Dos amigos pasean por el ágora ateniense. Son jóvenes, de barba arreglada, mirada unas veces altiva, otras atenta a los diferentes monumentos móviles que cruzan por doquier, en medio de inefables aromas y efluvios, procedentes de todas partes.
-¡Guerra, guerra! –exclama Alcibíades-. Hay que demostrar a esos viles quiénes somos los atenienses. -Deja, deja, que no estamos para guerras. Yo prefiero soñar con un mundo de jacintos y azucenas, rosas y hierbabuena. Las lanzas –dice Arquíloco-, para dar la vuelta a los cabritos, mientras se doran bajo la lumbre. -Eres un cochino decadente, amigo mio. Tu mundo es un mundo ideal, que no existe ni existirá. Mientras tú estés con tus flores y tus banquetes, otros llegarán y te obligarán a hacer lo que no quieras. Te veo pronto de esclavo, amigo Arquíloco. -No sé. Esclavo ya soy de mis pasiones, y me lo paso muy bien, pues tengo siempre dónde elegir y voy de flor en flor, como abeja que liba lo mejor de cada uno. -Eres aborrecible, Arquíloco. -Sea. Pero no en vano me escuchan todos los sofistas y me oye con atención nuestro común amigo Pericles. ¿Qué te parece? -Ridículo. Un estadista como Pericles no puede plegarse a semejantes tontadas, propias de adolescentes. Mira, llegamos a casa de Carnéades, el inventor loco. Veamos con qué cosa nueva nos sorprende.
Llaman a la puerta y aparece una sirvienta. Pasan al interior del patio, y esperan a que salga Carnéades. ¡Cielos! ¡Qué pelos! ¡Como si no hubiera pasado su peluquero particular, Eratóstenes el beocio! ¡Qué horror de mechones! Arquíloco lo observa y no puede menos que exclamar:
-¡Carnéades, hijo del Averno, reliquia de los pacifistas, qué pelos de vieja llevas! Cualquiera diría que has estado vendiendo lechuga en nuestra ágora. -Arquíloco, joven ladrón, indecente pacifista, crápula contumaz, dionisio pampanoso, ¿qué tienes tú que decir de mis guedejas?
Chocan las manos y se llevan la mano a la oreja derecha, mientras se contonean un poco.
-Bueno, además de a molestar, ¿qué os trae por aquí, vagos indómitos? -Nada, Carnéades. Corren rumores de que tienes algún invento de estos muy notables, ya sabes... -No, no, nada de invento. No es tan fácil inventar cosas tan complejas. Pero ideas, tengo ideas muy buenas y avanzadas, propias del siglo de luces y razón en el que vivimos, con nuestra preclara Atenas como faro y portaestandarte del mundo. -Viejo loco –dice Alcibíades- nos envolverás con tu labia y nos dejarás sin conocer tu secreto. -No, no, amigos. Pero daros cuenta de una cosa: soy viejo, pero no estoy loco. ¿Qué he de hacer para evitar morir? -Escuchar a Sócrates, que cree en la reencarnación de las almas. Así después de esta vida de inventor loco, te puede tocar una de hormiga o de rata, o quizás de abubilla –se ríe Alcibíades-. -Va, Sócrates cree cosas a pies juntillas y no es más que un mitólogo descafeinado. No, no viviré por mucho que crea en lo que nos cuenta Sócrates. Y sin embargo, queridos, no me quiero morir... -Ni yo tampoco –tercia Arquíloco-. Me quedan muchos placeres que gustar, muchos... -Pues bien. ¿Qué me diríais si perdiérais una pierna cuando nadáis en el mar, porque un tiburón hambriento decide calmar un poco sus ansias? Ya no seríais los jóvenes apuestos de ahora, sino unos cojos muleteros. -Mucho cuidado con lo que dices, viejo chiflado –replicó con cara enojada Alcibíades-. A mí no se me ocurre bañarme así como así en el mar. Y aunque así sea, bah, eso de cojo muletero suena muy mal. -Es cierto, querido Carnéades, esa expresión hiere mis oídos y es más, pienso que es políticamente incorrecta. Si la diriges a un lechuguino, pase, pero a personas de nuestra categoría y condición, poetas y políticos de tanto lustre...
Arquíloco se mesa la barba y se mira las pantorrillas. ¡Cojo, cojo, cojo él! ¡Con la de piececitos que tiene que hacer! Carnéades se dirige a un extremo, y saca una pierna de un extraño material.
-Fijaos, amigos, una pierna ortopédica. -¿Para qué sirve? -Para sustituir a la de verdad, en caso de ser amputada. Es todo un invento que he de perfeccionar. Puedo servirme de un cojo de verdad, sí. Pero, ¿quién me garantiza el éxito de mi invento y su divulgación, si tropiezo con un patán que lo primero que va a hacer es venderla en el ágora al mejor postor, o dejarla a la orilla de la primera charca que encuentre para darse un chapuzón? No, no tengo ninguna garantía de poder observar cómo funciona salvo que el experimento lo haga con alguien que me esté sometido. Quizás... -Ya sé lo que quieres decir –tercia Alcibíades-. Tú buscas un chiflado que se deje amputar la pierna, o un pobre esclavo a quien amputársela. Bien, vale. Te cedo el derecho de cortársela a nuestro común amigo, aquí presente, Arquíloco. Seguro que se muere de ganas por ir enseñando la pierna ortopédica por todos los salones y casas distinguidas, que se le abrirán de par en par para ver tamaño invento. -¡Estás loco, Alcibíades! ¿Cómo puedes suponer que voy a dejarme amputar una pierna, cuando solo poseo dos? -Mi querido Arquíloco –replica Alcibíades-, tenemos muchas cosas por parejas, pero fama y celebridad pocas. Esta ocasión es única para pasar a la antología griega del progreso médico. Imagina cuántos podrán utilizar el método Carnéades-Arquíloco. Es posible que el mismo Pericles y su singular Aspasia te coronen con la corona de mirto y de laurel, y que los aedos canten tu hazaña de isla en isla, de palacio en palacio. -¡No, no y no! Que coja a cualquier esclavo y le ampute una pierna, o dos. ¿Acaso son personas? No. Son cosas con patas, semovientes. Pero yo... ¿acaso no valgo más que un esclavo que se vende y compra en nuestros mercados?
Carnéades alza la pierna ortopédica.
-La ciencia reclama sacrificios, mi querido Arquíloco. La ciencia y la fama van unidas, pero solo progresarán con el patriotismo. Piensa que tu vida se extinguirá en pocos años. ¿Quién se acordará de ti? Tus amantes te olvidarán en breve, también los gusanos que te coman. ¿No ambicionas la fama? ¿No deseas aparecer en el ¡Helas! y andar de boca en boca, de mano en mano, sobre todo de nuestras mujeres más distinguidas y aristocráticas? ¡Todas suspirarán por conocer al héroe de la ciencia, al cojo más valiente y poético, al pacifista que entregó espontáneamente su cuerpo para que la medicina pudiera experimentar un gran adelanto! ¡Seremos los primeros en patentar este tipo de pierna, lo patentaremos y seremos ricos, ricos! ¡Serás el cojo, ya no cojo, excojo diría yo, más rico del Atica! Y yo, te doy mi palabra de filósofo, de que volverás a andar con normalidad, gracias a esta pierna articulada, que el día de mañana no te dará problema alguno, ni de reuma, ni de varices, ni de hinchazones ni dolores... Tampoco de frío ni de calor, todo hay que decirlo. ¿Qué me dices, amigo? Toma, toma un trago de vino de la tierra, con cornezuelo auténtico.
Carnéades escancia vino para los tres. Luego les acerca algunos higos, unas pocas ciruelas pasas, y otras cosas más difíciles de definir por hallarse más bien dentro del terreno de las mermeladas.
-Bebe, bebe, mi querido Arquíloco, que hoy es día de alegría.
Arquíloco, que no sabe dominar sus deseos e impulsos, sino que se deja llevar como potro desbocado, no dice que no y va vaciando las copas con gran desenfado. Cuando está a punto de ver doble, le presenta su amigo Carnéades un papiro y una pluma y le invita a firmar.
-Firma, firma, que quiero conservar tu firma como recuerdo entrañable de este día, amigo Arquíloco.
El pobre borracho firma sin dudar la autorización de la amputación de su pierna derecha. Después, la juerga continúa, hasta que Arquíloco cae en redondo. En ese momento, Carnéades llama a la esclava y le indica que prepare todo para la próxima intervención. En seguida vienen dos esclavos, que levantan el cuerpo lacio de nuestro sensual Arquíloco y lo llevan a la mesa de operaciones.
Alcibíades se despide, aprovechando que todavía distingue lo negro de lo blanco.
-Me voy. No sea que después de amputar la pierna de Arquíloco, decidas que tu pierna ortopédica no es para portarla un joven poeta, sino un ambicioso filósofo. Me voy, amigo Carnéades, y que Zeus confunda y abrevie tus días. -Adiós, Alcibíades, enemigo de la democracia y del progreso. Espero que tu barba arda próximamente, lo mismo que las teas que traen mis esclavos. -Estás loco Carnéades. Todo lo que hago es para defender la democracia. Pero mi democracia es más bien de hombres con dos piernas, que de cojos. -Este cojo volverá a andar y será la admiración de todo el mundo. -Que Asclepio te acompañe en la operación y Dioniso no te nuble los ojos, para que Arquíloco no perezca para siempre. -No, Alcibíades, no perecerá. Y será eternamente inmortal, su recuerdo vivirá en las generaciones futuras. -Pase en las futuras, pero en las presentes...
Alcibíades se va. Comienza la operación con el serrucho, las teas, el vino, la pierna ortopédica. Todos acaban bañados en sangre.
Para Carnéades, han triunfado la ciencia, la democracia y la “amistad”, por este orden. La ciencia, la democracia y la “amistad”, avanzan con serrucho, teas y vino hasta emborrachar. Arquíloco, y todos los Arquílocos de Grecia, ya pueden preparar sus muletas. Y los pobres esclavos y esclavas que nada cuentan para los poderosos del Ática, también.
Se comienza con un embrión... •- •-• -••• •••-• Publio Cornelio |