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¿Facciones o Partidos?

por Luis R. Oro Tapia

En la actualidad nos resulta difícil imaginar el quehacer político sin la presencia gravitante de los partidos políticos. Pero ni su existencia ni su rol han sido siempre aceptados y menos aún considerado como algo obvio. Solamente en los últimos doscientos años se ha afianzado la idea de partido político; no obstante, cada cierto tiempo sus prácticas son declaradas como nocivas para el orden político y su existencia suscita antipatías e incluso hostilidad. Tal rechazo está más allá del eje izquierda derecha. Así, por ejemplo, Carl Schmitt (1888-1985) y Hannah Arendt (1906-1975), a pesar de que ocupaban posiciones diametralmente opuesta en el espectro ideológico, coinciden en fustigar la idea de partido político; en efecto, ambos son hostiles a los partidos, aunque por diversas razones. Pero dicha reticencia no es nueva. De hecho, la idea de partido político ha sido aceptada tardíamente tanto por la teoría política como por el derecho público.

La existencia de partidos políticos propiamente tal -en estricto rigor- data solamente de mediados del siglo XIX. Ello no implica que con anterioridad a la referida centuria no se haya escrito y discutido sobre el particular. De hecho, en el siglo XVIII hubo filósofos y políticos de oficio que abordaron el tema de manera tangencial y, exceptuando a Edmund Burke, no siempre de manera benevolente.

La idea de partido en principio era incompatible con la idea de concordia, como asimismo con la noción de bien común. Es más, el partido era concebido como la negación de ambos conceptos. Para superar el aludido antagonismo era menester establecer una distinción entre las nociones de facción y partido. Tarea difícil, pues ambos vocablos denotaban prácticamente lo mismo; así por ejemplo, un político inglés del siglo de las luces afirmó que "los partidos son un mal político y las facciones son el peor de todos los males políticos". No obstante, es en la aludida centuria cuando facción y partido comienzan, progresivamente, a perfilarse como entidades diferentes. Uno de los precursores de tal distingo fue Bolingbroke. Este político inglés, en 1733, establecía la siguiente distinción: los partidos dividen al pueblo en función de ciertos principios; en cambio, las facciones se constituyen a partir de intereses exclusivamente personales. Dicho de otro modo, el eje en torno al cual se articulan los partidos son las ideas o los valores como diríamos en lenguaje contemporáneo. Éstos contribuyen a otorgarle cierto matiz de “idealismo”; es decir, de desinterés personal y, por añadidura, de “altruismo”. Tal distinción contribuye a evacuar de manera parcial de la noción de partido las connotaciones negativas que la tradición le había atribuido. Inversamente, los móviles que constituyen a las facciones son los intereses exclusivamente personales, en cuanto éstos remiten a fines egoístas, los que naturalmente en esta lógica de razonamiento están en oposición a los fines supraindividuales de los partidos.

Pero la distinción entre ambas entidades no logró disipar el temor a los partidos, puesto que continuó persistiendo la creencia que los partidos surgían cuando la comunidad política estaba dividida, porque había perdido la concordia y su unidad estaba erosionada o colapsada. Desde esta perspectiva los partidos surgen cuando la sociedad está partida y su existencia constituye un síntoma inequívoco de que en ella impera la discordia.

El concepto de partido va ser configurado con cierta nitidez por Edmund Burke en 1770. Burke lo define como "un cuerpo de hombres unidos para promover, mediante una labor conjunta, el interés nacional sobre la base de algún principio particular acerca del cual todos están de acuerdo". En tal concepción, a mi juicio, se deben destacar dos ideas. Primera, la expresión "interés nacional". Esta denota que el partido persigue el bien común, en el sentido que desea el beneficio del todo y no de una de sus partes. Mas si existen diferentes maneras de concebir el interés nacional es plausible suponer que existirán tantas concepciones de éste como partidos existen. Si ello ocurre así en la práctica, precisa Burke, se debe a que los hombres "que piensan libremente pensaran en determinadas circunstancias de manera diferente". Segunda idea: la expresión "principio particular" denota que el partido se debe articular en torno a puntos de vista e ideales que estén orientados a potenciar los intereses de la colectividad. Por otra parte, en lo que respecta a las facciones las concibe como entidades que se caracterizan por la incesante lucha mezquina, cuyo principal propósito es "obtener puestos y emolumentos"; en consecuencia, "la consecución de prebendas es el objetivo característico de los facciosos". No obstante la radicalidad del contraste entre partido y facción, es imperativo enfatizar dos ideas. Primera, las facciones son concebidas como entidades corruptas que tienen por objetivo profitar de las instituciones del Estado. Segunda, los móviles egoístas y mezquinos de los facciosos van en perjuicio del interés público.

En lo que a la vida política práctica concierne es pertinente recordar que tanto las facciones como los partidos no fueron aceptados durante todo el siglo XVIII, ni siquiera durante el torbellino de la Revolución Francesa. Al respecto es ilustrativo el juicio de Robespierre, uno de los próceres más conspicuos de la Revolución, al señalar que siempre que "advertía ambición, intriga, astucia y maquiavelismo, reconocía a una facción, y que correspondía a la naturaleza de todas las facciones sacrificar el interés general". Otro protagonista de la Revolución, Saint-Just, afirmaba que "todo partido es criminal, por eso toda facción es criminal; toda facción trata de socavar la soberanía del pueblo". Más aún, sostuvo que "al dividir al pueblo, las facciones sustituyen la libertad por la furia del partidismo". Nótese que los revolucionarios franceses, por una parte, no aceptaban la idea de partido y, por otra, todavía no establecen la distinción entre facción y partido que el "conservador" Burke había delineado veinte años antes en Inglaterra.

Los partidos comenzaron a ser aceptados tanto en la teoría como la práctica a mediados del siglo XIX. Su aceptación en medida no menor está asociada al ascenso de la cosmovisión liberal. La doctrina liberal propicia la tolerancia y el pluralismo, lo que por ende implica la aceptación del otro en cuanto es diferente. De hecho, los partidos fueron aceptados al comprenderse que la diversidad y el disentimiento no necesariamente generaban la discordia en la comunidad política. Dicho de otro modo, se comprendió que la existencia de partidos no suscitaba por sí misma el desorden político.

La diversidad de partidos, que es expresión de la pluralidad de opiniones e intereses, no implica en modo alguno la negación de la unidad. Porque la diversidad supone la existencia de un fondo común que incluye y trasciende la especificidad de las partes. La diversidad sería algo así como la especie y la unidad el género. Tal argumento fue clave, porque contribuyó a disipar el temor a la discordia, la fragmentación y el caos.

En consecuencia, el pluralismo acepta y patrocina el disenso, pero solamente en la medida que supone un consenso en lo sustancial. Consenso que en el campo político implica necesariamente el acatamiento unánime de las reglas del juego. Al respecto son ilustrativas las palabras de Lord Balfourd cuando afirma que "la maquinaria política inglesa presupone un pueblo tan unido en lo fundamental que puede permitirse reñir sin problemas".

La coexistencia del consenso y del disenso es posible cuando existe acuerdo sobre las normas que regulan la contienda política. La aceptación de las reglas del juego suscita en el comportamiento de los antagonistas ciertas autolimitaciones que permiten que la pugna entre ellos se manifieste como conflicto pautado y no como una pugna virulenta o una confrontación violenta. Si no existiera tal consenso, como señala F. G. Bailey, "la política dejaría de ser competencia y se transformaría en lucha".

En suma, para que una asociación política pueda subsistir se requiere de un consenso normativo mínimo. Por cierto, es indispensable que exista un núcleo de valores aceptado unánimemente, de tal manera que éstos constituyan un punto de referencia obligado que opere como pivote, como un faro orientador, en los incesantes vaivenes que suscita la competencia electoral, especialmente cuando los partidos persiguen fines que son divergentes y antagónicos.

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Luis R. Oro Tapia

 

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