“Salam alaikum”: “Que la paz sea contigo”. Este tradicional saludo árabe, hoy bastante conocido en Occidente, tiene su núcleo significativo en el “salam” inicial, término que denota una paz profunda, una quietud concentrada en sí misma, el silencio de las mezquitas y de los desiertos arábigos. Evoca un universo de atemporalidad, esa atmósfera intemporal tan característica del Islam. En tal atmósfera, la paz se identifica con la detención del tiempo, con la cristalización del devenir, con la sujeción periódica a los ritos que prescribe la religión islámica (en particular, las cinco oraciones diarias). “Salam” está emparentado con el “shalom” hebreo de “Ierusalem”. Shalom, salam: con estas palabras, diríase que recobramos el sentido sagrado y transcendente de eso que llamamos “paz”, hoy tan a menudo confundida con la mera ausencia de conflicto visible, con la tensión domesticada y soterrada. Intuitivamente, comprendemos que la paz como shalom/salam pertenece a un orden ontológico superior. Ahora bien: el concepto de paz en el mundo islámico, condensado en el vocablo “salam”, difiere profundamente de la concepción cristiana de la paz. Etimológicamente, “salam” se relaciona con “islam”, que, como se sabe, significa “sumisión”. La paz (salam) se consigue mediante el “islam” (sumisión) del “muslim” (musulmán, es decir, “súbdito”, “sometido”). Una sumisión que, lógicamente, se produce respecto a Allah. En la visión religiosa islámica, el hombre debe ser un “abd”, es decir, un adorador y siervo de un Dios transcendente, todopoderoso, monarca del Universo. Un Dios también misericordioso, pero de ningún modo “cercano”: no estamos ante un “Abba”, ante un Dios paternal, sino ante un Dios –Allah- al que hay que someterse sacrificando la libertad propia. He aquí el punto crucial: en el Islam, no se considera realmente que la aceptación de Allah deba ser realmente libre. Ese momento de libertad se entiende como un peligro que debe ser evitado. Pues el hermoso momento en el que el alma acepta libremente a Dios implica un riesgo: que el alma humana, en el vértigo abismal de una libertad real, no ficticia, decida rechazar a Dios. El Dios cristiano, aceptando este riesgo, sí quiere que la fe pase por la prueba de ese momento; la paz –una paz perturbada de tanto en tanto por la realidad evidente del pecado- surge tras ese instante crítico de libertad absoluta en el que el hombre da el paso decisivo hacia Dios. Ahora bien: para el musulmán, la posibilidad de rechazar a Dios significa una blasfemia y una especie de locura. Así que, en bien del propio hombre, la aceptación de la fe no debe ser confiada a las imprevisibles contingencias de una libertad humana que, por definición, es inestable. Para el Islam, la aceptación de Dios consiste en un acto de sometimiento sólo parcialmente voluntario. Más bien, se trata de una aceptación obligatoria, tras la cual se abre la perspectiva de una paz intemporal, sustraída a las vicisitudes del devenir psíquico: la paz propia de una religión inconmovible y monolítica, como es en sí mismo el Islam. Ahora bien: precisamente tal estructura del “acto de fe” musulmán lleva implícita la semilla de la violencia religiosa, la tentación de la imposición de la fe. El Cristianismo insiste en la necesidad de una aceptación libre y voluntaria de la fe, exenta de toda coerción psicológica o social. Pero el Islam no hace hincapié en tal requisito, sino en la esencial exigencia de sumisión, y ello –nótese- por el propio bien del sujeto. Por lo tanto, la consustancial proclividad del Islam a la expansión por vía militar encuentra su justificación en la naturaleza misma de la religión musulmana. Como se sabe, Mahoma no fue sólo un profeta, sino también un caudillo militar. El Islam, desconfiando de la libertad humana, quiere ahorrarle al hombre los problemas y riesgos que se derivan de la elección libre en el momento de la decisión religiosa. La fe debe ser impuesta por la fuerza: los beneficios posteriores justifican este procedimiento. Como la existencia de Dios es evidente, la negación voluntaria de Dios es digna del manicomio. Pero la libertad podría conducir a tal negación. Conclusión: el hombre debe renunciar a su libertad. El súbdito –muslim- no es libre frente a Dios, y ello posibilita un tipo de seguridad religiosa inalcanzable de cualquier otro modo. Por todo ello, en el Islam siempre está presente el riesgo del fanatismo y de la imposición. La yihad es la conquista del mundo y de las almas en honor del monarca-Dios Allah, que está llamado al reinado universal. El instante fundacional de la fe consiste en un relámpago de violencia –explícita o implícita- que paraliza al alma. Los cimientos de la sumisión musulmana se levantan sobre el terreno de la violencia como manifestación del mysterium tremendum que es la divinidad. La violencia abre la puerta a una paz que no es consecuencia de la aceptación libre de la fe, sino del sometimiento obligado a un poder superior. Se nos puede argumentar que, históricamente, también el Cristianismo ha conocido las veleidades coercitivas. Sin embargo, cuando esto ha sucedido, se contravenía la esencia misma de la fe cristiana. Las tentativas de imposición siempre han sido vistas como un error contraproducente, y como una práctica perniciosa, por la ortodoxia doctrinal cristiana. Ahora bien: en el Islam, la imposición de la fe está dentro de la ortodoxia religiosa. El Islam no valora la libertad humana frente a Dios; más bien, la considera como una fuente de riesgos que debe ser suprimida. En cambio, el Cristianismo, con la doctrina del pecado original, sitúa la constitutiva libertad del hombre (es decir, la posibilidad de un mal uso de la libertad) en el centro mismo del drama de la Historia. Es completamente lógico que el Islam niegue la existencia del pecado original: se trata de un abismo demasiado vertiginoso y terrible para la antropología musulmana, mucho menos profunda que la cristiana. El Cristianismo ha introducido la más honda concepción de la libertad humana, liberada de todo determinismo cósmico. Y esta libertad puede conducir o bien a la aceptación plenamente libre de un Dios que no se impone a sí mismo, o bien a la simétrica negación de Dios, siempre posible en un mundo de penumbra donde la existencia de Dios no es evidente. Esta última opción –el rechazo de Dios- es la elegida por el Occidente moderno, que se ha construido sobre la base ideológica de la rebeldía contra el Dios cristiano. A principios del siglo XXI, las convulsiones que agitan al mundo proceden, en buena parte, del choque entre la libertad centrífuga, dispersiva, autocéntrica y rebelde del hombre occidental, por un lado, y la negación defensiva de la libertad, en favor de la sumisión religiosa, que efectúa el Islam. La libertad moderna crea una tensión insoportable en la mente islámica, y la sumisión musulmana de la conciencia produce un efecto parecido en la mente occidental. Surge, así, un conflicto radical del que únicamente se puede salir mediante la destrucción, fagocitación o asimilación del adversario. Sólo desde la perspectiva cristiana, que concilia la legítima autonomía de la subjetividad con la libre sumisión a Dios –una sumisión que hace aún más libre al hombre-, puede resolverse realmente este conflicto. Fuera de la mirada de Cristo, el Islam y Occidente están llamados a un enfrentamiento aniquilador. •- •-• -••• •••-• Antonio Martínez |