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Legítima defensa.
El autor primero introduce algunos precedentes históricos. Después entra en el estudio de la legítima defensa como derecho, la legítima defensa como excusa, la legítima defensa como infraccíón inexcusable, describiendo la posiciones de los filósofos y moralistas clásicos, diferenciando su legitimidad moral o su legalidad jurídica y termina con los casos de legítima defensa como deber al que no es lícito renunciar. Valora si es o no subsidiario el derecho de legítima defensa y por fin estudia la extensión (en dos planos: el subjetivo y el objetivo) y requisitos del derecho de légítima defensa (Agresión, Necesidad, Falta de provocación)
¿Hay delito de homicidio cuando se da
muerte al agresor injusto en legítima defensa privada? ¿Es
lícita la autoprotección o protección privada de la vida? ¿No
habrá, al ejercerla, usurpación o atribución abusiva de
facultades que corresponden al Estado? ¿No se quebrantará, y
gravemente, con el «vim vi repellere» el «no
matarás» del Decálogo y el mandamiento del amor al
prójimo del Nuevo Testamento?
He aquí una serie de preguntas incisivas, y se quiere incluso
apasionantes, que han tenido y tienen respuestas no sólo
diferentes, sino contrarias, produciendo la confusión lógica
que es preciso aclarar a la luz de la doctrina verdadera.
En favor de la licitud de la legitima defensa, aun cuando la
misma lleve consigo la muerte del agresor, se aducen los
siguientes argumentos: el de la conservación de la propia vida,
como exigencia natural y primaría; el de la colisión de
derechos, que da mayor rango a los del agredido que a los del
agresor; el de la seguridad social, que exige en todo caso una
accion defensiva contra la acción ofensiva violenta; el de la
fuerza del Derecho, que por medio de la defensa privada, negando
el delito, como quería Hegel, niega esa misma negación y hace
respetar el ordenamiento jurídico; el de la delegación
excepcional en el individuo de las atribuciones del poder
público; el de la justicia, en suma, que manteniendo el
principio de que nadie se la pueda tomar por su mano convierte en
situaciones concretas al individuo en mano institucional que la
sirve.
En cualquier caso, ocurre aquí exactamente igual que en el caso
de la pena de muerte. Ni el condenado a la pena capital ni el
agresor injusto quedan desprotegidos. El injusto agresor, por la
entrada en ejercicio de la llamada ponderación de bienes, a
pesar de su conducta, sigue siendo sujeto de derecho, y su vida «un
bien jurídicamente protegido ante la reacción defensiva (irracional,
desproporcionado o por exceso) de quien fue íntimamente
ofendido» (Gonzalo Rodriguez Monrullo: «Legítima defensa
real y putativa en la doctrina penal del Tribunal Supremo»,
«Civitas», 1976, pág. 66).
Larga es la historia y enconado
el debate sobre la licitud de la muerte del agresor injusto en
nombre de la defensa legítima. El Exodo (2, 11/12) narra, y los
Hechos de los Apóstoles recuerdan (7,24) cómo Moisés,
acudiendo en auxilio de un hebreo al que golpeaba un egipcio,
mató a éste. El mismo libro (22, 1/2) justifica la herida
mortal del ladrón nocturno, que Cicerón en «Pro-Mileto»
amplía al diurno cuando es portador de armas. «Si nuestra
vida -agrega Cicerón- corriera riesgo en alguna
emboscada o nos acometieran violentamente ladrones o enemigos
armados... hay derecho a matar a quien nos quiere quitar la
vida.» Como señaló Ulpiano, «liceat vim vi
repelere».
Nuestro Fuero Juzgo (Libro VIII, tít. lº, Ley 13) estableció
que «quien fuerza cosa ajena, si en la fuerza fuese herido o
muerto, el que lo hirió o mató, non aya alguna calomna».
Las Partidas (VIII, tít. 8, Leyes 1ª y 2ª) con más
extensión, dicen, hablando de los homicidas, que cuando la
muerte se produzca «defendiéndose» (y) viniendo
el otro contra él, trayendo en la mano cuchillo sacado, o
espada, o piedra, o palo, u otra arma cualquiera que le pudiere
matar... no cae en pena alguna. «Ca natural cosa es, e muy
guisada, que todo ome haya poder de amparar su persona de muerte
queriéndole alguno matar a él: e non ha de esperar que el otro
le fiera primeramente, porque podría acaescer que el primer
golpe que le diere podría morir el que fuere acometido, e
después no se podría amparar».
Los Códigos penales modernos recogen la legítima defensa, bien
en la parte general, bien en los artículos que dedican al
homicidio, especificando, bajo esa denominación,la de «self
defence» o «Nothwer», los requisitos que en la
misma deban concurrir para ser considerada como lícita.
Pero las cuestiones planteadas al comienzo siguen en pie y, por
tanto, es preciso examinar si la muerte del agresor injusto
supone:
a) un comportamiento jurídico correcto, por tratarse del
ejercicio de un derecho, que conlleva la exclusión del injusto y
constituye una causa objetiva de justificación, desde el punto
de vista penal. En tal caso, no hay responsabilidad de ninguna
clase, ni penal ni civil, porque el agredido no hace otra cosa
que ejercitar privadamente un derecho;
b) un comportamiento jurídico incorrecto, pero excusable, que no
siendo causa de justificación de su conducta, sí es causa de
inculpabilidad, por lo que actúa como eximente de
responsabilidad;
c) un comportamiento jurídico no sólo incorrecto, sino
inexcusable para el derecho y para la moral, por lo que ha de
calificarse de pecado y de delito, con las responsabilidades
consiguientes, al menos de carácter espiritual;
d) un comportamiento jurídico que, cumplidas las exigencias que
después vamos a contemplar, no sólo es correcto desde el punto
de vista jurídico y moral, por ser un derecho de la persona
agredida, sino que, en ocasiones, ni siquiera es renunciable por
constituir un deber.
Analicemos a continuación cada una de estas corrientes
doctrinales:
A) Legítima defensa como derecho. Entienden
cuantos se suman a este criterio que la legítima defensa que
consagran los ordenamientos jurídicos traduce a su escala un
derecho natural que tiene una doble raíz, a saber: la exigencia
de conservar la vida, y la del bien común, que pide cumplir con
la demanda social del rechazo a los malhechores.
Como tal derecho, la legitima defensa actúa en la esfera de los
jurídicamente lícito, y el sujeto que obra con libertad tiene
conciencia de que su conducta se halla de acuerdo con la ley,
puesto que la ley, conforme al principio del interés
preponderante, hace prevalecer el del agredido ilegítimamente
sobre el interés del agresor injusto.
Tal derecho, por lo tanto, es a un tiempo objetivo y subjetivo.
Objetivo, porque una norma jurídica lo reconoce, y subjetivo,
porque se trata de una facultad que, amparada por esa norma, se
pone en ejercicio.
Para esta corriente doctrinal -y en síntesis la legítima
defensa implica una conducta conforme a derecho, y el agredido,
por consiguiente, «iura agit», de igual modo que, para
poner un ejemplo, el propietario, vendiendo una cosa de su
propiedad, hace uso de su «íus disponendi».
B) La legítima defensa como excusa. Para los
partidarios de este punto de vista, la muerte del agresor es
contraria a derecho, y no puede considerarse como causa de
justificación para el agredido. Este no actúa «iure»,
aunque no merece castigo y sí impunidad, porque su
comportamiento resulta excusable, bien por la perturbación
psíquica y el arrebato que la agresión desencadena («propter
perturbationem animi»), bien porque esa misma agresión le
coloca en estado de necesidad, bien por el miedo insuperable que
le sobrecoge. La muerte del agresor no es, por tanto, un derecho
del agredido. Su comportamiento es materialmente antijurídico,
pero se le exime de responsabilidad por el delito, atendiendo a
las razones aludidas que le inhiben de culpabilidad, toda vez que
el hecho, sin conciencia ni libertad por parte del sujeto, ni
siquiera podría calificarse de humano.
C) La legítima defensa como infraccíón inexcusable.
Todos aquellos que defienden esta postura estiman, en términos
radicales, que el «non occidere» tiene un carácter
absoluto y permanente, con rango superior, no de consejo, sino de
precepto, de tal manera que no admite excepciones de ninguna
clase. La muerte del agresor por el agredido alegando la
legítima defensa constituye una violación evidente del quinto
Mandamiento.
Si es verdad que el homicidio queda justificado en el supuesto a
que antes aludimos del Exodo, no se olvide -se alegaque el Nuevo
Testamento superó al Antiguo, y que en el Sermón de la Montaña
Cristo se expresó así: «Habéis oído que se dijo: ojo por
ojo y diente por diente. Yo, empero, os digo que no hagáis
resistencia al agravio» («non resistero malo») (Mat. 5,
38/39).
En esta línea de inspiración y pensamiento, San Pedro Damián
escribe: «¿No recordáis aquellas palabras del Señor: si
te han quitado lo que es tuyo, no lo reclames?» Si no
tenemos ni siquiera el derecho de reclamar lo que nos ha sido
robado, ¿cómo podríamos vengar el robo por vías de hecho? Por
ello, proclamó Origenes que «Occidentem occidere non licet
sed occidi necesse est».
Se arguye, por añadidura, que es preciso rechazar la opinión de
quienes aseguran que la no resistencia, que llevó al martirio a
miles de cristianos durante la época de las persecuciones, fue
tan sólo un consejo, sin fuerza moral una vez que las
persecuciones terminaron. La fuerza moral preceptiva de la no
resistencia y del martirio continúa vigente, asegura Luis
Vecilla.
La verdad es que, como ha escrito Balmes, «la no resistencia
no es un dogma»; que, tratándose de la agresión «in
odium fidei», hay dos formas legítimas de reaccionar, la
de Eleazar, aceptando el martirio, o la de los Macabeos, tomando
las armas; que la Iglesia no sólo venera a los santos mártires,
sino a los héroes santos, como San Hermenegildo, San Fernando o
Santa Juana de Arco; que la resistencia a la agresión y la
consiguiente legítima defensa hubiera sido inútil y
contraproducente en la época de las persecuciones a que suele
aludirse; que la referencia al Sermón de la Montaña enumera tan
sólo la aplicación de la caridad a determinados supuestos, pero
no impide que esa misma caridad exija un comportamiento diferente
en otros, por lo que, siendo válido en toda circunstancia el
mandamiento del amor al prójimo, no se cumple siempre con el
mismo de la misma manera, porque una cosa es devolver mal por mal
y otra oponerse, rechazar e impedir el mal, y al que pretende por
la agresión imponerlo y ejecutarlo; que, como indicara Pío XII,
«el agresor formalmente injusto pierde por su acción
injusta el derecho a su propia vida».
No cabe, en apoyo de la tesis que califica de infracción moral
la muerte en legítima defensa, decir que, hallándose el agresor
en pecado mortal, dado el propósito que le anima, su muerte en
dicho estado por la reacción del agredido le condenará al
infierno. Si el que salva un alma salva la suya, también condena
la suya, se dice, el que otra condena. Pero tampoco vale el
argumento, ya que, de una parte, quien ha dado motivo para la
legítima defensa, que le ocasiona la muerte en dicho estado, es
el agresor, y no el agredido, y de otra, que también pudiera
hallarse en situación de pecado mortal el agredido, que no
quiere morir, por la agresión de otro, sin haber confesado.
La postura que mantiene la infracción moral, en todo caso, de la
muerte en legítima defensa, nace no sólo de la identificación
de la caridad con la no resistencia, sino de la confusión entre
la agresión por odio a la fe y la agresión por motivos ajenos a
ella. Pues bien, si el martirio a que conduce la primera resulta
admirable, la muerte a manos de quien la desea por otras razones
ha de ser contemplada con perspectiva diferente.
El problema, en el campo en que ahora nos desenvolvemos, nos
lleva a examinar una cuestión conexa, pero distinta: conexa,
toda vez que se refiere a la contemplación moral de la
institución; pero distinta, porque esa contemplación matiza los
supuestos y se pronuncia de modo distinto también, según se
trate de unos o de otros.
San Agustín, que afirma sin vacilaciones que «mucho menor
mal es matar al que pone asechanza a la vida ajena que al que
defiende la propia» («Libre arbitrio», Libro 1,
cap. V, nº 12), dice, sin embargo, que aun «no condenando
las leyes que permiten matar al agresor, no encuentra cómo
disculpar a los que de hecho matan» (id., nº 11). Para San
Agustín, al menos en el pasaje aludido, la muerte del agresor
justificada ante la ley humana no lo está ante la ley divina.
¿Pero por qué no encuentra San Agustín dicha justificación?
El mismo se refiere a la concupiscencia o instinto -a la pulsión
homicida, diríamos con frase de hoy- que anima al agredido.
Este, amando su vida desmesuradamente, inmoderadamente, llega a
estimar como necesaria la muerte del agresor. La entrada en juego
de lo concupiscente hace surgir la duda en San Agustín. Por
ello, si la concupiscencia instintiva no fuera el argumento
decisivo para la reacción de la víctima, está claro que su
conducta, para el propio San Agustín, sería lícita.
Pero aun entrando en juego el instinto, por razón de la propia
naturaleza humana, no creemos que pueda plantearse la duda, y
ello porque una cosa es el instinto homicida, que tiene carácter
prioritario en el agresor, y otra el instinto de conservación de
la propia vida, que tiene carácter prioritario para el agredido,
y porque los instintos, como las pasiones, han de juzgarse, desde
el plano ético, por razón de íos fines honestos o deshonestos
a cuyo servicio se ponen. El instinto puede ser irracional, pero
no puede decirse lo mismo del fin moral e inmoral al que se
ordena.
Santo Tomás, sobre el que pesó la actitud contradictoria,
dubitativo y confusa, por consiguiente, de San Agustín, al
ocuparse de la legítima defensa en la «Summa», de
manera diáfana dice: «Vim vi rapellere licet, servato
moderamine inculpatae tutelae», o sea, que «es lícito
repeler la fuerza con la fuerza moderando la defensa según las
necesidades de la seguridad amenazadas (II, 11, q. 64, art.
7). Pero, declarando esta licitud, apostilla que hay dos maneras
de defenderse, ya que «puede-suceder que el agredido tenga
sólo la intención de defenderse, llegando a matar al agresor
por mero accidente, o puede ser que el agredido pretenda
intencional damente la muerte del agresor, ya como medio, ya como
fin de la defensa. El agredido -concluye Santo Tomás- puede
matar al agresor, pero de ninguna manera puede pretender matarle,
ni como medio ni como fin, al rechazar la agresión», pues
ello sería un pecado grave.
Aplica Santo Tomás al caso que nos ocupa la doctrina del
voluntario indirecto o de la causalidad de efecto doble, conforme
a la cual la muerte del agresor será sólo lícita cuando el
efecto querido es el bueno, la conservación de la vida propia, y
el efecto no querido, aun siendo su consecuencia inevitable, es
el malo, la muerte del agresor.
Alguien ha visto una contradicción entre San Agustín y Santo
Tomás, pues aun en el caso en que este último justifica la
muerte en legítima defensa, es decir, del voluntario indirecto,
parece ser que mientras Santo Tomás busca la justificación del
voluntario indirecto en el aprecio de la propia vida, que es
concupiscente por ser instintivo, San Agustín, por el contrario,
niega tal justificación precisamente por el desprecio a la vida
propia, que en lucha contra la concupiscencia resulta preceptivo.
No creo que la ascética cristiana ponga la conservación de la
vida al nivel zoológico del instinto, pues el cristianismo
enseña que la vida es un don de Dios que se debe conservar y
desarrollar, y, por lo tanto, preservar y defender. Si el
desprecio a la vida, sin más, fuese un objetivo cristiano, el
desprecio del don implicaría el desprecio al donante, y cumplido
al pie de la letra nos conduciría a no alimentarnos, a
ampararnos contra la intemperie y a rechazar las medicinas y las
intervenciones quirúrgicas en caso de enfermedad o accidente.
Una cosa es el sacrificio de la vida y otra dejar, sin pretender
impedirlo, que alguien injustamente acabe con ella.
Por todo ello, las opiniones de San Agustín, dubitativas, y de
Santo Tomás, matizadoras, fueron contestadas y superadas
especialmente por los teólogos clásicos españoles. Para no
alargarnos excesivamente, traigamos a colación tan sólo a Lugo,
Molina y Azpilicueta.
Juan de Lugo llegó a la conclusión de que es lícita la muerte
en legítima defensa, aunque se trate de voluntario directo, es
decir, del caso en que el agredido reacciona con la intención
directa de matar a su agresor. «Si la legítima defensa es
justa y legal, fundada en la misma naturaleza, debe serlo
también el medio necesario para ella.» Pues bien, si para
lograr el fin de la legítima defensa no basta a veces con
golpear o herir («simplex percussio»), haciéndose
necesario «intendere mortem aggressoris» (intentar la
muerte del agresor), entonces «non solum ut percussio sed ut
mors». En tales casos, pues, intencíonalmente y
moralmente, como algo que se reputa y juzga necesario, puede
buscarse de modo directo y no querer como simple resultado la
muerte del agresor.
De forma análoga, Luis de Molina escribió que «mors ipsa
aggressoris est medium necessarium ad se tuendum, persecussioque
non esset sufficiens».
Martín de Azpilicueta, por último, buen conocedor del hombre, y
bajando de la teoría a la cruda realidad, escribe que «a la
frágil naturaleza humana no se la puede pedir que viéndose
atacada con peligro grave de la vida tenga el ánimo tan sereno
que sólo quiera defenderse y no acabar con el adversario».
Para mí, la espinosa cuestión del voluntario directo o
indirecto queda iluminada definitivamente y, a la vez, en el
plano jurídico positivo y en el plano moral con la doctrina que,
analizando la legítima defensa, separa los dos aspectos que en
el rechazo de la agresión aparecen. De una parte, el objetivo o
situación real que se define por su carácter genérico como «animus
defensionis», o mejor, como un obrar en defensa, y de otra,
el subjetivo personalismo de los móviles que, con carácter
individual y concreto, impulsan la defensa misma (Ve Sent. T. S.
de 14 de marzo de 1973).
Pues bien, mientras el «animus defensionis» puede llevar
consigo, sin inmoralizar la conducta, el «animus necandi»,
los móviles de aquél y de éste, manteniendo su juridicidad
(ante la ley humana de San Agustín) pueden inmoralizarla (ante
la ley divina). Ello sucede cuando la legítima defensa ampara,
ante el derecho positivo, un propósito de venganza, una secuela
de odio, un sentimiento de envidia, que aprovecha en su propio
beneficio la causa de justificación, para satisfacer anhelos
concupiscentes de valor negativo ético.
Lo que ocurre es que al llegar a este punto convergen y se
entiende a San Agustín, a Santo Tomás y a los teólogos
clásicos españoles. Basta para ello trazar la frontera entre el
delito y el pecado. El agredido que mata a su injusto agresor
puede obrar jurídicamente si en su legítima defensa concurren
los requisitos que la norma positiva exige como legitimadores de
su conducta, y ello no obstante, cometer una infracción moral,
incluso grave, si los móviles que en su intimidad le impulsaron
a ocasionar dicha muerte fueron los de la más baja y torpe
concupiscencia. Pero de aquí no puede deducirse que la legítima
defensa no sea lícita, por precepto evangélico. Lo que sí
puede decirse es que no es lícito caer en la tentación de la
venganza, del odio o de la envidia, matando para defenderse lo
que, ciertamente, no es ni mucho menos lo mismo. Si el «animus
necandi» es moralmente lícito como medio y como fin para
hacer eficaz la defensa, pueden no ser moralmente lícitos sus
móviles esti~ rnulantes. Aquí, como en tantas otras ocasiones,
hay que trazar -insistimos en ellola línea que separa el Derecho
de la Moral. No todo lo que es pecado es delito; pero igualmente,
lo que se hace de acuerdo con la ley, lo que no es delito, lo que
es, además, ejercicio de un derecho, puede, por razón de las
intenciones o fuero interno, siendo jurídicamente válido, ser
moralmente pecaminoso. Si el Derecho tiene jurisdicción sobre
las conductas, no la tiene en el de la conciencia que las anima.
Recordemos aquella frase de Jesús, que reproduce San Mateo (15,
1 8/19): «Lo que... sale del corazón... mancha al hombre.
Porque del corazón es de donde salen... los homicidios.»
D) La legítima defensa como deber. Para la
opinión que estimamos más acertada, la legítima defensa que,
en ocasiones, es, sin duda, un derecho heroícamente renunciable,
en otras es una obligación a la que no es lícito renunciar. La
legítima defensa, en tales supuestos, es un derecho-deber,
sagrado y verdadero, como dice Carrara, o más bien, y para
expresarle con mayor claridad, un derecho que nace de un deber.
Tal sucede cuando, sin la pretensión de pagar con la misma
moneda, el agredido rechaza la agresión, considerando que su
muerte llevaría consigo la desgracia de quienes de él dependen,
como su esposa e hijos. Tal sucede, también, con los casos del
investigador que lleva adelante un descubrimiento científico
beneficioso para la humanidad; del portador de un secreto
decisivo, cuya sustracción perjudicaría a muchos; del jefe o
cabeza de una agrupación, cuyo homicidio plantearía muy serios
problemas.
Como dijo León XIII, hay circunstancias en que «la
resistencia es un deber». La legítima defensa será un
derecho, como lo es, sin duda, ofrecer la otra mejilla, cuando
sólo se ventilan intereses personales, pero la noción
auténtica de la virtud quedaría falseada, como se ha escrito
con acierto, si la renuncia a la defensa estuviera motivada por
una debilidad pusilánime y una falta de corazón, que
pretendiera enmascarar, con pretexto caritativo, una actitud de
entrega y cobardía.
De todas formas, se trate de un simple derecho o de un
derecho-deber, en la doctrina y en la práctica, se ha planteado
el problema de si la legítima defensa tiene un carácter
prioritario por absoluto, o subsidiario por relativo, es decir,
si la legítima defensa -asumiendo la primera consideración-
puede actuar de inmediato y con carácter represivo, o bien si
-asumiendo la segunda- actúa en un primer tiempo preventivo, que
sólo en caso de no tener éxito permite moralmente la acción
represiva y con ella la muerte del agresor. En resumen, como dice
el P. Pereda, S. J.: «¿Es o no subsidiario el derecho de
legítima defensa? ¿Puede usarse siempre que haya ataque injusto
o solamente cuando no haya otro remedio para salir de ese mal
paso?» («La fuga en caso de ataque», en Rev. de D. esp. y
americano, 1966, pág. 133 y s.). ¿Se puede acudir a la
defensa represiva sin más? ¿No cabe distinguir, como lo hace
Díaz Palos, entre defensa represiva en el caso de «necessitas
inevitabilis» y de defensa evasiva en caso de «necessitas
evitabilis»? («Legítima defensa», en Nueva Enc. jur.
espl., Tomo XV, pág. 19 y s.).
El problema tiene una vieja raíz histórico-canóníca, pues se
planteó al estudiar las irregularidades para recibir y ejercer
órdenes sagradas. Si la irregularidad se producía en caso de
homicidio, ¿había homicidio por parte del ordenado u ordenando «in
sacris» si en legítima defensa se produjo un hecho
materialmente homicida?
Ante el agresor, en efecto, cabe adoptar una postura meramente
pasiva, dejándose matar, pero cabe también adoptar una postura
activa de carácter preventivo y no represivo, que puede
considerarse también como defensa legítima, pues con ella lo
que se pretende es, sin duda, conservar la propia vida. Esta
postura defensiva -evasiva-preventiva-impeditiva- puede
manifestarse a través del «commodus dicessus», de las
voces de auxilio, de la súplica y de la huida.
Por «commodus dicessus» se entiende la escapada
cómoda, la conducta prudente que aconseja retirarse o no
comparecer allí donde el ataque del injusto agresor puede
producirse, como «quando quis videt inimicum suum a longe
venientem». Las voces de auxilio no son más que peticiones
a gritos, de socorro o ayuda ajena, con las que se aspira a
atemorizar o alejar y hacer desistir al atacante de su
propósito. La súplica es el ruego humilde que el agredido hace
a su agresor para que se detenga y desista de su decisión
criminal. La huida, por último, no es más que la fuga del
propio agredido, que, como vulgarmente se dice, toma las de
Villadíego o pone los pies en polvoroso.
De todas las manifestaciones del primer tiempo preventivo o
evasivo de la legítima defensa -si es que realmente hay aquí
defensa en sentido propiamente dicho-, la que ofrece más amplio
y enconado debate ha sido y es la huida o fuga. ¿Hasta qué
punto el agredido está obligado a huir? ¿Lo estará en todos
los casos? ¿No lo estará en ninguno?
Frente al «nemo tenetur fugere» de Baldo se alza el «omnes
fugere tenetur» de Grocio. ¿Cuál de ellos tiene razón?
Si desechamos el «omnes fugere tenetur», porque «periculum
famae aequiparatur periculo vitae», aún se podría distinguir,
como lo hiciera la teología clásica, dentro de un casuismo
quizá excesivamente minucioso y detallista, entre aquéllos para
los cuales, por su condición social, la fuga no puede ser nunca
deshonor, y aquéllos para los que, por ese mismo puesto social,
la huida, al deshonrarlos, debe evitarse, ya que el honor
también ha de considerarse y defenderse.
La distinción apuntada tiene, por un lado, un resabio clasista,
y por otro, olvida que el honor es algo inherente a la persona,
sin perjuicio del estamento social al que pertenezca. Si el honor
es patrimonio del alma, como dijera Calderón, y la fuga se
considera como deshonor -«pedes arma leporum»-, a
cualquiera, como decía nuestro Vitoria, le «es lícito
defenderse, ya que el huir es en si mismo una ofensa» que
nadie está obligado a hacerse. Como dijo la Sentencia del
Tribunal Supremo de 26 de octubre de 1944: «A nadie es
exigible, ni la ley lo exige, pasar al estado poco decoroso de la
huida ante una agresión no provocadas»
Por otro lado, y con independencia de las razones de honor que se
alegan para no exigir la huida ante los agresores, se traen a
colación -y no dejan de tener su importancialos de utilidad. La
fuga -se dice en esta línea de pensamientoes un medio evasivo
inseguro, ineficaz e infructuoso para el que en ocasiones no hay
siquiera posibilidad material. La fuga puede ser, incluso,
contraproducente, pues aumenta la audacia y agresividad del
atacante, al que se irrita y enloquece, y, a la vez, aumenta el
peligro que supone tropezar y caer en la huida y ser acometido
por la espalda.
La estimación subsidiaria de la defensa legitima en su verdadero
aspecto, que es el represivo, le arranca su carácter de derecho
o de ejercicio legítimo de un derecho. El texto de las Partidas
a que antes hicimos referencia proclama con toda perfección y
nitidez que no hay formas de ejercicio a las que sea necesario
acudir previamente, para que con carácter supletorio y
subordinado la legítima defensa en tiempo represivo se configure
como causa de justificación.
De todas formas, el examen exhaustivo de la legítima defensa no
concluye aquí, pues queda por estudiar su extensión y
requisitos. De aquéllas y de éstos, aunque sólo a
esquemáticamente, nos ocupamos a continuación.
La defensa legítima, en cuanto a su extensión se refiere, ha de
contemplarse en dos planos: el subjetivo y el objetivo.
Desde el punto de vista subjetivo, cabe distinguir la defensa
propia o autodefensa y la defensa de otros o defensa ajena, tal y
como reconoce el art. 8, núm. 4, del Código Penal español.
Entre los terceros defendibles se hallan el «nasciturus»,
en tanto en cuanto tiene derecho a la vida. Desde el punto de
vista objetivo, la defensa legítima, propia o ajena, abarca no
solamente lo que se es, sino también lo que se tiene o «yo
ampliado», es decir, como el artículo citado del Código
Penal español señala, la persona o los derechos y, por tanto,
no sólo la vida, sino la integridad física («ab tutelam
corporis»), la libertad (contra el rapto y el secuestro),
el honor y la honestidad, el domicilio y los bienes materiales («invasio
rei»).
La doctrina, analizando la legítima defensa en su plano
subjetivo, entiende que, con relación a terceros, pueden ser
objeto de la misma los intereses jurídicamente protegidos de las
personas jurídicas, e incluso, en situaciones muy excepcionales,
el propio Estado. Tal sucedería con la muerte dada por un
ciudadano al espía que, habiéndose adueñado del plan de
defensa de su nación, tratase de pasar la frontera. De igual
modo, y ya en el plano objetivo, se discute acerca de si en el
supuesto de «invasio rei» es necesario o no que,
además del patrimonio, haya o no peligro para la vida del
propietario o del encargado de su custodia, entendiendo unos que
este requisito es imprescindible, mientras que otros aseguran que
la defensa de los bienes patrimoniales, con todas sus
consecuencias, incluida la muerte del agresor, puede realizarse
en atención a ellos mismos, toda vez que su destrucción o daño
puede ser irreparable o no compensable, porque los mismos sean
imprescindibles para el propio sustento o el de la familia, y
porque no resultaría justo presenciar pasivamente el robo ante
la esperanza, con escaso o nulo fundamento, de una posible
indemnización. Por lo que respecta al llamado homicidio «honoris
causa» Díaz Palos (ob. cit., pág. 25) estima que no puede
quedar amparado por la legítima defensa cuando se trata de honor
conyugal «in rebus veneris», porque el honor mancillado es el
del cónyuge adúltero y no el del cónyuge inocente, al que la
ley concede y reserva otro tipo de acciones para conseguir la
reparación oportuna. Fuera de este caso, la defensa legítima y
privada del honor viene admitida por la Jurisprudencia de nuestro
Tribunal Supremo, a partir, sobre todo, de la sentencia de 1 de
mayo de 1958, que, con notable acierto, dijo que el ataque verbal
injurioso y grave se equipara a la agresión material.
Apuntada la doble extensión subjetiva y objetiva de la defensa
privada, hay que precisar sus requisitos legitimadores. El «consensus»
aquí es absoluto y, de acuerdo con el mismo, el núm. 4 del art.
8 del Código Penal español enume ra las siguientes: agresión,
necesidad y falta de provocación.
Agresión: Precisada, hace un instante, que esta agresión, como «prius»,
puede ser tanto material como moral, se exige que la misma sea
actual o inminente (requisito ontológico) y además injusta
(requisito formal) (no lo sería, por ejemplo, la del agente de
la autoridad en ejercicio de su ministerio). La injusticia de la
agresión, a su vez, puede producirse por razón del bien
agredido (agresión sustantivo) o por la con ducta brutal del
agresor, con independencia de la importan cia de dicho bien, que
pudiera ser mínimo (agresión adjetiva). La agresión puede
partir de personas perturbadas o ebrias, ante las cuales la
defensa sigue siendo legítima, pues el agredido se defiende
contra el agresor, con independencia de su culpabilidad. La pena
se excusa si la culpabilidad no existe, pero la legítima defensa
es medida de protección tan sólo, pero nunca pena. Como
precisa, con admirable sagacidad Díaz Palos (ob. cit., pág. 3
l), no es necesario esperar el comienzo de la lesión, bastando
la «laesio inchoata». La agresión, de otro lado, puede ser
repelida en tanto continúa (caso de secuestro, como delito
permanente), pero no cabe legítima defensa en los casos de
agresión de futuro o de agresión acabada, es decir, en los que
existe lo que se llama «mora interpositio», como
sucede en la pacífica «retentio rei» de lo robado.
Necesidad: La «necessitas defensionis» lleva consigo,
conforme a la pauta de Santo Tomás, la añadidura, fruto de la
templanza, que se expresa así: «moderamine inculpae tutelae»,
que se efectúa a través de la racionalidad del medio empleado
para impedir o repeler la agresión. Esta racionalidad, como ha
precisado la Sentencia del Tribunal Supremo de 29 de septiembre
de 1984, requiere, a su vez, «la proporcionalidad entre la
acción agresiva y la reacción defensiva (que) ha de
medirse no con arreglo al criterio subjetivo del que se defiende,
sino con arreglo al criterio valorativo que la recta razón dicte
al juzgador», y que no es otro, a juicio de los expertos,
que el marcado por lo que en tal situación haría un hombre
razonable. La racionalidad-porporcionalidad que contempla la
adecuación e idoneidad del medio empleado conjuga aquella
agresión sustantivo (bien agredido) o adjetiva (peligrosidad de
la agresión) para decidir, por ejemplo, y en un caso límite, y
tratándose de la primera, que la «necessitas defensionis»
no autoriza para matar al muchacho que roba la fruta.
Es verdad que la situación sociológica en que se encuentra el
agredido puede ofuscarle y conducirle al quebranto de la
racionalidad-proporcionalidad. Ello da origen al exceso,
extensivo o intensivo, de la defensa. El exceso extensivo se
produce cuando la agresión ha sido imaginada o deja de existir.
El exceso intensivo cuando, aun existiendo la agresión, su
rechazo, como dijimos, resulta desproporcionado o se prolonga, a
pesar de que el acto agresivo se frustró.
El llamado exceso extensivo puede dar origen a la defensa
putativa, es decir, a la reacción violenta contra una agresión
imaginada, que, como ha ocurrido en la realidad de los hechos,
motivó una broma «iocandi causa». En tales supuestos,
así como en los de exceso intensivo, no entra en juego la
legítima defensa como causa de justificación o ejercicio de un
derecho, pero sí puede apelarse, como causa de no culpabilidad,
completa o incompleta, al miedo insufrible o al error esencial e
invencible.
Falta de provocación: El «pretextus defensionis»
postula que la agresión no haya sido provocada por el agredido.
Nuestro Código Penal habla, por ello, de «falta de
provocación suficiente por parte del defensor» (art. 8,
4.11, e). Esta provocación, al dar origen a la conducta agresiva
del atacante y actuar como su resorte movilizador, convierte, de
algún modo, al agredido en responsable, e ilegitima por ello la
autodefensa, descalificándola jurídicamente.
B.P.L.
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