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El hipócrita moderno.
El derribo de las barreras morales, basándose hipócritamente en crímenes y represiones del pasado, nos lleva vertiginosamente a depravaciones inéditas, presentándolas como adelanto y progreso.
La tendencia habitual (e interesada) de
la sociedad es a pensar que va progresando, incluso en el terreno
moral. La idea de que pudiera ir retrocediendo en este último
aspecto, resulta incómoda y, por tanto, es mejor desecharla en
orden a la comodidad.
La sensación de progreso que prestan los logros científicos y
tecnológicos se traslada a todos los terrenos. Estos logros se
perciben con los sentidos, y el razonamiento que se incrusta en
la mente vulgar es el de que la marcha del mundo (por lo menos,
del primer mundo) es la correcta, puesto que se consiguen tantas
cosas. Este razonamiento, sin duda equivocado, ni se formula
siquiera; pero está implícito en cuantas valoraciones del mundo
el hombre moderno hace.
Pero existen otros planteamientos equivocados sobre el progreso
moderno que, por su íntima hipocresía y malicia, justifican el
título de este trabajo. Estos planteamientos se formulan en
apoyo de la idea citada de que se va progresando a través del
tiempo, también en el campo moral.
La repetición de diversos asertos, el simple hecho de su
repetición sin la debida contrastación, los ha convertido en
tópicos que no se discuten. Uno de ellos es aquél que define al
siglo XIX como un "siglo hipócrita". La hipocresía
del siglo XIX es algo considerado como incontrovertible, a pesar
de que, si se para uno a pensar un poco, comprenderá lo difícil
que resulta atribuir con veracidad a todo un siglo una actitud
espiritual tan elaborada como es la hipocresía. Pero resulta que
esta atribución es muy atractiva para el hombre moderno. Por dos
razones. La primera, porque proyecta la ilusión reconfortante de
un progreso moral: el siglo XIX era hipócrita, pero el nuestro,
no. Hemos mejorado, hemos dejado de ser hipócritas.
La segunda razón es más perversa. Consideremos un poco las
cosas. ¿Qué es la hipocresía? La ostentación mentirosa de
determinadas virtudes que no se corresponden con la auténtica
índole del interesado, ni con sus acciones. Naturalmente, no se
puede discutir que en el siglo XIX hubiera personas con esta
duplicidad. Pero en esto no se diferenciaría mucho de otros
siglos. El Tartufo de Molière es un personaje universal e
intemporal. ¿Que en el siglo XIX hubo más Tartufos que en otros
siglos? Resulta trivial esta cuestión, a más de inverificable.
Lo que ocurría en ese siglo en relación con el tiempo nuestro
es otra cosa. Aquél fué un siglo en que regía una moral, una
escala de valores, unos ideales. Y es muy propio de la
deteriorada naturaleza humana no alcanzar a cumplir el ideal
moral cuando éste es alto. Y también es muy propio de esta
naturaleza humana avergonzarse de ello y ocultar sus fallos. Pero
esto no es hipocresía. Es debilidad y vergüenza de esta
debilidad. Y esto es lo que ocurría obviamente en ese siglo. El
listón moral estaba colocado a bastante altura (como era
correcto que estuviese) y eran muchos los que no lograban
salvarlo.
Y llegaron nuevos tiempos, nuevas filosofías, nuevas costumbres;
y comenzaron a estorbar los listones morales. Pero como a la
Moral no se le puede atacar frontalmente, se utilizó el ataque a
los flancos. Se comenzó a hablar de la hipocresía del siglo
XIX, y se extendió la condena a todos los moralistas, y por
último a la misma Moral, que es lo que interesaba. Se pudieron
aportar pruebas, naturalmente, de contravenciones morales, y de
ocultaciones. Pero el objetivo no estaba puesto, desde luego, en
la erradicación de la hipocresía que se denunciaba. El objetivo
era la demolición de la Moral. Hundiendo en el descrédito a los
"hipócritas", se pretendía hundir juntamente con
ellos la moral que habían profesado. En Gran Bretaña, país
emblemático por lo que se ha venido en llamar "moral
victoriana" surgieron los Lytton Strachey, Bruce Chatwin,
Peter Ackroyd, etcétera, que presentándose como
desmitificadores, se dedicaron a disminuir, envilecer,
deteriorar, la imagen, sin duda idealizada, que los ingleses
tenían de figuras próceres: Florence Nightingale, el general
Gordon, el cardenal Manning, la misma reina Victoria, Stevenson,
Dickens, etc. El hecho de que estos escritores críticos sean
homosexuales puede dar una pista adicional de su actitud
resentida. Evidentemente, más que desmitificadores, son
desmoralizadores. Ellos y otros de su misma índole, al husmear
como perros en las vidas íntimas, quieren atacar no tanto a
determinadas figuras como a la moral que profesan. Lo cual queda
al descubierto cuando a ésta se la llega a rotular como
"moral hipócrita", a pesar del contrasentido que esto
supone. Es, por tanto, una posición solapada y perversa.
De lo que se trataba, por tanto, era de derribar el listón
moral, dar curso libre a los instintos más bajos, y presentar
todo ello como un progreso, como un avance respecto de una época
hipócrita regida por una moral hipócrita. Y cualquier persona
consciente en la época actual tendrá que convenir que lo
consiguieron plenamente. Ha sido el triunfo de la doblez, de una
auténtica y plena hipocresía; de la hipocresía moderna.
Esta suposición de que se avanza y se progresa merced al
expediente de darle una patada al listón moral, tiene efectos
devastadores en la sociedad. Y se llega, a veces, a situaciones
grotescas. Mencionaré, simplemente como anécdota referida a
España, el hecho de que a un mugriento homosexual, creador de
bodrios cinematográficos que son un delirio de chabacanismo
hortera, se le conceda el máximo premio nacional por uno de esos
bodrios. Y que la presentadora de la ceremonia de los premios, no
sea exactamente una presentadora, sino otro homosexual,
travestido éste. Y aún más, que este presentador homosexual
sea aspirante a la mejor interpretación femenina. Si añadimos
que esta película, producto representativo de la cochambre
artística de la España de hoy, ha conseguido el máximo
galardón cinematográfico mundial, y de ello nos vemos obligados
a reconocer una vez más el muy considerable poder que sin duda
tiene determinada "Internacional", el panorama que nos
ofrece esta situación nos obliga a pensar que cuánto mejor
sería que viviésemos en plena época de "moral
hipócrita".
No es más que una simple anécdota, y felices nos veríamos si
las consecuencias del pseudoprogreso se circunscribieran a la
promoción social y artística de los uranistas.
Mencionado el tópico de la hipocresía del siglo XIX, me
referiré a otro de elaboración igualmente interesada y perversa
que ayuda mucho a mantener la sensación de que vamos
progresando; de que cuanto más nos hundimos en la abyección
moral, más vamos avanzando.
La esencia de este tópico estriba en considerar que en tiempos
aún no lejanos se vivía en una situación de represión; en
algunos casos, abarcando todos los intereses humanos en
regímenes totalitarios; en otros, con libertades políticas,
pero siempre manteniendo una escala de valores restrictivos,
coercitivos; y que esta represión era nefasta para el ser
humano. Es la teoría que triunfó en el 68 y se sigue
manteniendo aún en la actualidad.
Encontró una grande si bien falaz apoyatura en el hecho de los
evidentes y gigantescos crímenes que cometieron los regímenes
totalitarios del tiempo juzgado como represivo. Y se acuñó con
gran éxito la expresión "fascismo" como supremo
insulto disuasor contra cualquier tendencia a la coerción que se
pudiera atisbar, fundándose en los horribles crímenes que
había cometido el tal "fascismo"; y en que las
tendencias humanas eran forzosamente buenas y cualquier
ideología represiva, mala, como se podía comprobar con la
constatación de dichos crímenes.
Y es en este terreno donde la suprema doblez del hipócrita
moderno se revela con claridad a las mentes ecuánimes. Porque se
libra muy bien de parar mientes en los crímenes de los
totalitarismo marxistas, pasa por ellos como sobre ascuas, y se
concentra con exclusividad en los crímenes
"fascistas". Y es el caso que los crímenes de los
regímenes fascistas, que existieron sin duda, fueron
incalculablemente inferiores en cuantía y en crueldad a los
crímenes marxistas y nazis. La única excepción podría ser la
del régimen de Ante Pavelic, en Croacia, muy subordinado a
Hitler e influído por él, y suponiendo que pueda ser calificado
de fascista.
Hay motivos para pensar que esto tenía que ser así. El fascismo
no pretendía destruir a la clase burguesa e instaurar la
dictadura del proletariado. Tampoco pretendía destruir ninguna
raza. No era antirreligioso y ateo, por lo que no estaba en sus
planes perseguir a la religión. Sí que era autoritario y con
tendencia al belicismo, y no hay duda de que los fascistas
cometieron crímenes, pero al carecer de las ideas destructoras
de los nazis y marxistas, sus abusos fueron en comparación de
dimensiones muy modestas.
Sin embargo, el hipócrita moderno, que está tan bien dispuesto
a rasgarse las vestiduras ante los crímenes fascistas, y
también de los nazis, no está nada dispuesto a detener su
atención en los crímenes marxistas ni a leer, por supuesto, el
"Libro negro del comunismo" recientemente publicado.
También hay razones para ello. El marxismo es una filosofía
materialista, antirreligiosa, atea, fundada en el odio de clases.
Una filosofía apropiada para satisfacer los instintos más
innobles del ser humano. Apropiada, por lo tanto, para el
progresista, el hipócrita moderno. Apropiada para resentidos que
disfrazan su odio de clase con las nobles prendas de la justicia
social. Es natural que esta gente no quiera oir hablar de los
cien millones de muertos que ha causado el comunismo marxista a
través de su historia. Es algo que les pone nerviosos.
Con el fascismo ocurre lo contrario. En esta ideología, junto
con aspectos sin duda negativos, existen otros que exaltan
virtudes que siempre se han considerado como aristocráticas. El
valor, el dominio de sí mismo, la disciplina, la austeridad, la
jerarquía, etcétera., todo aquello que odia el progresista
actual, que es igualitarista, vicioso, amoral y rebelde a toda
coerción. Es natural que aborrezca al fascismo y que finja
horror ante sus crímenes. Y hablo de fingimiento, porque si tan
delicados sentimientos tiene ¿por qué no se horroriza ante los
crímenes marxistas? Resulta evidente, por tanto, que a este
progresista no le espantan los crímenes sino la ideología
fascista; o, para ser exactos, ciertos aspectos, importantes
aspectos, de esa ideología.
Y que no hay que creer en la sensibilidad del progresista lo
demuestra aún más su actitud ante el crimen moderno por
excelencia: el genocidio silencioso de muchísimos millones de
seres humanos en período de gestación, el más grave y palpable
síntoma de la decadencia quizás irremediable del Occidente
cristiano. Esta sí que es una consecuencia en verdad nefasta y
criminal del pseudoprogreso.
Ocurre lo ya dicho: que el derribo de las barreras morales,
basándose hipócritamente en crímenes y represiones del pasado,
nos lleva vertiginosamente a depravaciones inéditas,
presentándolas como adelanto y progreso. El progresista no es
que calle ante el aborto; es que lo defiende y lo presenta como
un derecho por fin conquistado. Su sensibilidad no se altera ante
esta matanza. Queda entonces de relieve que tal sensiblidad no
existe, que no es más que la máscara repelente del redomado
hipócrita que resulta ser el progresista de los tiempos
actuales.
Ignacio San Miguel.
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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