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La gran subversión (I).
El sistema capitalista campa por sus respetos con manifestaciones cada vez más salvajes, sobre todo después del derrumbe del sistema soviético; pero ayudado extraordinariamente por la disolución de los códigos morales que produjo éste. El "gran logro" de los revolucionarios del sesenta y ocho: ofrecer en bandeja al capitalismo una sociedad amoral, debilitada, y cuya capacidad de crítica, dirigida y empujada por la presión mediática, se orienta ciegamente a atacar la moral.
Ya en los años cincuenta comenzaron a
percibirse indicios de que se avecinaba un cambio en las
costumbres y en el pensamiento. No era todavía nada definitivo,
y esto impedía formular previsiones. Era difícil ser tan sagaz
y prudente como para prever el rumbo que iban a tomar las cosas
en unas cuantas décadas. En los ámbitos responsables existía
la convicción de que determinadas estructuras anquilosadas
debían renovarse, y que los cambios habrían de ser
necesariamente buenos. El sector temeroso no era predominante.
Los indicios, que no eran sino la parte más visible, más
popular, algo así como la superficie, la corteza, del cambio,
podían apreciarse en la moda de unos nuevos ídolos
cinematográficos, el surgir de un nuevo tipo de canción
popular, el renovado éxito de las poses filomarxistas en la
juventud burguesa, el surgimiento de un tipo de cura joven que
parecía tener en la mano el secreto de la solución de todos los
problemas humanos... Se apreciaba un cierta premura, cierta
impaciencia, por romper con el pasado y construir un mundo mejor.
Se extendía la rebeldía contra toda coerción que supuestamente
lo impidiese.
Pero detrás de estas apariencias, en principio meramente
ilusionantes, se habían puesto en movimiento fuerzas demasiado
poderosas. Más allá de lo que parecía y estaba justificado,
esperaban su turno los impulsos disolventes, dinamitadores.
Esto alcanzó su plasmación reveladora en la siguiente década,
sobre todo en sus finales. Fueron los años de las grandes
reivindicaciones sobre los "derechos civiles" en
Estados Unidos, del Concilio Vaticano II, del Mayo francés.
Porque, como queda dicho, detrás de estos movimientos,
justificados en principio, había otros impulsos. No hay duda de
que había razón en reivindicar los "derechos
civiles". Pero detrás de sus promotores, aliados con ellos,
estaban otras minorías, los cuales, además de justificados
derechos, pretendían alcanzar algo más. Se trataba de modificar
a su gusto la sociedad norteamericana, neutralizando una
civilización predominantemente cristiana que les agobiaba. Y,
aparte de estas minorías raciales, había otras minorías
aliadas que empujaban: las feministas y los homosexuales.
El Concilio fué de enorme importancia para el mundo cristiano en
general y el católico en particular, y no precisamente porque
sus objetivos iniciales se cumplieran, sino por todo lo
contrario. La corriente de abrumador predominio que surgió de
él, secularizada y secularizadora, coadyuvó activamente a la
extensión de la falta de fe en los fieles. En mi opinión, fué
la principal causa. Todo lo que se había considerado definitivo
y eterno, la verdad auténtica que no puede ser modificada nunca,
fué puesto en entredicho. Ocurrió lo ya mencionado: que tras
las modificaciones que parecían justificadas y convenientes, se
apelotonaban más y más peticiones de cambios de una índole que
desnaturalizaba la doctrina tradicional. Llegó el momento en que
Pablo VI habló del "humo de Satanás" que había
penetrado en el Concilio.
Pablo VI mismo simboliza perfectamente esta situación ambigua.
Por un lado, pretendía y estimulaba con buenísima intención
una apertura al mundo moderno; por otro, veía con espanto las
consecuencias que iban derivándose de esa apertura.
La corriente marxista hacía estragos en el clero, que llegaba a
confundir religión con reivindicación social y revolución.
La exégesis bíblica se subordinaba servilmente a las teorías
protestantes, con el resultado de cuestionar no sólo la autoría
de los Evangelios, sino la autenticidad de las palabras y hechos
de Cristo.
Los teólogos se apuntaban a toda novedad, siempre que supusiera
modificación y ruptura de la tradición.
Los dogmas se olvidaron. El del pecado original, medular para el
entendimiento del cristianismo, consustancial al mismo y, por
consiguiente, a la civilización occidental, apenas fué
mencionado en el Concilio, y posteriormente, quedó arrinconado
como algo inservible e incómodo. Primaba el más absoluto
optimismo sobre la naturaleza del hombre, en contradicción con
la enseñanza tradicional. Rousseau triunfaba.
La crisis fué gigantesca, sin precedentes en la Iglesia, en los
años subsiguientes al Concilio. Los seminarios se quedaron sin
apenas utilidad, al faltar vocaciones. Muchísimos sacerdotes se
secularizaron y los conventos se iban vaciando.
Había algo parecido a la estupidez en el desconcierto de muchos
eclesiásticos al encontrarse con un laicado que les rehuía, al
comprobar la extensión tremenda del agnosticismo, y al
contemplar la proliferación de movimientos cristianos de muy
poca inclinación clerical.
Sin embargo, no hacía falta ser muy inteligente para comprender
que la gente necesita verdades ciertas e imperecederas, y que el
prestigio de la Iglesia Católica se había derivado siempre de
esa condición de roca firme, inmóvil, que no se doblega. Los
Manning, Newman y demás protestantes ingleses que, decepcionados
de las divisiones y dudas de fe del protestantismo, se
convirtieron al catolicismo en el siglo XIX, lo hicieron porque
la impertérrita oposición a todo cambio que observaban en la
Iglesia Católica, representada por Pío IX, los convenció de
que allí estaba la verdad. Pero en los años sesenta del
siguiente siglo, todo cambió, con la consecuencia inevitable: la
desconfianza y la pérdida de la fe. Si lo que parecía
inamovible era cuestionado y resultaba ya dudoso ¿por qué
depositar la confianza en los renovadores? ¿Acaso se podía
pensar en que el Espíritu Santo había estado de vacaciones
durante cerca de dos mil años, para al fin comenzar a asistir a
los Rahner, Küng, Shillebeckx? ¿En quién se podía creer si
los mismos eclesiásticos, los especialistas, se contradecían y
no parecían estar seguros de nada, como no fuese en socavar y
demoler lo antiguo?
Ocurrió lo que tanto el papa citado como Pio X habían temido.
Estos papas son considerados por los progresistas como modelos de
cerrilismo retrógrado; pero un observador imparcial deberá
reconocer que los temores que sentían por la aparición del
liberalismo y del modernismo en el seno de la Iglesia, estaban
justificados a la vista de las consecuencias sobrevenidas con el
triunfo de estas desviaciones. Los resultados les dan la razón.
Los que no se la darán nunca son los tozudos progresistas del
clero y del laicado.
En los años sesenta se dió también el fenómeno del "Mayo
francés", la revuelta de Mayo del sesenta y ocho. Fué una
eclosión de rebeldía estudiantil que, cuando ocurrió, no se
valoró debidamente, pero que marcó la vida de la generación de
aquella época de manera crucial, como los otros fenómenos
mencionados, con los que estaba relacionada. En gran parte era
marxista, pero predominó el nihilismo antiburgués. Se exaltó
el pacifismo, el libertinaje sexual, la promiscuidad, el
anticapitalismo. En América se recrudeció la oposición del
pacifismo a la guerra del Viet-Nam, nacieron los jipis, etc.
Lo que se sembró en esos años fué fructificando en los
siguientes. Los jóvenes de entonces fueron con los años
accediendo a puestos decisivos en la Política, la Prensa, la
Judicatura...
El resultado fué la sustitución de la moral tradicional
cristiana por una contramoral de corte neopagano. La
manifestación más grave y, por tanto, la más representativa de
esta nueva situación sociológica, fué la aprobación legal del
aborto. Las feministas norteamericanas consiguieron lo que
consideraban una reivindicación justa, en 1973. De Estados
Unidos se extendió a casi la totalidad de los restantes países
de Occidente.
Otras anomalías se fueron implantando. La consideración social
positiva del homosexualismo se ha ido plasmando en normas
legislativas que equiparan las uniones de homosexuales a los
matrimonios tradicionales. En diversos países se está
implantando el matrimonio legal de homosexuales, y otros países
están próximos a imitarlos. Toda práctica sexual desviada
está siendo contemplada como expresión legítima de la
naturaleza del hombre; y, por tanto, buena, puesto que la
naturaleza del hombre es buena, según esta filosofía; la cual,
desgraciadamente, comparte la mayoría de los eclesiásticos,
pues abandonó el dogma del pecado original, nervio y
justificación de la doctrina cristiana y fundamento de toda una
civilización. Pero, rechácese la realidad del origen manchado
del ser humano, y la necesidad de una coerción interna y
externa, y la consecuencia ha de ser inevitablemente todo lo que
constituye la realidad actual.
Vivimos, por tanto, una situación en que todo lo que antes se
consideraba depravado, va quedando legitimado. Porque si la
naturaleza del hombre es buena, todas sus inclinaciones han de
ser buenas. La pornografía, por ejemplo, está plenamente
admitida y asimilada. La prostitución se ha convertido en
diversos países en una profesión equiparable a las demás, y
esa es la orientación general. Actividades viciosas como la
pederastia, no se consideran tales. Una resolución del 16 de
Marzo de 2000 del Parlamento Europeo, instaba a los Estados
miembros a suprimir el tope de edad del menor para el
consentimiento de estas relaciones pederastas... De los códigos
penales se suprime la noción de castigo, y se procura que los
criminales encarcelados vuelvan a reintegrase en la sociedad lo
más rapidamente posible. Las víctimas se quejan de marginación
de olvido...
La contramoral ha sido, pues, impuesta a una sociedad que,
condicionada por el bombardeo de mensajes de los controlados
medios de comunicación, la ha aceptado como buena y como
producto de los tiempos que cambian; máxime cuando la Iglesia no
se enfrenta apenas a la nueva dirección del mundo, salvo en
Roma, y prefiere adaptarse medrosamente a la situación, con
miedo pánico a expresar cualquier crítica que pudiese, en su
opinión, levantar las iras del laicado.
Al mismo tiempo, el sistema capitalista campa por sus respetos
con manifestaciones cada vez más salvajes, sobre todo después
del derrumbe del sistema soviético; pero ayudado
extraordinariamente por la disolución de los códigos morales.
Este fué el gran logro de los revolucionarios del sesenta y
ocho: ofrecer en bandeja a su enemigo el capitalismo una sociedad
amoral, debilitada, y cuya capacidad de crítica, dirigida y
empujada por la presión mediática, se orienta ciegamente a
atacar la moral burguesa (inexistente), los valores religiosos
(difuminados) y la Iglesia (amedrentada). Es decir, dirigen sus
dardos en dirección opuesta al blanco adecuado.
Para los ideales de expansión del supercapitalismo actual, esta
es una situación idónea. Las sociedades acríticas mediatizadas
son su mejor aliado. También va consiguiendo con éxito
erradicar el nacionalismo y el patriotismo de las diversas
naciones del orbe, pues el proceso globalizador, mundialista, del
supercapitalismo, necesita naciones débiles que no pongan
cortapisas, en función de intereses patrióticos, a la
expansión del gran capital. Se tiende, como bien lo señalan
serios estudios realizados al respecto, a la constitución de una
especie de gobierno mundial plutocrático, utilizando los
organismos internacionales existentes. Piénsese en la labor
eficaz de instituciones dependientes de la ONU para extender los
procedimientos abortivos como medio de control de la población
en muchos países, siguiendo las pautas emanadas de los
Rockefeller, Rotschild, Gates, Kissinger, etc.; plutócratas o
servidores de plutócratas. Nótese cómo un presunto logro de
los revolucionarios de los sesenta, la legalización del aborto,
está siendo utilizado con éxito genocida por los
supercapitalistas, los enemigos, en teoría, de aquéllos.
Los orígenes últimos de esta situación hay que buscarlos muy
lejos. Comenzó todo con el cambio de cosmovisión que trajo el
Renacimiento, una cosmovisión antropocéntrica, en
contraposición a la teocéntrica de la Edad Media. Se iniciaba
así el sentido de autosuficiencia del hombre y su individualismo
subjetivista. Orientaciones que recibieron un formidable impulso
con la filosofía de la Ilustración, que impregnó en los siglos
subsiguientes a la civilización occidental. Pero la última
vuelta de tuerca, la culminación de la subversión, su
realización definitiva, se produjo en las últimas cuatro
décadas del siglo XX.
La necesidad de un rearme moral y una contrarrevolución se
presentan como necesarias (que no es lo mismo que decir
posibles), si consideramos que la marcha actual del mundo, con
las orientaciones morales profundamente trastocacadas gravitando
sobre una ciencia y una técnica que se disparan en un avance
vertiginoso, nos puede llevar a un grado extremo de
deshumanización.
Ignacio San Miguel.
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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