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Los cincuentas años de don Quijote.
"Yo
he dado en Don Quijote pasatiempo
al pecho melancólico y mohíno
en cualquier sazón, en todo tiempo."
Miguel de Cervantes.
"Nos dice Cervantes que frisaba el hidalgo
en los cincuenta y nos hacemos a la idea de que a esa edad
nació". Esto escribía Unamuno, preguntándose por la
niñez de Don Quijote, preguntándose si pudo Don Quijote tener
niñez, no si pudo tenerla Alonso Quijano. ¿Puede ser infantil
el quijotismo?, pregunta Unamuno. Y añade: "¿Es que no se
propusieron los atormentados comentadores de las Sagradas
Escrituras la cuestión, para nosotros absurda, de la edad a que
creó Dios a Adán? O dicho en luminosa paradoja: ¿de que edad
nació Adán?" Así, como Unamuno, en "luminosa
paradoja", preguntamos ¿de qué edad nació don Quijote? Y
dejando aparte la idea "que hirió" a don Miguel, como
él nos dice, sobre la niñez imposible del quijotismo, nos
respondemos, con Cervantes, que nació a la edad o con la edad de
su creador imaginativo, que también frisaba en los cincuenta
cuando lo engendró "en una cárcel", en la de Sevilla,
según nos afirman los eruditos (Rodríguez Marín: "La
cárcel en que se engendró el Quijote."). Incomodidad y
ruido fueron sus padrinos, según Cervantes.
A Unamuno le preocupaba la ausencia de infancia, de niños, en el
arte y la literatura españoles. El olvido de la niñez. Y, sin
embargo, además de los lienzos de Murillo, pensamos nosotros en
Lazarillo, en Rinconete y Cortadillo, en el Santo Niño de la
Guarda de Lope... Excepciones, y dolorosamente significativas,
que confirman esa misma ausencia. Pero volvamos a la edad en que
nació don Quijote: los cincuenta años. Edad inicial de la
madurez. En las edades de la vida, como nos lo enseña la
sabiduría antigua y prevalece en la Edad Media por san Isidoro
de Sevilla, esta edad de cincuenta años es la que pone fin a la
juventud. Es la quinta edad del hombre, según nos dice el santo
sevillano. La primera es infancia, y dura hasta los siete años;
la segunda puericia -"es pura y no apta para la
generación"-, llega hasta los catorce; la tercera edad es
la adolescencia, desde los catorce hasta los veintiocho años; la
cuarta, juventud: "edad firmísima", que termina a los
cincuenta. "La quinta edad, madurez, es la edad de los
señores", o del señorío, del dominio de sí, "en la
cual declina la juventud y tiende a la senectud; todavía no
viejo, pero ya no joven", -escribe san Isidoro; y añade:
"es la edad a la que los griegos llamaban presbicia";
señor, pero no anciano: y empieza a los cincuenta años y
termina a los setenta. La sexta edad, vejez, dura hasta la
muerte: empezando a los setenta.
La edad de don Quijote, la edad de Cervantes al concebirlo o
imaginarlo, según esta cuenta que nos hizo san Isidoro, es
justamente aquel límite, o edad fronteriza, en que acaba la
juventud y comienza la madurez; no la vejez. La edad
-"todavía no viejo pero ya no joven"- que se extiende
desde los cincuenta a los setenta. La edad del señorío. Según
esta cuenta, Cervantes no llegó a la vejez: murió en sus
umbrales. Y su obra poética es creación madura que pertenece a
esa edad de dominio humano de las cosas, de las ideas, de los
sentimientos y pensamientos. Cuando don Quijote se da a la luz, o
lo da a luz su autor -1605-, don Quijote sigue teniendo cincuenta
años; es más joven que Cervantes, que alcanza ya los cincuenta
y ocho. Pero ambos han terminado la juventud, empezando, con la
madurez, a enseñorearse del mundo que les rodea. La locura
errante del caballero espeja la seriedad, el sosiego, la
sabiduría o sensatez madura de su autor. A éste parece que se
le alegra el corazón escribiendo las desdichadas aventuras de su
héroe. A sí mismo se dice Cervantes: "el corazón más
alegre del mundo". Y es notable cosa que esa alegría de
corazón parece brotarnos como un manantial de cordura, de
sosiego, de calma y paz con todo, de unidad y sentido ajustado a
su propia vida desdichadísima, de estas páginas del libro
burlesco, en las que, desde un principio, nos dice su autor de
esa madurez humana, dominio, señorío de la vida y del
pensamiento.
La enteca criatura de ficción, su "triste figura"
deslabazada, seca, escueta, como endurecida en su fuerte
contextura viva por la arboladura visible del esqueleto, se
ofrecerá a nuestros ojos sorprendidos, rodando por los suelos, y
apaleado, o dando cabriolas y zapatetas, grotescamente
semidesnudo, por los aires. Por los aires beltenebrosos de Sierra
Morena. No sin haber fijado antes nuestra mirada en la todavía
firmísima fisonomía -viene de dejar los linderos últimos de la
juventud- del hidalgo manchego a quien acaba de apagársele en el
corazón, con una sonrisa, una hermosa figura de mujer, cuya sana
imagen de amor, dejará limpios sus sentidos. Una palabra nos
parece que va siempre unida en Cervantes al amor, una palabra que
significa tanto para él, moral como estéticamente: castidad. El
Quijote es un libro casto y virginal. Porque es libro de amor. De
señorío de amor. Por eso su hondísima, inagotable alegría,
que brota, salta, manantial perenne, inagotable, en su lectura,
de un corazón maduro, fruto de triste juventud.
Si don Quijote encendió de amor su encarnación viva,
descarnándola, paradójicamente, hasta sus huesos, nos reveló,
con esa tristísima figura burlesca, la alegre verdad de un
esqueleto simbólico, por el que, si danza la muerte, es para
negarse mejor a sí misma, para afirmar la inmortalidad, la
supervivencia, de una encarnación del espíritu en la que
palpita, en Cervantes, por su viva fe, "el corazón más
alegre del mundo". Que por eso tal vez nació tan maduro su
Quijote, el libro y el héroe que lo representa; tan en carne y
hueso de verdad; porque adolece, como el hombre mismo que lo
crea, o con su lectura lo recrea, de presencia divina: de
espiritual perduración. Y como dijo el poeta: "Don Quijote
en su locura / tiene razón que le sobra / más que el barbero y
el cura".
Francisco Arias Solis
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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