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Carta a Su Alteza Real D. Felipe
de Borbón y Schleswig-Holstein
Sondenburg-Glücksburg, Príncipe de Asturias
por
Jorge García-Contell
Alteza,
habéis de recordar que ante los españoles y
ante la Historia, la monarquía contemporánea
desprovista por completo de las
atribuciones que en otras épocas le fueron
propias carece de justificación más
allá del escueto sentido de la ejemplaridad.
Ejemplaridad al encarnar los más altos valores y
nobles virtudes, pues la vulgaridad y los vicios
se propagan sin gran esfuerzo docente
|
Alteza:
En primer lugar al dirigirme a Vos debo, y con
gusto cumplo lo debido, transmitiros mi
felicitación por vuestro reciente enlace y
desearos toda suerte de ventura personal en la
nueva vida que acabáis de iniciar en común con
la Princesa Doña Leticia, vuestra esposa.
Tras el incesante flujo de información que sobre
la boda de Vuestra Alteza hemos recibido los
españoles desde que se anunciara el compromiso
y que se ha convertido en auténtica
inundación a lo largo del mes de mayo
deseo, como español y futuro súbdito vuestro,
manifestaros algunas consideraciones que estoy
seguro tendréis en cuenta, habida cuenta de
vuestro constante desvelo por cuanto atañe a los
destinos de España.
Cuando el momento sea llegado, seréis
depositario de la antigua tradición que tuvo
origen en las montañas de vuestro Principado en
los comienzos del siglo VIII. España había
sufrido pocos años antes la mayor de las
catástrofes posibles para una comunidad
nacional, hasta el punto de estar en aquellos
momentos abocada a su disolución: derrotada,
humillada y alienada por una civilización
hostil. Bien sabéis, Alteza, que los primeros
monarcas fueron alzados sobre el pavés no por
razón de sangre y herencia, sino por su voluntad
de consagrarse a la causa del pueblo, su
capacidad para proponer a ese mismo pueblo metas
ambiciosas y su disposición para encabezar la
tarea. Cuando, más tarde, la monarquía se
consolidó como institución hereditaria
permaneció inalterable su carácter de valedora
de la nación, compartiendo con ella los éxitos
y las adversidades. Tanto o más investía de
legitimidad a los reyes, vuestros antepasados, el
recto desempeño de la soberanía como su linaje.
Esta doble legitimidad, de origen y de ejercicio,
justificaba la asunción de privilegios de todo
tipo paulatinamente adheridos a la Corona y que,
en gran medida, garantizaban la independencia de
los soberanos para ser fieles a su misión sin
otro sometimiento que el impuesto por la justicia
y el bien común. Por desgracia, no siempre los
soberanos entendieron rectamente su cometido y en
vuestra egregia dinastía reyes hubo que, en los
momentos de tribulación, abandonaron la Patria
en manos de sus enemigos y otros que por
estulticia o negligencia nos encaminaron
hacia la hecatombe nacional.
En nuestros días, Alteza, los cambios de toda
índole se suceden de forma acelerada. Las
sucesivas revoluciones, pacíficas o no, que
jalonaron la modernidad alteraron el entramado
institucional hasta el punto que nuestra sociedad
apenas hoy se asemeja a lo que fuera en épocas
pretéritas. Y la monarquía no es una
excepción.
Os consta que Su Majestad el Rey Don Juan Carlos
I, vuestro augusto padre, carece por completo del
poder de decisión que detentaron y ejercieron
Fernando V e Isabel I (de gloriosa memoria). Ni
siquiera conserva la facultad de iniciativa regia
de la última época de Fernando VII o de su hija
Isabel II (ambos de infausto recuerdo). Sois
perfecto sabedor de la nula operatividad
práctica de la monarquía desde que se
promulgara la Constitución de 1978, de la
absoluta irrelevancia del criterio del monarca y
de su minúsculo cometido institucional como mero
sancionador de normas de ajena redacción. Os
ruego, Alteza, que me disculpéis de incluir
entre los cometidos del Rey el de Jefe Supremo de
unas Fuerzas Armadas teledirigidas desde allende
nuestras fronteras, por más que Su Majestad y,
ocasionalmente, Vuestra Alteza cubran sus pechos
de condecoraciones y presidan vistosos desfiles.
Así y todo, no seré yo quien cuestione el
indudable apego de la mayoría de los españoles
a la monarquía. Voces más autorizadas que la
mía precisan que en España no abundan los
monárquicos vocacionales, sino los juancarlistas
pasionales. Tanto da; lo cierto y verdadero es
que allá donde hagan acto de presencia Su
Majestad, Vuestra Alteza o cualesquiera otros
miembros de vuestra Real Familia, varios miles de
españoles se arracimarán con entusiasmo en su
rededor. Así viene sucediendo por la
concatenación de diversas circunstancias desde
el momento en que Su Majestad accedió al Trono
por designación directa de Francisco Franco, en
contra de las normas sucesorias de la Casa de
Borbón y marginando a vuestro augusto abuelo.
Primeramente, por la dócil complacencia de Don
Juan Carlos al secundar el proyecto de
demolición del Estado franquista, adecuadamente
recompensada por la clase política de la época
que incluyó la monarquía en el conjunto
indisociable de la Constitución vigente. En
segundo lugar, por la magnífica orquestación
mediática de loa incondicional tras el fallido
golpe de Estado de 1981, en la que Su Majestad
jugó un papel tan decisivo en su frustración
como equívoco por lo tardío de su
intervención. Por último, cabe recordar que la
Institución permanece bajo una campana de
cristal opaco que la resguarda de todo cuanto no
sea adulación cortesana. Vuestra Alteza, que por
razones de edad no conoció la censura oficial de
prensa, paradójicamente es beneficiario de la
más implacable autocensura de los medios de
comunicación.
Humildemente me atrevo a sugeriros que seáis
prudente y comedido en vuestro presente proceder,
y más todavía cuando la Corona de España ciña
vuestras sienes, si así lo dispone Dios Nuestro
Señor. Tened presente que, a pesar del cerco
impuesto de discreto silencio, son ya muchos los
españoles que comprueban cómo reiteradamente a
lo largo de los años personajes afamados del
mundo financiero, mercantil y de la alta sociedad
coinciden en la circunstancia de gozar del favor,
cercanía y amistad de Su Majestad el Rey y,
años más tarde, ven eclipsada su estrella por
sentencias judiciales en casos de estafas y
delitos societarios diversos. Así ocurrió con
Javier de la Rosa, con Mario Conde, con el
Príncipe Zourab Tchokotoua de Georgia, con los
inseparables Alberto Cortina y Alberto Alcocer y,
por último, con Manuel Prado, gestor personal de
las finanzas de Su Majestad que no ha podido
asistir a la boda de Vuestra Alteza por hallarse
recluido en la prisión de Sevilla.
Tened presente, Alteza, que el argumento que con
tanta insistencia se ha esgrimido en favor de la
idoneidad de la Princesa Doña Letizia como
futura Reina de España puede llegar a ser una
peligrosa arma de doble filo para la pervivencia
de la Institución. Si todos los medios escritos
y audiovisuales coinciden, con sospechosa
unanimidad, en destacar la modernidad de una
monarquía que acoge en su seno a una joven
normal, trabajadora normal, divorciada normal y
con agitado y normal pasado sentimental, es
lógico que el pueblo comience a extender la
exigencia de normalidad a otras facetas de la
Jefatura del Estado. Porque, y Vos bien lo
sabéis, si algo hay consustancialmente opuesto a
la monarquía es precisamente la normalidad.
Considerando la total intrascendencia del
cometido regio en la gobernación nacional, no os
sorprenderá que un número creciente de
españoles considere claramente excesiva y muy
poco normal la asignación presupuestaria para la
Real Casa de 7.513.000 euros. Ello sin contar los
cuantiosísimos gastos sufragados por Patrimonio
Nacional en concepto de palacios, parque
automovilístico, embarcaciones de recreo y
aeronaves a disposición de la Real Familia. De
igual manera, Alteza, en un país como el nuestro
con el 194% de la población bajo el umbral
de pobreza, difícilmente puede considerarse
normal que los españoles hayamos costeado
4.230.000 euros por la construcción de vuestra
nueva residencia, sobre todo si pensamos en los
diferentes palacios ubicados en la provincia de
Madrid que muy bien podrían haber sido
habilitados para dicho uso. Considerad,
finalmente, que los más de 21.000.000 de euros
que han costado al pueblo español vuestra boda y
sus celebraciones no encajan en la definición de
normalidad que habitualmente empleamos los
súbditos de esta monarquía.
Concluyendo, Alteza, habéis de recordar que ante
los españoles y ante la Historia, la monarquía
contemporánea desprovista por completo de
las atribuciones que en otras épocas le fueron
propias carece de justificación más
allá del escueto sentido de la ejemplaridad.
Ejemplaridad al encarnar los más altos valores y
nobles virtudes, pues la vulgaridad y los vicios
se propagan sin gran esfuerzo docente. En este
sentido, humildemente os invito a reflexionar
acerca de vuestra ausencia de la celebración de
la Fiesta Nacional el pasado 12 de octubre de
2003 y que se justificó de forma oficiosa por
incompatibilidad con otras obligaciones. Os
aseguro que no salió airosa la figura del
Príncipe de Asturias tras conocerse que, en
realidad, descansabais plácidamente en un hotel
de Viena en compañía de Doña Letizia, todavía
no formalmente vuestra prometida. Tampoco
desempeñasteis un muy lucido papel cuando, tras
la masacre de Atocha, anunciasteis públicamente
que suspendíais en señal de duelo vuestra
fiesta de despedida de soltero para, al poco,
descubrirse que habíais disfrutado de un crucero
de placer en el Caribe junto a vuestra prometida
y varios amigos más, mientras España entera
vivía las jornadas de Semana Santa aún
sobrecogida por la barbarie del terrorismo
islámico.
Vos, Don Felipe, podéis todavía escoger entre
dos caminos divergentes. Podéis asumir vuestro
papel de símbolo viviente de las tradiciones
nacionales y personificar el modelo de servicio a
la unidad y grandeza de la Patria. En sentido
opuesto, podéis continuar avanzando por la senda
que dibujan vuestras recientes actuaciones ya
mencionadas. Seréis perfectamente libre al
realizar vuestra elección pues ninguna autoridad
humana os puede imponer su voluntad, pero
recordad, Alteza: el segundo camino puede
llevaros hasta Cartagena, como a Su Majestad el
Rey Don Alfonso XIII, vuestro augusto bisabuelo,
para emprender desde allí un exilio semejante. ·-
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Jorge García-Contell
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