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Revista Arbil nº 81

Golpe a golpe

por Miguel Ángel Loma

Resulta que, lo que desde el progresismo oficial nos han venido machaconamente explicando como un efecto del terrible machismo hispano producido por el nacionalcatolicismo, es en realidad un fenómeno criminal extendidísimo en la Unión Europea, y lo que nos está verdaderamente sucediendo es que nos vamos situando a niveles de países tan avanzados y poco sospechosos de influjo nacionalcatolicista como Finlandia, Dinamarca, Reino Unido, Alemania o Suecia, que nos «aventajan» en este tipo de violencia asesina.

Tanto en cantidad como en su macabra diversidad de ejecución, se multiplican los crímenes de la mal denominada «violencia de género», término equívoco que, junto al igualmente equívoco de «violencia doméstica», se viene utilizando para calificar las salvajadas que realizan, principalmente, algunos hombres con sus esposas o ex esposas, parejas o ex parejas, y hasta con alguno de los hijos. Y son términos equívocos porque ni se trata de la violencia de un género contra otro (no se mata al otro por el mero hecho de ser mujer u hombre, y además, al menos en España, aproximadamente un 20% de estas víctimas son hombres), ni tampoco se circunscriben estos crímenes al ámbito doméstico, sino que se mata fundamentalmente por una cuestión de odio, despecho y desprecio, generado a lo largo de una fase mayor o menor de descomposición de la vida de pareja o en un momento de arrebato pasional, pero siempre ligado a una situación de crisis en la relación marital (paramarital, filomarital o pseudomarital), ya sea por la ruptura en sí o con motivo de enfrentamientos causados por la adjudicación y disfrute de la guarda y custodia de los hijos, u otros negativos efectos de la desintegración familiar.

Como es natural, la gravedad de este tema preocupa a todos los sectores sociales, pero sorprendentemente no se admiten los análisis que no coincidan con el diagnóstico oficial del progresismo sociológico-feminista. Así por ejemplo, recordemos las grandes críticas que generó la publicación de la última pastoral de los obispos españoles sobre la familia, una práctica ésta (el intento de acoso y derribo dialéctico de los obispos) que comienza a constituir casi un deporte nacional de los medios de comunicación españoles. No digo yo que los obispos no puedan errar en cuestión de opiniones temporales y más aún si van por libre (conociendo el caso de Monseñor Setién sobra cualquier explicación adicional), pero cuando se trata de un documento elaborado y aprobado conjuntamente por todos los miembros de la Conferencia no es fácil que los obispos yerren en sus apreciaciones. Cosa diferente es que, como sucedió en este caso de la pastoral familiar, necesitasen más de cien páginas para explicarse, porque esta amplitud de espacio (que se comprende como necesaria para desarrollar con propiedad un discurso sobre una materia tan trascendente como el análisis de la situación de la familia en nuestra patria), no constituye la circunstancia más idónea para difundir la doctrina episcopal entre el común de la gente, conociendo que muy pocos se lo leerán, y que los medios de comunicación (en quienes el personal de a pie suele «delegar» perezosamente para que les informe de este tipo de documentos), no están dispuestos a leerse más de un folio procedente de la Iglesia, cuyos argumentos no comparten y les resultan a priori rechazables, por lo que acaban despachando de manera simplista y con gruesos trazos cualquier tipo de declaración eclesiástica, que fiablemente queda reducida a la frase o el pensamiento que más pueda chocar con la «modernidad» y ser objeto de las mayores críticas. La anterior Pastoral de la Familia levantó ampollas porque quizás no estuviera excesivamente acertada en algunos de los términos utilizados, pero donde sí acertaba plenamente era en el fondo de la cuestión, imputando la causa última de esta terrible «epidemia» asesina al triunfo del hedonismo y al protagonismo enfermizo que se le ha dado al sexo en nuestra sociedad, y que en último término se está traduciendo, tanto en el plano individual como en el social, en un proceso de «cosificación» de las personas, que se van viendo trasformadas en simples objetos de uso y abuso, con lo que ello supone de pérdida de respeto, tanto a sí mismos como respecto a los demás.

Por supuesto que la anterior explicación de la génesis de la «violencia doméstica» no es aceptada en absoluto por el progresismo oficial, cuya tesis infumable, con la que no será capaz de encontrar solución al problema, estatuye el origen de todos los males en la ancestral educación española, católica, machista, humilladora y castrante respecto a la mujer, pontificando que en realidad este tipo de crímenes (incluso mucho peores) proliferaban como sucesos ordinarios y normales durante el franquismo, pero se ocultaban de tal forma que ni siquiera se atrevían las mujeres a denunciarlos. Es decir que, según el guión de esta simplista película progresista, si nos remontamos unos cuantos añitos atrás, cuando uno salía a la calle de madrugada tenía que ir sorteando los cadáveres de las mujeres asesinadas la noche anterior (aunque también pudiera ser que un servicio de limpieza integrado por presos políticos recogiera estos cadáveres a primera hora y limpiara los restos de la barbarie, sin dejar huella alguna de lo sucedido…). En cualquier caso, después de la actuación de la posible brigadilla de limpieza, seguramente pasaría la policía de la terrible dictadura, preferentemente a caballo, y detendría a los ciudadanos que osaban preguntar sobre las manchas de sangre en el asfalto o sobre la repentina desaparición de una vecina, madre de familia. Y ya puestos, los policías aprovecharían para darle musculillo a los periodistas que se atreviesen a indagar sobre el asunto (algo que estaba de más, porque sabido es que la prensa tenía absolutamente prohibido publicar nada de este tipo de casos). Por último, y para remate del tomate, siniestros curas desde el confesionario y púlpitos eclesiales amenazarían a las mujeres con ir de cabeza al infierno si denunciaban la violencia a que las sometían sus mariditos; una violencia ante la cual lo único que les cabría hacer era aguantarse con mucha resignación cristiana, acolchonar las paredes de la vivienda conyugal, e intentar amueblar la casa con elementos de material poco sólido.

Aunque suene así de disparatada, la tesis oficial del progresismo no estaría muy lejos de esta absurda ficción. Pero como las cosas son como son y no como quisieran algunos que fuesen, de repente un reportaje publicado a primeros de mayo en ABC bajo el título: «España, décimo país de la UE en asesinatos de mujeres en el hogar y quinto en maltrato» y con el subtítulo: «La violencia doméstica causa estragos en las naciones más avanzadas del Viejo Continente», viene a destrozar sin misericordia alguna la anterior tesis. Porque según los datos recogidos en este artículo resulta que, lo que desde el progresismo nos han venido machaconamente explicando como un efecto del terrible machismo hispano producido por el nacional catolicismo, es en realidad un fenómeno criminal extendidísimo en la Unión Europea, y lo que nos está verdaderamente sucediendo es que nos vamos situando a niveles de países tan avanzados y poco sospechosos de influjo nacional catolicista como Finlandia, Dinamarca, Reino Unido, Alemania o Suecia, que nos «aventajan» en este tipo de violencia asesina. Analizando el anterior dato, ¿alguien cree que se rectificará el diagnóstico y el tratamiento del problema? En absoluto: por definición del «antidogmatismo» que lo caracteriza, un diagnóstico progresista nunca se rectifica; y si después de mil estudios y mediciones de sesudos sociólogos progresistas subvencionados por el oprobioso Estado español a través de imaginativas oenegés, resulta que el traje realizado a la medida acaba saliendo cortito de mangas, la solución progresista suele ser muy fácil: se amputa un poquito el brazo (recordemos el aborto).

Lo que desgraciadamente sí es del todo previsible es que continúen multiplicándose los crímenes en número y sanguinolentas formas de ejecución, extendiéndose incluso, como está sucediendo recientemente, entre jóvenes cuasiadolescentes, dato que también contribuye a destrozar la tesis progresista porque estamos hablando de jóvenes nacidos a mediados y finales de los ochenta, época en que el PSOE tenía ya suficientemente desplegado en la sociedad española todo su aparato «formativo», y por lo tanto se trata de jóvenes criados a los pechos socialistas y con una leche nada sospechosa de portar los terribles microbios del nacional catolicismo. Y continuarán multiplicándose los crímenes por mucho que se apruebe la tan cacareada Ley integral contra la «violencia de género», o contra la «violencia doméstica», o contra como quieran finalmente denominarla. Y desgraciadamente se multiplicarán, por mucho que aumente el número de policías, fiscales, jueces, psicólogos, psiquiatras, conferencias, mesas redondas, mesas cuadradas y mesas pluriformes. Y dará igual que se cree un «observatorio de la violencia» o que se le facilite al personal especializado un periscopio para observar la intimidad de los hogares que se encuentren bajo sospecha. Dará igual que a los posibles maltratadotes se les cuelgue de las orejas un collarín avisador con conexión directa en la comisaría más próxima, o que les pongan una pulsera con sirena aulladora o que les introduzcan por las narices un piercing explosivo. Incluso dará igual que un intrépido gobierno progresista reforme la Ley de Propiedad Horizontal imponiendo la obligación de adjuntar a cada comunidad de vecinos un policía doméstico experto en «violencia de género». Dará igual todo, porque lo único que con los anteriores instrumentos se podrá atajar es la violencia de los maltratadores habituales (un problema relacionado muy directamente con el abuso del alcohol), pero apenas servirá contra quienes agreden por primera y definitiva vez, con resultado de asesinato y eventual suicidio del asesino, terrorífica práctica que comienza a constituir la «modalidad» más creciente de esta aberrante situación, donde tampoco podemos obviar el efecto mimético multiplicador.

Desde mi modesto criterio, la solución de este gravísimo problema está muy relacionada con dos factores que ahora se pretenden eliminar: la enseñanza de la religión en las escuelas y el carácter permanente del vínculo matrimonial. La recuperación de la formación cristiana de las conciencias en el respeto a la dignidad de la persona, de cualquier persona, y la defensa del matrimonio como institución de carácter indisoluble y permanente, no sólo servirían para combatir la violencia, sino que serían fundamentales a la hora de superar las situaciones de crisis, tanto para el bien de la pareja como para el de los hijos, a los que cada vez se les ignora más incluso desde los criterios de política legislativa del Estado. Pero no, el mensaje oficial del progresismo seguirá insistiendo justo en lo contrario de lo que debiera hacerse, y seguirá empeñándose en combatir la religión y desterrarla de las aulas y de los ámbitos públicos (y cuando hablo de religión me estoy refiriendo al catolicismo, al que falsamente se imputan todos los males como si la «violencia de género» surgiese entre parejas de gente muy religiosa, cuando lo «normal» es lo contrario), y en conceder todas las facilidades posibles para procurar la ruptura del vínculo matrimonial cuanto antes, convirtiéndose sorprendentemente el matrimonio en la única institución donde ante la primera amenaza de crisis, los intentos de conciliación entre las partes van a acabar resultando proscritos desde la propia legislación.

En definitiva, lo que explica en gran parte el fenómeno criminal de que tratamos es el progresivo deterioro moral de nuestras relaciones cuyo origen radica en una acelerada descristianización de nuestra sociedad, y al igual que ya sucediera en la historia anterior a la implantación del cristianismo, en una sociedad sin esperanza ni creencia en nada más allá que en lo que se puede ver, gustar, oler, tocar y oír, los seres humanos físicamente más débiles llevan las de perder: la mujer respecto al hombre, el anciano respecto al joven, el enfermo respecto al sano, el minusválido respecto al «válido», el niño respecto al adulto, el no nacido respecto a la embarazada... Allí donde se ignora el concepto de dignidad humana, queda un campo abonado para que arraigue la ley de la selva y prevalezca la fuerza del más salvaje: el león devora a bambi (salvo que bambi sea de acero) y el pez grande se come al chico. (Es obvio que el mero hecho de que una sociedad no sea cristiana no implica necesariamente el que sus habitantes vayan a convertirse automáticamente en depredadores unos de otros, no afirmo yo esto; pero también es obvio que cuando, como avance novedoso se elimina la naturaleza cristiana de una sociedad que hasta entonces lo era, y se «supera» la consideración de la persona como un ser portador de un alma inmortal y merecedor de todo el respeto, por el solo hecho de ser persona, se ha iniciado un camino que puede fácilmente acabar de forma muy «natural» en cualquier cuneta…, y esto es así aunque se nos intente vender el discurso, tan masónicamente difundido, de que la religión ha sido la causa de todos los males y de todas las guerras, cuando la verdad es que las mayores atrocidades, tanto en cantidad como en «calidad», proceden precisamente del intento de implantación de ideologías no ya irreligiosas sino antirreligiosas: a la historia del siglo XX me remito).

En cualquier caso, y retomando el tema de este artículo, lo más inquietante en esto de la violencia de género no es lo que está sucediendo actualmente, sino lo que está por venir; porque como decía aquél: lo peor del presente es el futuro; y así, al continuar haciéndose un análisis equivocado sobre lo que nos está pasando, también se impone un tratamiento erróneo incapaz de atajar los crímenes que no sólo no se detendrán, sino que, repito, irán en aumento. Por supuesto que se salvará más de una vida mediante alguna reforma legal, pero nadie piense que unas reformas, que se basan sobre todo en el aumento del número de medios materiales, acabarán con esta gravísima criminalidad, porque no atajarán el problema en su auténtica raíz. Y un ejemplo muy gráfico de este grave error en el análisis lo encontramos en unas conocidas palabras del presidente de Gobierno cuando no era todavía tal, llegando a sentenciar que lo que nos hacía falta en España era más gimnasia y menos religión. Este «acertado» diagnóstico, procedente nada menos que de alguien convertido en presidente de Gobierno, es un claro exponente de la frivolidad con que se desprecia desde el poder la formación religiosa, y el ínfimo valor que ésta merece al comprensivo socialismo gobernante de talante dialogante. (Y abro este paréntesis, porque es curioso que Zapatero manifestase la ya famosa frasecita sobre la enseñanza de la religión, ya que, si no recuerdo mal por lo leído en una entrevista publicada hace aproximadamente algo más de un año, sus dos hijas estudiaban por entonces en un colegio religioso, circunstancia que al chocar frontalmente con sus proclamas laicistas, intentaba ZP soslayar alegando que tal educación se debía a un especial interés de su esposa Sonsoles. De esto se deduce que lo que Zapatero considera como una materia de posible perjuicio para los hijos de los demás -si no la considerase así, no la suprimiría de la enseñanza obligatoria-, en cambio, o no la considera perjudicial para sus hijas, o no es capaz de imponer su criterio por encima del de su esposa, lo cual resulta a su vez, o una incongruencia indigna de un presidente de Gobierno, o una preocupante muestra de debilidad de carácter).

Pues bien, si una de las soluciones que el intrépido Zapatero ofrece para combatir los males de nuestra sociedad es la de más deporte o más gimnasia y menos religión, la única esperanza que por ese camino cabe para atajar la criminal «violencia de género» es que el deporte que les enseñen a las mujeres consista en un surtido variado de artes marciales y técnicas de defensa personal, así como pruebas de resistencia, velocidad y saltos, para que llegado el caso del ataque del cafre, la mujer pueda oponer una defensa eficaz o quitarse de en medio con toda rapidez; pero nadie piense que ZP y sus amigos van a acabar con los malos tratos aplicando esa fórmula, porque están utilizando justo el remedio contrario. Ni tampoco crea nadie que va a servir de algo esa nueva asignatura que ahora invocan los sabios iluminadores del progresismo, cuyo contenido lo componen unos supuestos «valores cívicos», sucedáneos de los valores religiosos, porque lo único que frena el nacimiento de una respuesta violenta (y no siempre) es una conciencia formada en valores superiores. En resumen, que lo que en realidad nos haría falta es precisamente más enseñanza de religión (acompañada si se quiere, ¿por qué no?, de más deporte), que informe y forme las conciencias, para que llegado el desgraciado caso de una crisis matrimonial o una ineludible separación, quienes un día se amaron no se miren con ojos inyectados en sangre considerando al otro como una pieza a abatir que hay que reducir hasta la humillación, y con independencia del daño que se haya podido recibir, recuerde que toda persona, como hijo de Dios, goza de una dignidad sagrada y merece todo el respeto posible

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Miguel Ángel Loma

 

Revista Arbil nº 81

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