Primera parte: Sobre lesbos
y el feminismo
Lesbianismo y movimientos feministas son temas diferentes
aunque suelen fortalecerse entre sí: la homosexualidad femenina encuentra
escudo en el feminismo y con frecuencia el feminismo viene determinado por
aquella. El feminismo al que nos vamos a referir nada tiene que ver con la
justa igualdad de derechos basada en la ley natural... Arrancando de este punto
de igualdades legales y, puesto que los ejemplos me hacen más inteligible, les
propongo consideremos la igualdad según la ley natural desde uno
de los "progresos" jurídicos de nuestro siglo: la despenalización del
adulterio. Para ello trataremos de explicar por qué en el reciente pasado
—reciente pues yo lo tuve que aprender—, el adulterio no era tratado igual en
una mujer que en un hombre.
Por supuesto, el adulterio es la misma falta para ambos
cónyuges: una deslealtad, una traición. El mismo delito, el mismo desprecio al
sacramento católico y al Decálogo. La distinción radica en sus consecuencias
sociales y económicas. Si el hijo procede del adulterio del marido, éste no
puede protegerle sin la aquiescencia de la esposa y de los hijos legítimos del
matrimonio. Por el contrario, cuando el adulterio es de la mujer, ésta sí puede
engañar a toda la familia y hacer del hijo adulterino un legítimo heredero
junto a los otros hermanos. Así, al ocultar que el hijo no es fruto del
matrimonio, la mujer suma el fraude a la deslealtad. La injusticia está en que
ese hijo es producto extraño al contrato matrimonial; vehículo inocente de una
estafa puesto que la esposa infiel con él roba a los genuinos herederos. El
Derecho tradicional, tan tradicional que se basa en el Romano, tan Derecho que
se basa en el Natural, consideraba sabiamente las consecuencias de las
distinciones naturales de los sexos. De esta manera queda reflejado que no
puede pretenderse una igualdad universal en lo que Dios creó con naturalezas
singulares.
Por eso yo creo que el feminismo no es un movimiento reivindicativo
de igualdades sino un trasplante de la lucha de clases comunista a un cauce, la
mujer, de rendimientos seguros para la destrucción de nuestra civilización.
Atizando la lucha de los sexos —"feminismo" contra
"machismo"— se garantiza la destrucción de valores de una cultura que
se fundamenta en la familia.
Aprovechemos para repetir que comunismo y progresismo (la misma cosa según
actúe en el ámbito laico o eclesial), son los grandes manipuladores
utilitaristas de la mujer. Y en las comunidades eclesiásticas este disturbio es
un nuevo ariete dirigido contra la estructura de la población religiosa...
Sobre todo injusto contra una institución, la Iglesia, que fue la primera
impulsora de la liberación de la mujer. Podríamos proponer que las feministas
fueran a la India a luchar por sus derechos... pero también hay otras culturas
para las que el progresismo feminista dio recientemente muestras asombrosas de
solidaridad, tal que por la defensa de Irak o, antes, de Afganistán.
«La
cultura mahometana [...] no otorga a la mujer la posición privilegiada que
siempre ocupó en la civilización cristiana. El Corán apenas si la considera
como ser humano; divide a la humanidad en doce órdenes, de los cuales el
undécimo comprende a los ladrones, brujos, piratas y borrachos, y el más bajo,
el duodécimo, a las mujeres. Inferiores incluso a caballos y camellos.» (W.T. WALSH)
Las feministas que rechazamos son esas mujeres insaciables
de revancha y amarguras las cuales. destacadas sólo por la demanda de derechos
que la Iglesia promovió en mayor grado que nadie.
Feminismo y matrimonio
Desde su promoción sistemática a finales del s.XIX, y la
explosión del comunismo que ahora las rentabiliza, las feministas han aportado
a la sociedad la vulneración del que antes fuera refugio sagrado del ser humano
y ahora aparente catarata de desgracias: el matrimonio. El feminismo ha
esparcido sus supuestas igualdades entre hombre y mujer en todos los ambientes
pero, en particular, en el matrimonio con una guerra estúpida de comparación
con el marido, al que no saben si desear se parezca a una oveja (y llamarle calzonazos)
o a un león (y llamarle machista).
En este ámbito de matrimonio y familia, siempre sagrado, no
se olvide, (sagrado incluso para los ateos) el feminismo se vuelve para la
mujer una lucha de despropósitos porque se origina en una inconsciente rebeldía
contra su propio papel. Este motín está en la inercia, y en esto se yerra en
ambos lados, de considerar los papeles individuales aislados y no integrantes
de la unidad conyugal. Porque el matrimonio es santificador a partir del
momento en que el «yo» se subordina al «nosotros-dos». Si uno de
los dos cónyuges mira su matrimonio como una aventura individual ya está
abandonándolo al fracaso; pero si ambos lo miran como aventura que comparte
defectos y limitaciones éste se hace indisoluble, no habrá nada que lo rompa:
ni los enfados, ni los problemas, ni la sociedad. La adecuación de papeles se
hace espontánea, el respeto profundo a cada cual se sobreentiende según la
jerarquía de según qué responsabilidades se asumen y se cumplen. Por el
contrario, el feminismo induce a romper la realidad unitaria del matrimonio;
impide la complementariedad de dos naturalezas distintas; crea en la mujer, o
en el hombre, la insatisfacción permanente; abona la discordia que surge
principalmente de rupturas internas de cada individuo... Por eso veo como una
gran equivocación, muy peligrosa para la solidez del matrimonio y de la
familia, que haya obras cuyo apostolado hacia los casados se enfoca separadamente.
El matrimonio debe al feminismo el gran "progreso"
de que antes todo se compartía y ahora cualquier unión se inicia con la
separación de bienes, hasta para las ruedas de una bicicleta. Y ha igualado a
los dos sexos en cosas tan raras como que los maridos acompañen a la esposa en
el paritorio —"Que se enteren de lo que significa parir— donde sólo
estorban al equipo médico. ¿Y esto por qué? Porque las feministas no quieren
mejorar a los hombres sino herirles, humillarles o destruirles.
El feminismo activista, hijo del progresismo, nieto del
comunismo y de la lucha de clases ha inculcado una animadversión a los hombres
que en natural reacción les aleja a ellos también del matrimonio. Daño que se
vuelve contra las mujeres pues los jóvenes las desidentifican
subconscientemente de su papel tradicional. Se explica así la prevención, hasta
hoy inédita, de muchos jóvenes a comprometerse con chicas que por estúpido
mimetismo sólo consiguen transmitirles desconfianza hacia un proyecto total de
vida. Porque, desgraciadamente, por todos los estratos sociales el feminismo ha
excitado el abandono de la fe religiosa en las madres, o ha ridiculizado a las
esposas que realzan el papel de sus maridos. Tal vez por estas insuficiencias,
es decir por la actual carencia de la educación clásica, o por la
secularización que la misma Iglesia progresista respaldó es por lo que la mujer
seducida de feminismo acaba en monstruo malhumorado, sin paz ni dulzura,
ignorante de los sentimientos maternales que no necesitan de los hijos para
desarrollarse. Y, en alto porcentaje, para acabar en la más oscura soledad;
cosa muy diferente a una legítima independencia.
El feminismo y la
Iglesia; las sacerdotisas
¿Será verdad que el feminismo ha infectado también a la
Iglesia? La respuesta es sí. Precisamente la enfermedad feminista no es en la
Iglesia una novedad. Nada menos que en el s.IV un gallego llamado Prisciliano,
Obispo de Ávila, postulaba lo que ahora promueve el progresismo: las mujeres
mezcladas al retortero en tareas sagradas; un igualitarismo destructor de la
clase sacerdotal y la consecuente reivindicación del sacerdocio femenino. Si
parece que fuera hoy... ¡Cuánto "progresamos" con el progresismo!
Una cosa que complace mucho a las feministas es la debilidad
de algunos despistados, entre ellos considerable número de obispos, que todavía
predican en sus claves de lenguaje “afeminado”: "Hermanos y hermanas",
"amigos y amigas"... confundiendo sexo con género gramatical.
Algunos llegan a dirigirse a Dios enmendándole la plana al mismísimo
Jesucristo: nada de "Padre nuestro" sino "padre y madre nuestros".
Entre las religiosas feministas hay pasos aún más audaces. No sólo quieren
eliminar el "lenguaje machista" sino que, ya puestas, exigen que Dios
sea mujer. Les es intolerable que Cristo se refiera al Altísimo como padre.
¡Tiene que ser madre y altísima...! Para esto aducen que el Antiguo Testamento
cita a Dios como madre: «Como aquel a quien consuela su madre, así os
consolaré yo a vosotros.» (Is 66, 13) O esta otra: «¿Acaso olvida una
mujer a su bebé sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ésas
llegasen a olvidar, yo no te olvido.» (Is 49, 15) Como vemos, estas
metáforas del profeta Isaías sobre la ternura de Dios con la ciudad de
Jerusalén (o con nosotros), el feminismo las secuestra para sí.
En esto de feminizar a Dios la innovación feminista no agota
las sorpresas. En tal camino hacia la nada un hito estupendo fue la intentona
de una monja de no sé donde que pretendía que la Trinidad, las tres personas,
tenía un único componente femenino. Que el mismo Espíritu Santo es en realidad «la
Espíritu Santa».
Extravagancia que no es nueva —¡Ah, el progreso!— pues ya la presentaban unos
herejes llamados "Obscenos" (qué sugerentes...) que imaginaban mujer
a la tercera persona, e incluso la adoraban encarnada en una de sus sectarias.
Con lo que tendríamos, como dice el Prof. Romano Amerio, que la
Virgen María habría sido cubierta por la fuerza de un ser femenino y Jesús
sería hijo de dos féminas. «Y como la tercera persona, el Espíritu Santo,
procede del Hijo tendríamos que la madre del hijo fue originada por éste.»
¿Qué se buscará con estas tonterías? Es sabido que muchas
propuestas suelen secundarse con total ignorancia de lo que esconden detrás.
Por lo que puede que no sea casualidad que la "teología feminista",
que impone en el lenguaje el uso doblado del género, se suscite por doctores
que también se destacan permisivos con la homosexualidad. Y esto es
probablemente, al menos es sospechoso, porque piensen que si a Dios lo
imaginamos bisexual, en lugar de asexuado como enseñó Jesucristo (Mt 22, 30)
fácilmente aceptaremos la generalización de la homosexualidad...
Otro argumento (?) para reivindicar el sacerdocio femenino
es: «Si el Mesías se hubiera encarnado en este tiempo habría elegido el sexo
femenino». Bueno, para empezar digamos que si Cristo no se hubiera encarnado en
la Palestina de aquel tiempo es seguro que hoy no existiría esto que llamamos
feminismo. Si sentamos que las religiones son cauce de civilizaciones podemos
responder que si no fuera por la cristiana habríamos adoptado tal vez las
tendencias hindúes, budistas... O ninguna, y nuestra civilización sería digna
de los nueve libros de Heródoto. Pero centremos el tema diciendo que el Mesías
no fue prometido en la persona de una mujer sino en la de un hombre. Y fue así
aun a pesar de que para el pueblo hebreo no habría sido extraordinario el
anuncio de un Mesías-mujer pues en su historia cuentan con ejemplos magníficos
de heroínas, como Ester o Judit. No fue eso el plan de Dios sino que los
profetas señalaron siempre a un libertador, un redentor... "un varón de
dolores" cuya condición masculina se hace más evidente en que a Cristo se
le anunció como "Cordero de Dios". Aparte de que mucho tiempo antes
de la Encarnación ya se había regulado que el holocausto pascual debería
hacerse con un cabrito o cordero machos. Todo esto es más importante si lo
relacionamos con el sacerdote católico del que sabemos que cuando consagra lo hace
in persona Christi, en la persona de Cristo. De tal manera que, fuera
cual fuere la ficción que buscásemos, mientras a Cristo-Jesús se le reconozca
como Cordero de Dios sacrificado en una cruz, Cristo seguirá siendo hombre en
todo sacerdote de la Iglesia. Precisamente esto nos lleva a descubrir cuál es
en verdad el peligro mayor del sacerdocio femenino, pues, como bien puede
deducirse, según más aceptemos que la mujer pudiera algún día ejercerlo, más
fácil nos será admitir que Jesucristo no es Dios. (Esto se demuestra en que los
ensayos de sacerdocio femenino sólo se producen en las sectas que no creen o
niegan la Eucaristía.)
En definitiva, lo que la Trinidad escogiera para redimir
nuestra culpa y enseñarnos a vivir para siempre, no vamos a cambiarlo ahora por
capricho de mediocres en un sacerdocio de mujeres. Vaya enmienda más tonta.
Estos viejos afanes por destruir la esencia del sacerdocio católico —Cristo
hombre actuante en un sacerdote hombre— desvelan el porqué de que tantos curas
progresistas, o paletos amantes de novedades, introdujeron la moda de las niñas
monaguillas. Por lo mismo, también debería revisarse el exagerado protagonismo
de la mujer en lugares antes reservados a solo sacerdotes, en especial ese su
afán por ser “ministros” de la comunión.
La mujer como premio
o como castigo
Mala estadística es para las feministas no destacar
precisamente como amas de casa ni como madres de familia. Si conocen la
maternidad es como "experiencia vital", como quien monta en globo, y
a ser posible con un padre de alquiler para mayor ironía de su “aversión al
macho”. Por eso no puedo terminar este capítulo sin decir que el verdadero amor
a la mujer empieza por reconocer de su genuina condición femenina un regalo
espléndido para todos, incluyéndolo referido para sí mismas. Debemos proclamar
que son el adorno más bello de la naturaleza, la creación espiritual que mejor
acompaña el alma del hombre, la reina anónima pero efectiva del mundo, el
primer refugio al que siempre deseamos volver. Porque desde la familia que sólo
de la mujer surge se sostiene toda nuestra civilización; porque las casas con
mujer —no los talleres, no las oficinas— son todavía fuente de orden social y
al abrigo de su fe vivero de vocaciones. Me refiero a las mujeres normales, las
femeninas, sin traumas psíquicos ni resquemores antimachistas; hablo de esas
criaturas únicas que nos llenan de vida la vida y con los hijos nos regalan la
perdurabilidad.
La mujer femenina, en oposición al odio destructor que atiza
el feminismo, cuando se siente "metafísicamente" enamorada sabe, ella
sola entre todas las del mundo, lo que "su hombre" vale. Y no hay
nada superior a esa fuerza, que le da el cielo, para fabricarnos una cámara de
oxígeno con la que curar todas nuestras gangrenas, por ellas el hijo que nos
aprieta el meñique atrapa un torrente desconocido de energías y superación. Por
supuesto, la mujer se enamora mucho físicamente, creo yo que más
apasionadamente aún que el hombre pero, porque es femenina, más todavía con su
alma de la nuestra. Y ese amor de lo que hay dentro de ellas hacia lo que
descubren dentro de nosotros —y que siempre ignoramos— les infunde la tarea de volvernos
a hacer. En cierto modo, la mujer está siempre "dándonos a luz".
A propósito de feminidad y de dar a luz ¿puede entenderse de alguien que no
siendo una mujer-mujer llegue a aceptar la muerte para que su hijo viva? Este
dilema suele presentarse cuando la gestación coincide con la urgencia de un
tratamiento de radiaciones con el que atajar un cáncer y la madre, en muchos casos
joven, guapa y rica, prefiere negarse al aborto terapéutico y afrontar un
seguro resultado mortal. No sé bien si en este mundo habrá mejor ejemplo de fe,
de amor de tantos quilates como el que ofrecen esas mujeres en protección de su
hijo al que parece digan: "No temas, mi bebé, que tú estás a salvo".
Aquí no hay amor a un ego despechado, ni resignación a una fatalidad —que no
existe pues se conoce— sino mucho amor a la vida, por sí misma y por sus
calidades de eternidad. Porque no escogen morir por un instinto maternal
salvaje sino por el máximo amor de dar vida al nuevo heredero del reino de Dios
que llevan en su vientre. De ellas dicen las Escrituras que el rey de
todo lo creado las resucitará a una vida eterna. (II Mac 7, 9) Así, también, es
la mujer alegoría viva de nuestra resurrección (Jn 16, 21) y una maravilla por
donde quiera que se la mire. Muestra de lo que Dios nos tiene preparado para
después de este mundo. Porque en definitiva eso es la mujer, sobre todo la
clásica mujer cristiana, un don de Dios al hombre que gracias a la cultura de
la fe se hace más hombre sirviéndolas. Algo inimaginable dentro del feminismo y
sólo posible en la feminidad. En su tremendo error las feministas son el
negativo de la foto, se hacen hombrunas, defienden los derechos para el aborto,
usan de la religión para introducir en las más santas comunidades la lucha de
clases y tras ella el orgullo hasta la desviación lésbica. Por eso, y en pura
perversión de autodefensa, desprecian a la mujer que dicen defender.
«Joder,
joder, joder...
Ni
sé quién eres ni me importas.
Nunca
me has interesado lo más mínimo,
y
hoy tengo que conocerte por narices,
sin
ningún deseo por mi parte.
Me
suenas a silla de ruedas, a baba caída,
a
mujer desvencijada colgada de marido santo...,
a
vida en deterioro, a sacrificio por los suyos,
a
lata, a carga, a dolor interior y a fealdad exterior.
[...] En concreto te pongo la cara de una mujer
joven,
deforme,
que pasea desmadejada, con un marido apuesto
y
una niña preciosa, a la que su mamá lleva el cubito torcido...» […]
Parece como si estos versos hubieran sido escritos por una
endemoniada… No se entiende tanto odio, tanto desprecio a la mujer tradicional.
Claro que no necesariamente hemos de asociar a la autora a nuestras reflexiones
pero sí parece que su hierro visible denuncia el desabrimiento de las mujeres
hundidas en el progresismo feminista. El miedo al sexo contrario en una especie
de huida hacia delante desde sus tormentos les pervierte todo enfoque natural
de la relación entre los sexos. Y en la Iglesia son de las que muerden la mano
que les da de comer tratando de subvertir la abnegación del cumplimiento de las
reglas, de la oración y de la caridad. A este convencimiento llegamos con sólo
oírlas. Así cuando la representante de la Asociación de Teólogas Españolas,
doña Mercedes Navarro, nos
asegura: «La teología feminista española debe mucho al mejor pensamiento
de sus feministas, ateas o agnósticas en su mayoría, filósofas y
sociólogas particularmente, que se atrevieron a confrontar críticamente a las
mujeres católicas practicantes con sus preguntas y sus desafíos.»)
¿Qué atrevimientos y qué desafíos? En muchos casos el origen de sus
“confrontaciones” no es más que el desorden de sus conciencias, de su abandono a
debilidades que, siendo comunes a todos los humanos, quieren presentarnos como
opciones encomiables y, en el colmo de la desfachatez, que lo enfermizo sea
ejemplo de salud y sinceridad.
*
Contrastar el error del feminismo con la realidad de la
mujer nos lleva a sucumbir al encanto de lo femenino, a redescubrir las mujeres
siempre bellas en su condición, cuando lo son por dentro para iluminar su
belleza externa. Hermosas joyas salidas de las manos de Dios en el corazón, en
la inteligencia, en el alma... Descubro humildemente que yo también me siento
“feminista” y aturdido de la suerte de que exista “la mujer”; de que el mundo
tenga mujeres. (—Pero ¿existen… ésas que usted dice? —Yo aseguro que sí. Y a
millones). Que los hombres seamos la diana de sus sueños nos hace agradecidos
de por vida al inmerecido don celestial de su amor. Hasta me gusta que de entre
mis cromosomas sean la mitad equis femeninas… (Sin duda, el único caso en que
me felicito de que todas sean lesbianas.)
La mujer-mujer capaz de ser femenina sin merma de la más
fuerte virilidad, la mujer verdadera en toda su feminidad es para todos
nosotros el otro aliento del Creador que nos completa. Cuando quiere, su amor
ya no procede sólo del enamoramiento, tan irracional como rayo que la educación
apenas domina, sino que, como nuevo Franklin se asienta en la formación
cristiana que hace útil energía de lo que sólo sería pasión devastadora. Pienso
que nuestras mujeres, las mujeres cristianas, nacidas y educadas en familias
cristianas, sin perder la seducción de las diosas de la Grecia clásica, nos
reviven aquellos mármoles como cálidos templos del Espíritu Santo. Madres,
novias, esposas… jardines permanentes de la cotidianeidad. Leales en devolver
crecida la buena intención de lo que tan mal les ofrecimos… Para todas las
mujeres, pero especialmente para la mujer cristiana, merece ser verdad aquel
epitafio que Mark Twain imaginó para Eva escrito por Adán: «Dondequiera que ella
estuvo, estuvo el Paraíso».
Sean siempre benditas. Que nadie les cambie el chip.
Fíjense ahora en la sugerencia de que lucha de clases y
violencia de género son una misma cosa. No en balde Marx y Engels programaron: «Disociar
la familia burguesa y organizar la lucha de clases es la esencia de la
Revolución.» Para cruel evidencia de sus mentiras los principios
comunistas introducidos con calzador en la Iglesia, a través del progresismo,
son los fieles agentes de la lucha de clases. Y, de entre ellos, las huestes
feministas las más ciertas autoras de la violencia de género.
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Pedro Rizo
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