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El error antropológico de Fukuyama.
La cosmovisión de Fukuyama esconde graves errores en lo que toca a la concepción que tiene del hombre, es decir, a la antropología que subtiende sus aseveraciones, lo que en el fondo presupone un grave equívoco metafísico
El hombre proyectado por Fukuyama, que es
un hombre desarraigado, es el hombre que proviene de la
Revolución francesa, de Hegel y de Marx, un hombre en parte
absolutamente individualista, en parte colectivista -fruto de una
suma aritmética de individualidades-, pero no un ser
"orgánico". Este tipo de hombre es un ser mutilado. La
filosofía que lo parapeta es una filosofía metafísicamente
castrada, con todas las compensaciones dialécticas e imaginarias
que tal estado supone, de un hombre que buscando su
"libertad" plena, es indivisiblemente
"esclavo" de sus engranajes. Afirmaba Marcel de Corte
que la libertad humana es, según se la ejercite, la mejor y la
peor de las cosas: la salud que florece y la enfermedad que
diseca, el desarrollo y el agostamiento, la fecundidad y la
esterilidad, el arraigo y el desarraigo, Jano Bifronte. Pues
bien, se puede decir que la libertad comienza su ciclo de
evolución patológica desde que el hombre se abstrae de su
relación con el ser y con el mundo que lo circunda, de esa red
de arterias y de venas, de raíces y de canales que lo religan a
los demás y al cosmos(1).
El hombre de Fukuyama es un hombre que ha perdido sus raices, un
hombre des-arraigado, fruto del gran proceso revolucionario del
mundo moderno. La obra esencial de las dos grandes Revoluciones
que han tenido a Europa como escenario -la francesa y la
soviética- ha sido, desde este punto de vista, la de disociar
todas las religaciones que unían concretamente a los hombres
entre sí, sea en el seno de su familia, de su profesión, de su
pequeña o grande patria, e imaginar la sociedad política como
un absoluto, diagramado por un pensamiento puramente lógico,
merced al cual el individuo atomizado, errante en el desierto de
una socidad totalmente esterilizada, debía adaptarse al molde
estatal(2). En 1950 escribía René Svatier: "La Revolución
francesa en la escuela de Jean Jacques Rousseau consideró como
una tiranía todo lo que restringiera la libertad del individuo.
A sus ojos, solamente podría restringir esta libertad la
soberanía popular, voluntad de conjunto de los ciudadanos y
expresión del Estado". Fuera del tribunal del sufragio
universal, "todos los grupos, todas las comunidades que
constriñen la libertad del individuo, desde la familia hasta la
corporación, todos eran a los ojos de la Revolución, a los ojos
de Jean Jacques Rousseau, y también a los ojos de Bonaparte,
unos usurpadores de la libertad individual". De este modo,
al quedar el hombre solo ante el Estado, sin el apoyo de los
cuerpos intermedios, en los que precisamente se realiza, se
encontró subordinado a la colectividad, cosa que llevó a su
plenitud el proyecto marxista.
Cuán intuitivo se mostró Berdiaiev al afirmar que cuando el
hombre sale del estado orgánico, ineluctablemente pasa al estado
mecánico.
La recta filosofía nos enseña que el hombre, además de ser
individual, es un ser esencialmente social. Aristóteles, y tras
él Santo Tomás, lo han demostrado fehacientemente, de acuerdo a
la experiencia. A diferencia de los animales, Dios ha hecho al
hombre en forma tal que desde su nacimiento deba ser
corporalmente ayudado por los demás, y más aún en la vida
espiritual. De donde la imprescindibilidad del grupo familiar, y
la conveniencia de las agrupaciones de barrio, del colegio, del
grupo de amigos, de las asociaciones profesionales o gremiales,
instituciones recreativas, culturales, políticas y religiosas.
La salud tanto del individuo como del cuerpo social depende en
buena parte de la existencia de grupos intermedios, que por estar
suficientemente próximos a los individuos y atraerlos
cordialmente a su esfera de acción, permiten su participación
en la vida social en general, al tiempo que evitan su
atomización y su consiguiente conversión en fáciles presas de
un omnímodo Estado hipertrofiado.
Fukuyama parece ignorar el valor de la familia. Más aún, tal
como la concibe la Iglesia y el mismo orden natural, es por él
considerada como un peligroso enemigo del Nuevo Orden Mundial.
Asimismo nada nos dice de las sociedades intermedias, ni de los
colegios profesionales, ni siquiera del Estado, entendido como
comunidad natural suprema, completa y perfecta, de las personas y
sociedades inferiores, de un Estado abocado al bien común. El
hombre que imagina es el "homo liberalis", un hombre
eminentemente individualista, carente del cálido abrigo de las
pequeñas comunidades. Son átomos similares, yuxtapuestos, sin
lazos orgánicos. ¿No es acaso aquello a lo que aludió Valéry,
en fórmula magistral: "la multiplication des seuls"?
A la ausencia de lazos orgánicos va aneja la exaltación del
igualitarismo, tan destructor como aquélla del hombre. Los
árboles del bosque no crecen todos de la misma manera; unos son
pequeños, otros grandes; ningún animal se parece del todo a
otro de su misma especie; ni siquiera los dedos de la mano son
iguales. Lo son, sí, los postes telegráficos, idénticos y
derechos; los canales, tan rectilíneos como es posible. Bien
señalaba Gabriel Marcel que la igualdad se refiere a lo
abstracto; los hombres no son iguales, pues los hombres no son
triángulos o cuadriláteros. Y agregaba que sería fácil
demostrar por qué dialéctica el igualitarismo culmina en el
totalitarismo. Tal dialéctica está precisamente ligada al hecho
de que la igualdad, siendo una categoría de lo abstracto, no
puede trasladarse al terreno de los seres vivos sin convertirse
en mentira, y consecuentemente sin dar lugar a terribles e
injustas desigualdades(3). Este igualitarismo oprime las
desigualdades naturales. Señala Marcel de Corte que cuanto más
elevada es una civilización, más se diversifican sus funciones
sociales, políticas, religiosas, intelectuales, estéticas y
morales, y consiguientemente, los individuos que ejercen dichas
funciones son desiguales. La relación viva del hombre con el
cosmos y la sociedad, no es uniforme, es sinfónica, pues la vida
y sus manifestaciones engendran siempre la diferenciación(4).
La suma de átomos desarraigados e igualados crea el hombre-masa.
Dicho hombre ha roto los vínculos que lo religan por lo bajo a
la realidad sensible y por lo alto a la realidad suprasensible.
Es una abstracción grávida, que se degrada cada vez más en su
caída, uncido a otros átomos, en aglomeración. No se puede
dejar de advertir la estrecha relación que media entre la
irrupción de las masas en la historia y el declinar de la
familia, de la profesión, de la pequeña o grande patria, de la
Iglesia, de todos los cuerpos sociales orgánicos que conferían
al hombre un carácter, así como determinados hábitos y
costumbres. En esa aglomeración de desarraigados, abstracta y
devastada, tiene su sede el hombre-masa. En semejante atmósfera,
la personalidad se convierte en una pura ficción gramatical:el
yo, el tú, el nosotros desaparecen en provecho del ello
universal e indiferenciado(5). Mucho se parece la imagen del
hombre-masa al "Se", al Man, tal como lo definió
Heidegger.
El hombre desarraigado es un hombre vuelto engranaje, que
"sirve" para el propósito colectivo. Quizás sea útil
recordar aquí el análisis que Gabriel Marcel hacía de la
palabra "servir". Dicho término puede querer
significar simplemente ser usado, como se dice de una máquina:
me sirve o no me sirve; pero también, en el otro extremo, el
verbo servir se carga de armónicos que parecen extraños a la
idea de pura utilización, por ejemplo cuando se dice: es un
honor servir... Pues bien, el auténtico servidor se distingue
por cierto apego, por cierto arraigo. Es todo lo contrario del
funcionario que se limita a cumplir su parte del contrato, por
ejemplo, en un hospital, y cuando termina su horario se va,
aunque lo reclame tal o cual enfermo. La burocracia es un mal, es
el mal propio del hombre que no "sirve", del
desarraigado, es un mal metafísico. Enarbolando la bandera de la
igualdad, el hombre al estilo del concebido por Fukuyama intenta
rebelarse contra la idea del auténtico servicio(6).
Hombre Naturalista
Otro de los errores antropológicos que están en el telón de
fondo del pensamiento de Fukuyama es el naturalisrmo, tesitura
principal de la época moderna. Tal es la ley que rige al
individuo y la sociedad, el signo propio del hombre actual, que
permea sutilmente todos los ambientes. Para el naturalismo, el
orden sobrenatural se revela supremamente superfluo, mientras que
la naturaleza posee en sí las luces, fuerzas y recursos
necesarios para ordenar todas las cosas del hombre, el entero
orden temporal, y para conducir a los individuos a su meta
verdadera, a su destino final de felicidad. El hombre, como dice
Fukuyama, sacia sus deseos, su razón y su autoestima, dentro del
ámbito de la inmanencia. La naturaleza se basta y se convierte
así en el horizonte último de su ser.
El hombre del naturalismo es un "hombre nuevo", un
hombre hecho sobre los escombros de la visión trascendente, el
hombre inmanente, que se encierra en el reducto de su propia
naturaleza, frustrando así su innato impulso hacia lo alto. De
este modo, el naturalismo se revela como la antítesis del
cristianismo. El misterio central del cristianismo es la
encarnación del Verbo. Dios se hace hombre para que el hombre se
haga Dios. El fin del cristianismo no es sino la elevación del
hombre al orden sobrenatural. Decía el cardenal Pie que si se
quiere buscar la primera y la última palabra del error
contemporáneo, se advertirá con evidencia que lo que se llama
espíritu moderno no es sino la reivindicación del derecho de
vivir en la pura esfera del orden natural. Cerrándose al
misterio de la encarnación del Verbo, al misterio del descenso
que se hace ascenso, oponiéndolo, a la adopción divina del
hombre, el naturalismo busca herir al cristianismo no sólo en su
fuente sino en todas sus derivaciones, rechazando la penetración
de lo sobrenatural en el orden natural.
El hombre imaginado por Fukuyama es el hombre rusoniano, el
hombre naturalmente bueno, a mil leguas del concepto cristiano
del hombre: creatura hecha a imagen de Dios, caída y redimida.
Porque según la idea cristiana, el hombre no es sólo
naturaleza, al modo de las piedras, los árboles, los animales;
ni siquiera es la parte más sublime de la naturaleza. Como
persona frente a un Dios vivo y personal, el hombre ingresa en
otra esfera, la esfera del pecado y de la gracia, que es de suyo
sobrenatural pero que ilumina con nueva luz su ser natural. El
mismo mundo griego tuvo una experiencia trágica de la existencia
humana como caída, atribuyéndola con frecuencia al cuerpo, al
nacimiento, a la "materia" como "cárcel" del
alma espiritual. El misterio cristiano de la caída histórica
-el pecado original y todos los pecados personales- y de la
salvación también histórica -la redención de Cristo-, no
sólo eleva al hombre del plano de la mera naturaleza sino que
confiere un carácter positivo a la unión del alma con el
cuerpo, y al cuerpo mismo.
Esta concepción del hombre es absolutamente extraña a la
sustentada por Fukuyama, y su hombre químicamente puro. No
existe el naturalismo aséptico, ni es válida la actitud del
hombre que renuncia a endiosarse por la gracia, pero que también
se niega a degradarse. El hombre está hecho para el
"éxtasis", para salir de sí. Si no sale de sí hacia
arriba, elevándose por la gracia, sale de sí hacia abajo,
degradándose en la animalidad. No olvidemos que Fukuyama
comparaba el "último hombre" con el perro. Cristo fue
más allá, lo puso al nivel del cerdo, cuando hizo que el hijo
pródigo, que quiso correr la aventura de la libertad,
renunciando a la filiación, acabase apacentando cerdos, y hasta
envidiando su comida.
Homo-Faber
En el pensamiento de Fukuyama subyace asimismo la concepción del
homo faber, del hombre hecho para producir, o a lo más, para ser
"reconocido" como eficiente en dicho quehacer, un
hombre que podrá prescindir, como dice, de la filosofía, del
arte y de la religión. También en esto es deudor de las ideas
de Marx. Para el marxismo, las relaciones económicas de
producción constituyen la base o infraestructura sobre la cual
se conforman fenómenos como la política, el derecho, la moral,
el arte, la filosofía, la religión, que constituyen la
superestructura. Este aparato "ideológico",
superestructuras, depende así de las formas de propiedad y del
desarrollo de las fuerzas productivas.
De esta manera, el hombre es concebido como un ser esencialmente
económico, un ser abocado a la confección de bienes, a tal
punto que se ha podido decir que mientras las filosofías
tradicionales veían en la razón el carácter específico del
hombre: homo sapiens, para Marx es el trabajo lo que lo define:
homo faber. Sin embargo, debemos agregar que semejante idea
integra también la concepción liberal capitalista, aun cuando
con otras impostaciones. Ya que la entera civilización moderna
pareciera encontrar su común denominador en un mundo que en
última instancia no sería sino materia. Los aspectos más
sublimes de la vida y del hombre, como son la belleza, la
grandeza, la nobleza, la profundidad ontológica, el misterio,
los reflejos de Dios, van entrando en un cono de sombra. Actitud
trágica, ya que la materia, como lo ha demostrado la filosofía,
es por esencia indeterminación, vacuidad, potencialidad
indefinida, aptitud para tomar toda clase de formas. La
civilización moderna, desarraigada de sus religaciones
metafísicas, no podía dejar de ser atraída por la materia, su
"espíritu" debía ser materialista (7).
Y así ha aparecido un nuevo tipo de hombre, desconocido hasta
ahora en la historia, el homo oeconomicus, ya sea máquina para
producir, ya sea máquina para consumir. Marcel de Corte nos ha
dejado un análisis notable de este tipo de hombre, tan semejante
al que presenta Fukuyama. La economía, escribe, es una enorme
máquina cuyos engranajes son la naturaleza y el hombre. Para los
economistas liberales, hay que "laissez faire" a dicha
máquina: quien respeta sus leyes inviolables es recompensado,
quien las vulnera es castigado. Para los economistas marxistas,
hay que construir una nueva sociedad de estilo colectivista que
se adapte racionalmente a aquella máquina, y liquidar la antigua
sociedad incapaz de llevar a cabo semejante adaptación. En
ninguno de los dos casos se trata del hombre de carne y hueso. En
una perspectiva tan decididamente mecanicista, es claro que toda
finalidad queda excluida de manera absoluta. La economía será
divorciada de las exigencias éticas, se le amputará su fin
moral. Eso será lo primero, separar la economía de la moral;
enseguida, se aislará el interés que el hombre experimenta por
los bienes materiales, de todo el contexto humano de que
aquéllos son instrumentos, y se erigirán esos medios en fin. No
sólo se dirá que la economía es necesaria al hombre, sino que
se la hará pasar por lo único necesario. La propaganda, la
publicidad, el resurgimiento de la vieja esperanza de un paraíso
terrestre donde los bienes materiales serán producidos y
distribuidos sin esfuerzo, todo ello es lo que hace girar la
máquina económica (8).
El trabajo sólo tendrá un objetivo posible: producir, siempre
producir, nada más que producir. El hombre vale por lo que
rinde, su valor será reductible al rendimiento que es
susceptible de dar. El trabajo se convierte, así, en una
actividad puramente transitiva, que desemboca en una obra
exterior al agente, provocando una alienación permanente del
hombre. El homo politicus tradicional se transforma en el homo
oeconomicus actual, con todas las consecuencias que Marx se
encargó de sacar sin piedad. Producir para vivir, y vivir para
producir, tal es el círculo fatal (9). Bien escribió Bernanos:
"El mundo moderno no conoce otra regla que la
eficiencia".
El hombre de Fukuyama parece un hombre triunfal, que ha logrado
vencer a la naturaleza y prescindir de lo sobrenatural. Pero de
hecho ha caído en la trampa que él mismo había preparado,
encontrándose sin defensa ante la técnica que ha suscitado,
prisionero de sus propias invenciones que le trazan
categóricamente el camino que ha de seguir. La única salida que
se ofrece entonces al esclavo para ocultar su propia condición
es la idolatría del tirano que se ha dado. El hombre
contemporáneo cree en la técnica todopoderosa de la misma
manera que sus antepasados lejanos creían en los dioses (10).
Acertadamente advirtió Bergson que todo progreso técnico
debería estar equilibrado por una especie de conquista interior,
orientada hacia un dominio de sí mismo cada vez mayor.
Hombre Consumista
Señalamos ya cómo Fukuyama piensa que la plenitud de la
historia a que hemos llegado implica el saciamiento de todas las
apetencias del hombre, gracias a la técnica y la economía
liberal.
Cada civilización ofrece una visión propia del hombre, por la
cual aquélla puede ser juzgada. Y así las civilizaciones del
pasado tuvieron sus aristocracias en quienes se encarnaba un
determinado ideal humano. Nos sería, por ejemplo, imposible
entender la civilización griega sin conocer el ideal del
"kalóskagazós", "el bello-bueno", que es su
flor; así como no captaríamos la civilización medieval si nada
supiéramos del santo, del caballero, del hidalgo; ni la
civilización anglosajona sin recordar el "gentleman".
Todas las grandes civilizaciones han resaltado un cierto tipo de
hombre, un paradigma humano que quizás nunca o casi nunca se
concretó del todo ni existió de hecho siempre, pero cuyo
atractivo suscitaba el esfuerzo de todos aquellos sobre los
cuales se irradiaba, particularmente de los estamentos
dirigentes. Se reconocían determinados arquetipos, se trataba de
imitarlos, y hasta se señalaban los caminos adecuados para
concretar dicha imitación. El ideal, el arquetipo que se
asignaba, era el que seleccionaba los medios. Es lo que afirmaba
Paul Valéry cuando decía que "toda política implica (y
generalmente ignora que implica) cierta idea del hombre, e
incluso una opinión sobre el destino de la especie, toda una
metafísica que va del sensualismo más brutal hasta la mística
más atrevida".
La civilización moderna, que no sabe ya lo que es el hombre, que
ignora el sentido de la existencia y está amputada de toda
finalidad, puede ser definida esencialmente como una
civilización de medios, una civilización técnica. Ya no es el
fin el que hace surgir los medios. Los medios mismos se han
convertido en el fin. Careciendo de un modelo o arquetipo
determinado, las clases dirigentes actuales no tienen otro
recurso que recurrir a técnicas artificiales de promoción
social. Poseer los medios, será poseer el fin. El
"haber" reemplaza al "ser"...
Es evidente que la riqueza material jugó siempre un papel
importante en las sociedades humanas, pero jamás constituyó por
sí misma objeto de admiración. El hombre buscó siempre el oro
y el dinero, pero su obtención nunca fue considerada en el
pasado como el fin último de la existencia humana. No deja de
ser notable que el "auri sacra fames" haya sido
denunciada con vigor por todas las épocas en que prevaleció un
tipo humano coherente. De la civilización griega a la
civilización del Renacimiento, uno de los temas más constantes
de la moral fue la condenación de la avaricia. Para aquellos
hombres la riqueza no podía ser sino lo que hacía a veces
viable un esfuerzo creador. Sólo la sociedad actual ha exaltado
la figura del hombre consumista, un hombre esencialmente
inmanentizado, cuyo logro pleno se realiza aquí en la tierra, lo
contrario del homo viator.
Tal es el hombre que propugna Fukuyama, el del
consumidor-ciudadano, el hombre ansioso de saciar sus deseos,
empleando para ello todos los recursos de su razón, de modo que
sea reconocido como exitoso por los demás, un hombre reducido a
sus necesidades materiales. En última instancia, todo gira en
torno a la pasión, limitada en buena parte a los bienes de
consumo. Es lo propio del hombre apasionado: no ver en sí más
que su pasión, dejarse encandilar por ella, identificarse con
ella. Las propagandas modernas han comprendido cabalmente esta
función mutilante de la pasión.
La televisión es, sin duda, el instrumento más eficaz para
llegar a inculcar reflejos condicionados en la mayoría de la
gente, en orden a la compra de determinados productos. Esto lo
saben todos, tanto los agentes de publicidad como los
televidentes. Nadie parece escandalizarse de ello. Y lo que
sucede con la publicidad comercial acontece asimismo en la
política. También en este campo el debate se realiza de tal
manera que ninguna reflexión individual profunda resulta
posible. Las elecciones se ganan ahora a fuerza de slogans y de
afiches, con la ayuda de las vedettes más atractivas. Los
grandes dueños de la publicidad no hacen sino aplicar a su
candidato las reglas del marketing publicitario. Se
"vende" hoy un partido político como se vende un
jabón o una salchicha. Y así se va formando una masa sometida
al embrutecimiento cotidiano de los media, educada a reaccionar
pasionalmente, sin el menor espíritu crítico, totalmente sumisa
a todo tipo de manipulaciones. Se pretende expresar y seguir la
opinión, cuando en realidad ella ha sido fabricada por los
media.
El hombre de Fukuyama, que es el hombre de la televisión, hombre
consumista e inmanente, se muestra como el polo opuesto del que
describiera Ernst Cassirer cuando define el hombre como un animal
simbólico. Esta caracterización destaca una tendencia típica
del ser humano, la creación de símbolos, lo cual remite a las
nociones de "significación" y "sentido".
Para Cassirer, el idioma, el arte y la religión forman parte del
entramado simbólico propio de toda cultura que merezca el nombre
de tal. El hombre es como un puente entre lo visible y lo
invisible, según la noble fórmula medieval. Recuérdese que el
vocablo griego "symbolon" designaba, etimológicamente,
la tableta que se dividía en dos, una de cuyas mitades era
entregada al huésped a fin de que, luego de su partida,
resultara factible un fácil reconocimiento en caso de un posible
reencuentro posterior, lo cual ocurría prácticamente sin riesgo
de error por cuanto ambas partes de la tableta debían encajar
perfectamente la una en la otra, dado el corte irregular
efectuados a propósito. Es lo contrario del mundo de Fukuyama,
un mundo sin símbolos. En vez de los símbolos, los slogans.
Tal es el hombre de Fukuyama. Un hombre ordenado a saciar sus
deseos, su racionalidad, su anhelo de ser reconocido.
Ya no la imagen, el icono de Dios; inquieto, sí, pero no en
razón de sus apetencias superiores, sino en búsqueda de lo que
es menos que él. ¡Cuán bien lo dijo Valéry: "Lo más
profundo que hay en el hombre moderno es su piel"!
Concluyamos este capítulo sobre los errores antropológicos de
Fukuyama. Marcel pensaba que si seguíamos por este camino, el
individuo se iría haciendo cada vez más reductible a una ficha,
según la cual se le dictaminaría su destinación futura.
Fichero sanitario, fichero judicial, fichero fiscal, completado
quizás más tarde por indicaciones de su vida más íntima, todo
esto en una sociedad que se dice organizada, bastará para
determinar el lugar del individuo en la misma, sin que sean
tomados en cuenta los lazos familiares, los afectos profundos,
los gustos espontáneos, las vocaciones. Y agregaba que el
término mismo de vocación, como el de herencia, sería cada vez
más desvalorizado, y que filialmente no se atribuiría a estas
palabras sino un valor supersticioso (11).
En una reciente entrevista, Sábato ha desenmascarado "el
paraíso del desarrollo" y del consumismo:
"Mecanización, robotización, alienación y
desacralización del hombre. La concentración industrial y
capitalista produjo en las regiones más 'avanzadas' un hombre
desposeído de relieves individuales, un ser intercambiable, como
esos aparatos fabricados en serie. La modernidad llevó a cabo
una siniestra paradoja: el hombre logró la conquista del mundo
de las cosas a costa de su propia cosificación. La masificación
suprimió los deseos individuales porque el super Estado
-capitalista o comunista- necesita hombres idénticos. En el
mejor de los casos colectiviza los deseos, masifica los
instintos, embota la sensibilidad mediante la televisión,
unifica los gustos mediante la propaganda y sus slógans,
favorece una especie de panonirisrno, la realización de un suelo
multánime y mecanizado: al salir de sus fábricas y oficinas,
los hombres y mujeres, que son esclavos de maquinarias y
computadoras, entran en los deportes masificados, en el reino
ilusorio de los folletines y series televisivas fabricadas por
otras maquinarias. Son tiempos, éstos, en que el hombre se
siente a la intemperie metafísica. Aquella ciencia que los
candorosos creían que iba a dar solución a todos los problemas
físicos y espirituales del hombre acarreó, en cambio, estos
estados gigantescos, con su deshumanización. El siglo XX
esperaba agazapado en la oscuridad como un asaltante sádico o
una pareja de enamorados" (12).
No se equivocaba Marcel de Corte al afirmar que las
civilizaciones no mueren por el impacto de los bárbaros de
afuera, sino por el influjo de esa descomposición interna que se
llama la barbarie del alma, y como bárbaro significa extraño,
por la introducción en nosotros de un elemento inhumano que hace
estallar las fronteras de lo humano" (13).
La crisis actual es esencialmente una crisis antropológica, y en
último análisis, una crisis metafísica, por lo que Marcel
aseguraba que posiblemente no exista peor ilusión que la que
consiste en imaginarse que tal o cual retoque social o
institucional sería suficiente para apaciguar una inquietud que
viene de los subsuelos mismos del ser (14).
Bien lo dijo de Lubac: "No es verdad que el hombre no pueda
organizar la tierra sin Dios. Lo que es verdad es que, sin Dios,
a fin de cuentas no puede organizarla sino contra el hombre. El
humanismo exclusivo es un humanismo antihumano".
El hombre de Fukuyama es, él mismo lo dice, un hombre aburrido,
metafísicamente aburrido. Thibon, en una magnífica obra de
teatro llamada "Vous serez cormme des dieux", describe
una sociedad feliz, al estilo de la descrita por Fukuyama, que ha
desterrado todos los dolores y miserias, que ha logrado saciar
las apetencias del hombre, que ha desterrado incluso la muerte.
Mas he aquí que un día, ante la extrañeza de todos, una joven
quiere morir. La inmanencia no la había satisfecho. Quiso dar el
salto a la trascendencia ...
P. Alfredo Sáenz
1. Cf. Marcel de Corte, L' homme contre lui-meme, Nouvelles
Editions Latines, parís, 1962, pp.41-48.
2. Cf.Marcel de Corte,Ensayo sobre sobre el f in de nuestra
civilización. Fomento de Cultura Ed., Valencia, sin año, p.103.
3. Cf. Gabriel Marcel, Los hombres contra lo humano, Hachette,
Buenos Aires, -1955, p.126.
4. Cf. Ensayo sobre el fin de nuestra civilización..., pp.23-24
5. Cf. ibid., pp.79-81.
6. Cf. Los hombres contra lo humano..., pp.151-163.
7. Cf. Marcel de Corte, Ensayo sobre el fin de nuestra
civilización...,p.42.
8. Cf. L'homme contre lui méme..., pp.276-280.
9. Cf. Marcel de Corte, Ensayo sobre el fin de nuestra
civilización ., pp.149-150.
10. Cf. ibid., pp.193-194.
11. Cf. Los hombres contra lo humano..., p.141.
12. En el diario La Nación, 24 de, junio 1991.
13. Cf. L'homme contre lui méme..., p.38.
14. Cf. Los hombres contra lo humano..., p.34..
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
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