Elevo mis preces, con todo el
dolor de mi corazón y la conmiseración espasmódica
de mi alma, por esas legiones de mujeres
desnortadas que deambulan en este Occidente
petulante que se cree más civilizado que nunca;
han sido heridas mortalmente por el engaño de la
esperanza falaz de una vida mejor, del resurgir
de sus potencias humanas, de la realización
de sus más altas aspiraciones.
Sus mentes torturadas de hoy han sido absorbidas
por ese fenómeno actual de la desinformación
planeada en las covachas de la criptocracia y
expandidas con la notoria procacidad de los
poderosos medios de comunicación a los que
sucumben las masas, incapaces de penetrar el
arcano de sus mentiras, la base de sus
injusticias, la médula de sus perversas
intenciones.
Se dejan absorber, porque son muy pocos los que
se sienten con fuerzas para sustraerse a esa
machacona e insistente influencia y de luchar
contra la corriente arrasadora de sus manejos de
cloaca. Y una vez absorbidas por la fuerza
irresistible de sus planteamientos, una vez
inmersas en esa corriente que se convierte en
riada que todo lo asola, cuando acaso están en
condiciones de detectar el error al que han sido
llevadas, ya no hay remedio, hay que continuar o
morir.
Observad en las calles de nuestras ciudades, en
cada mañana de invierno, casi de madrugada, a
esas pobres mujeres que se juegan la vida en un
ciclomotor, engullidas en la vorágine del tráfico
enloquecido, tapadas sus caras hasta los ojos por
una bufanda que lucha con poco éxito contra el témpano
frío del alba, ateridas y presurosas por llegar
a tiempo a sus destinos. Van a trabajar, van a
realizarse, van a lograr la
independencia y la huida de ese submundo
aterrador que las mantenía esclavas en sus
casas, dominadas por los cínicos varones que las
explotaban inmisericordes en sus hogares. Figuras
poéticas que, repetidas machaconamente durante
tres o cuatro generaciones, han llegado a mellar
sus entendimientos y sus sentimientos.
La realidad es muy otra: van a teclear
cansinamente, con la angustia de las prisas que
reclama su rendimiento (la rentabilidad es hoy
uno de nuestros más poderosos dioses), una máquina
de escribir o un teclado de ordenador, a atender
tediosamente una ventanilla en la que leen sin
leer los documentos monótonamente iguales que
les presentan pobres gentes que esperan el pago
de una deuda, el acceso a un permiso, una
subvención comprometedora
Mientras que
cuidan atentas su retaguardia para que el jefe de
turno, dueño de sus destinos (porque lo es de
sus ascensos, de sus descensos e incluso de su
futuro) no se pase de ciertos límites y llegue a
tentarles partes delicadas de sus anatomías. O
incitándolos a ello para hacer menos penoso el
ascenso en el mísero escalafón. Alcanzan con la
misma angustia de las prisas, a la hora de comer,
un garito que expende comida basura (eso sí, muy
rápida) que deforma sus cuerpos y destroza sus
estómagos; y vuelta a la rutina del tecleo hasta
agotar la jornada laboral.
Recogen presurosas a sus crías que han
abandonado al impersonal cuidado de una guardería
y regresan con ellas, aún tan tiernas, a sus
hogares. Las desnudan para el baño, las cubren
de besos, juguetean con ellas. El instinto
materno que no han podido dominar quienes las
dominan a ellas (se pueden superar muchas cosas,
pero jamás la naturaleza humana) y que les ha
martilleado todo el día (como un eco de sus
intuiciones más íntimas con luminosidades
eventuales que hacen que sus almas sollocen por
el recuerdo concreto y consciente de la criatura)
les lleva a añorar, aún desconociéndola, la
bendición de estar cada día, cada hora, cada
minuto, cuidando y acariciando a ese niño que
han parido y que se transforma, después del
parto, en el único objeto de sus atenciones y de
su felicidad.
Las lágrimas asoman a sus ojos y piensa cada
madre que esa sí sería su función, su vocación,
su aptitud, su dicha, su consuelo
Ese
pedazo de carne que tiene ante ella
ese sí,
hace temblar todas sus fibras sensibles y colma
sus emociones. Los movimientos convulsivos e
incontrolados de esas piernecitas, de esos
bracitos tan tiernos, tan indefensos.. y sueña;
sueña con otra vida en la que el alba fría y
desoladora le sorprendería en sueño reparador
solo interrumpido por los gorgojeos del niño en
la cuna vecina. Ella sacaría su brazo de la sábana
caliente y balancearía suavemente, con cariño,
la camita. El bebé sentiría el amor de esa
carne que es su madre, lo único que le liga al
mundo exterior que empieza a sentir de manera
vaga; y otra vez el sueño reparador invadiría
las dos almas gemelas, hasta que la hora de
preparar alimentos sanos que no dañarán los
cuerpos y las mentes de la familia y que
compartirán en la mesa común, le lleva al
sagrado recinto en el que ella es dueña y señora,
reina omnipotente.
Imagina esa escena de sueño y siente en su alma,
en su trigémino, la necesidad perentoria de
cumplirlo, de aislarse de la tabarra del mundo
brillante en el que ha pensado realizarse,
ser ella misma, liberarse
gloriosamente. Pero ya es tarde, ya es imposible,
ya se ha convertido en una meta inalcanzable, en
un privilegio del que jamás podrá gozar. El
marido (si lo hay) se pega también diariamente
de calamazones con todos los límites que le han
impuesto por su parte. Hay que pagar las letras
de un piso supercaro, las letras de todas las
comodidades que adornan ese piso, las del coche
que solo sirve para ir a trabajar
Y el piso
no es un hogar porque nadie lo ocupa y está
vacante y solitario; y los muchos artefactos
electrónicos son inútiles para calentar el
piso, que no tiene calor ni lo tendrá jamás. Es
como ese famoso tubo de la risa en el que uno se
mete y ya no puede salir, que da vueltas y más
vueltas golpeando y torturando nuestros cuerpos,
ajenos ya al control de sus movimientos. Hay que
trabajar, hay que pagar, hay que salir, hay que
entrar; la cena de los López, el regalo a la niña
de los Pérez que se ha casado para iniciar un
ciclo igual, viajes a un lejano extranjero en el
que nada nuevo aprenden pero que les libra del
pecado mortal de no poder contar paraísos exóticos
de otras tierras
¿Y el niño? El pobre niño lo tiene aún más
duro, su presente es aún más crudo: privado del
calor que solo la madre es capaz de
proporcionarle porque el cordón umbilical no se
ha desvanecido con el tijeretazo del médico
partero sino que sigue uniendo a los dos seres en
el espíritu, se ve vejado por el trato
impersonal y frío de profesionales de su cuidado
que les atenderán asépticamente, aplicando toda
la nueva tecnología del tratamiento técnico de
un bebé. ¿Qué le importa a ese ser la técnica
y la profesionalidad? Lanza su manita y no
tropieza en la falda de su mamá ni encuentra la
mano firme que le protege. Busca con su boca el
pecho maternal que debe alimentarle y no
encuentra más que el frío roce de una goma y
los mejunjes, también estudiados científicamente,
que no le aportan ese calor que solo es humano y
que le sigue ligando al claustro en el que se ha
mecido por la friolera de nueve meses, todos los
de su vida. Busca y no encuentra el calor del
alma, que no del cuerpo.
Las gentes, histéricas y desalmadas, hablan de
enfermedades que jamás el ser humano adulto había
experimentado: las depresiones, la angustia vital
Yo os digo que no hay más angustia vital que la
que sobreviene y marca a un neonato que ha
buscado incesante a su madre y no la ha hallado.
¿Qué nuevas generaciones nos espera contemplar?
¿Qué harán de nosotros y de nuestro mundo?
La misma educación torticera ha conseguido en el
género humano, en nuestros días, cotas de
inhumana crueldad que roza lo satánico, de
maldad y perversión hasta hoy desconocidos, de
bestialidad demoníaca de la que no son capaces
ni los animales más salvajes ni se conoció en
Sodoma, donde todo vicio tenía asiento: se
propone como remedio a la cruel experiencia de
los hijos sin hogar, sin calor, sin mimos y sin
madre, la conjura del aborto. Y se legisla y se
le da carta de naturaleza. Los babeantes imbéciles
del progreso, amigos y defensores de cualquier
perversión por envilecedora que sea, gritan en
algarabía de gallinero loco cuando alguna voz
sensata se eleva, llama a las cosas por su nombre
y tilda de monstruosidad tal acción: ¿Quién se
atreve a desposeer a la mujer del derecho a
interrumpir voluntariamente su embarazo?
No, repudiados monstruos satánicos, progres
porque progresáis hacia lo negro de la nada; no
llaméis a las cosas con nombres rimbombantes que
desfiguran su auténtica naturaleza: se llama
el crimen más fiero, sañudo, sanguinario,
desalmado, despiadado, monstruoso, perverso,
salvaje y cruel que puede cometer un ser
humano. Crimen que realiza la misma madre contra
su hijo, que lo comete en el momento más débil,
más indefenso de la vida del niño. Y que lo
ejecuta precisamente aquella que tiene a su
cuidado la salvaguarda del niño, la defensa del
ser más indefenso. Nerón, que sacrificó a su
madre y mató a su caballo, no hubiese ideado un
crimen tan inicuo. Las hordas bárbaras que
cruzaban las estepas nórdicas sin apearse del
caballo durante semanas, ponían en manos de sus
hembras todos los medios para que cuidasen de sus
hijos, antes y después del alumbramiento. Solo
Satanás es capaz de un invento tan diabólico.
Y son ellos los que no son cansos en su aquel de
perorar sobre el respeto a la vida humana y sobre
el respeto a los demás: jamás se ha
visto en la historia de la humanidad una época
tan desdichada que haya sido capaz de asimilar
tanta monstruosidad y de ponerla en práctica con
la desfachatez con que se cometen tales crímenes.
A veces, superando presiones, los Obispos en Sínodo,
o la Santa Sede, o cualquiera de los componentes
del clero, levantan la voz contra tanta felonía,
levantan la voz y acusan por sus nombres estas prácticas.
La nefasta progresía se revuelve herida y se
monta el griterío de cornejas tildando de
incivilizados, de autoritarios y de
intransigentes a todos los que tenemos que ver
con la Religión Católica. Ladran, luego
cabalgamos. Si ellos se alzan en algarabía
incerebral, es que nosotros tenemos razón. Si no
lo confirmase tan rotundamente la simple
observación de la naturaleza humana, del bien y
del mal, del sentido de la justicia, de la
racionalidad más simple, sabríamos de nuestro
acierto por su alharaca.
Mujeres, mujeres
no sabéis lo que os habéis
dejado en este tortuoso y desdichado camino de la
modernidad y del progreso. Pero estad seguras de
que lo habréis de saber; y que cuando lo sepáis,
ya no tendrá remedio, ya habréis cambiado el
dulce estado de esclavitud en que os
tenía el varón, por una esclavitud real, firme
e inmisericorde, de la que (de esa sí) no podréis
libraros ya jamás ni los que lo intentemos
podremos libraros. Entenderéis entonces que teníais
la libertad y la habéis perdido. Y que la
naturaleza y Dios Nuestro Señor ha de castigar
vuestro desvarío y vuestro crimen. Como castigará
sin piedad a quienes lo han promovido y
divulgado, porque ellos son más culpables que
vosotras.
Mientras tanto, podéis cantar a gritos el himno
de la libertad (esa que no tiene ira pero que
mata inocentes despiadadamente); podéis
zambulliros en el más estéril de los
feminismos. Ignorantes de que Simone de Beauvoir,
madre de las feministas francesas, recibía de su
Jean Paul un vapuleo físico diario, como si
fuese su desayuno espiritual de cada día,
mientras preparaba al nefasto filósofo una de
sus alumnas para saciar las perversiones patológicas
de Sartre. Nunca sabremos a conciencia cuantas
feministas inglesas de las más radicales del
XVIII tuvieron igual suerte y fueron torturadas
por sus parejas; aunque sí sabemos que fueron
muchas.
Miserere mi: estos tiempos que nos ha
tocado vivir y lo que aún nos queda por ver, son
sin duda el resultado de nuestras culpas. Y en
estas culpas sí me incluyo yo e incluyo a todos.·-
·-· -··· ···-·
Javier de Echegaray
|