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Patriotismo integral versus
patriotismo constitucional
por
Javier Alonso Diéguez
Frente
al peligro real de descomposición de la ya de
por sí claudicante vertebración política
española, los cancerberos doctrinales del
espíritu de la sacrosanta transición
se han limitado a enarbolar el llamativo
estandarte del patriotismo constitucional
|
Resulta difícil acotar un
concepto dotado de intrínseca delicuescencia,
como el apuntado. De hecho, no constituye sino
una suerte de pleonasmo con respecto a la
definición general de la actual cultura
política española, enucleada en torno a la mal
llamada transición política, el
movimiento de ideas por llamarlas de
algún modo - que surge en el último tercio del
siglo XX en calidad de cosecha del detritus
ultrapirenaico proveniente de la heroica
gesta de mayo del 68. Pero si
hay una ley histórica inexorable es la del
dinamismo de la libertad humana, que hace que
quienes ayer blasonaban de sí mismos,
destrozando las esclusas de contención de la
Revolución, hoy se sientan en serio peligro de
morir anegados en el mismo desorden antisocial
que, a estas alturas, no reconoce límites.
Nos encontramos, en efecto, ante un grueso
paramento de doctrina destinado a apuntalar
dialécticamente una aporía: la causa de todos
nuestros males pretende constituir,
simultáneamente, su único remedio. En la medida
en que la mayoría de nuestros ínclitos
próceres profesan el dogma de la plenitud del
orden jurídico y el sistema conceptual que de
él deriva dicho burdamente, el esquema de
cadenas de validez articulado en torno a la
pirámide normativa -, toda la actividad del
poder público que supere el control de
constitucionalidad que establece la propia norma
fundamental debe entenderse como efecto de la
vigencia de ésta. Cuando nos hallamos ante
actuaciones delictivas o voluntariamente
orientadas a la vulneración del orden legal no
podemos afirmar lo mismo, al menos directamente
dejemos la cuestión de la posibilidad de
subsistencia de un orden de Derecho en una
situación de impunidad criminal más o menos
generalizada para otra ocasión -. Pero cuando se
trata de políticas públicas formalmente
inspiradas y encauzadas partiendo de los
principios constitucionales, el impacto social
puede legítimamente imputarse como aplicación
de dichos principios.
Sacando fementido provecho del consenso, más
genérico que efectivo, en torno a los pilares de
la Constitución interna o tradicional, a saber,
la Monarquía y las Cortes, las libertades
regionales y los derechos civiles, todo ello
completado con una huidiza y tangencial alusión
al espíritu católico de España que
apelando a una curiosa interpretación de la
libertad religiosa ha terminando por servir de
coartada a la persecución laicista-; se
perpetró la aprobación de una Constitución
fiel al más puro positivismo kelseniano, por
parte de unas Cortes que no habían sido
convocadas con el carácter de constituyentes, y
en la que en los aspectos sustantivos o
materiales del régimen que vino a implantar
consagraron el predominio irresponsable de una
oligarquía de intelectuales, demócratas y
progresistas de profesión, al servicio de la
misma plutocracia de alcance transnacional que
hoy tiraniza a los países subdesarrollados a
través de mecanismos de sometimiento de índole
fundamentalmente monetaria, como el tan manido
recurso a la denominada deuda externa.
Es claro que los males de nuestra Patria traen
causa, desde el punto de vista
jurídico-político, de la Constitución aprobada
en 1978. Mal podremos hablar, entonces, de patriotismo
constitucional, resultando tal concepto en
la circunstancia histórica española actual una contradictio
in terminis. La institución monárquica ha
quedado reducida a un apéndice gangrenoso del
cuerpo del Estado, privada aun de los atributos
del poder moderador. Las libertades forales han
sido sacrificadas a un neocaciquismo que ha
reproducido a escala múltiple los excesos del
centralismo estatista de origen, perpetuando una
situación pretendidamente constituyente debido a
la buscada indefinición del texto fundamental en
este punto. Ambos aspectos y, en definitiva, todo
el orden de ideas e instituciones que surge del
Código del 78, son frutos granados de la
infección purulenta del liberalismo, esto es, de
la ilimitación jurídica que consagra la norma
que supuestamente ha de servir de fundamento a
todas las demás. Y ello porque, como bien
señalaba Lasalle, la Constitución no es un mero
texto que puede fácilmente convertirse en papel
mojado, sino que lo que realmente configura a un
pueblo, lo que le constituye políticamente, es
el régimen, un conjunto de instituciones, de
normas y de principios que se observan
socialmente, a los que se reconoce como emanados
de una autoridad legítima, es decir, una
Constitución en sentido material.
Indudablemente, esta razón de fondo viene a
subrayar que la situación constitucional
española en sentido formal diverge de la
situación constitucional en sentido material; en
román paladino, si se quiere, que las grandes
palabras de la Constitución de 1978 han sido y
serán sistemáticamente utilizadas como
herramientas para la destrucción consciente de
la tradición nacional y de la forma de vida de
nuestro pueblo. Así, por ejemplo, el
reconocimiento de la libertad de empresa en el
marco de la economía de mercado (artículo 38)
debe ponderarse a la luz de la simultánea
consagración de la iniciativa pública en la
actividad económica en pie de igualdad
(artículo 128.2), lo que según reiterada
jurisprudencia constitucional supone el rechazo
implícito del principio de subsidiariedad, el
antídoto más eficaz que se conoce contra el
germen totalitario.
El concepto del patriotismo constitucional,
en definitiva, mutila la realidad nacional
la experiencia francesa es, en este sentido,
suficientemente aleccionadora -, pues cada texto
positivo instaura una heterodoxia pública fuera
de cuyo ámbito sólo existe el ostracismo,
expresado en formas más o menos violentas. Cada
nuevo Código proscribe parte de las realidades
de la sociedad civil, relegándolas al pasado,
declarándolas definitivamente superadas en aras
de un abstracto ideal de progreso, que tan sólo
se define por vía negativa como lo contrario a
aquello que se quiere aniquilar.
Frente a este concepto espiritualmente genocida
se presenta la alternativa del patriotismo
integral. Frente al universo atomizado e
irremediablemente entrópico de los llamados
hechos diferenciales, el patriotismo
integral es el generoso sumatorio de todos
los valores nacionales, al modo en que la ciencia
matemática designa la función integral como la
suma algebraica de todos los valores de dicha
función en un intervalo determinado. El dominio
de esta función es la Patria, no la nación en
sentido político, revolucionario. El Estado
supone, desde esta perspectiva, tan sólo una
variable más. Lo sustantivo es esa área
inmensa, la Patria, la sucesión convergente de
los valores nacionales.
En este marco la monarquía adquiere perfiles
funcionales, articulándose al modo tradicional o
como república presidencial o predominantemente
presidencial y sustentándose sobre la
distinción orgánica e institucional entre
Gobierno y Representación. Ésta última se
atribuye de forma exclusiva a las Cortes,
partiendo de la base conceptual de que una
representación auténtica implica la
socialización de las instituciones públicas y
no la politización o estatización de la
sociedad. En idénticos términos hemos de
entender que la realidad foral no es sino un
estadio avanzado del proceso federativo de
iniciativa social que culmina en la Patria
grande. Todo ello configura un contexto en el que
la vieja dogmática positivista de los derechos
subjetivos individualistas da paso a la
concepción comunitaria de los derechos-deberes
socialmente exigibles, que tan extraordinarios
avances ha posibilitado en la disciplina
científica del Derecho Laboral.
Esta es el desafío al que se enfrenta nuestra
generación: superar la hemiplejía moral
dimanante de las doctrinas obsoletas del
constitucionalismo liberal, dando paso a un
patriotismo integral, amplio, noble y
generoso.
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Javier Alonso Diéguez |
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