Un servidor no es uno de esos
pretenciosos consumidores de películas
costumbristas iraníes o vietnamitas. Ni que
decir tiene que el cine español ni lo cato, a no
ser que se trate de Mortadelo y Filemón
o algo semejante que intuya que no va a
excitar mi bilis más allá de lo recomendable.
En general, la verdad es que no soy excesivamente
aficionado al cine, aunque de vez en cuando veo
alguna película más a modo de fácil
distracción que otra cosa. Ocasionalmente, la
industria norteamericana me sorprende con alguna
buena película, como es el caso de los últimos
tres filmes que he visto en la gran pantalla:
El Retorno del Rey, La Pasión
de Cristo (que es bastante más que una
simple película) y Troya.
Y es precisamente de esta última película sobre
la que voy a escribir. Lo primero que llama la
atención son las críticas feroces que ha
sufrido, sobre todo por parte de la progresía
bienpensante. Es curioso que, de pronto, de
ese frente ideológico que ha conseguido, entre
otras cosas, apartar de las escuelas cualquier
vestigio de formación en cultura clásica, hayan
surgido tantos fieles seguidores de Homero. Es
evidente que uno no puede acercarse a la
película esperándose una versión más o menos
lograda de La Ilíada : la
intervención de las deidades griegas,
imprescindible para entender la tragedia
homérica, brilla por su completa ausencia; la
muerte de Menelao y la confusión de Briseida con
Criseida parece clamar la venganza de esas mismas
deidades; y el fin de Aquiles, en el último día
de la semana que según estos yanquis duró la
guerra de Troya, es la guinda de un pastel
difícil de digerir para un purista por mucho
bicarbonato que se tome. Pero que sean
precisamente los filibusteros del antilatín los
que se erijan en guardia pretoriana de los
hexámetros del poeta de Esmirna despierta mis
sospechas; será que empiezo a padecer de manía
persecutoria.
O será que Troya es una película
más clásica en el sentido íntegro del
término de lo que se quiere reconocer. No clásica
por su hilo argumental o la ubicación
geográfica y temporal de la acción; ni clásica
por su buscada semejanza con las grandes
superproducciones de los años 50 y 60, como se
aprecia en sus escenarios de cartón-piedra y sus
un tanto casposas escenas bélicas; sino clásica
porque pone de manifiesto la oposición entre el
héroe y el antihéroe, entre dos modelos de
hombre opuestos y disjuntos, entre la
encarnación de las virtudes al servicio de los
valores y el orden natural, y la encarnación de
las bajezas y limitaciones esclavizadas por las
pasiones mundanas. Con todos mis respetos para
Aquiles y su intérprete, el señor Pitt (cuyo
palmito Dios guarde muchos años para disfrute
del público femenino), el verdadero centro de la
película es, bajo mi punto de vista, el
contraste entre dos hermanos: Héctor y Paris.
Héctor es el paradigma del héroe clásico:
guerrero fuerte y valeroso, su brazo no asesta el
golpe si la razón aconseja lo contrario;
prudente en el consejo y humilde cuando, pese a
ser consciente de que se está cometiendo un
error, asume y hace propias las decisiones de
aquellos que están por encima de él; padre de
familia amoroso y ejemplar, sabe sobreponerse
cuando su inexcusable deber para con su patria le
alejan definitivamente de ella.
Paris es exactamente lo contrario. Antepone su
pasión sentimentaloide no sólo a los
elementales deberes para con un anfitrión o a
sus obligaciones familiares, sino a los propios
intereses de Troya. Miente y engaña a su
hermano, hasta ponerle en el dilema moral de
abandonarle a su suerte o hacerle partícipe de
su inconsciencia; su pretendido valor en ese
instante, a la vista de la conversación que
ambos mantienen sobre su infancia, se demuestra
como un burdo farol. Se juega el futuro y la
sangre de sus compatriotas para satisfacer su
instinto y su ego de conquistador de alcoba.
Débil y cobarde, es incapaz de luchar virilmente
en el campo de batalla, y cuando llega el momento
supremo para todo hombre, ni siquiera afronta la
muerte con dignidad, y se refugia entre las
piernas de su hermano como un pipiolo malcriado.
Ahora bien, ¿cuál es el problema que surge a
raíz de la dicotomía planteada? Pues muy
sencillo: el de la inversión de todos los
valores, en palabras de Friedrich Nietzsche.
Naturalmente, el genial filósofo alemán hacía
un enfoque bien distinto y en positivo de esta
inversión, al igual que la oposición entre
Apolo y Dionisos iba mucho más allá de mi
licencia para buscar un título llamativo para el
artículo. El de Röcken se decantaba por lo
dionisíaco , que yo vinculo al personaje de
Paris, a lo que él me replicaría con una
monumental reprimenda que, afortunadamente, no se
alcanza a oír desde las profundidades donde
probablemente está ahora mismo ardiendo, salvo
que un póstumo arrepentimiento y la misericordia
divina lo hayanremediado. Yo ni que decir tiene
que me inclino por lo apolíneo, representado por
Héctor.
Pues bien, la dificultad surge cuando descubrimos
que Paris es, ni más ni menos, el hombre de hoy,
el hombre sin cafeína. El sujeto
para el que no existe vínculo obligatorio
alguno:
- Ni la familia: Cada uno tiene
derecho a vivir como quiera, faltaría más;
no hace falta casarse, eso es un corsé de
los tiempos de la oprobiosa dictadura.
Si me aburre mi mujer, la dejo, porque
ya no me llena y estoy tan enamorado de mi
secretaria.... Si no quiero tener
un hijo, hay clínicas que se ocupan de eso,
¿no? Y si yo, varón, no puedo
tener un hijo con mi novio por razones
obvias, seguro que Papá Estado me va a traer
un chinito guay para que nos sintamos los dos
superrealizados
- Ni la Patria: Sí, sí, yo saco la
bandera con el toro cuando juega la
selección de fútbol, pero que no me pidan
que coja un fusil o que haga un sacrificio
económico o de tiempo, que para eso pago mis
impuestos. ¿Patria? Eso es un
invento fascista. El Estado español es sólo
una forma de garantizar que todos los
ciudadanos y ciudadanas tienen unos
determinados servicios, y su unidad está
sujeta a la voluntad soberana de las urnas.
Sólo es un convenio que puede cambiar cuando
queramos. Yo sólo quiero vivir
tranquilo y que todo el mundo sea feliz. Que
mande la ONU.
- Ni Dios: Mi conciencia es algo
personal y tengo derecho a actuar como yo
crea que es mejor. Dios no
existe. El mundo es así, pero podría ser de
otra manera. Hay que aprovechar al máximo el
tiempo y vivir a tope. ¡ Qué
bonito sería que desapareciesen todos los
prejuicios religiosos y todos tuviésemos una
sola creencia que nos ayudase a ser uno solo
con la Naturaleza
¿Cuesta ver retratado al prototipo de hombre
de hoy en estas afirmaciones? ¿Es exagerado
asociarlas con el comportamiento de Paris? Al
contrario, Paris es el modelo a seguir. Belleza
afeminada, casi andrógina, como se intenta
inculcar a través de los medios de
comunicación. Dispuesto a todo por
sentimentalismo barato que se camufla bajo una
palabra tan seria y profunda como amor.
Sin ataduras, libre, aprovecha todas las
ocasiones que le brinda la vida sin mirar atrás
o evaluar las consecuencias. Astuto, sabe jugar
sus bazas para salir lo mejor parado posible de
las situaciones adversas a las que sus actos le
conducen, elude sus responsabilidades. Este es,
punto por punto, el hombre que hoy se
pretende poner como modelo para justificar las
debilidades de cada uno de nosotros. Hace
cincuenta años, nadie se habría identificado
con Paris; éste sería un villano puro y duro.
Pero hoy, su debilidad resulta humana,
comprensible, refleja lo que el espectador
podría hacer en esa circunstancia.
Naturalmente, el hombre, por su propia
condición, siempre ha estado inclinado a caer en
esos errores. No estoy diciendo que hoy haya
mejores o peores individuos, sino que se ha
sustituido el arquetipo, lo que es infinitamente
más grave. Lo radicalmente diferente de la
sociedad actual es que justifica y pone como
ejemplo a seguir esos defectos, institucionaliza
la mediocridad, como yo repito a menudo. Por
eso, hace cincuenta años, todos querríamos
haber sido Héctor, y hoy ya no tengo claro que
seamos siquiera mayoría. El objetivo final es
que el héroe deje de ser un paradigma, sino que
sea una especie de engendro frío,
correspondiente a épocas pretéritas y que
necesariamente se debe a alguna anormalidad o
disfunción afectiva: el héroe ha de ser inhumano.
He aquí la inversión de la que hablaba
yo antes: hay que evitar que aparezcan héroes,
sólo deben existir medianías, que se deben
considerar entre sí como el summum de la
evolución y el progreso.
Por eso molesta Troya. Por eso
molesta Héctor. Porque la honestidad ofende al
mentiroso, que la paga con maledicencia; porque
la valentía ofende al cobarde, que la paga con
traición; porque la prudencia ofende al
inconsciente, que la desprecia; porque la entrega
y el sacrificio ofenden al egoísta, que los
tacha de estupidez. En definitiva, porque la
mediocridad no puede soportar la visión de la
grandeza, y es entonces cuando la envidia
despliega todo su arsenal para hacer el mayor
daño posible.
Y, como me dijo el amigo que inspiró este
artículo, por si fuera poco, la hermosísima
Helena de la película es de pura raza
caucásica, rubia y de ojos azules. Hubiese sido
mucho más políticamente correcto hacer un
casting multicultural en el Fórum de Barcelona.
Una lástima
·- ·-· -··· ···-·
Arturo Fontangordo Rodríguez
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