Narciso y la homosexualidad masculina
Pienso que para hablar de homosexualidad será mejor
centrarnos en la masculina. Su inclusión en la lucha de clases tiene el mismo
sentido en ambos sexos y es de igual violencia. Por otra parte la
homosexualidad masculina está más estudiada y en la Iglesia dispone de mayor
documentación oficial y oficiosa. De rechazo… y de defensa.
Hay un espíritu enemigo del hombre que nos acosa sin
descanso porque sabe que mientras vivimos todavía podemos ser para Dios. Ese «enemigo»,
nombre que le puso el propio Cristo, quiere someternos al dominio de nuestras
debilidades y hacer de nuestro soporte natural, de lo utilitario, lo único
importante. Ese deseo destructor de lo excelente es fruta segura para toda
conciencia que se deje arrastrar por la secularización y el naturalismo
progresistas. A propósito, avancemos que el término naturalismo deriva en tanta
falsedad como el resto de términos manipulados por el progresismo comunista que
en esto de la homosexualidad consigue agentes entusiastas para nuevas versiones
de la lucha de clases.
La edad infantil
La homosexualidad es una muestra de que sin orden moral, y
menos sobrenatural, la naturaleza humana falta de educación y carente de
ideales trascendentes tiende a degenerarse como jardín abandonado.
Desde luego, nacer homosexual porque le toque a uno la
casualidad de ese insignificante "tanto por cien mil" de la
Naturaleza (si el índice es cierto) es cosa tan inocente como nacer con seis
dedos. Dicho esto también diremos que las primeras anomalías suelen surgir
entre la niñez y la adolescencia. Freud nos descubrió que una relación
irregular entre nuestros progenitores, o nuestra con ellos, puede originar
peligros en la formación de nuestra personalidad. Y antes que Freud lo expresó
el teatro griego. Creo que todos hemos protagonizado de alguna manera al
muchacho o muchacha que "se enamora de su madre-padre", la hija-hijo
que quisiera encontrar un hombre-mujer como su padre o madre, o que rechaza al
pretendiente porque no iguala el modelo de aquellos. Y de la misma manera para
el tema que tratamos el hijo o hija que anida en su corazón aborrecimiento al
progenitor de género contrario. También se puede prevenir un futuro de
homosexualidad en el niño que sufre rechazo, por ejemplo, cuando los padres
quisieron que fuera niña, o viceversa; o cuando por cualquier motivo los padres
desertan de su educación evitándole todo disgusto como paradójico efecto de
real desapego. Lo normal es que estos casos se superen, que los hijos se hagan
adultos y amen a sus padres "a pesar de sus muchos defectos", incluso
por tenerlos, sin falsos idealismos. Millones de hombres y mujeres hemos experimentado
la relación con nuestros padres sin proyecciones traumáticas; hemos descubierto
sus realidades, muy superiores a lo que imaginábamos, y hemos pasado a amarles
tal y como son o fueron, verdadera y única manera de amar.
El amor ya consolidado hacia la pareja padres es muy
importante —digo hacia la pareja porque esto es válido aun si alguno de ellos
faltara— porque no se les idealiza con ilusiones que luego se reclaman como
verdad, y de ahí la esquizofrenia. Idealizar no es amar; es amar
"sólo-lo-que-a-mí-me-gusta", ya muy mal principio para casi todo. Por
lo que idealizar a los padres es también una forma de egolatría y
frecuentemente cultivo de tiranías contra ellos. Por eso yo creo que la primera
gimnasia del amor y la primera protección contra los desvíos de personalidad es
aprender a "descubrir" el amor de nuestros padres.
Generalmente la perturbación desviadora de la atracción
sexual se produce por la relación de los padres entre ellos, y muy poco, es mi
opinión, por defectos o errores en el trato al hijo. Probablemente haya casos
en que el daño se recibe por el desprecio de un progenitor, pero yo creo que es
mayor el de la toma de partido del hijo a favor de uno de los cónyuges en
conflicto. Ese desamor entre los progenitores es lo que incita en el hijo espectador
(y, por tanto, víctima) un secreto deseo de compensación o, mejor dicho, de
redención inconsciente de aquél que él juzga más noble. La injusticia
contemplada, imaginada o malinterpretada, produce en el hijo una herida interna
insuperable por la que —sin confesárselo— estaría dispuesto a
"sacrificar" la definición de su propio sexo. Diferenciemos también
que esta presión en la psique del niño-muchacho no proviene de disgustos o
peleas entre sus padres pues, como es sabido, si hay amor éste siempre predomina;
los padres que se quieren transmiten constantemente un fondo de mutuo
entendimiento que a los ojos de los hijos ilumina al sexo opuesto como el
complemento deseado en su propia maduración. El problema surge cuando aun sin
riñas, o con trato de exquisita educación, el niño ve y sabe que sus padres no
se quieren. Creo que aún no se ha analizado en profundidad este efecto entre
las consecuencias del divorcio y de la homosexualidad.
Por otra parte, nada tiene de anormal en el desarrollo de un
varón una amistad de género, entre niños, que sólo posterga al otro sexo porque
se considera un estorbo para el afianzamiento de la personalidad masculina: las
niñas son algo que todavía no interesa. Durante el camino hacia la pubertad es
normal que se produzca este tipo de amistades afirmantes en el que cualquier
rechazo del otro sexo lo es justamente en sentido opuesto a la homosexualidad.
El narcisismo como
obstáculo al Reino de Dios
El narcisismo no es solamente contemplarse en el agua de un
estanque, sentirse guapísimo y extasiarse hasta morir antes que apartarse del
propio reflejo. Hay otros narcisismos que también matan, tales que la
arrogancia de una fingida nobleza, el endiosamiento del triunfador nuevo rico,
o la vanidad del líder halagado por sus seguidores... Son espejos zalameros
amenazantes de egolatría, de hedonismo que es, en mi opinión, el iceberg de la
homosexualidad. El mito griego no dice que el despreciativo muchacho llegara a
la homosexualidad activa; tampoco que se convirtiera en narciso porque era
homosexual. Sólo se apunta que por idolatrarse podría llegar a serlo. Lo
perturbador fue que aquel estanque le reflejó su ser y se volcó en sí mismo, se
enamoró de sí mismo, se ensimismó, es decir, se “in-virtió”. El
homosexual es muy frecuentemente un Peter Pan inmaduro e inseguro de sí; un
alma desorientada que anda por la vida con andamiajes de homologación prendidos
en otro que es igual a él. Y por inmaduro es necesariamente egoísta, y por eso
muere de éxtasis de sí mismo. Los narcisos están condenados a vivir como
cadáveres convertidos en flores a las orillas del mundo real. Y esa condena les
gusta; por eso sus personalidades son patológicas aunque no en sentido inocente
por locura o enfermedad sino porque ésta les llega después de que escogieron
como única meta de vida su sólo fondo endotímico
antes que su transitividad.
Si se examina, la pareja homosexual no existe como unidad
sino como unión de dos individualidades que se adoran y hacen del amor de
pareja un amar solamente al que es igual: homo-sexual. Diciéndolo de
otra manera, las parejas "homo" no son unidades formadas por dos
complementariedades que se ofrecen sino la unión de dos individualidades que se
necesitan por sufrir ambos una misma obsesión. Dos personas no-maduradas que se
buscan, pero no para darse sino para servirse la una de la otra.
Son el uno del otro y no el uno para el otro sobre la raíz del
hedonismo exacerbado. Por eso su amor es posesivo, celoso, obsesivo… (El exceso
de celos heterosexuales puede indicar en quien los sufre una cercanía a la
homosexualidad.) El amor que se tienen dos personas homosexuales es para
afirmación de unas afinidades que se quedan en cada cual. De ahí que la
relación de las parejas homosexuales implique muy a menudo combinaciones
inconscientes caracterológicas: papel de mujer y ropa interior femenina,
actitud pasiva, etc.; o papel de hombre e iconos machistas, dominio, músculos,
etc. Contrástese la evidencia de que el amor heterosexual funda
"unidades" y la desviación homosexual forma sólo "parejas";
que las parejas heterosexuales se llaman "medias naranjas" y las
homosexuales se reconocen "almas gemelas", es decir, "homo-logadas
entre sí". Esta homologación es la inversión en el otro del “yo-mismo”.
Desde un enfoque psíquico deberían ser llamados ego-sexuales
porque se vuelcan en sí mismos —su imagen, su placer, sus caprichos— eliminando
de su interior al sexo contrario precisamente por eso, porque el sexo contrario
“no es él mismo”; “las mujeres no son yo que puedo, además, prescindir de
ellas.” Por eso siempre se les ha llamado in-vertidos. Si en el amor de
matrimonio la individualidad de cada cónyuge permanece diferente y esto más se
afirma según se avanza en la renuncia en favor del proyecto familiar, en los
homosexuales la individualidad exige homologarse constantemente con
"un-otro-que-sea-como-yo". Así su experiencia sexual es lujuriosa y
en singular, y lo que parece amor es mucho más una búsqueda de sí mismo en el
reflejo homologado de su pareja, pero en continuo fracaso porque no se aman sino
que sólo se ayudan para más afirmación del yo en la masturbación compartida. El
amor del homosexual hacia su compañero o compañera, aparte su extrema adicción
a los resortes físicos del placer —otra vez el narcisismo egotista—, es una
astucia subconsciente para no trascender, para no salir de sí. Sus amores más
intensos son expresión del que sienten por sí mismos, no son trascendentes, el
compañero (o compañera) a que se quiere no es otra cosa que la proyección de
uno mismo en el otro. Una egolatría que se sublima en la semejanza de género,
de condición, sexual... No es morfológica sino ontológica, aunque también se
busque a sí mismo en la belleza y juventud, bien si propia, si perdida o si
envidiada, pero siempre introvertida. Por eso lo típico del homosexual es la
constante desilusión y la consecuente promiscuidad; siempre se está buscando a
sí mismo en cada otro que encuentra, hasta la nueva e inevitable frustración
que le empuje a seguir tras nuevas referencias de "homologación". En
el amor homosexual no se ama al otro sino a la propia identidad que en el otro
se reafirma o se glorifica. Quizá sea para todos un escalón, aún muy lejano,
ese afán íntimo de ser amados por encima de todo, de halago, de exigir el
reconocimiento de nuestra persona como si fuéramos casi los únicos que
merecemos vivir en este mundo. Son también encantos narcisistas que nos apartan
de Dios, es decir, de la felicidad y de la vida. Jesucristo enseña en su
Evangelio: «Si quieres ser perfecto niégate a ti mismo.» De manera que,
en lógica conclusión, podemos pensar que cuanto más nos alejemos de este
principio más pronto nos atraerán las orillas del estanque griego, aun si no
llegáramos nunca a la esquizofrenia de la homosexualidad.
El homosexual toma la infidelidad de su pareja como el
desprecio de su propia identidad, lo cual le empuja a la venganza en el
homicidio del amante traidor. Le es intolerable ser despreciado. Diferente a
los amores heterosexuales donde lo normal es que el rechazado no deje de amar a
quien quiso, pues no se quiso a sí mismo sino que fue emisor de amor hacia
otro. Así vemos que al contrario que el enamorado hetero, el homosexual
cometerá el homicidio más sanguinario —cuarenta puñaladas, amputación de
miembros, etc.— de aquél de quien no soporta verse repudiado. Y la misma
literatura nos muestra que para el heterosexual la pérdida del bien supremo que
representa la amada (o el amado) se ilustra en los suicidios de Romeo y
Julieta, en oposición al amor a sí mismo de los celos de Otelo (el capitán
envanecido) que mata a Desdémona. Incluso la envidia asfixiante,
asesina, de Yago es una variedad “de amor en el armario” hacia su señor. Véase
así en los celos heterosexuales exagerados, enfermizos, que muchas veces
provienen de una reprimida tendencia hacia las perversiones sexuales que
imaginan que el otro u otra realiza en su adulterio. No sufre por el amor
perdido sino, repetimos, por lo insoportable del desprecio o, también, por la
represión de lo que bulle en su dañado subconsciente.
Pero, además, en los homosexuales el sexo por su
exacerbación neurótica tiene un componente corruptor que les obliga a inventar
nuevos placeres cayendo en el abismo de perder un poco más de la propia
identidad. La lujuria convertida en lascivia, la masturbación asistida, el
travestismo, la promiscuidad itinerante son sólo efectos de una perturbación
que desborda su ser y les esclaviza llevándoles hacia entornos descompresores
como los clubes y las asociaciones subterráneas.
*
En consecuencia, no es sólo el razonamiento del catecismo lo
que nos impide a los católicos aceptar la homosexualidad. Es que en sí misma
evidencia formas de auto-idolatría que alejan del seno de Cristo, cuya
enseñanza se resume en alcanzar la vida eterna negándonos a nosotros mismos por
amor al reino de Dios; y amar al prójimo por amor a Dios. Cristo nos señala el
camino de salvación precisamente en los antípodas del narcisismo homosexual
saliendo de nosotros hacia los demás, dándonos. «Porque quien quiera salvar su
vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el evangelio, la
salvará.» (Mc 8, 35) Precisamente es esto lo que nos impide aceptar a sus
afectados por más que se empeñen en que su condición es un derecho; nos da
igual que se les llegue a otorgar por leyes pervertidas.
Ahora que el progresismo (Somos Iglesia y otros) nos
propone una pastoral para homosexuales con el objetivo de que,
tarde o temprano, se llegue a su admisión, debemos saber sobre la
homosexualidad algo más que chistes, siempre horrendos y sin caridad. Como en
toda sociedad, pero más en la Iglesia, el silencio sobre los venenos que la
matan es complicidad homicida, y siempre condenada por los papas. Justamente,
en este asunto los respetos humanos, por otra parte simples disimulos de
cobardía, no pueden echar un manto comprensivo ni a los más altos puestos de la
jerarquía que tuvieran que ver con esta desgracia. Es justamente el Catecismo
el que nos advierte sin ambigüedades que «pecamos de forma personal cuando
[...] se protege de alguna manera (silencio, disculpa, encubrimiento, etc.)
a los que hacen el mal». (CATECISMO, cf 1867, 1868 y 1869).
La estadística no es
consuelo
Nadie en su sano juicio tomará por evangélico que este
desorden social, mental y físico de la homosexualidad sea admisible en la
Iglesia sólo por el argumento de que sus cifras son similares a las del mundo.
Decir que los índices de homosexualidad en la Iglesia son los mismos que se
registran en la vida seglar es ya una confesión de decadencia pastoral. ¿Por
qué? Pues porque en el santo seno de la Iglesia no puede admitirse que los
vicios del mundo alcancen sus mismos índices, y especialmente este de la
homosexualidad que es cabecera de otros males que después citaremos. La Iglesia
es santificadora del mundo y no un apéndice que se califica mirándose en el
espejo de los pecados del mundo. ¿Cómo puede satisfacer a dirigente alguno de
la Iglesia que los índices internos de homosexualidad y pederastia sean
similares a los del resto de la sociedad? No estamos conformes con este enfoque
tan avestrucista que muestra una muy clara correspondencia entre la
permisividad del progresismo y los casos de homosexualidad del clero. Así la
hipocresía de los que dicen: «En la Iglesia no rechazamos al que es homosexual
sino al que practica la homosexualidad». Vaya cosa más ingenua. Algo parecido a
un Banco que dijera: "Admitiremos a todo cleptómano que nos pida empleo...
en la confianza de que no se le ocurrirá desvalijarnos."
Los “evangelios
homosexuales” según el progresismo
Los teólogos del progresismo no sólo apoyan la homosexualidad
sino que se apropian calumniosamente de cualquier personaje que les dé lustre.
Y puesto que hasta se atreverían a exigir que la Iglesia les canonizara
esgrimen también, en audaz exégesis, que los Evangelios admiten la
homosexualidad. Esta audacia como es obvio merece comentario puntual.
Repasemos algunas sugerencias.
«Los eunucos de nacimiento.» (Mt 19, 12)
Efectivamente, el pasaje de San Mateo cita cierta anomalía sexual: «Porque
hay eunucos que nacieron así del seno materno...». Pero no vemos que esto
sea referencia de homosexualidad. Tratándose de eunucos sería más propio hablar
de esterilidad que, además, parece lo más ajustado al celibato que se quiere
defender. (Y, por cierto, ¿por qué se ha de suponer que a los eunucos no les
gustan las mujeres...?) Lo mejor es limitarse a lo escrito y esto es que Jesús
premia en sus palabras al que sin serlo se hace eunuco por amor al reino
de los cielos. Jesús eligió a éste y no al eunuco de nacimiento, por inocente
que fuera.
«Un joven seguidor de Jesús escapó desnudo.» (Mc 14, 51).- Los
soldados en el huerto quieren prender a un joven que logra escapar gracias a
que iba desnudo debajo de su túnica. Se quedaron con la túnica en las manos. Se
supone que era San Marcos, hijo de los dueños del huerto lo que hace suponer
que los soldados quisieran prenderle para implicar a su familia. De este
episodio los progresistas deducen que aquel joven era homosexual. Pero yo no lo
veo así. El evangelista sólo nos relata algo muy común entre los habitantes de
aquellas tierras, ir desnudo debajo de un simple cobertor. Me viene a la
memoria un amigo, judío, que vivió dos años en Israel y participó en la Guerra
de los Seis Días. De entre las anécdotas que acumuló contaba que en el puerto
de Haifa los turistas tiran al agua monedas de medio dólar para que los
muchachos que merodean por el muelle se quiten la ropa y se arrojen desnudos al
agua, o con sólo el calzón. También en muchos pueblos se entiende que se está
desnudo por ir en calzoncillos o paños menores, herencia de los antiguos
romanos que cuando sentían pudor tapaban sus genitales con unos paños como los
que a Jesús se le recuerdan en la cruz… y esto lo entendían también como “estar
desnudos”. Además, hoy, aún, pescadores de algunos lugares de Grecia y de
Turquía faenan desnudos. (Pedro se tiró desnudo al agua para encontrarse con
Jesús resucitado.) Y “desnudos” van todavía muchos escoceses debajo de su kilt
tradicional. Estoy seguro de que no por eso escoceses o pescadores han de ser
tomados por homosexuales.
«Los Apóstoles y los cristianos se besaban con un beso de
amor.»
(Mt 26, 49; Lc 7, 45; 1 Co 16, 20; 2 Co 13, 12; 1 Tes 5, 26; 1 Pe 5, 14).- Que
San Pedro en su primera carta salude a sus discípulos con el beso de amor no
tiene otro sentido que el de fraternidad. Además, es sabido que entre judíos,
árabes y otros pueblos de Oriente, incluida Rusia, los hombres se besan en
signo de amistad; los amigos se toman de la mano para andar... Hace unos años
el Presidente de la Autoridad Palestina, Yaser Arafat visitó España y todos
vimos las fotografías de su encuentro con nuestro Presidente Adolfo Suárez dándose
un beso en los labios.
«Juan era el joven discípulo al que Jesús amaba». (Jn 21,
20).-
Los traductores que buscan la interpretación real y no la mera literalidad
prefieren decir: "El discípulo preferido". Por otra parte poco de
raro hay en que un maestro o líder tenga un discípulo predilecto por la
completa adhesión a sus enseñanzas, por su pureza de intenciones, por la evidencia
de su aprendizaje... Más aún si le conoce desde bebé y si, posiblemente, lo
tuvo en sus brazos. En nuestros días la homosexualidad se ha extendido tanto
que, por desgracia, un padre no puede besar o abrazar en público a su hijo
desde que cumple catorce años, el vestuario y las duchas de un gimnasio son
sospechosos porque sí, y lo mismo el compañerismo entre soldados o deportistas.
Sin embargo, para mí es una aberración abominable que de toda muestra de
amistad entre hombres haya de recelarse homosexualidad. En su despecho, los
homosexuales, y los progresistas que tanto amparan las libertades de
conciencia, se agarran a cualquier clavo que justifique la homosexualidad
incluso insinuándola en el propio San Juan. Y a los teólogos de pacotilla ni
les importa que esto la insinúe también del mismo Jesús.
«Reclinó (San Juan) la cabeza en el pecho del
Señor.» (Jn 13, 25).- Y seguimos con San Juan. Sabemos que la fidelidad al
texto original no siempre se ajusta al hecho relatado pues, como ya dijimos, y
debemos insistir, los textos traducidos literalmente muchas veces sugieren
cosas que realmente no sucedieron como deben interpretarse. En este asunto
tenemos, además, la influencia artística de la Cena de Leonardo en la que más
quiso representar la institución de la Eucaristía que una estampa histórica. El
pintor parte de la idea de mesa, y nos coloca a Jesús sentado con los Apóstoles
a la usanza renacentista y no a la manera oriental. Reclinar la cabeza sobre
el pecho de Jesús lo entendemos mejor cuando comparamos varias versiones.
Así, en algunos textos podemos leer: «[...] estaba reclinado a su derecha».
La versión más popular señala a Juan recostado cerca del pecho de Jesús.
Si nos ceñimos al dato histórico debemos reparar en que los comensales estaban
reclinados al modo usual de entonces, sobre divanes (en Roma) o almohadones (en
Oriente). Precisamente por estas posturas los pueblos orientales aceptan el
desahogo del eructo. Los estudios más serios y reconocidos demuestran que «[...]
Juan estaba a la derecha o delante de Jesús»
(de manera que) «apoyándose sobre el codo izquierdo tenía el rostro vuelto
al Maestro.»
Y la versión de los profesores Nacar y Colunga interpreta más claramente que
«(el discípulo) estaba recostado "ante" el pecho de Jesús...».
El lobby
En todo caso, y por más que los homosexuales y sus
“teólogos” hagan elucubraciones fantásticas, los discípulos de Jesús nada
tenían que ver con la homosexualidad. Frente a tan estúpida propuesta es
categórico el texto de las Epístolas, el relato de los Hechos y la Tradición
apostólica —San Pedro, San Juan, San Judas, Santiago y no digamos San Pablo—
pues todo condena de forma rotunda e indudable lo que todos los Padres
coincidieron en llamar vicio contranatura.
Del Apóstol tenemos esta advertencia: «No os forjéis ilusiones. Ni
fornicaros, ni idólatras, ni adúlteros, ni afeminados, ni sodomitas, ni
borrachos, ni ultrajadores, ni salteadores heredarán el reino de Dios. » Una
advertencia terrible y despiadada que se apresura a dulcificar: «Y eso erais
algunos; pero fuisteis lavados, pero fuisteis santificados, pero fuisteis
justificados en el nombre de nuestro Señor Jesucristo y en el Espíritu de
nuestro Dios.» (1 Co 6, 9) No hay posibilidad de armonía entre la vejación
del hombre creado por Dios y el Evangelio de Jesús que nos enseña a
sobrenaturalizar todo nuestro soporte material. De la misma manera esta es la
gran tarea de la Iglesia en el mundo. No está para avalar conductas sino para
enseñarnos a conducirnos, ni para comprender sin educar…
Las asociaciones gay y de lesbianas empeñadas en
vendernos su desvío se justifican diciendo que es de lo más natural... estar
enfermos. Por esto quizá el bibliófilo André Gide, premio Nobel de Literatura
(!), defendió la homosexualidad y llenó su obra, cómo no, de títulos cristianos
(La puerta estrecha, Si el grano no muere, Las cuevas del Vaticano,
El regreso del hijo pródigo, etc.) En un estudio muy superficial titulado Corydon,
le regaló a la homosexualidad estos argumentos: «La práctica homosexual no
es un vicio sino una conducta natural», porque en las calles de París vio a
los perros seguir sus instintos (¡Oh, la ciencia!); «no es un desequilibrio
psíquico ni una enfermedad sino sólo un disturbio hormonal»; «no es
amoral y, por lo tanto, los homosexuales deben tener los mismos derechos que
los heterosexuales: casarse, adoptar niños...» ¡Pobre Gide! Nos basta ver
una sola manifestación pública del Orgullo Gay para reafirmarnos en que es una
adicción a la lascivia que ya ha desarrollado clínicas de desintoxicación.
Sumémoslo a que al lobby homosexual le conviene la
excitación del erotismo en toda la sociedad por lo que, al amparo de libertades
sin freno, nuestra sociedad antes cristiana acepta su embrutecimiento con la
divulgación de "técnicas" eróticas degradantes. Porque no sólo
atentan contra la santidad del matrimonio —sacramento en los contrayentes
católicos— sino contra la dignidad de cualquier ser humano, criatura
directamente salida de las manos de Dios. Recordemos que cuando los romanos
decían de los cristianos «Miradles cómo se aman» no confirmaban sólo una
fraternidad sino que aludían a un más elevado modo de amarse hombres y mujeres,
en contraste con los cultos dionisíacos de, por ejemplo, corintios y
pompeyanos. En la Roma heroica el sexo oral era socialmente intolerable. «Tened
entre vosotros en gran honor el matrimonio y el lecho conyugal sea
inmaculado; que a los fornicarios y adúlteros los juzgará Dios.» (Heb 13, 4)
Pero es tan machacona la insistencia de los mass-media, muchos de ellos
sometidos al lobby gay, que parece que a los homosexuales hemos de
considerarlos seres superiores, sensibles, artistas —"exquisitos" se
llaman— dignos de admiración y hasta de envidia. Portadas de semanarios,
televisión basura, columnas de opinión... suelen alabarnos a determinados
hombres y mujeres actores, escritores, modistos o políticos reconocidos
públicamente como homosexuales. Muchas veces solamente porque aportan más
méritos como homosexuales que en el ejercicio de su profesión... Pero, si
examinamos el salpicado de noticias, y por más cultos y elegantes que se nos
presenten, muy poco pueden ocultar de su asiduidad a fiestas en clubes
exclusivos donde se desinhiben de su fingimiento con diversiones bufas… y
realidades de manicomio. Si publicitan su exquisitez es para olvidarse de la
suciedad de su dependencia. No nos engañe nadie con protestas de libertad y
derechos pues estamos hablando sin duda de una de las epidemias más peligrosas,
se la mire como se quiera. Por la infección social de su proselitismo, por la
abominación de la sodomía, por la militancia de la pederastia... o por la
frecuente drogadicción que unida a la promiscuidad extiende el SIDA entre
ellos. Y, antes, un desorden básico de la conciencia, una enfermedad mental en
avalancha imparable hacia las locuras del satanismo o la coprofilia. Bueno, en
ésta última ya están literalmente por el desvío que escogen para la
satisfacción de su libido.
Es una calamidad tan letal para la sociedad, y al mismo
tiempo tan penosa para quienes la sufren, que debería enfrentarse con aquel
rigor que merecieron las pestes de la Edad Media. Aparte de que, evidentemente,
ser homosexual no paga; es una desgracia para el mismo sujeto. Burla cruel es
que estos desdichados se apliquen el término inglés "gay" que
significa "alegre" porque, aun buscadas como refugio de una soledad
angustiosa o justificadas en un origen no culpable, lo irrefutable es que las
prácticas homosexuales son en sí mismas ruinosas para la vida, de lo que es
prueba el alto índice de suicidios que provocan. Esto no se oculta, en
absoluto, porque en una conferencia de psiquiatras de Europa y EE.UU. se
conviniera, sólo por acuerdo político —que por vergüenza médica ya se ha
derogado— no diagnosticar a la homosexualidad como variante de enfermedad
mental. Aparte de que es inútil sustraerse a la realidad de que los
homosexuales rondan muy cerca otras patologías indicativas de locura tales como
el bestialismo, por ejemplo.
¿Es que ésas sí son enfermedades y la homosexualidad no? Por eso la
homosexualidad, como el vampirismo o la drogadicción, debe ser tratada en
clínicas especializadas... Reveladores son aquí ciertos informes de la policía
sobre la existencia de ritos homosexuales en casi la mitad de las sectas
satánicas y destructivas.
De ellas hay clasificadas en el mundo más de cuatro mil, de las que cerca de
mil ochocientas practican la homosexualidad, en muchos casos incluyendo burlas
y sacrilegios contra la Eucaristía.
*
Es por todo lo dicho que no se puede cerrar los ojos a este
error del alma y seguir a los progresistas en su falsa caridad hacia la
homosexualidad. ¿Quién puede proponer comprensiones "cristianas"
hacia lo que es externa e intrínsecamente malo? Nada va a solucionarse
concediendo a los enfermos una "libertad vigilada" dentro de la
Iglesia con algún tipo de servicio eclesial, incluso pastoral. (!) Es algo que
ninguna empresa concedería a quien es ludópata o padece de tuberculosis. ¿Por
qué el mandamiento de no juzgar, no condenar que, obviamente, corresponde a Dios,
ha de implicar que estas inclinaciones se toleren dentro de la Iglesia? ¿Es eso
caridad? Vamos, no nos tomen el pelo. Aquí la caridad será siempre con respecto
al paciente y no con su enfermedad. Lo normal es que los empleados con una
enfermedad infecciosa causen baja en su trabajo. Por su bien y por el de todos.
Hay que tener en cuenta que al igual que un alcohólico no puede pasar por un
bar sin liquidarse todo el dinero que lleve encima, el homosexual siempre
tendrá deseos de seducir a aquellos que le atraigan. Por algo en las leyes
mosaicas la sodomía se castigaba con la muerte (Lv 20, 13) pues, como pasaba
con otras infecciones epidémicas, no había medio seguro de erradicarla. Y hasta
muy recientemente el Papa, pastor responsable de la salud de su grey, aplicaba
la pena máxima a los homosexuales; el último el recientemente beatificado Pío
IX cuando administraba justicia en sus estados.
No obstante, no hay que escandalizarse si aparecen casos de
homosexualidad en la Iglesia; sólo debe alarmarnos, como ya dijimos, que
alcancen proporciones similares a las de la sociedad civil. Porque la
homosexualidad es una enfermedad de la conducta que puede aparecer en toda
institución donde se agrupen hombres o mujeres. El problema se desbordó durante
los años posconciliares en los que las vocaciones sacerdotales bajaron a grados
de extinción. Entonces, se tomó como llamadas al sacerdocio no lo que se
manifestaba claramente el deseo de servir a Dios y a su Iglesia, amor al reino
de los cielos o a la perfección cristiana, sino simple misoginia o refugio de
una homosexualidad larvada. Hubo pastores que por afán de crecimiento llegaron
a captar "vocaciones" recurriendo a la ridiculización de la mujer o
del matrimonio. («Si no puedes encontrar una mujer como la Virgen, o un hombre
como San José, lo mejor es que no te cases»; «El matrimonio es para la clase de
tropa»; «A esa chica tan mona imagínatela en el excusado…») Hemos oído a algún
obispo, párroco o teólogo disentir de la doctrina de la Iglesia en cuestiones
tan graves como el reconocimiento de las parejas homosexuales, o sobre la
igualación de derechos con la familia tradicional. Otros manifiestan su
imparcialidad de «no entrar ni salir en este asunto» pues prefieren no
condenar, «que ellos eligen la misericordia". Salta a la vista la
deformación pastoral y la coacción corporativa. Nadie comprende cómo se puede
desviar el Magisterio acerca de este mal con el argumento de que hay que
respetar la intimidad... y ser misericordiosos. (¡Qué vil instrumentación para
palabra tan excelsa!) ¿Y por qué no serlo antes con la Iglesia...? En contraste
con esta moda de ser estúpidos por decreto San Juan Crisóstomo, en su Homilía
IV sobre la Epístola de San Pablo a los Romanos, argumentaba admirablemente
sobre este asunto.
La homosexualidad como problema psíquico entraña también una
raíz y una consecuencia física, carnal. Surge y se esconde en la poderosa
fuerza de la reproducción, en el premio de placer otorgado a la generación de
vida. Objetivada en esa función la fuerza del sexo es muy grande y, por tanto,
cosa que merece muy serio trato. Una fuerza poderosísima que casi siempre nos
supera y para que no nos ensoberbezcamos en el montaje de santidad o purezas
que ofrecer al exterior, esta fuerza es un buen instrumento de humillación y
realismo recordándonos que sólo somos hombres... En este sentido la lucha del
homosexual por liberarse de su enganche es siempre honorable, honorabilísima. A
mi juicio es meritorio el homosexual que sufre su drama desidentificador y lo sobrelleva
con dignidad en constante lucha de desprendimiento de su inclinación; como el
mujeriego, o el alcohólico o el drogadicto, etc.… Dios, que se hizo igual a
nosotros en todo menos en el pecado, es el único que conoce conciencias y
valora circunstancias y heroísmos. Aquí sólo pretendemos subrayar que la
promoción social desatada a favor de la homosexualidad manifiesta un proyecto
claro de destrucción de la conciencia colectiva cristiana y arrastra
inexorablemente a la aniquilación de su civilización. Ahí, y no en la
tolerancia, está su explicación.
*
Con respecto a la Iglesia no parece que hayan de
establecerse consolaciones sobre si son o no son campañas orquestadas desde
fuera para denigrarla; o desde dentro para la abolición del celibato. Aun
siendo verdad, eso no oculta que los casos se producen, que las denuncias y los
procesos existen; con documentación, con atestados policiales, con víctimas,
con testigos, con sentencias... Es evidente que esto se ha recrudecido desde
hace unas pocas décadas. No estamos de acuerdo con aquella norma del Beato Juan
XXIII mandando
que a estas cosas se las debía echar un manto de silencio. Porque cuando “estas
cosas” superan sus índices habituales y se prueba que son ciertas, lo obligado
y más noble —lo más eficaz y lo más inteligente— es aprovechar la
sensibilización general para hacer limpieza a fondo, levantando la alfombra de
las deficiencias que lo permiten, oxigenando armarios, persiguiendo el mal allí
donde esté… y que caiga quien caiga. Las supuestas alarmas de escándalo contra
el buen nombre de la Iglesia —argumento hipócrita de complicidad— podrían ser
oportunidad para actuar sin miedo. Desde arriba, porque cuanto más alta sea la
autoridad emponzoñada mejor se podrá actuar contra ella y, por su ejemplaridad,
más eficaz será la limpieza; desde abajo, perfeccionando la vigilancia
apostólica que evite el ingreso a cualquiera sin vocación, especialmente a los
sospechosos de homosexualidad, por más riesgo que exista de quedar vacíos los
seminarios… Evidentemente ese riesgo es otro engaño y temor infundado pues
ocurre todo lo contrario: la pureza de los seminarios atrae vocaciones y la
manga ancha las espanta. Es evidente que el progresismo, como seudo-filosofía
receptora de todas las doctrinas materialistas, junto con la homosexualidad y
el arribismo de carrera, son para la Iglesia un fatal triángulo de familia. Las
quintas columnas del infierno.
«Apoyándose
en la Sagrada Escritura que los presenta como depravaciones graves (cf Gn 19,
1-29; Rom 1, 24-27; 1 Co 6, 10; 1 Tm 1, 10), la Tradición ha declarado siempre
que "los actos homosexuales son intrínsecamente desordenados” (CDF, decl. Persona humana 8). Son contrarios a la ley
natural. Cierran el acto sexual al don de la vida. No proceden de una verdadera
complementariedad afectiva y sexual. No pueden recibir aprobación en ningún
caso.» (CATECISMO, cf 2357) «Un número apreciable
de hombres y mujeres presenta tendencias homosexuales profundamente radicadas.
Esta inclinación es objetivamente desordenada...» (Ibid
2358)
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Pedro Rizo
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