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Pero... ¿de qué Europa estamos hablando?.
La Europa de la genuina libertad al amparo de la Verdad y el Bien -entendidos éstos como categorías permanentes de razón-, que ha sido una realidad espiritual, más que física, y que coincidía y estaba mejor definida como la Cristiandad, ya no se encuentra en la Europa geográfica, en peligro de uniformización por entes políticos tiránicos basados en la ilimitacion jurídica y en el relativismo moral
Es muy recomendable la costumbre de
cuestionar la existencia real de todo cuanto los patrocinadores
del pensamiento único -especialmente políticos y periodistas-
proclaman con certeza y solemnidad propias de dogmas laicos.
Aunque personalmente sigo este hábito por razones de estricta
higiene mental, reconozco su grave inconveniente de mostrar con
suma crudeza hasta qué punto las sociedades occidentales han
sustituido la capacidad de reflexión por el consumo compulsivo y
cómo los sistemas de creencias y valores -las cosmovisiones- de
los pueblos han sido arrinconados por consignas arbitrarias
diseñadas para su aceptación universal.
El insigne Prof. Luis Suárez, sin duda uno de los grandes
medievalistas del último siglo, sostiene que el nombre con el
cual designamos al viejo continente comenzó a gozar de
aceptación general en el siglo XV, mientras que con anterioridad
se empleaban los términos Cristiandad, o Universitas Christiana
(Raíces cristianas de Europa. Ed. MC, 1986.) Lo bien cierto es
que el término Europa nunca había sido usado con tanta
profusión como en nuestros días, especialmente desde la firma
del tratado de Maastricht, considerado como el punto de partida
de la moderna "construcción europea." Todavía es
arriesgado pronosticar cuál es el punto de destino de ese
proceso aunque todos los indicios apuntan hacia el intento de
constituir algo similar a un estado confederal. Los primeros
pasos ya han sido dados aunque algo más que vacilantes, no por
todos los países simultáneamente y con algún traspié como los
sucesivos referenda daneses: libre circulación de personas y -
sobre todo - de capitales; el euro como moneda común, pero cuya
constante depreciación ha silenciado la eufórica propaganda
inicial que le auguraba una futura condición de alternativa al
dólar en el comercio mundial; y por último la paulatina cesión
de determinados ámbitos de soberanía que los reinos y
repúblicas van traspasando a los órganos rectores de Bruselas.
En principio, a todo europeo no definitivamente obnubilado por la
propaganda mediática debería sorprenderle el contraste
existente entre el entusiasmo oficial y el escepticismo popular
con los que se comenta este proceso. Habida cuenta de la
discrepancia radical en la valoración de lo que, sin duda, es un
acontecimiento histórico de primer orden parece lógico que el
discurso político y cultural dominante arrecie en sus esfuerzos
publicitarios para moldear la opinión pública y favorecer el
arraigo de la mentalidad europeísta, lo cual por otra parte no
deja de contradecir el postulado básico del liberalismo: es el
pueblo quien hace prevalecer su criterio a través de sus
representantes, no al contrario. Tras decenios ponderando las
excelencias de la cohesión económica, el cada vez más repetido
sobrenombre de Europa de los mercaderes para referirse a la U.E
ha forzado a los euroburócratas a ofrecer un nuevo repertorio de
argumentos para vendernos la idea de la unión política y, en
consecuencia, desde hace ocho años no dejamos de oír la
canción de los valores europeos.
El señor Aznar en España - al igual que los señores
Berlusconi, Blair, Chirac o Schröder en sus respectivos países
- ilustra a sus conciudadanos sobre la bondad de una Europa
unida, dado que las antiguas fronteras han perdido su sentido al
existir ahora una comunidad de valores en los que todos creemos y
todos sin distinción defendemos; estos valores, por supuesto, no
son otros que la democracia representativa y el liberalismo
económico así como sus consecuentes tolerancia, solidaridad,
pacifismo y respeto a las minorías (no tanto a las minorías
políticas como a las raciales y las practicantes de desviaciones
sexuales.) Es más: este racimo de valores, al parecer, se
convierte en elemento constituyente de la europeidad puesto que
ningún país del continente que los niegue, o no los defienda
con la adecuada firmeza, puede aspirar a convertirse en miembro
de la Unión (Criterios de Adhesión. Consejo Europeo de
Copenhague, junio 1993.)
Precisamente este punto crucial de los fundamentos del europeismo
contemporáneo provoca mi absoluto desconcierto. Veamos: la
euroburocracia de Maastricht, los políticos que la sustentan y
la prensa que la justifica insisten en que los viejos estados
nacionales han perdido buena parte de su eficacia en un mundo
cada vez más pequeño - lo cual es bastante cierto - y en gran
medida también la propia razón de su existencia desde el
momento que en Italia, en Suecia o en el Reino Unido (y pronto en
Eslovenia, en Estonia o en Polonia) la adhesión a los mismos
principios difumina las personalidades nacionales. Si este
razonamiento - vamos a llamarlo así - es sincero y, sobre todo,
veraz ¿qué impide a Nueva Zelanda, Argentina, Japón o los
Estados Unidos ser miembros de la Unión Europea? Podría
pensarse que su ubicación geográfica obviamente extraeuropea,
aunque yo me atrevería a negar importancia a este detalle;
Turquía es un eterno candidato a la incorporación y sólo una
ínfima porción de su territorio es europea. En otro orden de
cosas, nadie parece extrañarse de la participación de Israel en
diversas competiciones deportivas o musicales europeas. Si la
defensa implícita de los principios de la revolución francesa
borra las diferencias nacionales ¿nos hemos convertido
españoles, coreanos y canadienses en compatriotas?
Evidentemente, no. Más bien lo que implica y oculta el
neoeuropeismo es la absoluta indiferencia de Fiat, Bayer, Repsol
o Gillette en vender sus productos aquí o allá. Occidente, como
indica Alain de Benoist, ya no define una cultura histórica
heredada, sino una forma de vida fundada en el mito del
crecimiento, en la obsesión del consumo y en el predominio de
los valores mercantiles.
Resulta paradójico que los legítimos sucesores del
individualismo protestante, que hizo saltar en pedazos la unidad
espiritual de Europa en los albores de la edad moderna y arrojó
por la borda de la Historia el legado de Tomás de Aquino,
descubran ahora la homogeneidad europea bajo el patronazgo de
Montesquieu. Expresado de otra forma: mueve a la carcajada
contemplar la entrega anual del Premio Carlomagno, en la capital
imperial de Aquisgrán, a individuos que encarnan la antítesis
del espíritu europeo del monarca que da nombre al galardón,
como igualmente patéticas son las invocaciones al imperio
paneuropeo de Carlos V en boca de quienes descienden cultural y
políticamente por línea directa de los más feroces enemigos
del insigne emperador.
Personalmente rechazo e invito a rechazar toda vinculación con
los valores de esta Europa. La Europa auténtica, la que
edificaba los pórticos y ventanales reproducidos en los billetes
de euros, fue apuñalada por la espalda hace cinco siglos y
precisamente los españoles pagamos su defensa al precio de
nuestra hegemonía. Aquella Europa de la genuina libertad al
amparo de la Verdad y el Bien - entendidos éstos como
categorías permanentes de razón - fue abatida y sobre sus
ruinas se levanta hoy el sucedáneo europeo del escepticismo
indiferente y la inmanencia desbocada. Reniego con vehemencia de
una Europa que pretende considerar igualmente europeos a mis
hijos, a un berebere polígamo con pasaporte francés y al
vietnamita que no descarta reencarnarse como escarabajo. Maldigo
a la Europa que pretende cubrir el hueco que cada año dejan
centenares de miles de niños, a los que se impide nacer, con
gentes desposeídas y expulsadas de África y Asia por la miseria
que provoca el mismo desorden económico mundial del que nos
beneficiamos los europeos. Si los pseudovalores cuya defensa me
solicitan la Comisión y el Parlamento europeos no provocan en
mí más que la nausea, he de volver la vista sobre mi identidad
nacional; esa identidad que los euroburócratas consideran
caducada. Y, entonces, como español que soy, como español que
no puedo ni quiero dejar de ser, me reconoceré hispano; hispano
en pie de igualdad con cuantos lo son a ambas orillas del
Atlántico. Y como hispano habré de considerar extranjeros a
daneses y británicos, pero llamaré compatriotas a cubanos y
chilenos.
Jorge García-Contell.
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