Llull (1232-1316) es el filósofo
hispano más conocido a nivel general: en
internet se encuentra más información sobre él
que, por ejemplo, sobre Lucius Séneca. Nació en
Mallorca tres años después de la conquista de
esta isla por Jaime I, rey de Aragón y de
Mallorca, conde de Barcelona y señor de
Montpellier. A estudiar el pensamiento de
Ramon Llull se dedican un Instituto de la
Universidad de Friburgo de Brisgovia (Alemania) y
una Universidad que lleva su nombre en Barcelona.
En mi opinión, sin embargo, faltan aún hoy día
síntesis que hagan accesible a un público
general su mensaje. Los especialistas que se
interesan en la obra de Llull, suponiendo que
lleguen a comprenderla correctamente, rara vez
encuentran tiempo o habilidad para sintetizarla
en forma accesible para un público amplio.
Muchos lo ven como un Quijote medieval expresión
acuñada por Claudio Sánchez-Albornoz, en
definitiva como el loco por el que muchos de sus
contemporáneos le tomaron, al darle el apelativo
de doctor iluminado que él mismo, sin
duda con buen humor, llegó a adoptar. Llull
fue un personaje entre dos mundos. Había nacido
en el mundo que se llamaba cristiano, pero se
auto denominaba christianus arabicus, y
decía ser el procurador de los no cristianos: procurador
dels infidels. Para él, no había dos
mundos, sino uno solo, porque todos los hombres
pertenecían a un mismo género y estaban
llamados a formar una sola comunidad. La prueba
de la unidad del género humano es para
Llull la característica que todos pueden
percibir como peculiar de la especie humana: su
racionalidad. La razón es para cada hombre el
instrumento natural de conocimiento, que le
permite descubrir a partir de las criaturas la
existencia de un único Dios, fundamento de la
unidad del género humano.
En
sus primeras obras, Llull critica sobre todo a la
Cristiandad, que vive de espaldas a los
musulmanes. Esta insolidaridad es consecuencia de
un problema más profundo: la sociedad no es
cristiana, no vive de acuerdo con la verdad de su
religión, y por tanto a la mayoría no le
preocupa lo más mínimo difundir esa verdad
sobre Dios que no es sólo cognoscible por el
entendimiento sino, en cuanto bien infinito,
objeto propio de la voluntad: la felicidad humana
consiste en conocer y amar a Dios.
Con
respecto a los musulmanes, Llull está persuadido
de que ignoran la verdad sobre todo porque no se
les ha explicado adecuadamente. En el sistema de
razonamiento lógico que él llama Arte,
encuentra según él, por don divino
el instrumento adecuado para eliminar las
barreras que impiden a los musulmanes conocer la
verdad: ésta no se puede imponer desde fuera,
con argumentos de autoridad, sino que tiene que
ser descubierta por el propio interesado. Para
evitar toda suspicacia sobre una posible
manipulación, el método del Arte debe ser
estrictamente lógico. El Arte pretende ser un
instrumento que facilite el acceso a la verdad:
por eso tiene carácter también pedagógico, y
parte de los supuestos cognoscitivos comunes a
todo ser humano.
Concretamente,
el punto de partida del Arte es la existencia de
Dios y las perfecciones o manifestaciones de su
esencia por todos cognoscibles, que se
identifican con su ser infinito. Las menciona ya
en Libre de contemplació (1273): bondad,
grandeza, eternidad, poder, sabiduría, voluntad,
virtud, verdad, gloria (perfección). Llull
procura reducir los fundamentos
metafísicos del Arte esas características
o perfecciones de Dios que él llama dignidades
a aquello que es aceptado por los musulmanes, al
igual que los elementos mecánicos: la
lógica aristotélica. No se trata de una
selección arbitraria, ni siquiera de la más
conveniente para su público: la
existencia de Dios y de sus dignidades es para
él como para el resto de filósofos
cristianos, y en opinión de Llull, para los
musulmanes demostrable por inducción a
partir de la existencia evidente de esas
perfecciones en los demás seres.
Llull
no es por tanto un lógico abstracto, sino un
metafísico realista. Pero la pregunta sobre
las explicaciones novedosas que pudo aportar en
el campo filosófico abstracto o conceptual es
secundaria: lo que dijo haber descubierto
es un nuevo método. La verdad tiene muchas
caras: ésta es una experiencia que había
extraído de su profesión de trovador. Las cosas
pueden examinarse desde distintos puntos de vista
y, por otra parte, la analogía que los seres
tienen entre sí, lo mismo que puede ayudar a
conocer unos a partir de otros, también puede
llevar a confundirlos. El conocimiento objetivo
de Dios es imposible sin recurrir a los seres
creados, ya que de su ser propio no tenemos
experiencia; y, al mismo tiempo, si todos los
seres hablan de Dios, todos son también
distintos a él de una forma más radical a como
lo son entre sí. El peligro de error o
manipulación es mayor en la teología que en
otras ciencias.
El
Arte luliana confía en la capacidad de la
persona que la usa para razonar lógicamente.
Para llegar al conocimiento de Dios, le propone
considerar las dignidades divinas desde todos los
puntos de vista posibles, con la esperanza de que
llegue a conocer el ser divino afirmando y
negando: afirmando hasta el máximo la
analogía que de él se encuentra en los seres, y
negando hasta el máximo lo que hay de diferente.
La mecánica del Arte es pura lógica. Y,
para que no quede ninguna de las múltiples
claras de la realidad sin observar, Llull propone
actuar de modo sistemático, combinando las
dignidades entre sí. El Arte luliana es la lógica
combinatoria aplicada a la metafísica.
Como
filósofo, Llull no era propiamente un
aficionado, sino que llegó a ser un profesional,
si bien su profesión original trovador
era muy distinta, y por ello el camino recorrido
fue largo y no exento de faltas de claridad y
errores. El Arte era, sobre todo, aparentemente
contrario a los principios pedagógicos
entonces en boga, y en general a toda pedagogía,
que trata de interesar al alumno recurriendo a la
autoridad de las verdades que ya conoce para que
tenga confianza en que el esfuerzo que se le pide
merece la pena. Llull parte de unas verdades que,
ciertamente, el alumno acepta porque cree
conocerlas. Pero lo que Llull pretende es pasar
de un conocimiento superficial a uno profundo, y
el alumno, que piensa que ya conoce
suficientemente esas verdades, no entiende la
utilidad del método: ¿adónde quiere llegar
Llull? ¿Qué sentido tiene dar vueltas a
lo ya conocido?
El
Arte luliana tiene muy poco que ver con un juego
lógico, ya que nadie que no tenga verdadero
interés por profundizar en la materia puede
aguantar el esfuerzo que supone. Llull tardará
en comprender este fenómeno, en parte porque él
tiene mucho interés, y en parte porque según
dice no ha inventado (en el sentido
hoy principal del término, pero sí en el
etimológico de encontrar, trovar) su
sistema: tendrá que ir descubriendo que, en la
práctica, el Arte no es para todos los
públicos. La experiencia se lo enseñará:
también la de su predicación en tierras
musulmanas, donde plantear a la plebe la
posibilidad de cambiar de opinión en el plano
religioso es sencillamente un suicidio. El Arte
es pues un instrumento para el diálogo
teológico al más alto nivel.
El
uso del Arte exige por tanto rigor lógico,
intelectual, pero también pureza de intención:
combinando ambas cuestiones, podríamos hablar de
honradez intelectual. Y para garantizarla,
paradójicamente, Llull pretende que se organicen
cruzadas. Recordemos que, durante la
juventud de Llull, Jerusalén está en manos
cristianas, y que durante la mayor parte de su
vida (hasta 1291, poco antes de que cumpliera
sesenta años), existieron enclaves latinos en
Tierra Santa que, por la indiferencia de los
cristianos occidentales, fueron aniquilados. La
violencia no es para Llull un instrumento del que
se pueda hacer un uso indiscriminado para imponer
ciertos derechos, ni siquiera los que se
consideran derivados de la religión. Ningún
conocimiento, y menos el de las verdades más
profundas y difíciles de Dios se
puede imponer: ha de ser el entendimiento quien
las perciba con claridad y se las proponga a la
voluntad. El hombre conserva su libertad incluso
frente a una verdad que el entendimiento le
presenta como evidente. La religión es relación
entre el hombre y Dios: cada persona es soberana.
La
cruzada no es por tanto, para Llull, una guerra
de conquista, ni siquiera es una guerra para
facilitar la extensión de la religión
verdadera. La cruzada es sólo una guerra justa:
justificada por el fin que persigue una paz
que permita ejercer ciertos derechos y
conveniente por los medios proporcionados a los
que recurre. No lo sería si fuera una reacción
vengativa para aniquilar al adversario o
simplemente imponerle la propia voluntad, y
tampoco si fuera un esfuerzo condenado al
fracaso. No lo sería, sencillamente porque Llull
no ve en los musulmanes adversarios, sino
hombres como él, con los que quiere compartir lo
mejor que tiene. Si no fuera una expresión
demasiado manipulable, sería más correcto
hablar de la guerra que propone como de una liberación.
En
todo caso, la expresión cruzada es hoy
día absolutamente inconveniente para referirse a
la guerra de que hablaba Llull. Las
circunstancias no son las mismas, y tampoco el
paso del tiempo parece haber ayudado a comprender
el fenómeno de las cruzadas, sino más bien lo
contrario. Para referirnos a la guerra de que
hablaba Llull podría ayudarnos la expresión injerencia
humanitaria. Pero también ésta es
equívoca, ya que Llull no pretendía prestar
asistencia humanitaria a regiones devastadas o
pueblos oprimidos, y porque también esta
expresión es manipulable. No sería válida en
términos del Arte.
La
honradez intelectual exige en ambos sujetos de un
diálogo el deseo de llegar al mismo fin. El
diálogo interreligioso no puede ser un diálogo
de besugos, donde cada parte no pretende sino
arrimar el ascua a su sardina, ni una
discusión bizantina o un joc partit donde
a los participantes sólo les interesa demostrar
que son más listos que el contrario. En el
diálogo luliano no hay contrarios, ni siquiera
las dos partes son los dos términos de una
discusión, porque en realidad los dos están en
el mismo lado y, con diferentes argumentos pero
un modo de pensar común, tratan de llegar a
conocer a la otra parte, que es Dios.
El
Arte, por tanto, puede usarse tanto de forma
colectiva como individual, porque es siempre una
técnica para relacionar a una o varias personas
con la verdad, y no para relacionar a dos hombres
entre sí. Tampoco se reduce el Arte a una
técnica de trabajo intelectual, porque lo que
Llull quiere es relacionar a la persona con Dios,
y la persona no es sólo su entendimiento. El
entendimiento es, desde luego, el instrumento
primero e imprescindible para resolver el
rompecabezas. Pero lo que da la felicidad al
hombre no es la observación aséptica de
verdades disecadas, sino el disfrute del bien que
le es propio: y el bien propio de la voluntad
humana es un bien infinito. Por eso la técnica
suprema es el Arte amativa. Al final del camino
que empieza en el intelecto, la verdad se
identifica con el bien, porque todas las
dignidades se identifican entre sí y con la
esencia divina.
El
Arte es pues una técnica para la contemplación.
En el Arte descubre Llull un instrumento para
facilitar el camino a quienes honradamente
buscan la verdad. Y para explicar esta técnica
pone todo su ingenio, escribiendo cientos de
libros y formulando el Arte en activa, pasiva y
perifrástica como sistema lógico, lo
mismo que por medio de alegorías y fábulas
literarias al servicio del lector. Pero
Llull exige el mismo empeño y la misma honradez
en su interlocutor: exige un cierto respeto,
si bien personalmente se dejó encarcelar y
apalear por los musulmanes, y no le importó ser
el hazmerreír de los cristianos que le tomaban
por loco. El respeto que pide es para la verdad,
para Dios: lo único que no admite es el cinismo.
Para
Llull es incoherente buscar la verdad sin
renunciar a la violencia. Llull no puede hablar a
personas que admiten que cambiar de religión se
debe castigar con la pena de muerte. La verdad
que se presenta como bien a una conciencia que ha
puesto todos los medios a su alcance para hacer
un juicio certero, debe seguirse al margen de
cuál sea el argumento de autoridad que se le
opone: caiga quien caiga. Él mismo lo
hizo en Génova (1293), cuando se vio acorralado
frente al aparente absurdo de desobedecer una
orden directa de Dios. Por supuesto, Dios es la
verdad y el bien supremo, pero es la conciencia
quien debe juzgar, reconociendo ese bien y
aceptando esa verdad: nadie ni siquiera una
visión que aparentemente viene de Dios
puede anular o sustituir la decisión de la
conciencia individual.
La
honradez es un requisito previo para el diálogo:
en ese sentido se ha de imponer. Llull sabe que
entre los musulmanes hay (muchas) personas honradas,
dispuestas a emprender este diálogo. Pero estas
personas están sometidas a un régimen político
que hace para ellas muy peligroso aceptar las
condiciones del diálogo. En rigor, tampoco la
sociedad en que vivía Llull estaba preparada
para utilizar el Arte. El cristianismo proclama
respetar la libertad del hombre, y a través de
los vericuetos de la historia ha tratado de ser
fiel a ese compromiso. El bautismo es un acto
libre, y las penas en que puede incurrir un
cristiano que incumple sus obligaciones son de
tipo espiritual... hoy día.
Intentar
arrojar luz sobre el fenómeno de la inquisición
sería tanto o más complejo como querer agotar
el de las cruzadas. Ambos confluyeron en tiempos
inmediatos a los de Llull, cuando se trató de
combatir el catarismo. Llull mismo sería
perseguido, después de muerto, aunque no por
afirmar la libertad religiosa. Conformémonos,
pues, con sentar el dato de que el Arte luliana
exige que quienes la empleen gocen de libertad
intelectual como prerrequisito de la libertad
religiosa. Llull tuvo experiencia personal de que
Dios puede exigir el martirio como aceptación de
los mayores sacrificios en testimonio de la
verdad que se conoce, pero él no pretende
imponer esta exigencia a sus interlocutores.
Exigir
que las personas que van a reflexionar
conjuntamente usando el Arte estén dispuestas a
morir por la verdad que pretenden conocer no es
simplemente una condición muy dura: es
sencillamente absurdo. Es poner el carro
delante de los bueyes, porque la disposición
del mártir es consecuencia y no requisito del
conocimiento de la verdad. Llull entiende que el
Islam es de hecho intolerante y por eso pide que,
mediante una violencia justa, se coarte la
violencia injusta a que están sometidas las
personas en los países islámicos, de modo que,
quienes voluntariamente se sientan dispuestas a
dialogar en la forma que Llull propone, puedan
hacerlo sin arriesgar sus vidas. Eso es la
cruzada para Llull.
La
sociedad en que vivía Llull, aunque se llamaba
cristiana, era también intolerante: puede
discutirse hasta qué punto el abandono de la fe
cristiana llegó a castigarse sistemáticamente
con la pena de muerte y hasta qué punto eso fue
sólo la pretensión de algunos. El hecho es que
Llull no lo percibía como doctrina oficial.
En caso de que lo hubiera admitido como recurso
extraordinario en algunos casos o no protestara
porque tal práctica existiera, no habría hecho
más que reflejar un signo de sus tiempos.
Pero la aceptación de tal práctica como
doctrina es incompatible con el espíritu del
cristianismo, y con el Arte luliana. En el Islam,
en cambio, la violencia aparece integrada en la
ley, como un elemento de ordinaria
administración para armonizar las costumbres
sociales con las exigencias de la vida religiosa:
no obstante, la pena capital como castigo por el
cambio de religión es un añadido ajeno al
Corán.
La
recuperación de Jerusalén por medio de una
guerra justa es para Llull en parte
cuestión de prestigio: del prestigio entonces
necesario para que la religión cristiana fuera
respetada y el sistema luliano, que presupone la
libertad religiosa y por tanto la libertad de
culto, creíble. La afirmación de los cristianos
de que Cristo es Dios y de que están dispuestos
a dar la vida por su religión era entonces
para un musulmán de a pie incompatible
con que los cristianos no hicieran todo lo
posible por recuperar Jerusalén. Para tales
personas, imbuidas con un criterio de éxito
humano Dios concede a sus elegidos el
dominio político sobre toda la tierra, el
hecho de que los cristianos hubieran perdido
Jerusalén corroboraba que su religión era
falsa.
Cuando
los primeros cristianos fueron perseguidos en
Jerusalén, abandonaron la ciudad y toda Judea,
sin mayores disquisiciones, para poder ejercer su
religión libremente en otra parte. Cuando
Constantino les dio libertad, se alegraron de
poder recuperar la cruz y demás reliquias de la
muerte de Cristo, y de abrir lugares de culto en
Jerusalén. Cuando la ciudad cayó en manos
árabes, ello no fue óbice para que siguieran
peregrinando durante cuatro siglos... hasta que
la violencia se lo impidió. Para entonces, el
cristianismo era una religión suficientemente
extendida como para que la exigencia de poder
celebrar su culto en Jerusalén fuera un derecho.
Incluso a él hubieran renunciado los cristianos,
por un motivo justificado. Pero si renunciar a
dar culto a Cristo en Jerusalén equivalía a
confesar la falsedad de la propia religión, la
obligación de aclarar el equívoco era
grave.
Para
Llull, los cristianos debían hacerse respetar
en Jerusalén. En el resto del mundo, debían mantener
a raya a la intolerancia. Esto no significa
que la guerra que Llull considera justa sea
exclusivamente defensiva en cada uno de sus actos
(ya se ve que para el caso de Jerusalén no lo
es). Al margen de los detalles sobre qué
táctica pueda convenir en un momento dado, basta
con retener que Llull no establece una doctrina
nueva sobre la guerra justa, y que no es un
fanático. También en tierras cristianas, cuando
falta el amor a la virtud, los caballeros deben
al menos impedir que los hombres se injurien
mutuamente los unos a los otros. Lo
que está en juego es el orden social, y no
cuestiones religiosas, aunque también el
desorden provocado por presuntos motivos
religiosos pueda exigir la intervención armada.
El
empleo de la violencia, para Llull, es siempre
secundario, y no acude espontáneamente a la
llamada del tentar es más grave que matar
(Corán, II, 191). También Jesús dijo que a
quien escandaliza más le valdría que le
ataran al cuello una piedra de molino, de las que
mueve un asno, y fuese arrojado al mar (Marcos
9, 42): siempre será posible encontrar
cristianos propensos a convertir el condicional
en imperativo. Llull no pretendía hacer tratados
sobre cuál de las dos religiones podía ser más
fácil de interpretar en sentido intolerante,
sino que admitía como dato que era el Islam.
Pero no hizo de ello una punta de lanza, aunque
pidió a los cristianos que se hicieran respetar,
para no dar indirectamente la razón a los
musulmanes que los tomaban por idólatras
incapaces de defender su religión, y ofrecer en
cambio garantías mínimas sobre su propia
seguridad a los intelectuales musulmanes abiertos
al diálogo.
¿Hasta
qué punto es original el contenido del diálogo
luliano? Lo sea o no, ello no influye en la validez
del Arte: los contenidos argumentativos ya
están, en su mayoría, presentes en Libre de
contemplació, que es anterior al descubrimiento
del Arte (1274). Si se quiere, se puede señalar
como hace Esteve Jaulent, siguiendo a
Charles Lohr que su principal originalidad
fue la de anotar que el ser es productivo: de
esta realidad se derivan los argumentos sobre la
causalidad operativa intrínseca de Dios, la
correlación entre los principios y lo que Llull
llamó demostración por equiparación.
Siempre
que Llull tuvo ocasión de dialogar con los
musulmanes, trató de presentarles una
demostración de la Trinidad y de la Encarnación
basada en estos conceptos. La idea aristotélica
de Dios como motor inmóvil, forma sin materia y
acto sin potencia, podía llevar a la
contradicción de, o bien negar su relación con
el mundo (que habría sido creado por el diablo,
mientras Dios permanecía impasible en su
perfección: así pensaban los cátaros), o bien
negar la libertad divina, obligándole a crear un
mundo eterno: de ahí a negar el carácter
personal de Dios y caer en el panteísmo no hay
más que un paso.
Llull
afirma que, en efecto, Dios no puede dejar de
actuar con las capacidades más excelsas que por
experiencia vemos que tiene el hombre (conocer y
amar), y por tanto se conoce y ama a sí mismo de
forma necesaria y eterna sin mermar su libertad:
el objeto de tal conocimiento y amor no puede ser
distinto de la esencia divina, y denominar a los
sujetos y objetos de esa actividad divina
personas (Padre, Hijo y Espíritu Santo) es la
única forma coherente de no caer en la
contradicción de creer en tres dioses. Una vez
experimentada la creación y el pecado del
que sólo el diablo y el hombre son responsables:
salvando por tanto la libertad divina, Dios
no puede ser incoherente con su deseo de obrar de
la forma más perfecta en las criaturas, y por
ello es para Llull también demostrable que Dios
mismo se hizo hombre para reparar los efectos del
pecado.
La
concepción operativa del ser, es decir,
la correlación entre materia, forma y acción,
muy vinculada a los anteriores argumentos, y que
permite la demostración por equiparación,
puede ser, en mi opinión, relacionable con el
principal hallazgo de Tomás de Aquino: el
acto de ser. En efecto, el ser no es un
acto más, cuya única misión podría ser la
de activar a una esencia que contiene ciertas
perfecciones latentes. El acto de ser es la
perfección de todas las perfecciones y, por
medio de la forma, hace ser a la materia, y a
ambas en la esencia. Las relaciones materia-forma
y acto-potencia son reales en cada ser, de forma
no exactamente equiparable a la relación
esencia-acto de ser, ya que forma y materia
están de algún modo presentes en la esencia.
Siguiendo
y superando la línea marcada por Fernando el
católico, Felipe II fue el monarca hispano que
con más interés leyó a Llull, recopiló e hizo
publicar sus obras y promovió su filosofía. Los
avatares de la historia hicieron que los
proyectos evangelizadores del viajero
mallorquín, que no pudieron llevarse a cabo en
el África musulmana, encontraran un inmenso
campo de experimentación en el Nuevo Continente.
Allí valía desde luego el argumento de que los
misterios de la religión debían ser explicados
partiendo del conocimiento natural...
La
fama de Llull y de su filosofía se extendieron
por el resto de Europa: en el siglo XVIII se
comienzan a editar en Alemania sus obras
completas, se le estudia también en Rusia. Los
filósofos de relieve que tomaron de él algún
elemento, no le siguieron sin embargo en lo
esencial: Giordano Bruno, Descartes (1596-1650),
pero sobre todo Gottlob Wilhelm Leibniz
(1646-1716), quien le conoció a través de
Sebastián Izquierdo (Pharus Scientiarum,
Lyon, 1659). Leibniz pensó que el descubrimiento
de la verdad es cuestión de cálculo y tomó del
Arte sólo la combinatoria: por así decirlo, el
cuerpo del sistema luliano, pero sin captar su
alma. Lo cual no es poco, si tenemos en cuenta
que se considera a este filósofo alemán como
descubridor del sistema binario, base para la
invención de las calculadoras electrónicas.
Al
margen de los vaivenes sufridos por la persona
de Llull después de su muerte, ¿qué validez o
utilidad puede tener su Arte hoy día? El mundo
ha cambiado mucho en los siete siglos pasados
desde que formuló su sistema, si bien el motivo
principal que le movió a desarrollarlo, la
división religiosa entre los llamados países
musulmanes y los países de tradición cristiana,
continúa en pie. Me parece, sin embargo, que,
después de siete siglos, existen muchos más
musulmanes dispuestos a una actitud dialogante. A
pesar de la acción de los fundamentalistas
pagada por el que, desde 1991, ha sido uno
de los principales aliados de Estados Unidos
entre los países musulmanes, el diálogo
es posible ahora más que nunca. En mi opinión,
occidente suponiendo que represente al
liberalismo, al cristianismo o a lo que se quiera
tiene una oportunidad de oro para ofrecerles algo
mejor que el fundamentalismo. Una oportunidad a
la que la caída del Muro de Berlín, en cierto
sentido, no le llega ni a la altura de los
tobillos.
Una
cierta dosis de mano dura puede ser
necesaria para garantizar que el diálogo no es
una tomadura de pelo ni un riesgo excesivo para
los musulmanes que decidan emprenderlo. La
violencia puede ser necesaria, pero no basta. Y
una violencia excesiva podría dar al traste con
el empeño. Pienso que esto es lo que
respondería LLull
·- ·-· -··· ···-·
Santiago Mata
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