al final. El hecho de
que los conocimientos científicos resulten válidos en el
ámbito de lo que conozco, no significa que de ese objeto he
conocido ya todo. La ciencia avanza no tanto porque conoce nuevos
fenómenos, sino principalmente porque vuelve atrás para poder
explicar lo que hasta entonces no explicaba.
De ahí una pregunta insidiosa: ¿se puede saber todo lo que ha
quedado atrás? No ya saberlo en detalle, sino confusamente,
calcular más o menos las proporciones de ese todo. Nadie ha
respondido de modo satisfactorio a esa pregunta. La ciencia
necesita un acto de fe a parte ante y otro a parte post: avanza
entre dos incertidumbres y dos inseguridades.
Si a esto se añade la irreductible "irracionalidad" de
numerosos comportamientos humanos -pasados, presentes y, no se
sabe por qué no, también futuros-, la valencia multiforme de la
libertad, la precariedad del tiempo que pasa -hay un tiempo
limite para poder entender los fenómenos históricos porque, una
vez pasados, sólo caben aproximaciones a posteriori-, se puede
vislumbrar que la Ciencia, antes de querer desbancar a la
religión, deba ajustar sus propias cuentas, que son todo, menos
claras y rectilíneas. El ansia o la pasión de algunos
científicos por desbancar a la religión del universo humano
dista mucho de ser una actitud científica: es una pasión
precipitada, no fundada, "irracional", porque carece de
las bases totales y seguras que permitirían el destronamiento.
Confinar la religión al terreno de la ignorancia es una
actividad presuntuosa, que no se da cuenta de cuánta ignorancia
asume como ciencia. Newton dijo en una ocasión: "Me parece
que yo he sido como un niño a la orilla del mar, divirtiéndome
al encontrar de vez en cuando una piedrecita más lisa o una
concha más hermosa que las habituales, mientras que el gran
océano de la verdad estaba delante de mi, inexplorado". El
tema es ése: que ni siquiera se sabe dónde termina el gran
océano de la verdad. Las fuentes del Nilo, después de muchos
intentos, fueron finalmente descubiertas. Las fuentes reales,
unívocas de la explicación científica del Universo, son
inaccesibles en su totalidad, porque pasan por el hombre,
microcosmos más inexplorado e inexplorable que el macrocosmos.
"La ciencia -escribió Victor Hugo en su obra teatral W.
Shakespeare- es ignorante y no tiene derecho a reírse: debe
siempre esperar lo inesperado".
El racionalismo es mistificación, juego de prestigio que se
propaga hasta que no se conoce el truco. El truco es su punto de
partida no explicado, "irracional", como una caricatura
del acto religioso de fe. Mientras la ignorancia se reconozca
como tal (la "docta ignorancia" de la que hablaba
Nicolás de Cusa), es posible el progreso científico; de hecho,
así ha avanzado y avanza la ciencia. Pero esta actitud coherente
es mantenida por muchos sólo en el ámbito de la propia parcela;
respecto al ámbito de los fenómenos religiosos -que son reales,
comprobables: hay gente que reza a Dios -se adopta la actitud de
"todo resuelto", aunque evidentemente sin decir cómo.
Resulta que siguen existiendo hombres que adoran a Dios, al que
reconocen trascendente y creador del mundo y del hombre, a pesar
del psicoanálisis de Freud, del materialismo histórico de Marx,
del estructuralismo antropológico de Levi Strauss. ¿Cómo es
posible? Por una parte, Dios es más antiguo que Freud, Marx y
Lévi Strauss; era ya adorado cuando éstos no habían nacido y
lo seguirá siendo cuando éstos se hayan reintegrado, si son
ciertas -que no lo son- sus propias teorías, al mundo
inorgánico, tierra en la tierra, sin esperanza de alma. Pero,
además, ni la ciencia de Freud, Marx, LéviStrauss (Los utilizo
para ejemplificar, porque la serie de científicos es muy amplia,
pero éstos son monstruos sagrados) ha logrado decir, de modo que
sea evidente: "He aquí, resuelto el enigma del
Universo". Hablando de ciencia se necesita una prueba
experimental, inequívoca definitiva. Si se da sólo una
apreciación que hay que "creer" fiados en la autoridad
de los que la formulan, no hay ciencia, sino un sustitutivo
humano de la religión. Dirían: "Creed en mi, no en Dios;
fiaros de mí y seguidme, porque yo he resuelto el enigma del
Universo".
Ante el tópico de la ciencia que desbanca a la religión,
ganando espacios de explicaciones científicas definitivas, el
cristiano puede responder, con absoluta tranquilidad científica
de conciencia, que "fe por fe, la fe en Dios". Esta fe
en Dios ni quita ni impide la ciencia. La Ciencia, como presunta
fe, pretende quitar a Dios. Melius est abundare quam deficere,
mejor es que sobre que no que falte. La Naturaleza es generosa;
el hombre está hecho para que funcione con dos riñones, a pesar
de que puede vivir con uno solo. Amputar al hombre algo como la
religión es, par lo menos, y visto humanamente, cerrarse un
camino. Táctica de mal estratega.
La ciencia es una
elaboración del hombre
Lo que puede suprimir la religión de la vida de un hombre o de
grupos humanos no es la ciencia. Al contrario, la ciencia como
actividad humana, en la que entran en razón, la imaginación, el
esfuerzo diario, descubre en sí misma caracteres de impotencia y
de limitación, de humildad, que hacen viable, por parte del
hombre, el reconocimiento de su dependencia respecto a Dios. La
ciencia que infla (1 Cor 8, 1) es la gnosis general, el ignorante
pensarse sabiéndolo todo, cuando se desconoce lo más
importante. Incluso se puede decir que la ciencia moderna, con el
método experimental, la formulación de hipótesis y las
pacientes experiencias para verificar o falsificar (declarar
falsas) esas hipótesis, pone al hombre en mejores condiciones
para reconocer su incorregible ignorancia. Basta con que el
hombre se dé cuenta de que el experimento -instrumento para
probar las hipótesis- no puede tener la misteriosa virtud de
decidir sobre la existencia o inexistencia de realidades como
Dios, el alma y la vida futura.
La ciencia moderna experimental infla cuando el que la cultiva
adquiere, por razones no científicas, el orgullo de pensarse,
como un dios mortal, juez supremo de la verdad y de la falsedad,
del mal y del bien. Del mismo modo inflaba la ciencia antigua. No
es la ciencia la que infla, sine el hombre: él es el que se
infla tomando ocasión de la ciencia, como del arte o de la
política o incluso de la moral.
No hay necesidad de complicar a la ciencia en el impotente
desbancamiento de Dios. Un ignorante en todos los sentidos, un
completo analfabeto en humanidad podría proclamar ese
desbancamiento con las mismas palabras que un
"eminente" científico. Basta con que se forje la
extraña ilusión de ser él -uno entre millones en la
larguísima historia del mundo- el oráculo definitivo e
irrevocable. Como Marx cuando escribe, en un año concreto, en
1848, sin el menor pudor, esta ley general y absoluta: "La
historia de todas las sociedades existidas hasta ahora es la
historia de la lucha de clases" (Manifiesto comunista).
Fausto era más humano: "Feliz aquel que aún puede hacerse
la ilusión de salir de este mar del error. Lo que no se sabe es
precisamente lo que nos haría falta".
La proclamada incompatibilidad entre la ciencia y la fe (en Dios)
no puede existir por parte de Dios, autor del mundo y autor del
hombre que construye la ciencia. Sólo podría existir si la
ciencia se constituye en Absoluto, como Dios. Pero la ciencia no
es Sujeto, sino construcción, elaboración del hombre. Detrás
de la expresión "la Ciencia, incompatible con la Fe"
se esconde esta otra: "el Hombre que se autoconstituye en
Dios".
Una oposición radical -hasta sus últimas consecuencias- sólo
se da entre sujetos. Aunque la expresión no sea apropiada, se
puede decir que el Sujeto Dios no se contrapone al sujeto hombre:
lo ha creado par amor y lo sigue amando; aspira a la unión, no a
la contraposición. Pero el sujeto hombre puede rechazar ese
ofrecimiento -ésa es la realidad, que aturde, del pecado- y
oponerse al Sujeto Dios. En esa tarea el hombre ha utilizado y
utiliza diversos procedimientos. El más sutil e indirecto es
anteponer la ciencia, como diciendo: no soy yo el que quiere
oponerse, es la Ciencia la que se opone, de por sí, a la
posibilidad de Dios. Entonces necesita revestir a la Ciencia de
atributos magníficos, de posibilidades infinitas, de
potencialidades "divinas". Cosas todas que la ciencia,
en su limitación, no tiene, porque, como se vio antes, la
ciencia que el hombre puede elaborar navega entre dos
incertidumbres, entre no poder explicar lo de antes y no poder ni
siquiera decir qué es lo que falta todavía. Por eso, detrás de
la fórmula "la ciencia de por si se opone a la posibilidad
de Dios" se cela un sencillo y primario: "yo me opongo
a Dios, porque no quiero que exista, porque me molesta, porque si
Dios existiese yo no sería lo definitivo".
No es asunto de la razón, sino de la voluntad. Las
"oposiciones" en nombre de la Ciencia esconden
posiciones de voluntad: el no quiero que Dios exista.
''Dios me
molesta"
Nadie mejor que Nietzsche ha mostrado la voluntad de potencia, el
Dios me molesta, que es el término real de la afirmación
"científica" acerca de la incompatibilidad razón y
fe. Nietzsche murió en 1900, pero los años transcurridos desde
entonces no han visto la aparición de ningún fenómeno
intelectual diverso del que él detectó con la clarividencia del
paranoico.
Mucho antes de que una efímera bibliografía difundiese el
slogan de la "muerte de Dios", Nietzsche había escrito
en un conocido texto de la Gaya Ciencia: "¿A dónde ha ido
Dios? iYo os lo diré! ¡Lo hemos matado nosotros: vosotros y yo!
Todos nosotros somos sus asesinos... Dios ha muerto, Dios está
muerto". Esta escenificación de Nietzsche se conecta con
otras palabras del Así hablaba Zaratustra: "Hermanos: este
Dios, que yo he creado, era obra y locura del hombre, lo mismo
que todos los dioses". Matar a Dios equivale a descubrir que
no puede haber Dios. ¿Por qué? "Si hubiera dioses, ¿cómo
iba a poder aguantar yo no ser dios? Luego no hay dioses"
(Así hablaba Zaratustra).
Eric Voegelin ha recordado en Ciencia, política y gnosticismo
una leyenda de la Kabala judía, que surge a finales del Xll y
principios del XIll, en la que aparece ya la muerte de Dios por
obra del hombre, precisamente suplantándolo: "Dios ha
creado a vosotros a su imagen y semejanza. Pero cuando vosotros
hayáis creado, como Él, un hombre, dirán todos: No hay Dios en
el mundo fuera de estos dos" (del hombre "creador"
y del hombre "creado"). Pero la leyenda es más
antigua, aunque cambie el clima en el que reaparece de vez en
cuando. En una pequeña obra de Plutarco -en el siglo I-, De
oraculoram defectu, se lee: "Epiterse narraba que una vez,
embarcándose en dirección a Italia en una nave cargada de ricas
mercancías y llena de una turba de pasajeros, hacia el
atardecer, encontrándose cerca de las islas Equinades, se paró
el viento. La nave iba de un lado a otro, en dirección incierta.
Hasta que se acercó a Patxos. De pronto viniendo de la isla, se
escuchó una gran voz, que dijo: Tamo (piloto de la nave), cuando
llegues a Palide anuncia que el grande Pan ha muerto". Pan
no es aquí el pequeño dios de la mitología civil grecorromana,
sino la personificación de lo divino. Oscuro permanece el
sentido de este pasaje de Plutarco, pero no es demasiado
aventurado ver en él un ejemplo más del inútil intento de
anunciar la muerte de Dios.
Nietzsche se hace eco de ese deseo deicida del hombre, porque
Dios le molesta. "¿Qué quedaría por crear si existiese
Dios?". Pero denunció ya, anticipadamente, la vana
pretensión del hombre de matar a Dios por medio de la ciencia.
Para matar a Dios hace falta, en Nietzsche, un acto positivo de
voluntad: ensangrentarse las manos. Ponerse como Superhombre más
allá del bien y del mal. En la Gaya Ciencia, el hombre
"extravagante" que anuncia la muerte de Dios dice:
"llego demasiado pronto, aún no ha llegado la hora. Este
monstruoso acontecimiento está todavía en camino y avanza...
Los hechos requieren tiempo, aun después de haber sido llevados
a cabo, para ser vistos y oídos. Este hecho está todavía
demasiado lejos, aun más lejos que la más lejana de las
estrellas. Y, sin embargo, han sido ellos los que lo han
cometido" (el deicidio).
La tragedia -que en Nietzsche hace locura, delirio mental -es que
el hombre ni puede convertirse en Superhombre ni puede matar a
Dios. Cuando intenta -verbalmente- matar a Dios, lo que muere es
el hombre, a manos de lo que entonces resulta: la dominación de
un déspota humano. Las consecuencias de una ciencia o de una
técnica que borra las fronteras de la personalidad, que
esclaviza masificando.
Renunciando al misterio de Dios no quedan patentes los enigmas
del Universo. Al contrario, se desencadenan fuerzas oscuras,
antirracionales. La ciencia humana no salva; simplemente pone en
manos del hombre instrumentos que pueden resultar de utilidad o
de perversión. La tragedia del hombre al que Dios
"molesta" es que no puede, par más que lo intente,
"desbancar" a Dios. Dios no es tocado par la ilusoria
esgrima del hombre que con El se enfrenta. Dios resiste al
soberbio, como dice la Escritura, en el sentido de que es
intangible. El arma que se dirige contra Dios se invierte
hiriendo al hombre. Resulta indiferente que ese arma sea la
filosofía, la ciencia o la organización política de la
sociedad. Dios, según la Escritura también, no pierde batallas;
con el transcurso de los siglos su brazo, su poder, no se
empequeñece.
Sin nada en que
creer... salvo en Dios
Si se tuviera un poco de racional serenidad para analizar lo que
ocurre a nuestro alrededor -el torrente de sucesos y de opiniones
en este cansado final del siglo XX-, podría quizá llegarse a
esta comprobación: el hombre se ha quedado sin nada en qué
creer, salvo en Dios.
Esto es apologética de la peor especie, dirá alguno. ¡Y en una
época secularizada! Aparte de que si la época estuviese
secularizada haría falta más que nunca la apologética, no se
trata de eso, sino de una sencilla verificación. Al venirse
abajo el mito de la Ciencia, el hombre se ha dedicado a construir
la ciencia de los mitos. Con incoherencia, porque si se echa
abajo el mote de la Ciencia, no es científico mitificar la
ciencia de los mitos.
Los fracasos de la
razón que se apoya en sí misma
Cuatro largos siglos ha durado la aventura. Empezó, par señalar
un inicio convencional, con Francis Bacon y su famoso "saber
es poder". Siguieron Los enciclopedistas del XVIII, que
reconocían -testigo Diderot- la paternidad baconiana. Vino a
continuación el positivismo de Comte, y su apriorística ley de
Los tres estadios: el religioso, el metafísico y el científico.
Marx, con un socialismo autoproclamado "científico",
pagó también el tributo.
Una matriz común: el Hombre, con el arma potente de la Ciencia,
resuelve los enigmas teóricos y prácticos del Universo.
("Y es consciente de que los ha resuelto", añade
Marx). Ese Hombre estaba concebido como racional al cien par
cien; aferrada la Ciencia -que es flor y fruto de la Razón-,
todo cuadraría. Si se da con la verdadera tecla de la Historia,
el rompecabezas humano se transformará en un ordenado mosaico.
A lo largo de ese itinerario no faltaron voces avisadas:
"que el hombre no es tan racional como parece...";
"que la ciencia es sólo un instrumento..."; "que
la razón no lleva sin más a la libertad ni la libertad escoge
siempre lo racional...". Era inútil. Hegel, cuya máscara
doctoral asoma entre los proletarios harapos de Marx, había
concluido que "todo lo real es racional" y que a
través de las pasionales aventuras del Espíritu Absoluto se
caminaba indefectiblemente hacia la resolución de la
alienación.
Las posiciones verbales eran-como de costumbre- impotentes contra
otras posiciones verbales. Tuvo que ser la realidad, la historia
concreta, la que desmontase todo el andamiaje. Si el hombre es
tan racional ¿por qué Robespierre y el Terror, la trata de
esclavos, la matanza del 1914-1918, Lenin, Hitler, Stalin,
Hiroshima, Vietnam...? Sólo por referirse a lo público, porque
quedaban millones de crueldades cotidianas y privadas.
Los fracasos del
progreso material
La ciencia que iba a resolver todo era la reunión de las
ciencias naturales, además de las matemáticas que es su
lógica. Se esperaba que las aplicaciones de la física, la
química, la biología, la mecánica, etc., significasen el
trampolín para el salto cualitativo: una Nueva Humanidad. Todas
esas ciencias avanzaron y lo siguen haciendo. La faz del mundo ha
cambiado . Se ha ido a la Luna . Los transportes han evolucionado
en forma difícilmente imaginable por nuestros abuelos cuando
eran jóvenes. No está en duda el progreso, en sí, de las
ciencias. Lo que se ventila ahora es una pregunta casi cruel:
¿sigue siendo verdad que baste el progreso científico para
asegurar el salto cualitativo?
Muchos han respondido ya que no. Aumentan los vuelos aéreos,
pero también los secuestros de aviones y la actividad de los
piratas del aire. Aumenta el potencial bélico, pero hay una
conferencia sobre el desarme, que desgrana sus aburridas
propuestas en las aguas tranquilas del lago de Ginebra. El oro
negro de los pioneros americanos es hoy el oro escaso concentrado
en manos árabes. La mayor riqueza que trae consigo el
crecimiento industrial no se reparte ipso facto, equitativamente,
entre toda la familia humana. Los tractores se construyen ya con
una perfección exquisita, pero en muchos rincones de la tierra
se sigue clavando el antiguo arado romano. La lista de los
países, ordenados según la renta per capita, empieza en 7.000 y
termina en 200. No baste el progreso productor de riqueza. Hace
falta la voluntad real de distribuirla. Muchos quisieran hacerlo,
pero año tras año todo sigue igual.
Los fracasos de la
programación sociológica
La ciencia natural aristotélica fue enterrada ya por Galileo, y
no es probable que levante cabeza. Pero cuando Aristóteles
escribe que "es mejor para el Estado, y es más
democrático, que un gran número de personas participe en los
cargos" públicos, la afirmación continúa vigente, aunque
siga, generalmente, irrealizada.
Desde el siglo XIX se es consciente de la grandísima ignorancia
humana sobre el comportamiento social humano. De esa
comprobación arranca el despegue y el auge de las ciencias
humanas y sociales: economía, psicología, sociología,
lingüística, antropología cultural, demografía, urbanística,
etnología... Respecto a esas ciencias se viven hoy las ilusiones
de Descartes sobre las matemáticas y las de Kant sobre la
física. Se piensa que ahora sí: una vez adueñado el hombre de
los mecanismos de estas ciencias podrá dirigir el progreso,
modelar los comportamientos, redistribuir la riqueza y organizar
la población.
Esta creencia ha pasado por tres mementos: Primero, el de la
frenética aplicación del método experimental y de la
cuantificación a las ciencias humanas y sociales; segundo, el de
la desilusión ante los escasos resultados, la pluralidad de
cifrarlos incompatibles, la inutilidad de tantas investigaciones,
la escasa capacidad de previsión; tercero, el nuevo encenderse
de la ilusión, confiando esta vez en las matemáticas
cualitativas y en un método que parece el ábrete, sésamo, el
estructuralismo.
Los nuevos especialistas han perdido la ingenuidad de los
científicos decimonónicos. Se han vuelto escépticos. Han
concluido que la mejor manera de no mitificar de nuevo la Ciencia
es trabajar científicamente en la explicación de los mitos. El
destructor del racionalismo ilustrado, Freud, había concluido
que el hombre es sólo un impenitente fabricante de mitos y de
sueños...
Esta posición de Freud ha encontrado una singular fortuna. Es el
postulado básico de una gran parte de científicos sociales.
Como postulado, no ha sido demostrado ni experimentalmente -no
sería posible- ni filosóficamente. Está sólo puesto. Ex
auctoritate. ¿Por qué es así? Freud dixit, lo ha dicho Freud.
La ciencia social se aplica entonces a inducir leyes, tendencias,
frecuencias, probabilidades entre los fenómenos sensibles,
experimentables. Y, en su caso, a detectar la aparición de un
mito, su desaparición o las circunstancias económicas,
logísticas, industriales que explicarían el surgir del mito.
Aceptado extracientíficamente que el hombre no hace sino
fabricar mitos, la ciencia social discierne la matriz común, los
clasifica, dejando así libre el camino para hacer ciencia. Es la
panacea: desde ahora se nos va a decir, sin posibilidad de error
importante, en qué casos somos racionales y en qué casos
estamos siendo arrastrados par el mito. No que el mito sea malo
(¡lejos de la ciencia cualquier juicio de valor!); es un
fenómeno más, pero es bueno conocerlo.
Y sin embargo... También esta ciencia tiene su talón de
Aquiles. Habiendo aceptado extracientíficamente que el hombre es
un empedernido constructor de mitos, no puede borrar de nosotros
esta sospecha: la ciencia social panacea, ¿no será un enésimo
mito? Al mito de la Ciencia colección de las ciencias naturales,
¿no habrá seguido el mito de la Ciencia social?
Ya vimos que los modernos científicos sociales no son ingenuos,
sino críticos, es decir, escépticos. No piensan que la ciencia
de la política llegará a presentar un modelo realizable de
perfecta ciudad. No piensan que una sociología general dará
cuenta de todos los fenómenos sociales. Se contentan con decir
que; al aumentar los fenómenos estudiados, estará a
disposición del hombre mayor clarividencia, un paso más en el
progreso de lo racional.
Pero el escepticismo es aparente. La afirmación "lo más
que se puede decir es...", si se presenta como lo último,
aspira a sentarse en el solio supremo de las cosas humanas (y
sólo se admiten cosas humanas). Digamos que es un autócrata,
pero no tiránico, sino condescendiente. No un monarca absoluto,
sino un monarca relativo. Pero ¡ay del que se rebele! Será
arrojado a las mazmorras destinadas a los reaccionarios, aunque
contarán -también allí- con un científico social
especialmente dedicado a estudiar el fenómeno.
El linaje de los
nuevos mitos
¿Dónde está el truco? El truco está en admitir una sola
fuente de mitos: la inconsciente ignorancia o la incapacidad
científica de explicar la realidad. Cuando los hombres no
conocían científicamente los efectos a la vez benéficos y
destructivos del Sol sobre la Tierra, al experimentar su
"bondad" o su "ira", deificaron al Astro Rey.
Así surge, entre los científicos sociales -el ejemplo es sólo
un ejemplo-, la rapidísima equiparación entre ignorancia,
sentimiento de dependencia, mito y religión.
Sin embargo, existe un caso prolongado y constante de lo
contrario: el mito de la Ciencia natural y de sus aplicaciones
técnicas. No nace de la ignorancia, sino del conocimiento
científico y de una insistente afirmación del hombre contra
Dios. Quien fabricó ese mito no era un aborigen australiano,
sino el hombre adulto y conocedor de los enigmas del Universo.
Podemos llegar así a una afirmación, paradójica, es decir,
contradictoria sólo en apariencia: "Los mitos no nacen
sólo de la ignorancia; nacen también de la ciencia".
Sólo el reconocimiento de la propia ignorancia, de la
inexhaustividad de la realidad por media de la ciencia -de
cualquier ciencia- permite no caer en esa anticipación errónea
que da origen al mito. No hay diferencia esencial entre el mito
surgido en el pueblo primitivo que deifica al Sol y el mito del
científico social que mitifica la estructura, la lucha de clases
o la nueva genética. En los dos casos se registra un "aquí
está todo", que se consolida como mito. En la ciencia
actual el proceso es más complicado -somos ya adultos-, pero la
matriz es idéntica: pararse antes de tiempo, no continuar
preguntándose, forzar la historia para que quepa en los esquemas
preconvenidos.
Para Freud, el hombre es un fabricante de sueños. Pero el
conjunto de la antropología freudiana, a la vez que vela el
racionalismo ilustrado, es una muestra palmaria de ese
racionalismo. "El sueño de la razón produce
monstruos", escribió Goya debajo de uno de sus dibujos. Los
sueños de las ciencias sociales producen mitos, porque son
sueños de un hombre que se piensa como lo último en la escala
de las cosas existentes.
La religión evita
las mitificaciones
La religión es todo lo contrario. Es el conocimiento y la
inteligencia de que no somos lo último ni somos el Origen. El
Origen es Dios. Porque conoce a Dios, el hombre es capaz de no
fabricar mitos (ídolos), de experimentarse incompleto, aunque
con la posibilidad de engañarse pensándose completo. Las
creaciones humanas (arte, ciencia, política, economía) le
aparecen entonces como productos y, en su caso, como
instrumentos. Nunca como absolutos, porque hay un solo Absoluto,
que es Dios.
Desde esa perspectiva se conoce y se valora el progreso de las
ciencias, de las naturales y de las sociales. Se experimenta su
capacidad de explicación y su limitación. Es un trabajo
constante, interminable, gracias a que, en ningún momento, es
mitificado. El hombre pierde la fe en la ciencia, para aumentar
su confianza en ella: una confianza nunca segura. Y con la
pérdida de la fe en la Ciencia el hombre está en condiciones de
abandonar el último mito. Se queda sin nada en qué creer, salvo
en Dios.
Reconocido el único Absoluto, el curso concrete de la historia
es relativizado. Y gracias a esa relativización {no se confunda
con el relativismo), es posible impedir que poco a poco suba al
firmamento un nuevo mito político, científico o cultural. Todo
esto no es apodíctico; es una posibilidad que no se impone sola.
En cualquier caso, la fe en Dios, lejos de favorecer las
mitificaciones, las evita de raíz.
Rafael Gómez Perez.
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
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