Lo sobrenatural en la historia Así como para el cristianismo la filosofía separada no existe, así también, para él no hay historia puramente humana. El hombre ha sido divinamente llamado al estado sobrenatural; este estado es el fin del hombre; los anales de la humanidad deben ofrecer su rastro. Dios podía dejar al hombre en estado natural; plugo a su bondad el llamarlo a un orden superior, comunicándose a él, y llamándolo, en último término, a la visión y la posesión de su divina esencia; la fisiología y la sicología naturales son pues impotentes para explicar al hombre en su destino. Para hacerlo completa y exactamente, es preciso recurrir al elemento revelado, y toda filosofía que, fuera de la fé, pretenda determinar únicamente por la razón el fin del hombre, está, por eso mismo, atacada y convicta de heterodoxia. Sólo Dios podía enseñar al hombre por la revelación todo lo que él es en realidad dentro del plan divino; sólo ahí está la clave del verdadero sistema del hombre. No cabe duda de que la razón puede, en sus especulaciones, analizar los fenómenos del espíritu, del alma y del cuerpo, pero por lo mismo que no puede captar el fenómeno de la gracia que transforma el espíritu, el alma y el cuerpo, para unirlos a Dios de una manera inefable, ella no es capaz de explicar plenamente al hombre tal como es, ya sea cuando la gracia santificante que habita en él hace de él un ser divino, ya sea cuando habiendo sido expulsado este elemento sobrenatural por el pecado, o no habiendo éste aún penetrado, el hombre siente haber descendido por debajo de sí mismo. No hay, pues, no puede haber, un verdadero conocimiento del hombre fuera del punto de vista revelado. La revelación sobrenatural no era necesaria en sí misma: el hombre no tenía ningún derecho a ella; pero de hecho, Dios la ha dado y promulgado; desde entonces, la naturaleza sola no basta para explicar al hombre. La gracia, la presencia o la ausencia de la gracia, entran en primera línea en el estudio antropológico. No existe en nosotros una sola facultad que no requiera su complemento divino; la gracia aspira a recorrer al hombre íntegramente, a fijarse en él en todos los niveles; y a fin de que nada falte en esta armonía de lo natural y de lo sobrenatural, en esta creatura privilegiada, el Hombre-Dios ha instituido sus sacramentos que la toman, la elevan, la deifican, desde el momento del nacimiento hasta aquél en que ella aborda esa visión eterna del soberano bien que ya poseía, pero que no podía percibir sino por la fé. Pero, si el hombre no puede ser conocido totalmente sin la ayuda de la luz revelada, ¿es dable imaginar que la sociedad humana, en sus diversas fases a las que se llama la historia, podrá volverse explicable, si no se pide socorro a esa misma antorcha divina que nos ilumina sobre nuestra naturaleza y nuestros destinos individuales? ¿Tendría acaso la humanidad otro fin distinto del hombre? ¿Sería entonces la humanidad otra cosa distinta del hombre multiplicado? No. Al llamar al hombre a la unión divina, el Creador convida al mismo tiempo a la humanidad. Ya lo veremos el último día cuando de todos esos millones de individuos glorificados se formará, a la derecha del soberano juez, ese pueblo inmenso del que será imposible, nos dice San Juan, hacer el recuento. (Apoc. 7, 9). Mientras tanto la humanidad, quiero decir la historia, es el gran teatro en el cual la importancia del elemento sobrenatural se declara a plena luz, ya sea que por la docilidad de los pueblos a la fé domine las tendencias bajas y perversas que se hacen sentir tanto en las naciones como en los individuos, ya sea que se postre y parezca desaparecer por el mal uso de la libertad humana, que sería el suicidio de los imperios, si Dios no los hubiera creado curables (Sap. 1, 14). La historia tiene que ser entonces cristiana, si quiere ser verdadera; porque el cristianismo es la verdad completa; y todo sistema histórico que hace abstracción del orden sobrenatural en el planteamiento y la apreciación de los hechos, es un sistema falso que no explica nada, y que deja a los anales de la humanidad en un caos y en una permanente contradicción con todas las ideas que la razón se forma sobre los destinos de nuestra raza aquí abajo. Es porque así lo han sentido, que los historiadores de nuestros días que no pertenecen a la fé cristiana se han dejado arrastrar a tan extrañas ideas, cuando han querido dar lo que ellos llaman la filosofía de la historia. Esa necesidad de generalización no existía en los tiempos del paganismo. Los historiadores de la gentilidad no tienen visiones de conjunto sobre los anales humanos. La idea de patria es todo para ellos, y jamás se adivina en el acento del narrador que esté por nada del mundo inflamado con un sentimiento de afecto por la especie humana considerada en sí misma. Por lo demás, solamente a partir del cristianismo es cuando la historia ha comenzado a ser tratada de una manera sintética; el cristianismo, al hacer volver siempre el pensamiento a los destinos sobrenaturales del género humano, ha acostumbrado a nuestro espíritu a ver más allá del estrecho círculo de una egoísta nacionalidad. Es en Jesucristo donde se ha develado la fraternidad humana y, desde entonces, la historia general se ha convertido en un objeto de estudio. El paganismo nunca habría podido escribir sino una fría estadística de los hechos, si se hubiera encontrado en condiciones de redactar de una manera completa la historia universal del mundo. No se lo ha señalado suficientemente que la religión cristiana ha creado la verdadera ciencia histórica, dándole la Biblia por base, y nadie puede negar que hoy en día, a pesar de los siglos transcurridos, a pesar de las lagunas, no estemos más adelantados, en resumidas cuentas, en los acontecimientos de los pueblos de la antigüedad, de lo que lo estuvieron los historiadores que esa antigüedad misma nos ha legado. Los narradores no cristianos de los siglos XVIII y XIX han pues copiado al método cristiano el modo de generalización; pero lo han dirigido contra el sistema ortodoxo. Muy pronto se dieron cuenta de que apoderándose de la historia y cambiándola a sus ideas, asestaban un duro golpe al principio sobrenatural; tan cierto es que la historia declara a favor del cristianismo. Bajo este aspecto su éxito ha sido inmenso; no todo el mundo es capaz de seguir y de paladear un sofisma; pero todo el mundo comprende un hecho, una sucesión de hechos, sobre todo cuando el historiador posee ese acento particular que cada generación exige de aquellos a quienes otorga el privilegio de encantarla. Tres escuelas han explotado alternada, y a veces simultáneamente, el campo de la historia. La escuela fatalista, se podría decir atea, que no ve más que la necesidad de los acontecimientos, y muestra a la especie humana en conflicto con el invencible encadenamiento de causas brutales seguidas de inevitables efectos. La escuela humanista que se prosterna ante el ídolo del género humano, del que proclama el desarrollo progresivo, con la ayuda de las revoluciones, de las filosofías, de las religiones. Esta escuela consiente de bastante buen grado en admitir la acción de Dios, en el comienzo, como habiendo dado principio a la humanidad; pero una vez la humanidad emancipada, Dios la ha dejado hacer su camino, y ella avanza, en la vía de una perfección indefinida, despojándose en el camino de todo lo que podría ser un obstáculo a su marcha libre e independiente. Por fin, tenemos la escuela naturalista, la más peligrosa de las tres, porque ofrece una apariencia de cristianismo, proclamando en cada página la acción de la Providencia divina. Esta escuela tiene por principio el hacer constantemente abstracción del elemento sobrenatural; para ella, la revelación no existe, el cristianismo es un incidente feliz y bienhechor en el que aparece la acción de las causas providenciales; pero ¿quién sabe si mañana, si dentro de un siglo o dos, los recursos infinitos que Dios posee para el gobierno del mundo, no traerán tal o cual forma más perfecta aún, con ayuda de la cual se verá al genero humano correr, bajo el ojo de Dios, a nuevos destinos, y a la historia iluminarse con un esplendor más vivo? Fuera de estas tres escuelas, no queda sino la escuela cristiana. Ésta no busca, no inventa, ni siquiera duda. Su procedimiento es simple: consiste lisa y llanamente en juzgar a la humanidad, como juzga al hombre individual. Su filosofía de la historia está en su fé. Sabe que el Hijo de Dios hecho hombre es el rey de este mundo, que todo poder le ha sido dado en el cielo y en la tierra (Mt. 28, 18). La aparición del Verbo encarnado aquí abajo es para ella el punto culminante de los anales humanos; es por ello que ella divide la duración de la historia en dos grandes secciones: antes de Jesucristo, después de Jesucristo. Antes de Jesucristo, muchos siglos de espera; después de Jesucristo, una duración de la que ningún hombre conoce la hora de la concepción del último elegido; porque este mundo no es conservado sino para los elegidos que son la causa de la venida del Hijo de Dios encarnado. Con este dato cierto de una certidumbre divina, la historia ya no tiene misterios para el cristianismo. Si vuelve sus miradas hacia el período transcurrido antes de la Encarnación del Verbo, todo se explica a sus ojos. El movimiento de las diversas razas, la sucesión de los imperios, es el camino abierto para el pasaje del Hombre-Dios y de sus enviados; la depravación, las tinieblas, las inauditas calamidades, es el indicio de la necesidad que siente la humanidad de ver a Aquél que es a la vez el Salvador y la Luz del mundo; no sin duda que Dios haya condenado a la ignorancia y al castigo a este primer período de la humanidad: lejos de eso, los socorros le son asegurados, y es a él que pertenecerá Abraham, el Padre de todos los creyentes por venir; pero es justo que la mayor efusión de la gracia tenga lugar por las manos divinas de Aquél sin el cual nadie ha podido ser justo, ya sea antes, o después de su venida. Él viene por fin, y la humanidad, cuyo progreso estaba en suspenso, se lanza por la vía de la luz y de la vida; el historiador cristiano sigue mejor aun los destinos de la sociedad humana en este segundo período cuando se cumplen todas las promesas. Las enseñanzas del Hombre-Dios le revelan con una soberana claridad el modo de apreciación que debe emplear para juzgar los acontecimientos, su moralidad y su alcance. No tiene sino una misma medida, ya se trate de un hombre o de un pueblo. Todo lo que expresa, mantiene o propaga el elemento sobrenatural, es socialmente útil y ventajoso; todo lo que lo contraría, lo enerva y lo destruye, es socialmente funesto. Por este procedimiento infalible, comprende el papel de los hombres de acción, de los acontecimientos, de las crisis, de las transformaciones, de las decadencias; sabe de antemano que Dios actúa en su bondad, o permite en su justicia, pero siempre sin derogar su plan eterno, que es el de glorificar a su Hijo en la humanidad. Pero lo que vuelve siempre más firme y más calmo el golpe de vista del historiador cristiano, es la seguridad que le da la Iglesia que camina sin cesar ante él como una columna luminosa, e ilumina divinamente todas sus apreciaciones. Él sabe que lazo estrecho une a esta Iglesia al Hombre-Dios, cómo ella tiene la garantía de su promesa contra todo error en la enseñanza y en la conducta general de la sociedad cristiana, cómo el Espíritu Santo la anima y la conduce; es pues en ella adonde va a buscar la regla de sus juicios. Las debilidades de los hombres de Iglesia, los abusos temporarios no lo asombran, porque sabe que el Padre de familia ha resuelto tolerar la cizaña en su campo hasta la cosecha. Si tiene que contar, se cuidará de omitir los tristes relatos que dan testimonio de las pasiones de la humanidad y atestiguan al mismo tiempo la fuerza del brazo de Dios que sostiene su obra; pero él sabe dónde se manifiesta la dirección, el espíritu de la Iglesia, su instinto divino. Los recibe, los acepta, los confiesa valerosamente; los aplica en sus relatos. Por ello, nunca traiciona, nunca sacrifica; llama bueno lo que la Iglesia juzga bueno, malo lo que la Iglesia juzga malo. ¿Qué le importan los sarcasmos, los clamores de los cobardes cortos de vista? Él sabe que está en la verdad puesto que está con la Iglesia y que la Iglesia está con Cristo. Otros se obstinarán en no ver sino el lado político de los acontecimientos, volverán a descender al punto de vista pagano; él, se mantiene firme, porque está seguro de antemano de no equivocarse. Si hoy las apariencias parecen estar en contra de su juicio, él sabe que mañana, los hechos cuyo alcance no se ha revelado todavía, darán la razón a la Iglesia y a él. Este papel es humilde, estoy de acuerdo; pero quisiera saber qué garantías comparables tiene para presentar el historiador fatalista, el humanitario o el naturalista. Ponen por delante su juicio personal: cada uno tiene pues derecho a darles la espalda. Para llegar al historiador cristiano, es preciso antes demoler a la Iglesia sobre la que se apoya. Es verdad que hace diecinueve siglos que los tiranos y los filósofos trabajan en ello: pero sus murallas están tan sólidamente construidas que hasta ahora no han podido aún desprender una sola piedra. Pero si nuestro historiador se aplica en buscar y en señalar, en la sucesión de los acontecimientos de este mundo, el aspecto que relaciona de cerca o de lejos cada uno de ellos al principio sobrenatural, con mayor razón se cuida de callar, de disimular, de atenuar los hechos que Dios produce fuera de la conducta ordinaria, y que tienen por meta el certificar y el hacer más palpable todavía el carácter maravilloso de las relaciones que ha fundado entre Él mismo y la humanidad. En primer lugar están las tres grandes manifestaciones del poder divino y que dan por el milagro un sello divino a los destinos del hombre sobre la tierra. El primero de estos hechos es la existencia y el papel del pueblo judío en el mundo. El historiador no puede eximirse de presentar a plena luz la alianza que Dios contrajo primeramente con ese pequeño pueblo, y los inauditos prodigios que la sellaron; la esperanza de la humanidad depositada en la sangre de esta raza débil y despreciada de conservar el conocimiento del verdadero Dios y los principios de la moral, en medio de la defección sucesiva de casi todos los pueblos; las migraciones de Israel a Egipto primero, más tarde al centro del imperio asirio, siempre a medida que el teatro de los asuntos humanos se desplaza y se extiende; de manera que en vísperas del día en que Roma, heredera momentánea de los otros imperios, va a encontrarse reina y dueña de la mayor parte del mundo civilizado, el judío la habrá precedido en todas partes; ahí estará con sus oráculos traducidos desde ese momento a la lengua griega; ahí estará conocido por todos los pueblos, aislado, inasimilable, signo de contradicción, pero dando testimonio del advenimiento cada día más cercano de Aquél que debe unir a todas las naciones y juntar en un solo cuerpo a los hijos de Dios hasta entonces dispersos (S. Juan 11, 25). Esta milagrosa influencia del pueblo judío que escapa a todas las leyes ordinarias de la historia, el narrador la mostrará con complacencia en las profecías confiadas a ese pueblo, y que no solamente son para nosotros la antorcha del pasado, sino que tan vivamente han preocupado a los gentiles, durante los siglos que precedieron y siguieron a la llegada del Hijo de Dios. Cicerón ya había escuchado su eco cuando habla con una especie de terror misterioso del nuevo imperio que se prepara; Virgilio, en el más armonioso de sus cantos, repite los acentos de Isaías; Tácito y Suetonio atestiguan que el universo todo se vuelve, en su espera, hacia Judea, y que el presentimiento general es ver llegar de ese país a unos hombres que van a conquistar el mundo. Rerum potirentur. ¿Acaso se negará después de esto que la historia, para ser verídica, deba tomar el tono y los colores de lo sobrenatural? El segundo hecho que se encadena al primero es la conversión de los gentiles, dentro y fuera del imperio romano. El historiador cristiano se aplicará a mostrar que ese inmenso resultado procede directamente de la mano de Dios, quien, para efectuarlo, se ha liberado de las leyes simplemente providenciales. Señalará en él, con San Agustín, el milagro de los milagros; con Bossuet, el golpe de estado divino que no ha tenido su igual sino en el momento en que la creación salió de la nada para gloria de su autor. Contará la colosal grandeza de la meta y la exigüidad de los medios; las significativas preparaciones a un cambio tan grande que presagian que este mundo debe pertenecer a Jesucristo, al mismo tiempo que son por sí mismas un obstáculo más a todo éxito humano de la empresa; los apóstoles, armados solamente con la palabra y con el don de los milagros que la confirma y la hace penetrar; las profecías judías estudiadas, comparadas, profundizadas en todo el imperio, y volviéndose, como nos lo atestiguan los escritos de los tres primeros siglos, uno de los más poderosos instrumentos de las conversiones; la constancia sobrehumana de los mártires, cuya inmolación casi incesante, lejos de extirpar la nueva sociedad, la propaga y la afirma; por fin, la cruz, el patíbulo del hijo de María, coronando después de tres siglos, la diadema de los Césares; las ideas, el lenguaje, las leyes, las costumbres, en una palabra todas las cosas transformadas según el plan que habían traído de Judea los conquistadores de la nueva especie que el imperio esperaba, y que supieron triunfar sobre él, derramando su sangre bajo su espada. En medio de todos estos prodigios, el historiador cristiano se siente cómodo y nada le asombra, porque sabe y proclama que aquí abajo todo es para los elegidos y que los elegidos son para Cristo. Cristo está en su casa en la historia; es pues muy simple que no se la pueda explicar sin Él, y que con Él ella parezca en toda su claridad y en toda su grandeza. La sucesión de los anales humanos responde al comienzo; pero desde la publicación del Evangelio, los destinos del mundo han tomado un nuevo vuelo; después de haber esperado a su rey, ahora la tierra lo posee. La preparación sobrenatural que se había manifestado en el papel del pueblo judío, esa otra preparación a la vez natural y sobrenatural que había aparecido en la marcha siempre progresiva del poderío romano, ha llegado cada una a su término. Todo ha sido consumado, Jerusalén cede sus derechos y sus honores a Roma; Tito es el ejecutor de las grandes obras del Padre celestial que venga la sangre de su Hijo eterno. El milagro del pueblo judío no cesa sin embargo por esto; se transforma, y las naciones tendrán ante los ojos, hasta la víspera del último día, el espectáculo no ya de un pueblo privilegiado, sino de un pueblo maldito de Dios. En cuanto al Imperio pagano, construyó, sin saberlo, la capital del reino de Jesucristo; le será dado residir ahí tres siglos más; es de ahí de donde partirán esos sangrientos edictos que no tendrán otro efecto que el de mostrar a los siglos futuros el vigor sobrenatural del cristianismo; luego, cuando haya llegado el tiempo, cederá el lugar, y partirá a refugiarse al Bósforo, y la imperecedera dinastía de los Vicarios de Cristo que no han abandonado su puesto desde el martirio de Pedro, su primer eslabón, ceñirá la corona en la ciudad de las siete colinas. El imperio se desmoronará pieza por pieza bajo los golpes de los bárbaros; pero antes de infligirle la humillación y el castigo que crímenes seculares han acumulado sobre él, la justicia divina esperará a que el cristianismo, victorioso de las persecuciones, haya extendido lo bastante alto y lo bastante lejos sus ramificaciones para dominar en todas partes las oleadas de ese nuevo diluvio; se lo verá después cultivar nuevamente, y con pleno éxito, la tierra renovada y rejuvenecida por esas aguas incluso más purificantes que devastadoras. ¿Acaso después de haber expuesto todas estas maravillas, el historiador cristiano cambiará el tono de sus relatos? ¿Volverá a la explicación simplemente providencial de los fastos de la tierra? ¿No es acaso lo maravilloso sólo el punto central de los anales humanos, de manera que desde ese momento la acción de Dios deba permanecer velada bajo las causas segundas hasta el fin de los tiempos? ¡Qué Dios no quiera que así sea! Un tercer hecho sobrenatural, hecho que debe durar hasta la consumación de los siglos, llama su atención y reclama toda su elocuencia. Este hecho es la conservación de la Iglesia a través de los tiempos, sin mezcla en su doctrina, sin alteración en su jerarquía, sin suspensión en su duración, sin desfallecimiento en su marcha. Miles de grandes cosas humanas han sido creadas, se desarrollaron y cayeron en decadencia: la conducta habitual de la Providencia cuidó de ellas durante su duración; hoy quedan sus huellas sólo en la historia. La iglesia está siempre de pie: Dios la sostiene directamente, y todo hombre de buena fe, capaz de aplicar las leyes de la analogía, puede leer en los hechos que la conciernen esa promesa inmortal de durar siempre, que ella tiene escrita en su base por la mano de un Dios. Las herejías, los escándalos, las defecciones, las conquistas, las revoluciones, nada han conseguido; rechazada de un país, ha avanzado en otro; siempre visible, siempre católica, siempre conquistadora y siempre sufriente. Este tercer hecho, que no es sino la consecuencia de los dos primeros, termina por dar al historiador cristiano la razón de ser de la humanidad. Él concluye con la evidencia de que la vocación de nuestra raza es una vocación sobrenatural; que las naciones, sobre la tierra, no solamente pertenecen a Dios que ha creado la primera familia humana, sino que también son, como lo ha dicho el Profeta, el dominio particular del Hombre-Dios. Entonces, basta de misterios en la sucesión de los siglos, basta de vicisitudes inexplicables; todo se dirige a la meta, todo problema se resuelve por sí mismo con este elemento divino. Sé que hoy hace falta coraje, sobre todo cuando no se es del clero, para tratar la historia con este tono; se cree sinceramente, no se quisiera por nada del mundo adoptar el sentido y las maneras de las escuelas fatalistas y humanitaria; pero la escuela naturalista es tan poderosa por su número y su talento, es tan benevolente con el cristianismo, que es duro desafiarla en todo y no ser a sus ojos nada más que un escritor místico, a lo sumo un hombre de poesía, cuando se aspiraría a la reputación de ciencia y de filosofía. Todo lo que puedo decir, es que la historia ha sido tratada, desde el punto de vista que me he permitido exponer, por dos poderosos genios cristianos y que su reputación no ha naufragado por ello. "La ciudad de Dios" de San Agustín, el "Discurso sobre la historia universal" de Bossuet, son dos aplicaciones de la teoría que he adelantado. La ruta está pues trazada con mano maestra, y es posible exponerse en seguimiento de tales hombres a los fútiles juicios del naturalismo contemporáneo. Es mucho, sin duda, regular su vida íntima por el principio sobrenatural; pero sería una grave inconsecuencia, una alta responsabilidad, el que ese mismo principio no condujera siempre la pluma. Veamos a la humanidad en sus relaciones con Jesucristo su jefe; no la separemos nunca de Él en nuestros juicios ni en nuestros relatos, y cuando nuestras miradas se detengan en el mapa del mundo, recordemos ante todo que tenemos ante los ojos al imperio del Hombre-Dios y de su Iglesia. La accion de la santidad en la historia El historiador cristiano, satisfecho de haber marcado así en rasgos generales el carácter sobrenatural de los anales humanos, ¿se creerá dispensado de registrar las manifestaciones de menor importancia que la bondad y el poder divinos han sembrado en el transcurso de los siglos, con el fin de reavivar la fé en las generaciones sucesivas? El se cuidará de semejante ingratitud, y así como se habrá sentido encantado al reconocer que el Redentor del mundo no prometió en vano a sus fieles los signos visibles de su intervención hasta el final, igualmente se mostrará solícito por iniciar a sus hermanos en la alegría que sintió al encontrar en su ruta miles de rayos de una luz inesperada que, aun cuando se vinculen más o menos directamente a los tres grandes centros, no dejan de ofrecer, cada uno de ellos, el testimonio de la fidelidad de Dios a sus promesas y una preciosa confirmación que repercute sobre todo el conjunto. Los milagros de detalle pueden pues pertenecer a la historia humana, cuando han tenido un alcance más que individual y han repercutido a lo lejos. Inútil agregar que para entrar en su relato grave y verdaderamente histórico, deben estar seguros desde el punto de vista de una crítica imparcial. Así la aparición de la Cruz a Constantino tiene derecho a figurar seriamente en los anales del siglo IV. Diré lo mismo, para la misma época, de los prodigios que se operaron en Jerusalén cuando Julián el Apóstata quiso reedificar el templo de Salomón. Los milagros de San Martín que han tenido tanta influencia en las Galias para la extinción de la idolatría, no deben tampoco ser silenciados al igual que los de San Felipe Neri en Roma y de San Francisco Javier en las Indias, que atestiguaron de manera tan manifiesta en el siglo XVI que la Iglesia papal, a pesar de las blasfemias de la Reforma y de la decadencia de las costumbres, no dejaba de ser la única heredera de las promesas y el asilo de la verdadera fé. ¿No sería acaso dejar una laguna en la historia desde el punto de vista cristiano, el callar los hechos prodigiosos que acompañaron casi en todas partes la introducción del Evangelio en los diversos países donde fue predicado, por ejemplo, los milagros del monje San Agustín en el apostolado de Inglaterra, y los que señalaron los misión de los ilustres promotores de la vida religiosa, tanto de Oriente como de Occidente, desde San Antonio en los desiertos de Egipto hasta San Francisco y Santo Domingo, entre nuestros padres del s. XIII? La cadena de estas maravillas prosigue hasta nuestros tiempos; sería pues comprender mal el papel del historiador cristiano pensar que se ha hecho lo suficiente señalando los hechos de esta naturaleza en el origen del cristianismo. Ellos han sido, por decirlo así, permanentes y continuarán siéndolo; son la prenda de la presencia sobrenatural de Dios en el movimiento de la humanidad; en fin, han tenido una real influencia en los pueblos; debéis pues tenerlos en cuenta, si los estimáis verdaderos, vuestro deber es el de registrarlos y el de asignarles su papel y su alcance. Me apresuro a decir que no toda forma de historia exige la investigación minuciosa de los hechos sobrenaturales, y no pienso que la Historia eclesiástica propiamente dicha deba ser la única a la cual el cristiano consagre su talento de escribir y de narrar. Que este talento se ejerza pues bajo todas las formas; que la historia sea general o particular; que adopte el género de las memorias o el de la biografía, todo está bien, con tal de que sea cristiana; pero el historiador debe esperar encontrarse muy pronto y a menudo en su camino al elemento sobrenatural; ¡ojalá pueda entonces no faltar nunca a su deber! ¿Queréis escribir la historia de Francia? Nada mejor si sois capaces; pero esperad a encontraros frente a Juana de Arco. Ahora bien, ¿qué haríais con esa maravillosa figura? No iréis a negar o a contar en una forma ambigua hechos que estén de ahora en más aclarados en sumo grado. ¿Buscaréis explicarlos naturalmente? Sería perder el tiempo; ¡nada menos explicable que la misión y los gestos de la Doncella de Orleáns! ¿Veréis allí acaso la aplicación de una ley providencial que rige los acontecimientos humanos, o incluso en particular los destinos de Francia? Pero aquí, todo escapa al régimen providencial, las leyes ordinarias están invertidas; no vemos nada, ni antes ni después, que dé lugar a pensar que Dios hace tales cosas en el gobierno general del mundo. ¿Diréis entonces con estilo académico que, todo bien pensado, la misión de Juana de Arco sigue siendo inexplicable y que aquellos que han querido explicarla humanamente se han metido en dificultades de las que no pudieron salir? Llegad hasta el final, creedme; confesad francamente que hay milagros en la historia, y que la misión de Juana de Arco es uno de ellos. Convenid pues lisa y llanamente en que la pastora de Domrémy verdaderamente vio a los santos y escuchó las voces; que Dios la revistió con su fuerza invencible; que él mismo la hizo victoriosa en las murallas de Orleáns; que la asistió con la virtud sobrehumana de los mártires en el sublime sacrificio que debía terminar esa milagrosa carrera. Pero, después de esto, cuidaos de no sacar las inducciones que se presentan por sí mismas de resultas de esos hechos maravillosos. ¿Qué es entonces al fin de cuentas Juana de Arco? ¿Es un meteoro con el que Dios se complació en deslumbrar nuestras miradas, sin otro fin que el de mostrar su poder? La razón nos prohíbe pensarlo, y la fé nos muestra en esta manifestación sin igual de la predilección divina por Francia, la intención de sustraer el cristianísimo reino al yugo de la herejía que la Inglaterra protestante no hubiera dejado de hacer pesar sobre él un siglo más tarde. Pero la historia cristiana no se limita a señalar en los hechos milagrosos otros tantos indicios de la vocación sobrenatural de la humanidad; también le da importancia a estudiar y señalar las manifestaciones más o menos frecuentes, más o menos raras, de la santidad en los siglos. Dios, en sus consejos de justicia o de misericordia, da o sustrae los santos en las diversas épocas, de suerte que, si es dado hablar así, es preciso consultar el termómetro de la santidad si uno quiere darse cuenta de la condición más o menos normal de un período de tiempo o de una sociedad. Los santos no sólo están destinados a figurar en el calendario; ellos tienen una actuación a veces oculta, cuando se limita a la intercesión y a la expiación, pero a menudo también, patente y eficaz largo tiempo después de ellos. No hablo de los mártires a quienes les debemos la conservación de la fé, y uno de los principales argumentos sobre los que reposa nuestra creencia; la importancia de su papel en la historia del mundo es demasiado evidente pero no es permitido ignorar que al salir de la persecución de Dioclesiano, en medio del cataclismo de las herejías que estuvieron a punto de sumergir la barca de la Iglesia en los s. IV y V, en vísperas de la invasión de los bárbaros paganos, el cristianismo y por él, la sociedad, fue salvado por los santos. ¡Obispos, doctores, monjes, vírgenes consagradas, qué lista nos ofrece esta época que fue como el segundo campo de batalla de la Iglesia! ¿Puede callarse el historiador en presencia de ese incomparable fenómeno? Sin duda, no podría eximirse de nombrar a un Atanasio, un Basilio, un Ambrosio; porque esos personajes tienen, como se dice, un papel histórico; pero por más grandes que sean, están lejos de representar todo lo que la santidad ha producido de eficaz en el orden visible de este mundo durante el período del que hablamos. El papel de San Agustín, por ejemplo, es bastante poco histórico; sin embargo, ¿qué hombre ha influido más en su siglo y en todos aquellos que lo han seguido? El detalle nos llevaría muy lejos, si hubiera que contar las obligaciones que nosotros los cristianos tenemos con esos amigos de Dios: un San Gregorio Nacianceno, un San Hilario, un San Martín, un San Juan Crisóstomo, un San Jerónimo, un San Cirilo de Alejandría, un San León. Y no nos detengamos en ver en ellos a grandes genios y grandes hombres. Sin duda, grandes genios y grandes hombres ortodoxos son un don de Dios; Bossuet y Fénelon, en el s. XVII, son un don de Dios; pero cuando la santidad está unida al genio, a la importancia de la persona, la acción es muy diferente. El hombre de genio os encanta; el santo os subyuga; admiráis al gran hombre, pero el nombre solo del santo, las huellas de sus pasos os conmueven; su recuerdo os hace latir el corazón después que ha desaparecido de este mundo. Que no crea pues haber encontrado el secreto de la influencia de los santos de los s. IV y V en la fama más o menos brillante que les habría adquirido su saber y su elocuencia, o también la jerarquía que la mayoría de los que acabo de recordar ocuparon en el orden eclesiástico. El pueblo veneraba en ellos otra aureola; Valente temblaba ante Basilio, y Teodoro ante San Ambrosio, por un motivo muy distinto que el de su valor personal, para hablar con el lenguaje de hoy. Es a Dios, a Dios mismo al que se siente en los santos; y es por estar razón que se les resiste poco. Se sabía que esos hombres que formaban entonces la muralla de la Iglesia de la que eran al mismo tiempo la luz y la gloria, eran de la misma familia que esos héroes del desierto cuyos nombres y obras eran universalmente conocidos; que incluso la mayoría de ellos había revestido el pellico antes que el palio. De Occidente como de Oriente, los fieles partían en caravanas para ir a visitar los desiertos de Egipto y de Siria, a fin de contemplar y escuchar, si era posible, a los Antonio, los Pacomio, los Hilarión, los Macario y, de vuelta en sus ciudades, se regocijaban de volver a encontrar esos sublimes tipos en los pastores mismos encargados de santificarlos. No, ese culto de la santidad, justificado por tantos ejemplos, no podría ser pasado en silencio en los relatos de la época que siguió a la paz de la Iglesia; atestigua demasiado claramente la presencia y la acción de los santos durante esos siglos, y por ello mismo el género de socorro sobrenatural que Dios repartió entonces a la sociedad cristiana. La invasión de los bárbaros, con las desgracias que la acompañaron, proporcionará al historiador la ocasión de señalar un nuevo papel de la santidad en medio de esos inauditos desastres. Esas tumultuosas hordas que se precipitan sobre el imperio encuentran en todas partes a los santos, y los santos les resultan como un dique que hace retroceder la inundación. Santos obispos que detuvieron a un jefe feroz en su carrera; santos pastores que salvan a su rebaño entregándose a la espada; santos monjes cuya majestuosa simplicidad desarma al orgulloso conquistador que primeramente no pensaba más que en inmolarlos; santas vírgenes que, como Genoveva, tranquilizan a la ciudad y desvían por medio de sus oraciones el azote de Dios. Por poco que se estudie a fondo el duro período de la invasión, uno verá en él por todas partes este asombroso fenómeno y se convencerá de que entra dentro de la verdad de la historia el contar estas maravillas y convenir en que el único obstáculo que encontraron los bárbaros, el único que respetaron, fue la santidad. Agustín yacía sobre su lecho de muerte en Hipona, cuando los vándalos vinieron a sitiar este ciudad: esperaron para dar el asalto, a que el admirable obispo hubiera entregado su alma a Dios. Sería triste que unos bárbaros se hubiesen mostrado superiores a los cristianos de nuestros días en la apreciación de ese elemento celestial que nunca falta por entero en la Iglesia, pero que se manifiesta en ella de tiempo en tiempo, como mayor o menor abundancia, según las necesidades de los pueblos y según que la justicia o la misericordia prevalezcan en los consejos de Dios. El historiador cristiano no puede olvidar ni las obras ni la regla del gran Patriarca de los monjes de Occidente, a quien le cabe el honor de haber preparado la salvación de la cristiandad europea; ni esa pléyade de santos obispos que brillaron en los siglos VI y VII, y que, por sus concilios y sus fundaciones religiosas, lo hicieron todo en nuestras regiones, e hicieron entre otras cosas el reino de Francia como las abejas hacen su colmena: la expresión es de Gibbon. Que el historiador no se olvide de decir que esos constituyentes de nuestra monarquía están por centenares en nuestros altares. Tampoco dejará de poner en evidencia a los santos pontífices de la sede apostólica, un San Gregorio Magno cuyas virtudes rigieron y santificaron con tanta dulzura a Oriente y a Occidente; un San Gregorio II, la providencia de Italia; un San Zacarías, el oráculo de la nación franca; un San Nicolás I, entregándose con tanta generosidad para arrancar de su ruina al imperio de Oriente, y manteniendo allí la unidad con la verdadera fé. Seguirá los pasos de esos heroicos apóstoles que el monacato occidental dirige hacia las regiones del norte; ni uno que no sea santo, ni uno solo cuyo fecundo apostolado no triunfe por la santidad. ¿Pero el historiador podría pasar en silencio esta gloriosa falange de santos emperadores y de santos reyes, que, durante tres siglos y más, aparece en los tronos y viene a dar el sello sobrenatural a la política de las edades de fe? ¡Qué materia de estudio la de la influencia de esos santos coronados sobre la sociedad, y durante siglos! ¡Un San Enrique, un San Esteban de Hungría, un San Eduardo el Confesor, un San Fernando y nuestro San Luis! ¡Y esas santas emperadoras, reinas, duquesas, ángeles visibles cuya serie prosigue más lejos todavía y que aparecen en medio de los pueblos a los cuales se mezclan en todas formas, con la misión de cultivar, de desarrollar con sus sublimes ejemplos ese sentido cristiano contra el cual la corrupción de la naturaleza protesta sin cesar, y que sin cesar tiene necesidad de ser reconfortado! ¿Se piensa acaso que baste, para exponer el papel activo de tantos héroes y heroínas del trono, decir al pasar que fueron virtuosos y que se los ha puesto en el número de los santos? No, hay que penetrar más adentro y comprender que aquí el punto de vista de lo que se llama la leyenda no es más que el punto de vista mismo de la historia más rigurosa. El beneficio de los santos reyes y de las santas reinas es una de las principales manifestaciones de Dios en la conducción sobrenatural de la sociedad. Cuando el historiador llega por fin a la presencia de la reacción cristiana del siglo XI, reacción que arrancó a Europa de la barbarie, que tenga cuidado de no equivocarse. Que no vaya a atribuir, contra toda verdad, al genio de éste, a la entereza de aquél, el triunfo que tuvo lugar entonces del espíritu sobre la fuerza bruta. Ese triunfo tuvo lugar porque Dios dio santos a su Iglesia. Si Gregorio VII no hubiese sido un santo, nunca se hubiera atrevido a poner manos a la obra. ¿Qué habrían hecho entonces Anselmo, Pedro Damián si no hubiesen sido más que piadosos pontífices y sabios doctores? Cluny fue el punto de apoyo de la palanca que el Papado hizo mover en ese siglo, pero no olvidemos que fue edificado sobre cuatro santos cuya larga vida da un período de un siglo y medio. En el siglo XII, ¿quién podrá explicar jamás la acción de San Bernardo, sin tener en cuenta la rutilante santidad que brilló en él? ¿Quién sostuvo pues a la sociedad del siglo XIII, ya declinante, sino el seráfico Francisco y el apostólico hijo de Guzmán, que despertaron tan poderosamente por sus obras y sus virtudes sobrehumanas el sentido sobrenatural próximo a desfallecer? Y en la Escuela, ¿qué otro elemento sino el de la santidad aseguró a Tomás de Aquino y a Buenaventura la superioridad que los colocó tan considerablemente por encima de todos los demás doctores de la escolástica? En el siglo XIV, la cristiandad parece sucumbir, cansada por los desgarramientos del gran cisma, pero mucho más todavía por la invasión del naturalismo y del sensualismo que el ascendiente de la santidad en el siglo XIII había podido neutralizar pero no destruir. Dios parece entonces mostrarse más avaro de santos. Aparte de la ilustre Santa Catalina de Siena, no vemos ni uno solo, en esta época, cuya acción se haya hecho sentir a lo lejos. El historiador no dejará de señalar ese rasgo característico de una decadencia que sin embargo no hace más que comenzar; pero tendrá que estudiar sin prisas la sublime figura de Catalina de Siena, en la que se compendia toda la vitalidad sobrenatural de su tiempo. El siglo XV, más desdichado aun que el precedente, puesto que vio las doctrinas anárquicas formuladas por primera vez por los más célebres doctores, y muy pronto la herejía de Wiclef y de Juan Huss que alzaban el estandarte contra la cristiandad, el siglo XV, digo, fue pobre en santos. Su cifra no llega a la mitad de la del siglo XIII. El extraordinario efecto que produjo San Vicente Ferrer en varios reinos muestra sin embargo que el sentido de la santidad vivía aún en las masas; pero hay que agregar que este Ángel del juicio de Dios había ya terminado su carrera en 1419. Viene luego el siglo XVI, tiempo de terrible prueba en su primera mitad, época de triunfo en la segunda. El historiador no dejará de mostrar con los hechos que la santidad se muestra ahí en una proporción análoga. San Cayetano llena casi él solo la primera mitad; pero apenas ha sonado el año 1550, cuando una maravillosa floración se declara en las ramas del árbol secular del cristianismo, y mientras el protestantismo detiene por fin sus conquistas, Dios se complace en mostrar que la Iglesia romana nada ha perdido, puesto que ha conservado los dones de la santidad. Debería hacerse de nuevo una historia cristiana del XVI si no se apreciara en ella la renovación de las costumbres cristianas preparada por San Cayetano y continuada con tanto vigor y amplitud por San Ignacio de Loyola y por los santos de su Compañía; la reforma de la disciplina formulada en los sabios decretos del concilio de Trento, y hecha efectiva por papas como San Pío V y obispos como San Carlos Borromeo; el apostolado de los gentiles renaciente con San Francisco Javier, el de las ciudades cristianas, con San Felipe Neri; el claustro purificándose por Teresa, Juan de la Cruz, Pedro de Alcántara. Hay que remontar hasta el siglo IV, si se quiere volver a ver una constelación de santos tan radiante como la que brilló en el cielo de la Iglesia cuando la pretendida reforma hubo por fin determinado sus fronteras. Pero entre todos esos nombres gloriosos, Francia no proporcionó ni uno solo; el historiador deberá explicar la razón de un rasgo tan característico. Aparece el siglo XVII, y aunque llamado a una aureola menor de santidad que el precedente, todavía ofrece bastantes bellas manifestaciones del principio sobrenatural en los hombres de Dios. San Francisco de Sales tiene derecho a detener durante mucho tiempo al historiador. En él está, por decir así, encarnada la Iglesia Católica, con su fé inviolable, su caridad sin límites, su lucha incesante. La santidad de Francisco desborda en escritos que vienen a reanimar y a regular la piedad en todas las naciones católicas, pero principalmente en Francia. Jacobo I decía a sus obispos anglicanos, mostrándoles la Vida devota: "Hacednos, pues, libros como ése". Este príncipe herético tenía en ese momento el sentido de la santidad, ese sentido que me permito recomendar al historiador cristiano. Una historia no es completa si no es al mismo tiempo historia literaria en cierto grado. Aconsejo a nuestro narrador no omitir en ella los escritos de los santos. Sobre todo que no los confunda con las inspiraciones y los trabajos del genio piadoso. Las páginas escritas por los santos tienen un sabor particular que no se alcanza sin ser un santo; y la experiencia dice que la lectura de Santa Teresa, por ejemplo conmueve de muy distinta manera que la de las cartas espirituales más alabadas del siglo XVII. Francia mucho debe a San Francisco de Sales y es justicia el mirarlo como uno de los principales autores de ese movimiento ascendente del sentido cristiano con el que nuestra patria se vio favorecida durante medio siglo. Gracias a esta feliz reacción, Francia recomienza a contar, durante este período, entre las naciones en las cuales florece la santidad. La cristiandad recibe de nosotros entonces un Pedro Fourrier, un Francisco-Régis, una Juana Francisca de Chantal, un Vicente de Paúl; pero este último héroe del cristianismo cierra la lista de los santos franceses del siglo XVII. Se apagó en 1660, y desde ese momento, Francia, gloriosa bajo tantos aspectos, permaneció estéril de santos. Es cierto que es precisamente ese período el que es más celebrado hoy en día. Sin embargo, que el historiador no descuide la búsqueda de las causas de este debilitamiento del sentido cristiano entre nosotros, en la misma época en que se escribía con tanta elocuencia sobre temas religiosos. Tal vez conseguirá explicar cómo, desde la regencia que comenzó en 1715, Francia fue explotada con éxito por el espíritu de incredulidad, sin que nada pudiera detener su curso. Evidentemente, el sentido sobrenatural se había empobrecido, el naturalismo había ganado sordamente. Por cierto, hubo aún dos servidores de Dios, que después de haber brillado en los últimos años del s. XVIII, prolongaron su trayectoria hasta bastante avanzado el siglo XVIII: Juan Bautista La Salle y Luis de Montfort; pero hay que agregar que fueron ignorados, perseguidos, cargados de censuras, y que sí Dios no hubiera velado sobre el don que nos hacía con ellos, su reputación y sus obras se habrían apagado en el desprecio y el olvido. Además, que se lean los libros escritos para reanimar la piedad cristiana, en la segunda mitad del s. XVII, y que nos digan si ahí se habla a menudo de las maravillas de la santidad que estallaron fuera de Francia en esa época. ¿Acaso nuestros padres encontraban en los autores de renombre algunas alusiones a Santa Magdalena de Pazzi, a Santa Rosa de Lima, que habían penetrado ese mismo siglo con el perfume de sus virtudes y cuyo nombre era tan popular en cualquier otra parte? ¿Es concebible que los prodigios y hasta el nombre de San José de Cupertino, conocidos en todo el universo católico, hayan demorado tanto en pasar los Alpes; que un duque de Brunswick, testigo de las maravillas divinas que aparecían en el servidor de Dios, haya abjurado por ese motivo del luteranismo entre sus manos, renunciando así para siempre a los derechos de su soberanía, y que nunca el instrumento maravilloso de esta célebre conversión, personificación de la santidad de la Iglesia, y que vivía a algunos centenares de leguas de París, no haya sido alegado a los protestantes, ya sea antes, ya después de la revocación del edicto de Nantes? Pero todos los pasajes estaban cerrados de este lado. En el siglo V, desde el fondo de Oriente y de lo alto de su columna, San Simeón Estilita se encomendaba a las oraciones de Santa Genoveva en París, ¡en el s. XVII, un taumaturgo, que superó en maravillas a la mayoría de los santos, pudo vivir y morir en un país vecino sin que nadie en Francia, fuera de los religiosos de su orden, se preocupara lo más mínimo! Después de esto, asombrémonos de las blasfemias y de las risas imbéciles que provocó la publicación de la vida de San José de Cupertino. Repito, nuestro historiador, si quiere profundizar, como debe, el estado de las costumbres cristianas, deberá preocuparse por esos extraños fenómenos. El siglo XVIII le revelará a su vez, por la disminución siempre más marcada del número de santos, un síntoma general de debilitamiento en la sociedad cristiana. Nunca el termómetro que habíamos reconocido en la santidad fue más exactamente aplicable. El siglo naturalista, por lo demás, no merecía que Dios se apresurara tanto en dar pruebas de lo sobrenatural. Sin embargo, estallaban maravillas en el corazón de la Iglesia, allí donde la vida no puede extinguirse nunca. Verónica Giuliani, decorada con los estigmas de la Pasión de Cristo, resumía en su vida los prodigios de muchos santos; Leonardo de Porto-Maurizio, Pablo de la Cruz, Alfonso de Ligorio, cada día merecían más, por sus heroicas virtudes, el honor que les estaba reservado de ser un día elevados a los altares. Francia ya no tenía para mostrar al mundo a ninguno de sus hijos que pareciera destinado a tales honores, hasta que haya visto nuestra historia, dos mujeres de la sangre de San Luis se presentaron sucesivamente para tomar la palma de la santidad que la Iglesia, es de esperar, les confirmará tarde o temprano. Una, virgen y discípula de Teresa, Fue Luisa de Francia; otra, esposa y reina, fue Clotilde de Cerdeña. Estas dos princesas y un mendigo, Benito José Labre, son las únicas manifestaciones de santidad que Francia parece haber producido durante todo el curso del siglo XVIII, y cuando aparecieron, el país estaba en vísperas de ser entregado a los enemigos del orden sobrenatural que no habrían hecho de él sino un montón de ruinas sangrientas, si la mano misericordiosa quería castigarnos e instruirnos y no aniquilarnos, no hubiera por fin quebrado a los opresores de su pueblo. Esta enumeración muy incompleta de los recursos que ofrece al historiador cristiano el estudio de la santidad en cada siglo, me ha llevado demasiado lejos; me resumiré en dos palabras; si el narrador posee el don de la fé, que recoja en sus relatos los hechos sobrenaturales, cuando tienen un alcance sensible sobre los pueblos; porque son la continuación y la aplicación de los tres grandes hechos milagrosos sobre los cuales rueda toda la historia de la humanidad. Si quiere contar y pintar las costumbres de los pueblos cristianos, que resuma, en cada siglo, la estadística de la santidad; que muestre que es por la influencia de la santidad que la fé se sostiene y que la moral se conserva; en una palabra, que dé a los santos un amplio lugar en la historia, si quiere que, bajo su pluma, la historia sea tal como Dios la ve y la juzga. Los deberes del historiador cristiano Se comprende, con un poco de lectura, que nada difiere más del tono cristiano que el tono filosófico, y la razón de ello es simple: es que no hay nada más disímil que un cristiano y un filósofo. No tengo necesidad de definir largamente al filósofo tal como lo entiendo aquí. Es aquél que estando bautizado y viviendo en el seno de una sociedad cristiana, hace sistemáticamente abstracción, en su lenguaje, de las ideas que sugiere la fé de la Iglesia en la que ha sido regenerado, y habla como si su pensamiento no tuviera ya nada en común con el orden sobrenatural. Un libro escrito con el tono de un filósofo, aunque fuese de un católico, es siempre un escándalo; se la concibe fácilmente en cuanto se quiere reflexionar que nada es más peligroso para el hombre que favorecer en él la inclinación racionalista. La fé es una virtud, no es el resultado de una labor científica; con frecuencia está amenazada por el enemigo del hombre, que ve en ella con razón el medio por el cual nuestra inteligencia se ilumina a la luz de Dios. Es por eso mismo que el cristiano no tiene solamente el deber de creer, sino también el de confesar lo que cree Esta doble obligación, fundada en la doctrina del Apóstol (Rom. 10,10), es más estrecha todavía en las épocas de naturalismo y el historiador cristiano debe comprender que no ha hecho lo suficiente cuando ha declarado su creencia, en tal o cual pasaje de su libro, si el tono cristiano desaparece luego para hacer lugar al tono filosófico. Primeramente algunos dudarán de él, y es una desgracia; otros más numerosos, no tomando en cuenta su profesión de fé, fortificarán su naturalismo con los pasajes del libro donde el autor habla como filósofo; y hay ahí, lo repito, un verdadero escándalo. ¿Qué pasaría si un libro fuera escrito enteramente por un creyente, sin que jamás se reconociera en él el acento cristiano? y los hay sin embargo para quien semejante proeza es un acto de imparcialidad, eso es lo que piensan por lo menos. ¡Como si le fuera permitido al cristiano ser imparcial cuando se trata de la fé y de sus aplicaciones! Que el tono del historiador creyente sea pues siempre un tono cristiano, y que se reconozca constantemente en el estilo de un hijo de la Iglesia la plenitud y la firmeza de las doctrinas que están en él. Los juicios históricos tienen una singular importancia, sobre todo cuando el historiador goza de estima. Pueden ser formulados con cierta autoridad, u otras veces resultar del arreglo de los relatos y de la elección de los términos; en uno y otro caso, ellos son lo que el lector busca especialmente en un libro de historia. Cuando hablo de los juicios históricos, no hablo de los hechos: para estos últimos, no existe sino la verdad, y el historiador cristiano debe ser entre todos un narrador verídico. No debe halagar a nadie, ni disfrazar los errores de quien sea; al mismo tiempo, no debe temer el hacer justicia con los miles de calumnias que habían hecho de la historia una inmensa conspiración contra la verdad. Mantendrá pues derecha la balanza, y es en esto en donde se mostrará fiel a la más rigurosa imparcialidad. Esto en cuanto a los hechos; en cuanto a los juicios, a las apreciaciones, es evidente que el cristiano debe ser completamente diferente del filósofo. Lo contrario sería simplemente absurdo, y la blandura en semejante materia sería gravemente reprensible. El cristiano juzga los hechos, los hombres, las instituciones desde el punto de vista de la Iglesia; no es libre para juzgar de otra manera, y es ello lo que hace su fuerza. Un historiador cristiano cuyos juicios son aceptados por los filósofos es infiel, o los filósofos en cuestión ya no son filósofos. Es preciso pues resolverse a chocar, o, si no se tiene valor, abstenerse de escribir historia. Ya estamos hartos de esos libros híbridos cuyos autores creyentes hacen coro, en sus juicios, con los que no creen. Son esas innumerables traiciones las que han creado tantos prejuicios y también tantas inconsecuencias, obstáculo invencible para la formación de una catolicidad enérgica y compacta. Pero, dirán ciertos escritores hábiles en disfrazar su fé con una verborrea a la moda, siempre fervientes en ensalzar lo que ellos llaman las ideas de la sociedad moderna, ¿ queréis acaso que escribamos la Historia con el tono de un libro de devoción? ¿deberemos hacer de nuestros libros, de nuestros artículos en las revistas, otros tantos sermones, otros tantos tratados de teología o de derecho canónico? No, cada cosa tiene y debe tener el tono que le es propio; pero la historia es el gran teatro donde se produce lo sobrenatural, y es preciso tener el valor de mostrarla a vuestros lectores. Nos habláis con admiración de la "Ciudad de Dios", del "Discurso sobre la historia universal", ése es, decís; el género cristiano en la historia; pero, por favor, ¿qué tiene de común la manera de San Agustín y de Bossuet, con la vuestra? ¡ Ellos narran todo, juzgan todo desde el punto de vista de Jesucristo y de su Iglesia; no hacen nada de ascetismo porque no es el lugar; pero, en cambio, se dedican a mostrar no solamente en su conjunto, sino hasta en sus detalles, el principio sobrenatural como dirigiendo y explicando todo; se los siente cristianos en cada línea, y leyéndolos, uno mismo se vuelve más cristiano. Ved allí al historiador tal como es, cuando se inspira en su fé. Vaciláis en proclamar los milagros más evidentes, les buscáis explicaciones atenuantes del prodigio, a riesgo de desquiciar la fé de vuestros lectores; dejáis las profecías, disimuláis la santidad y su acción, para poner a hombres en escena, grandes hombres sin ninguna duda; aunque confesando la divinidad de la Iglesia, tratáis sobre todo de hacerla ver como sociedad humana; en una palabra, no negáis lo sobrenatural, pero lo ponéis a cubierto por temor de asustar y para parecer un hombre de vuestro tiempo. San Agustín y Bossuet todo lo contrario. Un filósofo, Saisset, nos ha dado una traducción de "la Ciudad de Dios"; en el prefacio, aunque testimoniando su admiración por el obispo de Hipona, lamenta que ese gran genio se detenga demasiado a menudo en pueriles interpretaciones de la Biblia, en relatos de milagros que huelen en demasía a sacerdote cristiano. ¡Ojalá pudieran nuestros historiadores de hoy merecer semejantes reproches! Será señal de que habrán escrito como se debe escribir, cuando se está iluminado con la luz de la fé. En efecto, San Agustín se detiene con frecuencia y largamente en los oráculos proféticos e ilumina sus relatos con una exégesis tan sabia como mística; ¿pero no es acaso el principal medio de comprender el cristianismo el pedir su comprensión a las divinas predicciones de las que éste salió ? San Agustín desarrolla en un lenguaje inmortal el argumento que se deduce de la milagrosa propaganda del Evangelio, y al mismo tiempo se detiene a narrar los prodigios operados en la tierra de África, bajo sus ojos y a la vista de su pueblo, por las reliquias de San Esteban. Algunos de nuestros católicos aquejados de naturalismo se preguntarán por qué un genio tan grande estropea un tema tan grande con anécdotas de tan corto alcance. ¡Se perderán lamentando que semejantes detalles les hagan perder de vista las ideas generales! ¡Son ellos, ay, quienes pierden de vista esas ideas generales! No ven el alcance de esos episodios milagrosos y contemporáneos del gran doctor. No comprenden que después que ha demostrado la divinidad del cristianismo por el hecho de su propagación operada contrariamente a todas las leyes de la historia, y a todas las condiciones de la naturaleza humana, le queda ahora por probar que la sociedad católica a la cual pertenece, de la cual es uno de sus obispos, es precisamente ese cristianismo que sólo Dios ha establecido por la fuerza irresistible de su brazo. Ahora bien, es por el don permanente de los milagros como esta identidad se prueba, y he aquí por qué San Agustín no cree rebajar el vasto plan de la "Ciudad de Dios" bajando a los hechos en apariencia mínimos de los que ha sido testigo, y en apoyo de los cuales puede invocar el testimonio de su pueblo. Examen precioso para el historiador cristiano, Y elocuente confirmación de las reglas que hemos expuesto en el capítulo precedente. No hay que temer pues, escribiendo historia el exponerse al reproche de un cierto misticismo, si se entiende por esta palabra el tinte sobrenatural que resulta de un relato en donde la acción maravillosa de Dios se vislumbra a cada paso. Cuidémonos de sonrojarnos por ello; bastantes otros se dedican a expulsar de la historia a Dios y a su Cristo, como para tener a mucha honra el restablecerlo. Pero todavía tengo que responder a otro prejuicio, al que debemos en parte unos imprudentes avances que algunos de nuestros historiadores creen poder hacer al naturalismo. Se persuaden de que esas complacencias son un medio de atraer a la fé a los filósofos, descubriéndoles una especie de analogía, de fraternidad entre el punto de vista cristiano y el punto de vista filosófico, en los hechos. De ahí esas frases de origen racionalista, esas consignas con ayuda de las cuales uno espera hacerse escuchar. Hay en esto dos inconvenientes. El primero que no es el menos grave, es que vuestras historias y vuestros artículos de revistas, al caer bajo los ojos de los católicos débiles para quienes no están escritos, no les hacen otro favor que el de entibiar su fé y sumirlos más profundamente en ese vacío del que tanta necesidad tendrían de salir. Les sería útil encontrar libros apropiados para nutrir su creencia; os leen con confianza porque os saben católicos como ellos, y esta lectura los deja en un estado peor que el primero. El otro inconveniente es que, lejos de llevar a los filósofos a la fé, acrecentáis su orgullo. Triunfan viendo a católicos a remolque de sus sistemas; se aplauden por el progreso que han hecho, hasta imponer su lenguaje y sus ideas. Notan solamente lo incómodo de vuestra postura, porque os veis reducidos a llevar de frente dos sistemas a la vez: vuestra, creencia, a la que apreciáis por encima de todo, y 1as exigencias de lo que llamáis el espíritu de la sociedad moderna, al que tampoco queréis ser infiel. Estos contrarios se unen como pueden en vuestra obra; pero estad bien seguros que si escandalizáis indefectiblemente a varios de vuestros hermanos, no conseguiréis atraer a los otros. Hoy más que nunca, que se comprenda bien, la sociedad necesita doctrinas fuertes y consecuentes consigo mismas. En medio de la disolución general de las ideas, solamente el aserto, un aserto firme, denso, sin mezcla, podrá hacerse aceptar. Las transacciones se vuelven cada vez más estériles y cada una de ellas se lleva un jirón de la verdad. Como en los primeros días del cristianismo, es necesario que los cristianos impresionen a todas las miradas por la unidad de sus principios y de sus juicios. No tienen nada que recibir de ese caos de negaciones y de ensayos de toda clase que atestiguan bien alto la impotencia de la sociedad presente. Ya no vive, esta sociedad, sino de unos pocos restos de la antigua civilización cristiana que las revoluciones aún no se han llevado y que la misericordia de Dios ha preservado hasta ahora del naufragio. Mostraos pues a ella tal como sois en el fondo, católicos convencidos. Ella tal vez tenga miedo de vosotros durante algún tiempo; pero, estad seguros, ella volverá a vosotros. Si la halagáis hablando su lenguaje, la divertiréis un instante, luego os olvidará; porque no le habréis hecho una impresión seria. Se habrá reconocido en vosotros más o menos, y como tiene poca confianza en sí misma, tampoco la tendrá ya en vosotros. Hay una gracia agregada a la confesión plena y entera de la Fé. Esta confesión, nos dice el Apóstol, es la salvación de quienes la hacen y la experiencia demuestra que es también la salvación de quienes la escuchan. Seamos católicos y nada más que católicos, ni filósofos, ni soñadores de utopías, y seremos esa levadura de la que el Señor dice que hace fermentar toda la pasta. Lo repito, así lo fue al comienzo. Si la sociedad tiene una posibilidad de salvación, ésta reside en la actitud cada vez más resuelta de los cristianos. Que se sepa que no transigimos en nada, que desdeñamos repetir la jerga de los filósofos. Es una verdad de hecho que el cristianismo se impone, no por la violencia, sino por el ascendiente convicción de aquél que lo predica. Por lo demás, todas las veces que se ha dado un ejemplo de esta franqueza, nunca deja de excitar la simpatía. Cuando Montalambert publicó la Introducción a la Historia de Santa Isabel, claro que produjo cierto asombro, algunos susurros, a propósito de esas páginas donde el sentimiento católico se expresaba con tanta desnudez. Era difícil atacar abiertamente al naturalismo histórico con más energía de lo que lo había hecho el autor; ¿acaso la "Introducción" y el libro al que ésta conduce sufrieron por ello? Las numerosas ediciones están ahí para atestiguar lo contrario. Era preciso sin embargo remontar dos siglos para encontrar un libro escrito con esa desenvoltura católica. Ahí estaba el germen de toda una revolución y el ejemplo aprovechó a más de uno. Pero la influencia de ese bello y gran ejemplo no se extendió ni tan lejos ni tan generalmente como hubiera sido de desear. Con demasiada frecuencia desde entonces, hemos tenido historiadores católicos que, contrariamente al consejo del Salvador, han querido coser a la tela siempre nueva de la fé cristiana los jirones siempre viejos, aunque rejuvenecidos, de la historia humana. ¿De dónde proviene esta ilusión? ¿Es preciso ver en ella una señal de ese ablandamiento de los caracteres que ellos mismos señalan con tanta insistencia hoy en día? No me atrevo a decirlo, porque sería devolverles, injustamente sin duda, el reproche que ellos dirigen a otros. Pero es dable pensar que si el sentimiento de la dignidad cristiana estuviera más claro entre ellos, estarían menos prontos a lisonjear los prejuicios modernos. Como Donoso Cortés se darían cuenta por fin de que, desde hace largos años, damos la espalda al progreso, que las ruedas de nuestro carro están hundidas hasta el eje en un carril en donde pereceremos si no salimos de él con un supremo esfuerzo. Imaginarse hacer fé con el naturalismo es tan irrazonable como querer hacer en política orden con el desorden. Todo lo que se ensaya dentro de este método resulta mal, y las conquistas que con él se hacen no son tales.¡Qué clase de éxito es el de llegar a ponerse de acuerdo sobre el empleo de ciertas palabras tan sonoras como pérfidas, cuando se está separado por un abismo en cuanto al sentido que esas palabras representan! Son las ideas las que hay que rehacer, y no sé de nada más eficaz para eso que la historia contada de una buena vez tal como es, con sus enseñanzas sobrenaturales que hacen planear la figura de Cristo tanto sobre los mayores, como sobre los menores movimientos de la humanidad. La suprema desgracia del historiador cristiano sería la de tomar como regla de apreciación las ideas del día, y trasponerlas a sus juicios sobre el pasado. Por el contrario, necesita verlas tales como son, hostiles al principio sobrenatural. Tiene que darse cuenta de los estragos del paganismo moderno, y para no ser invadido él mismo por éste, es necesario que tenga sin cesar la mirada fija sobre la inmutable verdad revelada, tal como se manifiesta en la enseñanza y la práctica de la Iglesia. "Un sentimiento enemigo de la fé, una sobreexcitación del espíritu pagano, dice el señor de Champagny, fue el hálito que impulsó la tempestad de 1789". Si todavía os demoráis en la admiración por las conquistas de entonces, mucho temo por vuestros juicios históricos y por el tono de vuestros relatos cualquiera sea por otra parte vuestra intención de ortodoxia. ¡Feliz el historiador que, en medio de la lucha de los principios contradictorios, liberado de toda búsqueda de popularidad, discípulo hasta en las cosas ínfimas de esta Iglesia a la que pertenece el porvenir del tiempo y el de la eternidad, habrá sabido atravesar una crisis tan terrible sin haber sacrificado la menor verdad a su paso! Cristo, héroe de la historia Tanto importa prevenir a los católicos contra la tendencia naturalista de las ideas de nuestro siglo en la apreciación de los hechos históricos cuanto y con mayor razón es necesario precaverlos de que ese naturalismo no existe simplemente en el estado de teoría, sino también que se encuentra generalmente insinuado y hasta aplicado en la mayoría de los escritos que han sido publicados desde hace mucho por autores incluso ortodoxos en su intención sobre las cuestiones de historia general o particular. Nada es más raro que los libros de historia en donde nunca falte el sentido cristiano. Tal historiador será en su lenguaje privado , en su práctica, el fiel discípulo de la Iglesia el cual cuando toma una pluma, ya no encuentra sino la palabrería filosófica para narrar y explicar los hechos. Es una desgracia ese doble lenguaje, esta doble vida; pero es un peligro para los lectores, sobre todo para la juventud. De ello resulta que ya no encontramos más de esos cristianos todos de una pieza, como lo eran otrora, y como sería de desear que existieran muchos en nuestros días. No es mi intención pasar revista aquí a la historia universal, ni señalar los mil puntos en los cuales se ha encontrado el medio de infiltrar el naturalismo; me limitaré a destacar al pasar algunos rasgos que podrán servir de ejemplo. En tesis general, el naturalismo se reconoce en un libro, cuando el autor finge velar la acción de Dios para destacar la acción humana; cuando se apega a las ideas filosóficas de Providencia, en lugar de proclamar el orden sobrenatural; cuando razona sobre la Iglesia como sobre una institución humana; cuando se pronuncia sobre los hechos, sobre las ideas, sobre los hombres, de manera distinta a la que la Iglesia misma se pronuncia. Se quiere ser de vanguardia, pasar por ser de su siglo; en una palabra, se está demasiado apresurado por recoger la clase de éxito reservado a quienquiera ha sabido merecer el nombre de hombre de progreso. La historia del mundo antiguo es tratada dentro del género naturalista, cuando el narrador, en lugar de mostrar la imperfección de las virtudes paganas, les consagra una admiración a la cual no tienen derecho. Entiendo aquí por virtudes paganas esas cualidades y esas acciones brillantes en el exterior, cuyo principio no era el de realizar la ley divina, sino el orgullo, la dureza de corazón, el estoico desprecio de la vida, el culto bárbaro de una nacionalidad material. Se conocen las funestas excitaciones que ha producido esta apoteosis de las virtudes paganas al final del siglo XVIII, y con qué rabia los monstruos de entonces se inspiraban en los ejemplos de Grecia y de Roma. Pero existe otro escollo que el historiador cristiano debe ocuparse de evitar. Discípulo de la Revelación, que tenga cuidado de no figurarse que los gentiles se encontraban impotentes para llegar al conocimiento del verdadero Dios y a la realización, en un grado suficiente, de las virtudes que lo honran y que son la salvación del hombre. Los medios de una Providencia sobrenatural para operar ese gran designio son uno de los objetivos de la historia cristiana; y al lado de la Iglesia judaica, la teología católica nos descubre la Iglesia de los gentiles, menos visible, menos latente, pero siempre accesible por la gracia que nunca que negada totalmente a la creatura humana, incluso a la más desamparada. Aquí no se trata de la filosofía, instrumento de orgullo y de decepción, sino de la palabra de Dios transmitida de una manera oral, luchando contra la marea siempre creciente del politeísmo y reavivada por los socorros de esta Providencia sobrenatural de la que hablábamos hace poco y por mil incidentes exteriores, por mil toques interiores, que la infinita bondad de Dios no ha reservado solamente a los cristianos. Que el historiador católico nunca olvide estas palabras: "Dios quiere que todos los hombres sean salvos y lleguen al conocimiento de la verdad", y que se dedique a descubrir cómo, en el mundo antiguo, toda Nínive sabía ablandar la cólera del verdadero Dios, con la simple palabra de Jonás; y cómo el centurión Cornelio había madurado para el bautismo antes de haber conocido la misión del Salvador. El papel del pueblo judío, la resonancia de los prodigios operados en su favor, sus relaciones tan extendidas en ciertas épocas, sus migraciones a Egipto primero, más tarde a Asiria, a Persia, hasta a las Indias; la traducción de sus libros sagrados en lengua griega, en el siglo de los Ptolomeos; sus sinagogas desparramadas más allá de los limites del mundo conocido y florecientes en el seno de Roma y de Grecia, desde hacía ya siglos, cuando apareció el Hombre-Dios; todos esos hechos son otros tantos elementos con cuya ayuda es fácil seguir todavía hoy la huella de lo sobrenatural en los anales del mundo antiguo. ¿Hablaré de los oráculos, de los profetas de la gentilidad, de los que la Escritura nos proporciona un tipo en Balaán; de las Sibilas, limitándome incluso a lo que nos enseñan al respecto Cicerón y Virgilio? Fontenelle fue en Francia uno de los precursores del naturalismo, y no temió, en un siglo en que todavía reinaba la fé, dar un brutal desmentido a los más graves monumentos del cristianismo primitivo, sosteniendo que los oráculos no habían cesado al advenimiento de Cristo, dado, decía, que los oráculos no fueron siempre sino una superchería del paganismo. Le fue fácil a la ciencia cristiana demostrar que la tesis de Fontenlle conducía al pirronismo histórico, y vengar el buen sentido de los pueblos de la antigüedad, gratuitamente calumniado por un hombre roído ya por la antipatía de lo sobrenatural. El historiador cristiano del mundo antiguo encontrará a menudo en su ruta a lo sobrenatural diabólico cuyo imperio aún no había sentido la fuerza victoriosa de la Cruz. Que no tema caracterizar la dura esclavitud de Satanás, que pesó sobre nuestros padres de la gentilidad, durante los siglos que transcurrieron antes del cumplimiento de la promesa. Jamás ningún hombre ha sido del dominio propio del espíritu de las tinieblas sin haberlo merecido; pero, en esos tiempos, el poder del espíritu de la mentira era mucho más extendido de lo que lo ha sido desde la victoria del Hijo de Dios; y negar esta explicación de los horrorosos desórdenes del mundo antiguo, sería, en un cristiano, no solamente un acto culpable de respeto humano, sino una falta de fé que nada puede justificar. Jesucristo no ha omitido hablarnos del diablo por su nombre; lo ha llamado el príncipe de este mundo; y se diría que ciertos autores cristianos de nuestros días tienen el partido tomado de no tener en ninguna cuenta numerosos pasajes del Evangelio en los que este agente perverso nos es denunciado como el autor de todos nuestros males. Se habla del mal, del genio del mal, del desorden, del error, de la depravación humana; pero toda esta metafísica encubre mal la repugnancia que se experimenta por poner en escena al ser maligno que tan hábilmente se aprovecha del olvido que ha sabido difundir en nuestros días, hasta sobre su existencia. Que nos sea entonces permitido decir que una historia del mundo antiguo donde no se articule el nombre del eterno enemigo de Dios y del hombre, donde uno se obstine en querer explicar el mal por el solo efecto de la perversidad humana y de las pasiones, no es ni una historia cristiana ni una historia completa. En ella se ha omitido sin motivo la principal causa de los desórdenes que había que narrar. En cuanto al hecho de la sucesión de los imperios, de la unificación de los pueblos que debía ser su resultado, de las profecías que todo lo habían anunciado, es evidente que el historiador que no sabe o no quiere decir cuál es la finalidad de todas esas vicisitudes, que no señala el reino de Cristo que cada vez se acerca más, en cada revolución de los pueblos, es un ciego que trabaja en mantener a otros ciegos en las tinieblas, en el seno de las cuales se complace en habitar. Ésa es la historia sin finalidad, a la manera de los paganos que ignoraban adonde Dios llevaba al mundo. Los historiadores ven muy bien que todo desemboca en el imperio romano, en ese imperio colosal que debe sucumbir definitivamente; pero del imperio de Jesucristo al que el imperio romano debía servir de pedestal, de eso no hablan. Es porque, a sus ojos, Jesucristo es el gran civilizador de la raza humana, aquél a quien el mundo debe todo; pero decir que reina, que tiene un imperio, que este mundo es de su propiedad, que nadie manda en él en adelante sino en su nombre, eso es algo en lo que nunca se ha pensado. Jesucristo reina sobre los espíritus, sobre la moral de los hombres; su reino no está en este mundo. Verdaderamente se diría que tal es el pensamiento de muchos historiadores, cristianos sin embargo, cuando se los ve desarrollar la historia de los antiguos pueblos, sin parecer sospechar que preparan la vía al Verbo encarnado. Sí, claro, dicen que la venida de Cristo es el acontecimiento más grande de todos los tiempos, que Cristo es el autor de la más amplia y más saludable revolución que se haya efectuado en este globo, pero nunca dejan adivinar, ni aun menos lo dicen, que la tierra, durante millares de años esperó a su rey, y que lo posee desde hace diecinueve siglos. Cuando nuestros padres, cuya educación había sido tan solidamente impregnada de cristianismo, bajaron a la liza para combatir a la escuela de Voltaire, quien osaba pretender que Jesucristo había hecho retroceder a la humanidad y que su religión conducía a los hombres a la barbarie, fue cuando se hizo necesario sostener contra los filósofos esta tesis nueva y fácil de demostrar, que la civilización moderna es, en todo lo que tiene de útil para el hombre y la sociedad, la hija del cristianismo, y que las religiones paganas, el politeísmo y la filosofía, llevaban a los pueblos al embrutecimiento y a la destrucción. Este punto de vista indiscutible no tenía entonces ningún peligro, porque los que lo sostenían no ignoraban que la misión de Jesucristo tuvo además como objetivo otros intereses mucho más preciosos para el hombre y la sociedad que los que se refieren a la economía política; se sabía que los frutos del cristianismo que, incluso en la vida presente, colocan a las naciones cristianas tan por encima de las que no lo son, no son sino puras consecuencias de esos otros beneficios de un orden infinitamente superior que Jesucristo vino a traemos. Se sabía de memoria el Evangelio; no se lo leía para buscar en él los versículos que uno imagina poder desviar en el sentido de las ideas del día, dejando a los otros de lado en discreto silencio; se aceptaba todo, y se sabía perfectamente que si Jesucristo anuncia que "el príncipe de este mundo será echado de su imperio", que la sangre redentora será derramada para la reparación del pecado, que el género humano será llamado a no formar ya nada más que un solo rebaño bajo el cayado del Buen Pastor que da su vida por sus ovejas, no se dice ni una palabra sobre la regeneración política de los pueblos, sobre la civilización por venir, sobre las futuras conquistas de la inteligencia, sobre el progreso de las ciencias y de las artes; todas ventajas que nos vinieron por el cristianismo y que sin él no hubieran venido. En todo el Evangelio, no hay sino una sola palabra de Cristo que designa estos bienes del tiempo : "Buscad el reino de Dios y su justicia, y el resto os será dado por añadidura". El resto, coetera, así es como Cristo habla de aquellos, por temor a que los hagamos la cosa principal, la propia cosa comparable. Los defensores del cristianismo, en el siglo XVIII, sabían todo esto, comprendían todo esto, y se aplicaban en realzar todos estos beneficios exteriores del cristianismo, que el mismo Juliano el Apóstata empezaba a captar desde el siglo IV, y que Turquía en la actualidad nos envidia sin poderlos alcanzar jamás, y no era que dejasen de prestar la primera importancia a los beneficios sobrenaturales de los que el divino misterio de la Encarnación fue su fuente. Desde entonces, el tiempo ha dado un paso; la sociedad moderna, de la que algunos de nosotros están tan orgullosos, ha comenzado sus destinos un tanto tormentosos; el cristianismo ya no figura dentro de las obras públicas; la legislación no lo reconoce como vínculo social, y si le asegura una protección más o menos amplia según los tiempos, no es de ninguna manera porque lo reconoce como divino, sino únicamente porque se supone que ese culto representa el interés religioso de la mayoría de la nación. En semejante situación, la fé vive aún en muchísimas almas, de suerte que los frutos del cristianismo continúan produciéndose en cierta medida; ¿pero cuál será el vínculo de los cristianos entre sí? ¿Cómo se unirán para formar esa fuerza invisible que triunfó del paganismo ? Sin duda, por la energía y la homogeneidad de la idea cristiana; es ahí donde está la necesidad y no en otra parte. Pregunto: ¿hay rastros de economía política, de utopías, de perfectibilidad humana, en los escritos de los autores cristianos de los tres primeros siglos? Sin embargo, en el siglo IV, los cristianos se habían convertido en la mayoría, y Constantino, al recibir el bautismo, era sólo un cristiano más. Si él no se hubiera rendido, su sucesor habría sido más clarividente y más sabio. ¿Cómo pues se operó la conquista? Por la fe en Jesucristo crucificado, aportó al mundo misterios para creer y virtudes sobrenaturales para practicar. A los ojos de los primeros cristianos, la era de Cristo no era la era de la civilización; demasiados crímenes y envilecimientos los rodeaban como para que tal ilusión se les hiciera posible; para ellos, la era de Cristo era la era de la salvación ofrecida a cada hombre, a condición de sacrificar los bienes de la vida presente a los de la futura, cuyo sendero acababa de ser abierto por el Redentor. No fue menester ni más ni menos para regenerar el mundo; en nuestros días, no será menester ni más ni menos para salvarlo. Es pues una triste manera, para un autor cristiano que escribe la historia, presentamos la venida de Jesucristo al mundo como el gran hecho social y entregarse a los lugares comunes más o menos rejuvenecidos sobre ese tema. Nadie o casi nadie impugnará ni vuestros hechos ni vuestras conclusiones, tanto más cuanto sobresalís en hablar el lenguaje del día. Pero ¿cuándo entonces tendréis a bien emplear vuestro talento en escribir para los cristianos? ¿No comprendéis que todas esas miras de aplicación a un orden inferior, siempre reproducidas y con una variedad que no es sino aparente, dan por resultado desapegar poco a poco a los hombres del orden sobrenatural cuya primacía mantenemos en nosotros sólo por el esfuerzo de la fe? Los hombres tienen mayor necesidad de que se les repita que Jesucristo vino para redimirlos, que la necesidad que hay de decirles en todos los tonos que el objeto de su misión fue el de civilizarlos. Pero, me diréis, ¿Hay, pues, que cesar de insistir sobre las consecuencias del Evangelio? Que Dios no quiera que os dé semejante consejo. Toda verdad es útil, pero toda verdad deber ser clasificada según su importancia. ¿Quién, hoy en día, una vez más, osa dudar de los resultados que ha producido el cristianismo para el perfeccionamiento de la condición humana en la vida presente? Algunos impíos, furiosos con los que no se discute. Los filósofos, los políticos, los economistas sensatos están con vosotros; inútil pues de rivalizar con ellos en materia de elogios para el gran civilizador de los tiempos modernos. Lo que acucia, lo que no es oportuno, es pensar en los cristianos que necesitan ser sostenidos y reunidos. A hora bien, no lo haréis sino proclamando en voz alta que, bajo el reinado de César Augusto, el Hijo único de Dios se dio encarnarse en el seno de una Virgen y ofrecerse en sacrificio para redimir los pecados del mundo y romper el yugo de Satanás que mantenía esclavizado al hombre. Hablando así, hablaréis como San Agustín y como Bossuet; claro que eso se asemejará un poco al catecismo, pero no os inquietéis por ello; es precisamente el catecismo el que hace falta hoy día. El catecismo sirvió de base a las dos grandes obras históricas de San Agustín y de Bossuet, y no se advierte que su talento haya disminuido por ello. A hora, si tenéis algo que agregar sobra las aplicaciones del Evangelio al bienestar del hombre y de la sociedad, no os privéis de hacerlo. Os escucharemos y lo aprovecharemos. Es cierto que nada nos sorprenderá, porque contábamos con él «por añadidura, caetera» prometido por Jesucristo mismo. Lo que necesitamos únicamente es que ese «por añadidura, caetera», no sea el único bien que oséis señalar en la venida de Cristo a la tierra. Somos débiles en la fe, con frecuencia nuestra educación ha sido poco cristiana, la sociedad que nos rodea no refleja nuestras creencias; y, lo que aumenta el peligro, vivimos en el seno de una revolución social que mantiene en fermentación todos los orgullos. Se dirá tal vez que tomar tal camino, es el medio de poblar con sus libros los estantes de las bibliotecas de parroquia y de los gabinetes de buena lectura. Quizás, en efecto, vuestros libros cristianamente pensados y cristianamente escritos corran la suerte de ir a reunirse en esos humildes depósitos con el discurso sobre la historia universal, en lugar de abriros las puertas de la Academia; pero ¿qué desgracia veis en ello ? La primera necesidad hoy en día es fortificar y proteger a los cristianos en su fe; La segunda es aumentar su número. Si obtenéis la primera meta, no habréis perdido vuestro tiempo. En cuanto a la segunda, es evidente que lo aumentaréis poco, persuadiendo a los que no creen que los que creen, piensan y hablan como ellos. Por otra parte, tenemos escritores católicos, pocos, lo acepto, que sin dejar de buscar nada más que l pura ortodoxia, han negado a preocupar a la vez a los simples creyentes y a las personas de gusto y de inteligencia. Y acaso no sentís la necesidad de decir alguna vez sus verdades a vuestro siglo? ¡No hace ya demasiado tiempo que se lo halaga y se lo extravía al no sostener lo verdadero sino con mesura, coloreando con un barniz moderno y dudoso lo que existe de más antiguo y de más inmutable? Tenéis razón, se han descubierto no sé qué terrenos neutrales en los que ciertos creyentes se reúnen con los no creyentes para celebrar unas especies de congresos de donde cada uno sale tan de avanzada como había venido; ¿pero qué resulta de esos encuentros?: mutuos cumplidos, y, en espera de que salga de otra cosa, la sociedad, que perece porque no se le habla francamente de Jesucristo, os pide cuenta de vuestros talentos, de vuestra influencia, ¿ qué digo? de vuestras convicciones cristianas, tan a menudo disimuladas bajo las apariencias naturalistas. Es tiempo de cargar su estilo con un acento más cristiano y hablar en los libros con el tono que se acostumbra usar en el seno de la familia. No instruiríais a vuestros hijos en su religión empleando teorías naturalistas; tendríais miedo de no hacer de ellos unos cristianos. Queréis para ellos el catecismo, que comentáis con vuestros ejemplos; que vuestros libros, vuestros discursos, vuestros escritos públicos, sean pues a su vez su expresión. EI momento es tanto mejor elegido por cuanto vosotros mismos comprobáis la benevolencia con que se os escucha. Dad el paso, y narrad en lo sucesivo los hechos históricos con el acento de un cristiano convencido que siente la necesidad de proclamar que el progreso está en Jesucristo y por Jesucristo. Seréis entonces un historiador digno ante Dios y ante los hombres. Se sabe por experiencia que los hombres de hoy que no son creyentes no adivinan nada por sí mismos, en materia de principios, en las cosas religiosas. Esta impotencia resulta del silencio demasiado discreto que se guarda desde hace demasiado tiempo sobre ellos y los deja en una ignorancia total. Es imposible no sentirse impresionado por la abnegación y el tranquilo heroísmo de las hermanas de la caridad. Sin duda, en general es dable darse cuenta del principio de terminante de esa abnegación y de ese heroísmo, se sabe que el sentimiento religiosos es su fuente. Pero entre las personas que reclaman sus socorros, las que no tienen la felicidad de estar iluminadas por la luz sobrenatural, ¿qué idea se forman del sentimiento religioso que anima a esas hermanas? Porque, en fin, el sentimiento religioso se encuentra en todas partes donde existe una religión. ¿ De dónde proviene entonces que semejante abnegación no exista en las religiones del mundo antiguo? ¿ De dónde proviene que no se lo encuentre, entre los pueblos cristianos, sino entre los de la comunión romana? Ahí está pues el producto de un dogma particular que no se encuentra en otra parte. Se hubiera debido sondear hasta allí, en este sigla, en el que uno quiere enterarse de todo, en el que se confecciona la estadística de todo. No se hace eso; uno se limita a admirar, mientras se aceptan los servicios. En el fondo, la cosa es muy sencilla; basta con decir a los interesados: «Tenéis hermanas de caridad a vuestras órdenes... porque existe un sacerdocio fundado por Jesucristo, y porque los miembros de ese sacerdocio ejercen el poder de purificar las almas y de ponerlas luego en relación con Dios mismo, en un misterio que se llama la comunión y de los que ellos son los dispensadores. Si ese sacerdocio dejara de actuar, si fuera echado de nuestras sociedades, veríais apagarse al mismo tiempo a la raza de esa siervas de los pobres y de los enfermos. Lo que llamáis el sentimiento religioso no podría producirlas en lo sucesivo, ni aún menos multiplicarlas». Es así como una cuestión de dogma revelado es traída naturalmente para resolver el problema particular del que hablamos; lo mismo sucede, que no se dude, para todas las otras cuestiones que se podrían suscitar sobre las diversas formas del progreso que el cristianismo ha hecho saborear a las naciones cristianas. Nuestros padres, que eran cristianos por tradición, no lo ignoraban cuando discutían la cuestión económica del cristianismo con los filósofos de entonces; pero nosotros, nosotros ya no lo sabemos, y es por eso que es necesario que nos lo digan, a riesgo de alarmar a algunos. Ahora bien, es tarea de la historia en particular el formular sus relatos de manera de saber expresar todo lo que importa que se conozca. ¿Qué es un relato histórico en el que se narran los efectos, sin confesar francamente las causas? Lo hemos dicho, y lo repetimos, el destino del género humano es un destino sobrenatural; de ello resulta que una historia que no se inspire en las fuentes sobrenaturales, no podría ser una historia verídica, por más cristianas que fuesen por otra parte las convicciones de aquél que creyó oportuno escribirla. ·- ·-· -··· ·· ·-· Dom Prosper Guéranger (1805-1875), célebre monje benedictino francés, historiador y liturgista, restaurador de la vida monástica en Francia |