|
Inteligencia independiente.
"... quiero referirme a esa calidad de inteligencia que, en condiciones sin duda desfavorables y que abrumadoramente señalaban en otra dirección, se abrió camino, en soledad y fuerza, a través de la maraña de obstáculos, para proyectar al cabo triunfalmente una visión plenamente opuesta a la de curso común, llena de alegría y esplendor, pero, también, de rigor y esfuerzo."
El título parece constituir una
redundancia, pues para que haya inteligencia debe haber libertad,
la cual supone independencia. Sin embargo, en los tiempos
presentes es lo común que las personas tenidas por inteligentes
utilicen sus facultades intelectuales con plena sumisión a la
corriente de pensamiento dominante, con un perceptible terror a
desviarse de lo comúnmente admitido y a causar escándalo. Aún
los que pretenden ser audaces, aparentan serlo mediante bravatas
en la dirección de la corriente, nunca a contracorriente. Y si
alguien se decide a oponerse a ésta, lo hace con mil
precauciones, empleando casi siempre una cobertura retórica en
la que se diluyen las aristas de las verdades, cuando no estas
últimas. De ahí que resulte una redundancia obligada hablar de
inteligencia independiente. Es un bien escaso, de casi nula
circulación.
El intelectual europeo de hoy está en las antípodas de un
Gilbert Keith Chesterton, de su olímpico desprecio por los
sistemas de pensamiento que imperaban en su tiempo (que son los
mismos de la actualidad, sólo que hoy han triunfado plenamente y
vivimos sus consecuencias). El materialismo, el ateísmo, el
agnosticismo, el cientificismo, el darwinisnmo, la teosofía, el
cristianismo liberal y modernista, el budismo, Nietzsche, Marx,
Schopenhauer; contra todo esto y mucho más se enfrentó con
extraordinaria bravura, enorme erudición y una poderosísima y
penetrante inteligencia que, merced al uso constante y acertado
de la paradoja, adquiría en sus múltiples escritos y
controversias públicas el poder urente del vitriolo y la
facultad estimulante del mejor vino. Son famosas sus polémicas
con Bernard Shaw, H. G. Wells, Bertrand Russell y otros, en las
que, sin duda, no llevó él la peor parte. También se enfrentó
con Clarence Darrow, el famoso abogado norteamericano, a quien
venció con facilidad.
Lo singular de este personaje es que el desarrollo progresivo de
su pensamiento, bajo el empuje de la pasión insobornable por la
verdad, le llevó paulatinamente, desde el agnosticiswmo, a
simpatizar primero con la religión católica, como fiel
depositaria de la ortodoxia antigua, para terminar, al cabo de
cierto tiempo, por decidirse a la conversión pública.
El, junto con C. S. Lewis (éste, anglicano, muy próximo al
catolicismo), son, tal vez, los más destacados paladines de esta
ortodoxia en el siglo XX. Me imagino la sonrisa irónica de
cualquier docto clérigo al leer esta afirmación. Pero yo le
diría que los importantes trabajos teológicos de los
especialistas duermen en los estantes el sueño de los justos, y,
por el contrario, la obra de Chesterton y Lewis está más viva
que nunca para el laico de pensamiento inconformista e
independiente. A los especialistas los leen los especialistas, y
así se forma un circuito cerrado, que será muy interesante para
dichos especialistas, pero completamente estéril para el pueblo.
Y esto, en el supuesto optimista de que estos doctorales trabajos
sean ortodoxos, lo cual es mucho conceder. Más frecuente es lo
contrario, lo cual, trasladado a la catequesis, ya no es que
resulte estéril; simplemente, resulta venenoso.
Estoy hablando, por tanto, de la verdadera ortodoxia cristiana,
que es la que estos escritores, así como los Bernanos, Belloc,
Péguy, Bloy, etcétera, profesaban y defendían. Nada que ver
con lo ahora generalmente extendida en la predicación habitual.
Nada que ver con un cristianismo sin dogmas, sin milagros, sin
premio ni castigo, sin infierno, sin Satanás. Una predicación
acobardada que a lo más que llega es a referirse a un tal Jesús
que vivió hace muchos años y que era buenísimo, por lo que
nosotros también tenemos que ser muy buenos. Estoy hablando de
la antigua religión, que era una religión recia que convenía a
los recios y vigorizaba a los débiles. No una religión débil
que confirma a los débiles en su debilidad y repele a los
fuertes.
Pero, aún más que ocuparme en esta ocasión de ella, prefiero
referirme a esa calidad de inteligencia que, en condiciones sin
duda desfavorables y que abrumadoramente señalaban en otra
dirección, se abrió camino, en soledad y fuerza, a través de
la maraña de obstáculos, para proyectar al cabo triunfalmente
una visión plenamente opuesta a la de curso común, llena de
alegría y esplendor, pero, también, de rigor y esfuerzo. Lo
contrario del depresivo conformismo, del dejarse llevar, del
insípido agnosticismo o las turbias complacencias orientalistas
del anonadamiento; situaciones éstas a la que lleva la
inteligencia dependiente, sin carácter, que se humilla y se
desarbola ante el pensamiente de los más.
Esa inteligencia que no se subordina al medio ambiente es más
necesaria hoy que en los tiempos de Chesterton. Pues en aquella
época había inquietud intelectual y hoy no. Ya he dicho que
vivimos las consecuencias del triunfo de las tendencias
filosóficas nocivas: no el triunfo, sino las consecuencias del
triunfo; es decir, el colapso del espíritu.
Por lo mismo, la necesidad del despertar. Y no se puede esperar a
que despierten los demás. Esto es cosa de cada uno. Cada uno,
contra la corriente. Cada uno con su "no".
Es de agradecer, sin duda, que personas de algún renombre, así
lo hayan comprendido, y demostrando valor y carácter comiencen a
plantar cara a lo establecido. Es el caso de un joven escritor
español que, recientemente, publicó un artículo de condena
frontal del aborto. Lo hizo con crudeza y sin eufemismos,
despreciando tapujos y acolchamientos verbales que pudieran hacer
más digerible una verdad cruenta: la del genocidio discreto,
solapado, que se realiza en el mundo occidental, el de las
naciones cristianas, mediante abortos continuados con protección
legal.
Esa es la forma adecuada de expresarse, pues se trata de reflejar
la auténtica realidad, huyendo del bochorno grotesco de discutir
si un ser humano en gestación es verdaderamente un ser humano o
no. Planteamiento éste que puede caber en mentes degradadas por
el interés o el sectarismo, pero nunca en las cabezas sanas.
Y se presenta el problema habitual, como siempre que algún laico
se destaca en la expresión de verdades morales molestas, en
denuncias que causan incomodidad, y que, por lo mismo, son
consideradas inoportunas por la sociedad apoltronada e inerte y
suponen un cierto grado de valor por parte del denunciante, al
hacer uso de esa inteligencia independiente a que me refiero y
colocarse por fuerza a contra corriente. Se trata del muchas
veces deslucido, desvaído, papel del clero a la hora de
enfrentar estas cuestiones morales, no digamos dogmáticas, en
las que se supone que algo tendrían que decir. Sí, ya sabemos
que la jerarquía ha condenado el aborto. Eso está bien, pero
¿cuántas veces se condena el aborto en los púlpitos? ¿Se
condena alguna vez? Lo habitual en la predicación es el discurso
monocorde, untuoso, descomprometido, reiteradamente benévolo y
amoroso, conciliador, adulón y sin sustancia. Apenas hay
formulaciones doctrinales, ni apenas morales, y se repite una y
otra vez que Dios es muy bueno y nos perdonará a todos. Lo cual
no deja de constituir una implícito estímulo a que hagamos lo
que nos venga en gana.
Resulta chistoso, a poco que se piense en ello, que con esa
preparación y ese espíritu se pretenda ni más ni menos que la
"nueva evangelización de Europa". ¡Nada menos!. Por
mi parte, ya no veo apenas a ningún joven en las iglesias, y
cuando veo a alguno me quedo sinceramente sorprendido. Y no puedo
menos de pensar que el clero, con su tozuda obstinación en ser
complaciente y progresista, dejando de lado la ortodoxia, está
haciendo el mayor de los ridículos.
Es lícito pensar que, en la defensa de la tradición, cada vez
será más importante el papel del laico independiente y sin
prejuicios modernistas. Al sacerdote siempre le corresponderá,
en virtud de su función, un papel singular, pero si no está a
la altura de las circunstancias, su antigua posición influyente,
ya enormemente deteriorada, habrá de reducirse aún más si
cabe. Pues el laico precavido se ve obligado a hacerle objeto de
un serio escrutinio, y si sus palabras están cortadas por el
patrón común, lo rechaza. Se tendrá que conformar con el grupo
de oyentes habitual, carente de capacidad de discernimiento, y al
que todas las "las palabras del cura" le suenan igual.
Si esa es su modesta aspiración, tiene el triunfo asegurado.
Pero, sería oportuno que, en esas circunstancias, no mencionase
la nueva evangelización, pues este es un tema de gravedad y peso
considerables.
El cristianismo triunfaba con la ortodoxia antigua; se ha
desmoronado con el progresismo moderno. ¿Qué tozudez diabólica
obliga a muchos a no ver la correlación de causa y efecto?
El artículo de Juan Manuel de Prada, decididamente
antiabortista, tiene, por tanto un valor y eficacia muy
importantes. Primero, porque (hay que decirlo) no parte de
presupuestos religiosos, que no son necesarios para oponerse al
aborto, y así la lección es mayor: si motivaciones de ética
natural llevan a una condena tan drástica, aún mayor debería
ser la de aquellas instancias que a la ética natural añaden la
religiosa; segundo, por la franqueza con que se expresa; tercero,
por la demostración de inteligencia independiente que supone.
Estos son tiempos de reacción o aniquilamiento espiritual.
Tiempos en que cobran especial significación las últimas
palabras de Chesterton pocas horas antes de morir, en 1936:
"A un lado está la luz... y al otro, las tinieblas. Y uno
tiene que elegir..."
Ignacio San Miguel.
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
La reproducción total o parcial de estos documentos esta a
disposición de la gente siempre bajo los criterios de buena fe y
citando su origen.