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En torno al minimalismo contemporáneo

por Antonio Martínez

El minimalismo no se limita a constituir una simple moda estética ni un mero signo de status. Muy al contrario, tiene su trasfondo antropológico y ético, sus antecedentes metafísicos, sus consecuencias espirituales

Vaya el lector a una gran librería y hojee un libro de arquitectura del siglo XX, o bien cualquier dominical o revista de decoración: por todas partes se encontrará usted con el omnipresente minimalismo. Nada de elementos superfluos y barrocos. Todo luz, volumen, líneas rectas, silencio y vacío. En eso consiste la esencia del minimalismo.

Occidente atraviesa hoy una etapa minimalista; al menos, el Occidente urbano de las grandes metrópolis. Se busca por doquier la sobriedad, se elimina toda ornamentación. Se aplica a todo trance la regla de la economía de elementos. Los gestos tienen que ser precisos y bien definidos. Las formas, austeras y simples. Para conseguir una percepción diáfana de los espacios, se prefieren los lucernarios y la luz cenital. Se da una clara primacía a las líneas horizontales y bajas, casi a ras de suelo. Atraen las grandes cristaleras divididas geométricamente, las extensas superficies de parquet. Ángulos rectos, color blanco y crema, junto al gris y al negro. Todo suavidad, serenidad y orden, nada de excesos ni estridencias. Geometría, silencio, luminosidad, formas rectangulares, pureza de línea. Simétrico destierro de todo lo tradicional, figurativo y colorista. De lo mediterráneo, sólo el blanco resplandeciente de las casas de Ibiza.

Abajo la retórica, viva el aforismo. Como no va más del estilo, vivir en un loft, en un ático, en un espacio abierto y diáfano que efectúa la desestructuración de la vivienda tradicional. Diseñar un oasis de silencio y orden en el tráfago caótico de la gran urbe. Adoptar un nuevo estilo de vida. ¿Qué arquitecto, interiorista, escritor, artista o fotógrafo que esté en la onda moderna no aspira hoy a vivir en este transparente entorno? Madera, cristal, geometría, estilo sueco, mesas bajas, colores crudos, ladrillo y piedra desnudos en la pared. Todo ello, igual en una cafetería que en un museo o en la sala de espera de un dentista –del mío, por ejemplo-, es actualmente símbolo inconfundible de prestigio y de alto standing.

Pero no nos equivoquemos. Por supuesto, el minimalismo no se limita a constituir una simple moda estética ni un mero signo de status. Muy al contrario, tiene su trasfondo antropológico y ético, sus antecedentes metafísicos, sus consecuencias espirituales. Ante todo, sintoniza con el individualismo urbano contemporáneo, con la cultura del single. Todo muy cool y postmoderno. También todo muy homosexual: a la homosexualidad contemporánea le gustan los trajes negros y precisamente minimalistas, igual que llevar el pelo muy corto y el vello corporal depilado. Todo también muy gnóstico: se siente un asco intelectual hacia la materia biológica, sus secreciones y sus efluvios. Todo, en fin, muy desmaterializado y abstracto, en sintonía con el esteticismo audiovisual imperante y con la melancolía del hombre actual.

Tal es la faceta sombría del minimalismo. La cual, por cierto, no es la única: el minimalismo puede expresar también una voluntad de sentido, una búsqueda de luz. En épocas de confusión y crisis, como la nuestra, una reacción humana de carácter universal intenta volver a la esencia de las cosas. El orden geométrico, las líneas rectas, la claridad racional, actúan como barricadas formales contra la amenazante marea de caos que asedia al ser humano. Contra el sinsentido y el absurdo, contra la vorágine social que amenaza con destruir el frágil equilibrio de la conciencia, se esgrime la estrategia defensiva de refugiarse en una cápsula de silencio, claridad y orden. Por ejemplo, abandonar Madrid e irse a vivir a un pueblo de Soria, provincia española minimalista por excelencia. Y, por supuesto, instalarse allí en una casa de estilo minimalista.

Como decimos, en épocas de desorden colectivo, el recurso a la transparencia y al orden. Ahora bien: la historia de Occidente desde el siglo XVII es la crónica de un desorden creciente, con sus correspondientes reacciones minimalistas avant la lettre. Contra el torbellino pesimista del barroco, contra el derrumbamiento del universo medieval, el racionalismo cartesiano, que se atrinchera en la ciudadela de la razón, constituye un fenómeno minimalista: la razón, el orden, el método, la claridad, el espíritu de geometría. Y, ya en el siglo XX, contra la Europa freudiana de la Primera Guerra Mundial y los fascismos, víctima de las fuerzas plutónicas y tanáticas emergidas de su propio subconsciente, la arquitectura racionalista y funcionalista de Walter Gropius y la Bauhaus. Contra el consumismo y la tecnocracia de la optimista década de los 50, el estilo de vida existencialista de Edith Piaf y sus jerseys negros: el existencialismo y su estética también eran minimalistas.

El minimalismo contemporáneo puede explicarse según esta misma lógica: esencia y orden contra superfluidad y desorden. La filosofía oriental, minimalista, atrae por esta razón al hombre contemporáneo: los haikús, la meditación, la caligrafía china, el ikebana, las casas japonesas, los jardines zen. También el desierto del Sahara, con su geografía minimalista de arena, silencio y cielo. Igualmente, y desde otro punto de vista, el espíritu escandinavo, el estilo nórdico, la atmósfera transparente de los paisajes circumpolares. Angularidad, simplicidad, elegancia, como en la bandera de Noruega. La minimalista arquitectura sueca, hecha de madera, cristal y piedra. Ikea, el cine en blanco y negro de Bergman.

Por doquier, como vemos, el deseo de serenidad y armonía. De algún modo, la búsqueda de los orígenes, el regreso a los elementos primordiales de la creación y al silencio de las cosas. La conciencia que se repliega sobre sí misma, en una especie de hibernación defensiva. Una voluntad también de purificación y espiritualidad. Pero ahí se bifurcan -¡ay!- dos caminos: por un lado, el encapsulamiento individualista, la mística del individuo occidental que se niega a salir de su propia subjetividad. Encerrado en la cárcel invisible de sí mismo, se refugia en un universo taoísta de silencio y transparencia, pero pagando el tributo de una profunda soledad. El otro camino, en cambio, es el de la verdadera voluntad de luz. Aquí, el minimalismo no se utiliza como un parapeto contra la realidad, sino de una manera franciscana. Desprenderse de todo lo accesorio para reencontrarse con lo esencial. Pensemos, por ejemplo, en la escultura minimalista de Brancusi. Pensemos también en la simplicidad del peregrino. La peregrinación es siempre una aventura minimalista: ir despojándose de la impedimenta del ego y acercarse ya sin posesiones a la presencia de Dios.

¿Qué forma de minimalismo quiere elegir Occidente, hoy situado en una decisiva encrucijada? De su elección, como es obvio, depende el rumbo futuro de nuestro mundo.

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Antonio Martínez

 

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