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Europa.Reflexiones de un cristiano ante la inminente Constitución Europea
por
Pablo Siegrist Ridruejo
En la actualidad, en Europa se está produciendo un extraño fenómeno de cristofobia que ha sido denunciado por el Catedrático americano J. H. H. WEILER y que corresponde con “la tendencia a evitar las cuestiones difíciles por medio de una retórica superficial y simplista” , hecho que ha quedado de manifiesto en el debate en torno a los trabajos de la Convención. Y, sin embargo, ignorar esta cuestión implica, no sólo el rechazo de toda la historia europea, sino el intento de expulsar de la vida pública toda referencia religiosa y, particularmente, cristiana
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La creación de la Unión Europea en 1992, mediante la firma de su Tratado constitutivo en Maastricht (Holanda), perseguía, y así se reconocía en el preámbulo y en el artículo A de aquél, favorecer “una unión cada vez más estrecha entre los pueblos de Europa” (1) . De ahí que se creara la Unión Europea, más allá de la mera comunidad con fines comerciales vigente hasta esa fecha, que habría de “afirmar su identidad en el ámbito internacional”(2) ; y que se atribuyeran en su Tratado constitutivo competencias a las instituciones de la Unión, por ejemplo, en materia de política cultural, un hecho insólito hasta entonces.
Pero es que también éste había sido el fin primero que perseguían los padres fundadores del proceso de integración europeo. Se buscaba un modelo que finalizase con la plena unión entre todos los pueblos europeos, no sólo los Estados, como una gran “nación europea”. A ella se llegaría a través del método funcionalista que había ideado Jean Monnet, asesor del Ministro de Asuntos Exteriores francés por aquellas fechas, Robert Schuman, en virtud del cual la integración se iría completando a través de pasos concretos y en materias determinadas, comenzando por los aspectos comerciales. De esta forma, al aspirar a la unión de unos determinados pueblos que podían denominarse europeos, se reconocía claramente la existencia de una cierta identidad común, reflejada en determinados valores compartidos de forma universal y unánime por todos los europeos.
Los valores que se consideró definitorios de esta identidad cultural compartida, por ser comunes a todos los Estados miembros de la Unión Europea, fueron recogidos en el artículo F del Tratado de la Unión Europea conforme al articulado de Maastricht, actual artículo 6. Estos valores comprenden: “libertad, democracia, respeto de los derechos humanos y de las libertades fundamentales y el Estado de Derecho”. Sobre ellos debe fundamentarse toda la actuación de la Unión y, consecuentemente, compartirlos es requisito sine qua non para ingresar en ella.
En estos momentos, la Unión Europea se ha enfrentado a su más importante proceso de ampliación, por el cual ha pasado a estar compuesta por veinticinco Estados, que comprenden una población total de 450 millones de habitantes. La necesidad de garantizar una cohesión efectiva entre estos nuevos Estados y los ya pertenecientes a la Unión ha puesto de manifiesto la necesidad de acometer una nueva reforma de los Tratados constitutivos, de modo que el funcionamiento de la Unión sea más eficaz y se defina verdaderamente su naturaleza jurídica.
Con el fin de abordar este cometido, los Estados miembros de la Unión convocaron en el Consejo Europeo celebrado en Laeken (Bélgica), en diciembre de 2001, la que se llamó Convención sobre el Futuro de Europa. En ella debían reunirse las principales partes interesadas en el debate sobre el futuro de la Unión para elaborar, de forma consensuada, un documento base para la Conferencia Intergubernamental que decidiría sobre la próxima reforma de los Tratados. Se pretendía así reestructurar la Unión Europea del modo más democrático posible, por lo que en la Convención participaron los representantes de los ciudadanos de todos los Estados miembros, así como de los Estados candidatos a la adhesión, cuyo ingreso en la Unión era inminente; y se fomentó un intenso debate social a través, particularmente, de Internet.
Todo este proceso desembocó en la conclusión de que era necesario adoptar una Constitución para la Unión Europea. Así, en los meses de junio y julio del pasado año, la Convención Europea llegó a un consenso sobre el Proyecto de Tratado por el que se instituye una Constitución para Europa, que fue presentado al Consejo Europeo para su aprobación (3) .
Sin embargo, esta aprobación, que requería para producirse la unanimidad en la votación del Consejo Europeo, nunca llegó. Las causas de este hecho fueron, principalmente, el rechazo de España y de Polonia, entre otros, al texto presentado para su votación durante la Cumbre de Bruselas (12 y 13 de diciembre de 2003). Pero, ¿por qué se opusieron a este texto que, presumiblemente, habían aceptado en el seno de los trabajos de la Convención?
Las resoluciones de la Convención Europea se adoptaban, como hemos dicho (y en contra de lo que sucede en el Consejo Europeo para la modificación de los Tratados, donde se requiere la unanimidad), por medio del consenso. De ahí que algunos de sus miembros pudieran oponerse a algunos puntos de dichas decisiones y, aún así, adoptarse la propuesta de Constitución.
Por otro lado, el texto presentado por la Convención Europea tenía, al menos, dos puntos controvertidos. En primer lugar y en un orden más práctico, se modificaba en él el sistema de votos en el seno del Consejo Europeo. Comprender la posición privilegiada de que goza esta institución en la adopción de los actos legislativos de la Unión ilumina claramente esta cuestión, de claras consecuencias prácticas para la toma de decisiones en la Unión: el Consejo Europeo y el Consejo de Ministros son, junto con el Parlamento Europeo en la mayoría de los casos, las instituciones que ostentan el poder legislativo en la Unión Europea. Por tanto, les corresponde la decisión sobre muchas de las principales cuestiones que afectan a la vida cotidiana de los ciudadanos europeos. En el Consejo Europeo, el voto representa las posiciones nacionales respecto de cada actuación, y el peso correspondiente a cada Estado en esta institución había sido objeto de un pesado debate durante las negociaciones que precedieron al Consejo Europeo de Niza de 2001, en que se acordó la última reforma de los Tratados constitutivos.
En este debate, España había conseguido ampliar su peso en el Consejo Europeo, de modo que se correspondía más justamente con su peso en Europa. Sin embargo, el texto presentado por la Convención Europea implicaba, de nuevo, la reducción del peso del voto español en el Consejo. Una situación similar era la que afectaba a Polonia. Esta cuestión fue la primera causa que paralizó la aprobación de la Constitución Europea.
Por otro lado, hay una cuestión, de fondo y de mayor transcendencia en el largo plazo, referida a la redacción del Preámbulo de la Constitución Europea, que motivó la postura de estos dos Estados. El Preámbulo fue redactado directamente por los componentes del Presidium de la Convención. Este órgano, que dirigía los trabajos de aquélla, estaba presidido por el francés Valéry Giscard d´Estaing, claro representante del movimiento laicista radical francés.
Permítaseme que introduzca aquí parte del Preámbulo del Proyecto de Constitución Europea:
? “Conscientes de que Europa es un continente portador de civilización, de que sus habitantes, llegados en sucesivas oleadas desde los tiempos más remotos, han venido desarrollando los valores que sustentan el humanismo: la igualdad de las personas, la libertad y el respeto a la razón,
? Con la inspiración de las herencias culturales, religiosas y humanistas de Europa, cuyos valores, aún presentes en su patrimonio, han hecho arraigar en la vida de la sociedad el lugar primordial de la persona y de sus derechos inviolables e inalienables, así como el respeto al Derecho,
? En el convencimiento de que la Europa ahora reunida avanzará por la senda de la civilización, el progreso y la prosperidad en bien de todos sus habitantes, sin olvidar a los más débiles y desfavorecidos; de que esa Europa quiere seguir siendo el continente abierto a la cultura, al saber y al progreso social; de que desea ahondar en el carácter democrático y transparente de su vida pública y obrar en pro de la paz, la justicia y la solidaridad en el mundo,
? En la certeza de que los pueblos de Europa, sin dejar de sentirse orgullosos de su identidad y de su historia nacional, están resueltos a superar sus antiguas divisiones y, cada vez más estrechamente unidos, forjar un destino común, (...)”.
El preámbulo de cualquier norma jurídica tiene un valor interpretativo de aquélla que es innegable. Expone, en las mejores ocasiones, los principios generales del Derecho, que sirven para interpretar la norma y, así, poder proceder a su aplicación. Es extraño, pues, que se evite en este punto abordar en profundidad el asunto de la identidad europea, que es aquello que permite que trabajemos por una unión más allá de la meramente comercial: es lo que justifica la existencia de esta Constitución. Entonces, ¿se orilla el tema de la particularidad y diferencia europea para evitar roces? Y, ¿por qué no abordar los temas complejos, en vez de evitar los roces? Los roces se solucionan dialogando, no aparcándolos.
Por otro lado, el segundo párrafo del artículo 1 de este Proyecto establece que “La Unión está abierta a todos los Estados europeos que respeten sus valores y se comprometan a promoverlos en común”. Estos valores se enumeran en el siguiente artículo, que reza de la siguiente manera:
? “La Unión se fundamenta en los valores de respeto a la dignidad humana, libertad, democracia, igualdad, Estado de Derecho y respeto a los derechos humanos. Estos valores son comunes a todos los Estados miembros en una sociedad caracterizada por el pluralismo, la tolerancia, la justicia, la solidaridad y la no discriminación.”
Asimismo, en el artículo 3, al definir los objetivos de la Unión, se dicta como primera finalidad de ésta la de “promover la paz, sus valores y el bienestar de sus pueblos”.
De todo lo expuesto, atendiendo al texto del Proyecto, podemos concluir que la Unión Europea pretende basar toda su actuación, interna o externa, en una serie de valores que considera fundamentales y definitorios de su propia identidad. Pero, ¿cuál es el origen de éstos y qué los justifica?
El primero de los valores al que se hace referencia en el Preámbulo y en el artículo 2 del Proyecto de Constitución Europea es el respeto a la dignidad humana. Su ubicación en el texto constitucional nos aporta luz sobre el contenido que le otorgan los redactores de aquél. La dignidad humana fundamenta el resto de los valores presentes en el texto y, por eso, ha de ser su introductor. Esta dignidad corresponde por igual a todas las personas y otorga una serie de libertades y de derechos inalienables, que son reconocidos en la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión que incluye la Parte II del Proyecto de Constitución Europea.
Puede considerarse que el respeto a la dignidad humana es un valor que, sin dejar de ser universalmente válido, ha sido reivindicado del modo más pleno por el cristianismo. Y, paradójicamente, el modo peculiar de esta reivindicación es lo que hace que lo consideremos un valor inherente a la identidad cultural europea, lo que le da su europeidad, hecho que no se niega en ninguno de los foros que han debatido la materia. Al hacer un análisis histórico como el que el profesor Luis SUÁREZ ha efectuado en su obra Cristianismo y Europeidad, descubrimos que Grecia y Roma, cuya participación en las raíces de la cultura de nuestro continente nadie cuestiona, no fueron capaces de otorgar a este valor el contenido que le damos en la actualidad. El helenismo derivó hacia un materialismo que convirtió las instituciones en “sustanciales, no accidentales” y el Imperio Romano, explotando esta línea de pensamiento, hizo de Roma la ciudad eterna, de tal modo que “los ciudadanos quedaban a su servicio y no a la inversa”(4) . Sólo el cristianismo permitió un tipo de humanismo que configuró – salvo en tristes ocasiones – la actuación de los europeos en la esfera internacional durante varios siglos. En virtud de esta concepción de la persona se le reconoce a aquélla una dignidad inherente que no le puede ser arrebatada por ninguna institución temporal y sólo está al servicio del orden divino.
No puede olvidarse el origen del concepto de dignidad personal. La muerte de Dios pretendida desde el siglo XVIII en Europa ha degenerado en el más radical positivismo jurídico, que ha provocado en nuestro suelo algunos de los episodios más cruentos de la historia de la humanidad. El positivismo desvincula a la norma de cualquier referencia previa, de modo que se olvida el sentido auténtico de los valores que la sustentan. El sentido de los preámbulos o prefacios de los textos normativos tradicionalmente ha sido, sin embargo, el de otorgar una justificación a las normas que no debía proceder de sí mismas, sino de instancias superiores. El positivismo jurídico rechaza esta realidad: la norma se justifica en sí misma, por el mero de ser norma de tal forma que en ella sola se puede basar la articulación del hecho jurídico. El único requisito pasa a ser la observancia de determinados requisitos formales para la adopción del texto normativo, sea cual fuere el contenido de éste. Si aceptamos el positivismo en nuestra futura constitución, no podremos evitar con posterioridad que la legitimación de las normas que rijan nuestra vida cotidiana provenga del Parlamento Europeo, del Consejo de Ministros y del Consejo Europeo, órganos estos últimos que, ni siquiera, son elegidos por sufragio directo. Una normativa europea según un modelo positivista podría, por tanto, llegar a legitimar una revolución tan cruenta como la francesa o actuaciones tan inhumanas como las llevadas a cabo por el nazismo.
Volvamos, de todos modos, al Proyecto de Constitución Europea. Éste incluye un Preámbulo previo a su articulado que hace referencia a ciertos valores. Busca, pues, una justificación para sí y la obtiene de la conciencia de que Europa es portadora de civilización y de los valores que han venido desarrollando sus habitantes. Es la máxima expresión de una democracia que quiere sustentarse a sí misma: los valores que justifican el texto por medio del cual vamos a regular nuestra vida a partir de este momento proceden de nuestro propio descubrimiento – nada más – de las “herencias culturales, religiosas y humanistas de Europa, cuyos valores, aún presentes en su patrimonio, han hecho arraigar en la vida de la sociedad el lugar primordial de la persona y de sus derechos inviolables e inalienables, así como el respeto al Derecho”. Entonces, ¿es cierto que estos valores no proceden, en su plenitud, de la Revelación cristiana?
No es esto lo que afirmamos aquí. Ya hemos explicado cómo la dignidad humana y los derechos y libertades que de ésta se desprenden no proceden de una mera “herencia cultural, religiosa o humanista”. La dignidad de la persona es inherente a ella, no puede plantearse de otro modo. Nuestra herencia religiosa, es decir, las palabras de Cristo, que nos llegan a través de las Sagradas Escrituras y de la Tradición de la Iglesia, nos la dan a conocer en su plenitud. Europa respeta la dignidad de la persona porque Cristo mismo vino al mundo a decirnos que somos hijos de Dios y, consecuentemente, hermanos. Esta verdad, divulgada por todo el Imperio Romano por los primeros cristianos y defendida por todos los reinos de la Cristiandad, provoca un nuevo trato ante la persona humana que define los grandes valores europeos. Y ésta ha sido nuestra gran aportación al resto de la humanidad, por lo que se reconoce a Europa en las otras civilizaciones y lo que, en mayor medida, nos distingue. La Declaración Universal de los Derechos del Hombre aprobada el 10 de diciembre de 1948 no habría sido así ni, en consecuencia, habría aportado tanto a la sociedad internacional, si Europa no hubiese sido cristiana y no hubiese luchado por exportar y defender sus valores ante el resto de la humanidad.
Es curioso el desconocimiento de esta circunstancia. Debe resaltarse, en este sentido, que el sentimiento de pertenencia a una sociedad deriva del conocimiento de la propia historia: sólo se ama lo que se conoce –y cuanto más se conoce, más se ama–. Por esto mismo, es necesario que los europeos profundicemos en el conocimiento de la historia de Europa, nuestra propia historia, definitivamente marcada por las creencias de millones de europeos a lo largo de los siglos. Sin este conocimiento Europa y sus habitantes no tendrán nunca capacidad suficiente para consolidar una auténtica unión de sus pueblos y brotarán irremediablemente los nacionalismos, una de las armas más potentes para dividir Europa –como ha quedado de manifiesto particularmente en el último siglo– o hacer de ella una mera unión comercial o económica.
En la actualidad, en Europa se está produciendo un extraño fenómeno de cristofobia que ha sido denunciado por el Catedrático americano J. H. H. WEILER y que corresponde con “la tendencia a evitar las cuestiones difíciles por medio de una retórica superficial y simplista”(5) , hecho que ha quedado de manifiesto en el debate en torno a los trabajos de la Convención. Y, sin embargo, ignorar esta cuestión implica, no sólo el rechazo de toda la historia europea, sino el intento de expulsar de la vida pública toda referencia religiosa y, particularmente, cristiana. No basta reconocer el elemento cristiano que configura la identidad europea: es necesario que la misma Europa recupere “una explícita y articulada expresión del pensamiento y el magisterio cristiano en los debates fundamentales“(6) sobre sí misma. Esto mismo nos lo ha recordado JUAN PABLO II en su exhortación apostólica Ecclesia in Europa: “Europa, hoy, no debe apelar simplemente a su herencia cristiana anterior; hay que alcanzar la capacidad de decidir sobre el futuro de Europa en un encuentro con la persona y el mensaje de Jesucristo”(7) .
El profesor SUÁREZ establece un paralelismo entre nuestra época y las postrimerías del primer milenio, cuando se realizó en Europa “un gran esfuerzo de recuperación, que nos llevaría a la plenitud del siglo XIII y, desde ella, a ese protagonismo que los europeos alcanzaron en la Historia”. Este protagonismo fue posible gracias a la gran aportación de los cristianos a la vida pública europea de aquellos tiempos. Sin embargo, desde el siglo XVIII, “Europa, que había comenzado su trayectoria histórica llamándose precisamente Cristiandad, se ha visto acometida por un proceso de profunda secularización que ha podido definirse como de silencio o muerte de Dios”(8) . Es necesario, pues, que los europeos redescubramos el lugar en que hallamos en otros tiempos nuestra propia identidad y que permitió que propusiéramos un modelo de civilización contundentemente humanizante a todos los habitantes de nuestro planeta. ¿Cómo podemos plantear, si renunciamos a nuestras propias raíces, el papel de Europa en el mundo y configurar una política exterior común adecuada que permita el desarrollo de unos valores universales como pretende el proyecto de Constitución Europea? ¿Cómo podremos lograr la “unión cada vez más estrecha de todos los pueblos de Europa” si rechazamos sistemáticamente aquello que más nos ha unido a lo largo de nuestra historia y que ha llevado a nuestra civilización a su máximo apogeo? ¿Cómo podemos lograr una auténtica democracia si nos negamos a escuchar determinadas voces o, esas mismas voces, no asumen su responsabilidad en la esfera política?
Es preciso que los cristianos europeos nos impliquemos en la vida pública comunitaria y que, por nuestro medio, el magisterio de la Iglesia en cuestiones tan fundamentales como la paz, pueda ser escuchado y aporte esperanza. En palabras de JUAN PABLO II, “se trata, pues, de devolver a Europa su verdadera dignidad, que consiste en ser un lugar donde cada persona ve afirmada su incomparable dignidad”(9) .
•- •-• -••• •••-• Pablo Siegrist Ridruejo
1,- Actual artículo 1 del Tratado de la Unión Europea (TUE), modificado por el Tratado de Ámsterdam. 2.- Artículo 2 TUE, antiguo artículo B. 3.-Proyecto de Tratado por el que se instituye una Constitución para Europa, adoptado por consenso por la Convención Europea los días 13 de junio y 10 de julio de 2003, y presentado al Presidente del Consejo Europeo en Roma el 18 de julio de 2003. 4.-SUÁREZ FERNÁNDEZ, L., Cristianismo y europeidad. Una reflexión histórica ante el tercer milenio, Ediciones Universidad de Navarra (Eunsa), Pamplona, 2003, pp. 44 y ss. 5.-WEILER, J. H. H., Una Europa cristiana. Ensayo exploratorio, Ediciones Encuentro, Madrid, 2003, p. 28. 6.- Ibíd., p. 30. 7.- JUAN PABLO II, Ecclesia in Europa, Edice, Madrid, 2003, p. 5. 8.-SUÁREZ FERNÁNDEZ, op.cit., p. 332. 9.-JUAN PABLO II, op. cit., p. 101. .
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