|
Figuras del patriotismo .
Algunas consideraciones filosóficas del que ama a la Patria aunque no le guste.
Entre los adagios que vienen rodando
desde la antigüedad clásica hasta hoy existe aquél que suele
emplearse para caracterizar como innoble un cierto concepto
mercenario de la patria: es el famoso ubi bene ibi patria.
Sus secuaces formarían el escuadrón de los apátridas, de los
aptos para toda transmigración a lo ancho de la geografía en
alas de un vulgar epicureísmo, que cuando alcanza toda su
plenitud y se desarrolla dentro de la patria verdadera viene a
convertirse en trashumancia espiritual, de estirpe más
propiamente cínica. En resumidas cuentas el adagio puede servir
de mote a quienes buscan ante todo su provecho, el bene, para los
cuales patria sería simple añadidura, eructo del propio
bienestar.
Radicalmente contrario a este sentido de lo patrio es aquel otro,
noblemente idealista, que podría expresarse con la misma frase
latina haciendo esta leve transposición en sus palabras: ubi
patria, ibi bene. No sé si expresamente lo ha formulado
alguien como mote, pero es evidente que el patriotismo habitual
puede servirse de él; la convicción de que la propia patria es
lo mejor del mundo, y que en ningún sitio se esta mejor que en
ella, brota del limpio hontanar de una generosidad siempre
dispuesta a magnificar lo patrio. En España hemos tenido siempre
esas almas generosas: al bendito San Isidoro le parecía que
nuestra patria era un vergel de clima delicioso, y aunque la
meteorología peninsular suba a cincuenta grados con el sol del
estío y descienda a quince bajo cero en el invierno, él canta
con intrepidez en su "Alabanza a España" aquello de «ni
te abrasa el sol del verano ni te hiela el frío invernal»
(nec aestivo solis ardore torreris nec glaciale rigore tabescis),
y el Rey Sabio habla de la riqueza natural de las tierras
españolas con un optimismo del que difícilmente podemos
participar si nos asomamos a un manual de geografía económica o
simplemente a la ventana de cualquier tren en ruta por España.
Se trata, claro está, de elogios puramente líricos, cuya
retórica seguirá siendo necesaria en las exaltaciones
regionales y en las guías de turismo; pero tales efusiones, que
constituyen la más inofensiva eflorescencia del ubi patria
ibi bene, suelen también trasladarse a otros aspectos de la
realidad nacional en los que el optimismo y la retórica actúan
como estupefacientes.
Ambas actitudes, tan diversas entre sí, coexisten en todo
tiempo, y, por lo tanto, también en el presente, en la
estimativa de gentes con muy diversa conformación afectiva y
mental. Tomadas en su grado más químicamente puro corresponden,
respectivamente, al pícaro -personaje de floreciente tradición
entre nosotros, que hoy tiene ediciones modernísimas-, y al
noble despistado. Al primero, que suele ser inteligente, le falta
el sentido ético y heroico; al segundo, que suele dar las
suficientes vibraciones de moral y entusiasmo, le falta el
sentido crítico y, en el fondo, la inteligencia. Ambas
actitudes, deficitarias ambas, podrían resumirse como divorcio
entre el logos y el ethos. El ubi bene ibi patria se
rechaza por vil, pero el ubi patria ibi bene estorba por
retórico.
Hay una tercera actitud ante la patria que se opone
simultáneamente a las dos anteriores. De ella existen
precedentes en nosotros desde Quevedo a Larra, por lo menos, pero
su decidida formulación ha sido cosa de nuestro tiempo: alcanza
encarnación verbal en el «me duele España», de
Unamuno, y suprema definición en el «nosotros amamos a
España porque no nos gusta», de un gran pensador, ahora
innombrable. Lo que hay de genial y de revolucionario en esta
actitud frente a las otras dos creo que puede cifrarse bien en
esta variante a la frase latina: ubi male, ibi patria.
Aquí la percepción de lo patrio cosquillea el alma en la forma
peculiar del escozor y del remordimiento; la patria sentida como
dolor y amada con «voluntad de perfección» implica un
reconocimiento previo de sus imperfecciones y sus llagas, y, en
definitiva, de cuanto hay en ella de pecado, origen último del
mal. Veamos ahora la filiación de esta actitud.
Decíamos que la actitud primera, cuyo lema se compendia en el ubi
bene ibi patria, procede de un estado de ánimo vulgarmente
epicúreo si ya no resueltamente cínico, y destructivo, en todo
caso, del sentido de patria. En cuanto a la segunda, que invierte
los términos y se empeña noblemente en afirmar que todo lo
patrio es bueno, posee una clara raíz estoica que ya de buenas a
primeras se conoce por sus frutos de orgullo y de retórica:
tiende a divinizar lo patrio, para ella es piedra de escándalo
el dolor, se obstina en negar el sufrimiento («apátheia», se
llama esta figura), y camina valientemente con los ojos vendados
hacia una meta ilusoria de felicidad, de falaz e inasequible
«eudaimonia».
Frente a ambas, la actitud del ubi male ibi patria es de
filiación resueltamente cristiana; su percepción del mal en las
carnes de la patria es un reconocimiento de que en ella tiene
lugar la culpa, porque su vida no es estado sino misión, de cuyo
incumplimiento brota el desorden, esencia del pecado. Y así como
la actitud primera animaliza lo patrio, y la segunda lo diviniza,
la actitud que se esconde en el ubi male considera que
hay en lo patrio una escisión fatal -igual que en la naturaleza
humana-, operada por el pecado histórico. La cuestión es, por
de pronto, percibir ese mal sintiéndose mordido por él; en esto
consiste el remordimiento de la patria, que viene a ser ante todo
una afección del logos que reconoce el pecado por cuanto que él
-el logos- es capaz de medir la deserción de la misión. Y
después estar dispuestos a la restauración, función del ethos,
que se cumple desde una serie de posturas cuyo denominador común
es el ascetismo. Así, el ubi male ibi patria desemboca
en un ascético amor patrio, único verdaderamente edificante,
porque el epicúreo es destructivo, y el estoico no pasa de ser
frondoso y aberrante. La raíz cristiana de ese amor se sitúa,
pues, en el remordimiento y en la ascesis, como la raíz
epicúrea y estoica de los otros estriba, respectivamente, en la
abyección y en la sublimación.
Si se admite que el adagio latino y sus variantes pueden
erigirse, algo escolásticamente, en figuras del patriotismo, no
sería difícil investigar cuál de las tres especies predomina
en España a través de los temperamentos individuales e incluso
a través de los momentos históricos. Sin abordar aquí y ahora
ambas cuestiones, dejemos consignado que, en principio, coexisten
siempre dentro de una época; al fin y al cabo, los estados de
ánimo que respectivamente las sustentan, a saber, epicureísmo,
estoicismo y cristianismo, son, en rigor, posturas con vigencia
universal, no circunscritas de por sí a las épocas: y es porque
no sólo después, sino incluso también antes de Epicuro y de
Zenón han existido epicúreos y estoicos, y en cuanto al
cristianismo ya Tertuliano -definidor del anima naturaliter
christiana-, puso de relieve su realidad psicológica como
dimensión previa a la sucesión histórica.
En nuestro tiempo, como en todos, hay patriotas que perciben y
actúan desde cada una de las tres posturas. Las reflexiones
anteriores nos ahorran insistir en la tesis de que tan sólo la
tercera está de acuerdo con las exigencias que se imponen al
logos y al ethos del Presente español. Convenzámonos de que el
grito de Unamuno y la serena afirmación de del gran pensador,
innombrable ahora, no eran mero repudio de una momentánea
situación nacional, sino perenne ontología del patriotismo
verdadero. Dolor y disgusto de la patria han de ser las primeras
vaharadas que al subir de la tierra que pisamos hasta nuestras
entrañas nos certifiquen que sólo esa tierra es nuestra patria.
Hoy existe el peligro de creer que España ya nos dolió
bastante, y que la cirugía operada en sus carnes fue definitiva
redención, con lo cual el amor de remordimiento y la voluntad de
perfección no tendrían razón de existir, y ello por virtud de
una eterna posesión del estado de gratia nacional, como
si la gracia no fuese esencialmente amisible para la naturaleza
caída. Es un peligro que circunda en todo tiempo al gobernante,
que psicológicamente se siente empujado por modo natural a
abundar en un cierto amor de complacencia, fruto noble y
legítimo de esa especie de nupcias con la patria que el hombre
público celebra con su integral dedicación a ella.
Otro peligro, quizá el máximo, que a todos nos circunda, puede
resumirse en el ingénito optimismo que exacerbado por la
retórica ambiente es capaz de actuar sobre nuestro vivir a la
manera de un estupefaciente. En nuestro tiempo ese peligro puede
encontrar clima para su desarrollo en esa gran estufa incubadora
que es la propaganda. Es cierto que ningún país la puede
descuidar y menos este nuestro, que contaba ya, antes de que en
el mundo se organizasen gabinetes propagandísticos, con figuras
tan propensas a la antipropaganda como el Obispo Las Casas. Pero
el peligro de toda propaganda radica en que ella necesita siempre
partir del principio de que ubi patria ibi bene, y en
que además su tarea se orienta más bien al parecer que al ser,
pues su naturaleza es menos afín a la ontología que al
impresionismo: de hecho la patria es para la técnica
propagandista algo así como la manzana para la técnica del
pintor impresionista: algo cuya entidad depende del ojo que la
capta, apariencia antes que esencia, «fenómeno» por encima de
«noúmeno».
Ese otro amor, para el que reivindicamos la divisa ubi male
ibi patria, es antídoto necesario en estos casos, y ya ello
sería motivo suficiente para enarbolarlo en esta hora. Pero ante
todo, es más perfecto en cuanto a los sujetos -por causa de la
raíz ascética que es su verdadera generatriz-, y más
perfectivo respecto del objeto, por su virtualidad edificadora de
la patria. Como todo lo noble es, claro está, susceptible de
deformación y de caricatura; pero aquí no se trata de un dolor
profesional de plañidera, ni el descontento puede identificarse
con el malhumor: también esto hay que decirlo claramente para
que no se cuelen de rondón los quejumbrosos, los despechados y,
en definitiva, los que sufren una crónica gota del espíritu,
enfermedad, por cierto, más propia del epicúreo cuando llega a
viejo, que del joven.
Angel Álvarez de Miranda. (Alferez en Filosofía)
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
La reproducción total o parcial de estos documentos esta a
disposición de la gente siempre bajo los criterios de buena fe y
citando su origen.