I. Introducción Escribir sobre el papel de la mujer en el mundo contemporáneo no es novedoso. Todo lo contrario, es un tema de constante actualidad, objeto de debate, de discusión en libros, revistas, seminarios, congresos y conferencias internacionales. Los Gobiernos nacionales, la Unión Europea y las organizaciones internacionales han intervenido con medidas programáticas y normativas con el objeto de dar a la mujer el papel que le corresponde en la sociedad. Con frecuencia, cuando se habla del papel que está llamada a desempeñar la mujer en el siglo XXI, se hace en términos de justicia e igualdad: la mitad de la humanidad (las mujeres) tiene derecho a acceder a un empleo en igualdad de condiciones que el varón, el derecho a acceder a los puestos de decisión en la política y en la economía... Estas exigencias son ciertas y justas pero, en ocasiones, se han traducido en un mero igualitarismo que ha terminado por convertir a la mujer en “una mala copia” del varón. Estamos de acuerdo con Jutta Burggraf cuando afirma que si la emancipación de la mujer fuera tan solo una asimilación al varón, sería algo demasiado insípido y constituiría un empobrecimiento para el mundo. Hay que intentar algo más valioso. Nos preguntamos si el mundo contemporáneo está exigiendo no sólo una “presencia” femenina sino una “aportación” de los valores femeninos a la construcción de una civilización mejor, ¿será esta la asignatura que le queda pendiente al mundo occidental? ¿podemos contar con algún modelo, con algún antecedente que demuestre que la relación entre ambos sexos no tiene por qué venir marcada por la desigualdad y el enfrentamiento? Iniciaremos nuestra reflexión acudiendo al Magisterio de la Iglesia Católica. En concreto, nos centraremos en los documentos pontificios de Juan Pablo II (la Carta Apostólica Mulieris Dignitatem, la Carta a las Mujeres y los textos sobre la Teología del Cuerpo), pues en ningún lugar hemos encontrado una reflexión sobre la relación entre el varón y la mujer tan próxima a la experiencia vital del hombre como la que realiza el Santo Padre. Ante las posibles críticas que se puedan hacer por el recurso a documentos pontificios como argumento de autoridad, permítasenos recordar que el pensamiento cristiano forma parte del patrimonio occidental para creyentes y no creyentes, cristianos y no cristianos, del mismo modo. Es una voz que puede ser discutida, que puede ser rechazada, pero cuya ausencia nos empobrece a todos. La posición de la Iglesia Católica respecto del papel de la mujer ha sido recientemente objeto de polémica tras la publicación de la “Carta a los obispos de la Iglesia Católica sobre la colaboración del hombre y la mujer en la Iglesia y en el mundo”. Esperamos que este estudio pueda ayudar a descubrir el rico significado que encierra dicho documento. Nuestra intención es hacer una reflexión “original” en torno al papel de la mujer en el mundo contemporáneo. Utilizamos el término original no en su significado de “lo que no es copiado o imitado”, pues como podrá comprobar el lector, no hemos hecho sino recoger las opiniones de personas de mayor prestigio y sabiduría que la nuestra. El término “original” tiene otra acepción: “que se remonta al origen, perteneciente a él”. Reflexionando sobre el pasado, analizaremos el presente y nos preguntaremos por el futuro. II. Una mirada hacia la historia 1. Al principio no fue así De la mano de Papa Juan Pablo II nos remontaremos al origen de los tiempos para descubrir el gran valor del ser humano, varón y mujer. El punto de partida de nuestra reflexión es el texto evangélico en el que unos fariseos se acercan a Jesús y le preguntan si era legítimo dar a la mujer libelo de repudio, es decir, divorciarse de ella, tal como les había permitido Moisés. Cristo da una respuesta que sorprende, y escandaliza, no sólo a sus interlocutores sino a sus propios discípulos: “¿No habéis leído que al principio el Creador los hizo varón y mujer? (...). Moisés, por consideración a vuestro carácter duro, os permitió repudiar a vuestras esposas, pero al principio no sucedió así” (San Mateo, 19,4; San Marcos, 10,2). Ese principio es el momento de la Creación, que es narrado en el Libro del Génesis en dos relatos. En el primero de ellos, que sin embargo es cronológicamente posterior, se describe la creación del varón y la mujer en un solo acto (Génesis 1, 27): “Creó, pues, Dios al hombre a imagen suya: a imagen de Dios le creó, los creó varón y hembra”. En el otro (Génesis 2, 7-25), se describe la creación por separado, primero del varón y luego de la mujer: “Y se dijo Yavhé Dios: No es bueno que el hombre esté solo; voy a hacerle una ayuda semejante a él (compañera) (…). Entonces el señor Dios dejó caer sobre el hombre en letargo, y el hombre se durmió. Le sacó una costilla y le cerró el sitio con carne. Y el Señor trabajó la costilla, haciendo una mujer, y se la presentó al hombre”. Cuando en el texto evangélico Cristo habla del “principio” se está refiriendo al momento de la creación descrito en Génesis, 1, cuando varón y mujer surgieron de las manos del Creador, con un ser y una misión bien definidos, en un estado de inocencia y felicidad. Cristo se refiere al “principio”, a la dimensión originaria del misterio de la creación. Con esto sugiere que el verdadero sentido de la vida del hombre –varón y mujer-, de sus cuerpos, de su sexo, ha de encontrarse en el estado de inocencia originaria, donde se reflejaba sin sombras el querer divino respecto a ellos, más allá del límite del estado pecaminoso hereditario que vino después. En Génesis 2,18 se relata la soledad del primer hombre. Dicha soledad no hace referencia directa en primer lugar al varón, sino a todo ser humano, sea varón o mujer, que al confrontarse con la naturaleza, en concreto con los animales (animalia), toma conciencia de la propia superioridad. Es el primer acto de autoconocimiento humano en el que se reconoce como “persona”. Unido a este pasaje aparece el análisis del “sueño de Adán” en Génesis, 2, y el surgimiento de la pluralidad humana. Ha querido encontrarse en esta parábola una explicación de la subordinación de la mujer al hombre, supuestamente defendida por la Iglesia Católica. Sin embargo, tal como nos recuerda Juan Pablo II la interpretación correcta lleva a señalar que Adán, antes de entrar en el sueño, no hace referencia al varón, sino a la persona humana en cuanto tal. En efecto, el hombre (‘adam) cae en ese ‘sopor’ para despertarse varón (is) y mujer (issah). El autor del Génesis no habla de la diferencia sexual (Adán tiene todavía su costilla), sino que señala que es hombre (varón y mujer) es señor de la creación que le rodea. Allí está también presente la mujer que da nombres a los animales, y se encuentra sola, sin una compañía adecuada. Es después del sueño cuando aparece la diferencia sexual: Adán y Eva se reconocen como iguales y complementarios. Por esto se puede decir que Dios ha creado al varón y a la mujer en un único acto misterioso. La diferencia sexual no es ni irrelevante ni adicional y tampoco es un producto social, sino que dimana de la misma intención del creador. Para Juan Pablo II el “mito” del Génesis no tiene nada que ver con el mito platónico de Aristófanes, donde el ser humano primitivo es dividido en dos. Aunque muchas veces se ha interpretado así, como si Adán hubiera sido dividido en dos y, en consecuencia, varón y mujer fueran cada uno la mitad de la humanidad, el Papa lo interpreta de una forma radicalmente opuesta. Dios no hace de uno dos, sino de dos uno. El misterio de la creación humana consiste en que Dios hizo la unidad de dos seres, cada uno de los cuales era persona en sí mismo, es decir “igualmente relacionado con la situación de soledad originaria”. Su unidad denota, sobre todo, la identidad de la naturaleza humana; en cambio, la dualidad manifiesta lo que, a base de tal identidad, constituye la masculinidad y la feminidad del hombre creado. En Génesis 2, 18, se describe de una forma muy bella la exclamación del primer varón, al ver la mujer que ha sido creada. Es una exclamación de admiración y encanto: “¡esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne!. Su nombre será mujer, porque ha salido del hombre. Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne.” Precisamente el hombre se convierte en imagen de Dios no tanto en el momento de soledad cuanto en el momento de comunión. El varón, Adán, reconoce en Eva un ser que es idéntico en naturaleza a él. Ambos son hombres, seres humanos, no animales. Pero Eva le ayuda también a descubrir que dentro de la identidad de naturaleza, ambos son diferentes, le ayuda a descubrir su sexualidad y su sentido. Gracias a ella descubre el sentido de su ser personal, en tanto que llamada a vivir en comunión de personas por el amor o el don recíproco que es la fuente de la auténtica alegría. En este sentido, cada uno de ellos es un don para el otro. El mismo Génesis, 2,18 nos indica que ambos estaban desnudos pero que no sentían vergüenza el uno del otro. “Se ven y se conocen a sí mismos con toda la paz de la mirada interior que crea precisamente la plenitud de la intimidad de las personas”. El texto bíblico nos revela algo esencial, que conviene recordar en un mundo dominado por el individualismo y la autosuficiencia que afecta a ambos sexos: la sexualidad habla a la vez de identidad y alteridad. Varón y mujer tienen la misma naturaleza humana (Eva –Ishá- sale de Adán –Ish-), pero la tienen de modos distintos. En cierto sentido, se complementan. Por esto, el varón tiende “constitutivamente” a la mujer, y la mujer al varón. La mujer es dada como “ayuda” al varón y viceversa, lo que no equivale a “siervo” ni expresa ningún desprecio. La mujer es compañera. También en la relación marido-mujer la “sumisión” no es unilateral, sino recíproca. Es deseable una subordinación mutua en el amor. Tanto el varón como la mujer son capaces de cubrir una necesidad fundamental del otro. En su mutua relación uno hace al otro descubrirse y realizarse en su propia condición sexuada. Uno hace al otro consciente de ser llamado a la comunión y capaz para entregarse al otro, en mutua subordinación amorosa. Ambos, desde perspectivas distintas, llegan a la propia felicidad sirviendo a la felicidad del otro. Esta idea es fundamental de cara a nuestra reflexión final, y por eso queremos ahondar un poco más en ella. Siguiendo a la profesora Ana María Sanguinetti conviene recordar que “la propia riqueza sólo puede aflorar si hay un tú que la extraiga de mi yo en tanto que necesita de lo mío, por lo que el otro es siempre rico para mí. Esto se hace particularmente evidente en el caso de la diversidad del varón y la mujer: cada uno puede dar y recibir algo distinto, gracias a la común naturaleza que hace posible tal comunicación de bienes. En este sentido puede afirmarse que sin el varón, la mujer no puede ser mujer; y que sin la mujer, el varón no puede ser varón” Pero el Génesis continúa hablando y nos habla de la caída, del pecado y del origen del desorden que todavía experimentamos. El hombre hace un pacto con Dios. No comerá del árbol de la ciencia del bien y del mal. La mujer y el varón –insistimos, ambos- desobedecen a Dios. Después de comer del árbol prohibido “se abrieron sus ojos y conocieron que estaban desnudos; cosieron hojas de higuera y se hicieron unos cinturones”. Al hilo del diálogo de la mujer con la serpiente tentadora se descubre que lo que suscita la caída que llega a romper las relaciones de amor conyugal es la duda o la desconfianza del hombre hacia Dios, hacia todos los dones recibidos de El, incluso de su vida misma dada como un don. La serpiente les dice: “de ningún modo moriréis… por el contrario seréis como dioses”. Es una duda que concierne al amor procedente de Dios, de la que procede la pretensión de desvincularse del Creador, por el rechazo del propio ser que ha sido dado. Pero desde el momento que no podemos ver ya nuestra naturaleza humana como un don recibido del Creador, no podemos ver inscrita en ella, como un llamado de Dios, una profunda orientación hacia el comportamiento moral. Al mismo tiempo, como el hombre no se reconoce como un “ser que ha sido dado” rechaza a su vez el darse a sí mismo. En adelante, no desea ya ser un “don para el otro” El desea ser el amo, y la relación de “comunión con el otro” se transforma pronto en una relación de “dominio sobre el otro”. Inmediatamente después de desobedecer a Dios, el hombre descubre que está desnudo y por primera vez, siente vergüenza. Esa mirada limpia de la que hablamos anteriormente, se vuelve turbia: sólo se verá en el otro una realidad material que puede ser usada como objeto de utilidad y placer. Puede ser comprada, vendida, aprovechada, poseída, incluso destruida, al precio de lo material. De la desconfianza en el Creador nace la desconfianza mutua que destruye la comunión de personas. Nos dice Juan Pablo II: “Después de la ruptura de su pacto original con Dios, el hombre y la mujer, en vez de estar unidos se encontraron, uno respecto del otro, más separados y aún directamente opuestos en razón de su masculinidad y feminidad”. El hombre, varón y mujer, es reducido a un objeto y en esa reducción, la Historia nos demuestra que la mujer fue la más afectada. Considerada sólo como un cuerpo; olvidado, oscurecido su ser espiritual. Tras la caída, el dolor recae sobre el hombre, pero lo hace de manera diferente entre ambos. El varón sufrirá más por los frutos que la tierra le negará, más inclinado como está al dominio de las cosas. La mujer, más sensible al trato con las personas, sufrirá más afectivamente, además de los dolores que comporta la maternidad física. Pero ante esta división de aspectos hay que decir dos cosas: primero, ambos trabajan en cosas iguales o diferentes pero en ambos está presente el trabajo. Segundo, a estas alturas de la historia nos encontramos en la perspectiva de la Redención. Esta es una gran cuestión pues se pueden ir superando los inconvenientes de la caída y hacer una cultura más parecida a aquella que deseaba el Creador. Por esta razón el Papa da tanta importancia a las palabras de Cristo cuando ante la pregunta sobre el divorcio nos dice “Al principio no fue así”. Cristo con el nuevo mandamiento del amor hace redescubrir el hombre, varón y mujer, su verdad, la que le asemeja a Dios, pero para ello antes lo “rehace”, lo recrea, haciéndolo nacer de nuevo de modo que pueda dar sentido conyugal de donación al propio cuerpo. En adelante, abriéndose al Espíritu del Resucitado, el varón y la mujer serán capaces de recuperar la verdad de su ser, es decir “su ser don” y vivir la significación conyugal de ello, es decir, la comunión de personas en mutuo don. Esta idea de la complementariedad entre el hombre y la mujer, no sólo está escrita en los Libros Sagrados, a los que algunos no dan crédito, sino que es uno de los mayores hallazgos antropológicos del siglo XX: que tanto el hombre como la mujer están llamados a contribuir a la construcción familiar y cultural del mundo. Ambos están llamados a ser protagonistas del progreso equilibrado y justo que promueva la armonía y felicidad. Este descubrimiento se ha realizado al constatar que la división de los roles sociales entre femeninos y masculinos, que tuvo lugar históricamente, no tiene raíces biológicas sino culturales. El varón se ocupó de la esfera pública, mientras que el peso del espacio privado recayó exclusivamente sobre la mujer. A continuación veremos porqué. 2. La mujer, foco de civilización en la Historia Como afirma Juan Pablo II en la Carta Apostólica “Mulieris Dignitatem”, es algo universalmente admitido –incluso por parte de quienes se ponen en actitud crítica ante el mensaje cristiano- que Cristo fue ante sus contemporáneos el promotor de la verdadera dignidad de la mujer y de la vocación correspondiente a esta dignidad. A veces esto provocó estupor, sorpresa, incluso llegaba hasta el límite del escándalo. “Se sorprendían de verle hablar con una mujer” (Juan, 4,27) porque este comportamiento era diverso del de los hombres de su tiempo. Es más, se sorprendían los mismos discípulos de Cristo. Desde el principio de su misión, la mujer demuestra hacia Él y hacia su misterio una sensibilidad especial que corresponde a una característica de su feminidad. Serán ellas las que le acompañen al pie de la cruz y las que sean los primeros testigos de la Resurrección (algo absolutamente inaudito en la religión judía donde el testimonio de una mujer no tenía valor). La conversión de Europa al Cristianismo supuso una notable mejoría de su consideración y status personal, familiar y social. Fue decisiva la influencia de esta religión en la defensa del derecho a la vida de los hijos, y especialmente de las niñas, que en el mundo romano eran abandonadas en un número mucho más elevado que los niños. Con la difusión del Evangelio desapareció la primera y más decisiva de las discriminaciones entre los sexos: el derecho a la vida correspondía tanto a las niñas como a los varones. El respeto a los niños, a las mujeres y a los esclavos, se extendió con el Cristianismo. El matrimonio cristiano fue también una institución decisiva para mejorar la situación de la mujer en la familia y en la sociedad. Desapareció por otra parte, el “estigma” social y la discriminación que existía en la sociedad respecto a las solteras y las viudas. Se defendió la libertad de las vírgenes, para seguir su vocación religiosa. Mejoraron también las viudas, que eran atendidas por la comunidad y colaboraban en la evangelización y en muchas labores sociales. También las casadas defendían su fe, frente a la sociedad pagana, a veces incluso a costa de la vida. Puede afirmarse que entre el tiempo de los apóstoles y el de los Padres de la Iglesia, durante esos trescientos años de arraigamiento, de vida subterránea en las catacumbas, la Iglesia es un asunto de las mujeres. Muchas mujeres participaron activamente en la implantación y difusión del Cristianismo –reinas, nobles, monjas, madres de familia, jóvenes- por lo que se puede decir que las mujeres contribuyeron muy directamente al desarrollo de la civilización cristiana europea. En el mundo romano fueron muchas veces mujeres las primeras que se convirtieron y luego evangelizaron a sus familias de una forma tan eficaz, que desde el siglo IV el Cristianismo era la religión predominante. Algunas reinas y nobles europeas, tuvieron también una influencia decisiva en la conversión de su maridos/familiares- a la que siguió la de los súbditos – del paganismo o del arrianismo, proceso que se dio por igual en Oriente y Occidente: Clotilde en Francia, Teodosia e Ingunda en España, Berta de Kent, Olga de Kiev, Ethelburga de Northumbria, Hedwige de Merania en Silesia, Eduviges de Polonia, Dambroswka de Polonia, Sarolta de Hungría, Teodolinda, Gundeparga, Theodorada y las restantes reinas y princesas lombardas. También en el emperador Constantino influyó decisivamente su madre, Santa Elena. Con la llegada de la mujer, llega el cristianismo. Por otra parte, vemos que algunas nobles cristianas emprendieron iniciativas sociales de diversa índole. Melania de Africa protagonizará un movimiento para la liberación de los esclavos. El primer hospital surge por impulso de Fabiola, una noble cristiana romana, que desea ayudar a los enfermos. Después surgirán hospitales por iniciativa de muchas mujeres. En siglos posteriores, en un mundo violento, la mujer alimentó la cultura cortés y dio origen a una literatura cortesana y caballeresca, donde se ensalzaba la belleza, la virtud, el amor, la lealtad y la ayuda a los pobres. También en la cultura, la doble influencia de la Iglesia y las mujeres servirá para educar al hombre medieval, inculcándole el ideal de caballero ilustrado, leal, valiente y defensor del débil. El ejemplo más preclaro es la Corte de la reina Leonor de Aquitania. En los tiempos feudales, (s.X-XIII) las mujeres podían tener y administrar feudos, iban a las cruzadas, desempeñaron todos los oficios imaginables y votaban dentro de sus gremios, hacían contratos y testamento con toda libertad, fueron eminentes en el campo del pensamiento, gobernaban y algunas llegaron a tener un alto poder político (como reinas o regentes), económico y social, por sus tierras, su cargo, parentesco o negocios. Estas mujeres que ostentaron el más alto poder político, tienen mucho que enseñarnos. No tenían en absoluto la intención de imitar a los varones. En su conducta siguieron siendo esencialmente mujeres, incluso cuando actuaban en el terreno político o militar. En palabras de Régine Pernoud “no renunciaron a ser objeto de admiración y de amor; más aún, aportaron al seno de su acción una cualidad de atención a las personas y soluciones específicamente femeninas que se les hubieran escapado al señor o al capitán”. Existieron también numerosos monasterios y abadías femeninas que tenían en ocasiones un alto nivel cultural. Por ejemplo el Monasterio de Fontevraud en Francia o Las Huelgas en España. Ejercían una influencia como centros de piedad y cultura en amplias zonas y a veces en todo un país. En ocasiones, también tenían escuelas de niñas y niños, hijos de familias nobles. Las abadesas no sólo eran educadoras y protectoras de la cultura; algunas también era creadoras: el primer poema anglosajón que se conoce, nace en el ambiente monástico creado en el siglo VII por santa Hilda, cuyo nombre está también asociado a la primera escuela inglesa. En algunos monasterios y abadías dúplices, las abadesas tenían jurisdicción sobre monjas y monjes y dirigían además hospederías, leproserías u hospitales: Fontevraud, Las Huelgas, etc. En general, las abadesas influían no sólo en la vida religiosa y cultural, sino también política de la zona, a veces, a través de parientes. Sin embargo, la situación de la mujer se deteriora a medida que en Europa, especialmente desde el siglo XIII, se fue extendiendo y afianzando el poder de la burguesía, a medida que la burguesía fue agregando poder político al poder económico y administrativo que había logrado. En aquél momento se producen, además, dos hechos fundamentales que de manera notable contribuyeron al relegamiento de la mujer: el descubrimiento de la filosofía aristótelica, y la recepción del Derecho Romano que de forma progresiva influyó en las costumbres, en la vida religiosa y profana. En los siglos XIV y XV se observa un cambio general de mentalidad referido sobre todo a la situación de la mujer que terminará por arrastrarla a un eclipse del que no volverá a surgir hasta bastante entrado el siglo XX. En Francia, por ejemplo, desde el siglo XIV se le niega el derecho a ser reina, a fines de ese siglo es excluida de la Universidad y en 1593 se le prohíbe toda función de Estado. En los siglos XVII y XVIII, salvo las excepciones representadas por las reinas regentes, Catalina de Médicis y Ana de Austria, no le cupo más lugar público que el de cortesana o amante. Esta disminución de su status va a la par con lo que ella sufre en la familia. En el siglo XVII se le obliga en algunos países de Europa a tomar el nombre del marido, no así en España. Ante situaciones injustas y discriminatorias algunas mujeres alzaron la voz (Christine de Pisan, María Zayas, Sor Juana Inés de la Cruz) y también algunos, no muchos, varones (Feijoo, Condorcet). La filosofía ilustrada incurrió en una tremenda contradicción. Por un lado, desarrolló los conceptos modernos de naturaleza humana y derechos del hombre, mientras consagró el sometimiento práctico de la mujer al varón. Al irrumpir la Revolución Francesa, algunas mujeres inteligentes supieron darse cuenta de que los derechos humanos consagrados beneficiaban sólo a los varones. A nadie se le ocurrió reflexionar sobre la situación de la mujer. De ahí que Olympe de Gouges redactara en septiembre de 1791 una “Declaración de los Derechos de la mujer y de la Ciudadana”. Detrás de ella había un gran número de mujeres organizadas en asociaciones femeninas. Llama poderosamente la atención que en el artículo X se reconozca que “la mujer tiene el derecho a subir al patíbulo”, algo que Robespierre se apresuró a llevar a la práctica ordenando la ejecución de Olimpia. También a finales del siglo XVIII Mary Wollstonecraft en Gran Bretaña criticó la situación de las mujeres, en su famosa obra “Vindicación de los derechos de la mujer”. La revolución industrial y la urbanización modificaron, por su parte, profundamente los modos de vida y de trabajo, y favorecieron un proceso continuo de emigración campo-ciudad, metrópoli-colonias, que provocó importantes cambios familiares y sociales. La familia preindustrial era extensa. Allí vivían varias generaciones en una unidad productiva donde casa y trabajo estaban profundamente unidos. Las mujeres de estas familias no podían sentirse discriminadas, pues colaboraban en los diversos trabajos, y eran conscientes de la centralidad y necesidad de su aportación. Después, los varones de la familia se marcharon a la fábrica, a la ciudad, o a las colonias, a ganar el salario, y la mujer se quedó sola en casa, atendiendo a los niños y los ancianos. De hecho la figura del “ama de casa” lejos de lo que pudiera pensarse, que es una institución antiquísima e inseparable de la familia, es una consecuencia de la revolución industrial y se presenta como una “novedad revolucionaria” en el ámbito de la familia, como algo que antes no había existido y que tiene los rasgos atractivos de lo novedoso y progresista. Aparece cuando se produce el paso de la familia tradicional a la familia moderna, nuclear. El desarrollo de la Modernidad necesitaba sobre todo hombres bien preparados. Las mujeres, junto con los obreros y los pueblos del sur serán el sector marginado, fundamental de la sociedad moderna. Mujeres, obreros y pueblos de las colonias protagonizaron sucesivas revueltas de liberación, reivindicando sus derechos. A diferencia de lo que ocurría en la Edad Media, las mujeres fueron excluidas en la Modernidad de la participación en la vida política, económica y cultural. Hegel justificó teóricamente las causas de esta marginación. El varón debía alcanzar su realización en el servicio de las tres actividades hegemónicas: CIENCIA, ESTADO y ECONOMÍA mientras que el puesto de la mujer se reducía a la familia. Hegel y otros intelectuales y políticos entonces negaban la posibilidad de que las mujeres accedieran a las tres actividades hegemónicas, advirtiendo que la presencia en ellas supondría una ruina. Los resultados de esa distribución de roles entre el ámbito público, del varón, y el ámbito privado reservado a la mujer fueron negativos. Ambos ámbitos resultaron perjudicados por estar incompletos. La esfera externa adoleció de competitividad y economicismo, haciéndose inhabitable e inhumana: en ella faltaban los recursos de la feminidad, de su preocupación prioritaria por las personas. Por otra parte, en la familia, los hijos se vieron privados de la presencia de un modelo paterno, que les integrara equilibradamente en las estructuras emocionales y sociales. Conviene hacer énfasis en que la figura del padre es esencial, ayuda a descubrir su identidad a los hijos varones y afirma la feminidad de las hijas. Por todos estos factores, las mujeres sufrieron discriminación en diversos campos. A principios del siglo XIX no podían votar, presentarse a elecciones u ocupar cargos públicos. Sufrían discriminación económica, pues no podían tener propiedades, transferían al marido sus bienes heredados, no podían dedicarse al comercio, tener negocios, ejercer muchas profesiones, abrir una cuenta corriente u obtener un crédito. El código civil y penal establecían fuertes limitaciones para las mujeres, y las consideraba como menores o niños ante la ley, siempre dependientes del marido o del padre. Mary Beard dirá que la llegada de la industrialización y una clase media burguesa fuerte hizo crecer una virulenta forma de poder masculino, por el cual las mujeres pasaron a ser posesión del marido. Dicha discriminación se consagra en el Código Napoleónico de 1804 que copiaron varios países, el cual devuelve al “padre” de familia un poder ilimitado sobre los suyos. También, se discriminaba a las mujeres en la enseñanza, sobre todo en la superior, que no podían seguir. La escasez de escuelas de niñas fue la causa del mayor porcentaje de analfabetismo femenino. Esto no quiere decir que las mujeres no influyeran y mucho en el siglo XIX, pero lo hicieron de otra forma. Julián Marías ha analizado con profundidad este tema. La mujer era depositaria de la vida privada y sus formas; influía decisivamente –desde su feminidad- en la vida y costumbres de los varones; inspiraba y colaboraba en la cultura literaria, artística y humanística; guardaba y transmitía valores religiosos y éticos; educaba a los hijos, y desarrollaba numerosos servicios sociales y asistenciales: educación, prostitución… En un mundo duro y hostil el genio de la mujer fue capaz de descubrir al débil y ver las necesidades más acuciantes: liberación de esclavos, educación, sanidad, atención de huérfanos, de prostitutas… Y todo ello, sin necesidad de recurrir a medios violentos sino, en la mayoría de los casos, actuando de una manera callada, anónima, mediante la entrega generosa de la propia vida al servicio de los demás. La mujer supo comprender como nadie lo que se dice en la I Carta a los Corintios “la ciencia hincha, sólo la caridad edifica” (I Corintios, 8,1). El siglo XIX es una muestra de que la felicidad no se logra por la simple posesión del saber, en la que tanto confiaron los ilustrados del siglo XVIII, sino también y sobre todo por la acción, por los pequeños actos de entrega diaria. Quizá el papel más importante de la mujer fue la creación y conservación de una vida familiar fuerte y estable, y la educación de los hijos. Ese mundo doméstico que la mujer creaba no era privado y exclusivo suyo, como el gineceo o el harén. En la civilización occidental, el mundo que enseña los valores fundamentales a las personas, es un ambiente solidario. Cuando algunas mujeres fueron más conscientes de la situación de marginación existente –sobre todo en el campo educativo, profesional, jurídico y político- comenzaron las exigencias feministas de reforma. Se señala como punto débil de ese primer feminismo que la defensa de los derechos de la mujer se hizo de acuerdo con los principios hegemónicos de la modernidad, especialmente el “individualismo” y el “voluntarismo”, tomando como modelo al varón y devaluando lo específicamente femenino, como la maternidad. El énfasis en la “igualdad”, entendida como uniformidad, llevó a algunos movimientos a minusvalorar la riqueza de la “diferencia”. 3. Movimientos feministas a partir del siglo XIX Los movimientos feministas no fueron todos iguales. La diferencia más significativa en los primeros grupos se dio entre los que defendían un feminismo IGUALITARIO –imitando la vida y modelo de los varones- y los partidarios del feminismo DUALISTA DE LA DIFERENCIA, que exigía mejores condiciones y leyes para la mujer, de forma que pudiera cumplir bien sus funciones específicas y elevar también su nivel cultural y profesional. Los movimientos feministas que más actuaron a lo largo del siglo XIX fueron el liberal y el socialista. El feminismo liberal se va a extender por Gran Bretaña, y pasará a USA donde será muy poderoso. Es un feminismo reformista, que se inspira en el liberalismo y especialmente en Stuart Mill. Partiendo de los derechos individuales fueron exigiendo mayor ámbito de autonomía personal, profesional, política y social. El feminismo socialista se desarrolla en Europa fundamentalmente. Los socialistas pensaban que sólo el socialismo y no el movimiento burgués de igualdad de derechos podría mejorar la vida de las mujeres. Se van a centrar sobre todo en temas laborales y generalmente darán prioridad al socialismo sobre el feminismo. Tanto en el feminismo liberal como en el socialismo la mujer “debía” trabajar fuera de casa para “liberarse”. En ambas ideologías la relevancia de la familia y la maternidad queda mermada, a favor de una autonomía de las mujeres, provechosa para sí misma en el liberalismo, o para la colectividad en el socialismo. Y quedaba nuevamente relegado el papel de la paternidad en la familia. En el ámbito liberal más radical, la imagen ideal de la mujer que se promueve es la mujer “comprometida” y “liberada”, que vive el amor libre, y trabaja fuera de casa, luchando con todas sus fuerzas por la revolución. En el ámbito católico se van a desarrollar también movimientos feministas y de promoción de la mujer, sobre todo en Francia y Alemania. A finales del siglo XIX y en el siglo XX se multiplicarán asociaciones femeninas. Generalmente piden el derecho al voto y una mejor educación, más oportunidades profesionales y mayor autonomía jurídica y económica de la mujer casada. Proponen también medidas de apoyo y protección a las madres y familias. No desean la lucha de sexos, ni separar la sexualidad de la maternidad. Necesidades feministas y deberes familiares y sociales se ven compatibles y no se desea contraponerlos. Es un feminismo solidario. III. Mirando al presente: entre la ideología del género y el feminismo de la complementariedad La opción con la que finalizamos el epígrafe anterior es recogida por el NEOFEMINISMO que surge en los años ochenta, como consecuencia del cansancio y desorientación de algunos grupos feministas. Del énfasis en la “igualdad” se pasa a la exploración y celebración de la “diferencia” femenina. Hay una revalorización social de la maternidad y la familia. En esos mismos años, otros grupos optaron por el lesbianismo, y la creación de una cultura femenina que “supere” el patriarcado. Dentro de ese feminismo radical se inserta la Ideología del Género, según la cual la masculinidad o la feminidad no estarían determinados fundamentalmente por el sexo, sino por la cultura. “Una mujer no nace, una mujer se hace” dirá Simone de Beauvoir en Le deuxième sexe (1949). Esta ideología parte de considerar que mientras que el término “sexo” hace referencia a la naturaleza e implica dos posibilidades (varón y mujer), el término “género” proviene del campo de la lingüística donde se aprecian tres variaciones: masculino, femenino y neutro. Las diferencias entre el varón y la mujer no corresponderían, pues, -fuera de las obvias diferencias morfológicas-, a una naturaleza “dada”, sino que serían meras construcciones culturales “hechas” según los roles y estereotipos que en cada sociedad se asignan a los sexos (“roles socialmente construidos”). En este contexto se destaca –no sin razón- que, en el pasado, las diferencias fueron acentuadas desmesuradamente, lo que condujo a situaciones de discriminación para muchas mujeres: durante siglos, correspondió al “destino femenino” ser modelada como un ser inferior. Hoy en día, según sus defensores, la mujer ha despertado, ha iniciado un proceso de “deconstrucción” y pretende liberarse sobre todo del matrimonio y la maternidad. Frente a ello hay que decir que la unidad y la igualdad entre varón y mujer no anulan las diferencias. Aunque tanto las cualidades femeninas como las masculinas sean variables en gran medida, no pueden ser ignoradas completamente. Sigue habiendo un trasfondo de configuración natural, que ya no puede ser anulado sin esfuerzos desesperados, que conducen, en definitiva, a la autonegación. Ni la mujer ni el varón pueden ir en contra de su propia naturaleza sin hacerse desgraciados. La ruptura con la biología no libera a la mujer, ni al varón; es más bien un camino que conduce a lo patológico. La cultura, a su vez, tiene que dar una respuesta adecuada a la naturaleza. No debe ser un obstáculo al progreso de un grupo de personas. No puede negarse, sin embargo, a la ideología del Género el mérito de haber puesto de manifiesto que este largo elenco de discriminaciones no tiene fundamento biológico, sino unas raíces culturales y es preciso erradicarlas. Las funciones sociales no deben considerarse como irremediablemente unidas a la genética o a la biología. Es deseable y de justicia que la mujer asuma nuevos papeles que estén en armonía con su dignidad. El nuevo término acuñado es adecuado para describir los aspectos culturales que rodean a la construcción de las funciones del varón y de la mujer en el contexto social. La afirmación anterior requiere, sin embargo, una matización en el sentido de que no todas esas funciones significan algo construido a voluntad; algunas tienen una raigambre biológica. Aunque sea políticamente incorrecto decirlo y pueda tachársenos de inmovilistas, conservadores o herederos de una mentalidad patriarcal, estamos de acuerdo con Juan Pablo II cuando afirma que “puede también apreciarse que la presencia de una cierta diversidad de roles en modo alguno es mala para las mujeres, con tal de que esta diversidad no sea resultado de una imposición arbitraria, sino más bien expresión de lo que es específicamente masculino o femenino.” Tanto varones como mujeres deben participar en todas las esferas de la vida pública y privada. Los intentos que procuran conseguir esta meta justa a niveles de gobierno político, empresarial, cultural, social y familiar, pueden abordarse bajo el concepto de “perspectiva de igualdad de género”, siempre y cuando esta igualdad incluya el derecho a ser diferentes. De hecho, los Gobiernos nacionales y los organismos internacionales tienen en cuenta la diferente situación de varones y mujeres y desarrollan planes para la igualdad de oportunidades, que remueven los obstáculos que impiden la promoción de la mujer. A la hora de adoptar estas políticas, la “perspectiva de género” lleva a plantearse cuáles serán los posibles efectos de esas decisiones en las situaciones respectivas de varones y mujeres. Esta perspectiva de género que defiende el derecho a la diferencia entre varones y mujeres y promueve la corresponsabilidad en el trabajo y la familia –lo que se ha llamado el feminismo de la complementariedad-, no debe confundirse con el planteamiento de la ideología del género radical, que ignora y aplasta la diversidad natural de ambos sexos. IV. Regreso al futuro: ¿existe un papel que la mujer esté llamada a desempeñar en el mundo contemporáneo? Desde el pasado, hemos analizado el presente. Resta sólo mirar hacia el futuro y preguntarnos por el papel que la mujer está llamada a representar en él. En esta sociedad dominada por el principio del rendimiento y la locura del éxito, que sigue confiando en que la felicidad vendrá simplemente de la mano del conocimiento, de la ciencia y la tecnología, mientras se sigan poniendo trabas a las mujeres para que puedan participar, no se puede desenvolver sanamente la personalidad humana. La mujer está llamada a participar como compañera del varón en todas las esferas de la vida humana: en la familia, en el trabajo, en la empresa, en la política, en la economía, en la cultura, en todas las áreas, desde la prestación de servicios hasta los puestos de gerencia y dirección. Todo ello, gracias al empeño del Estado y de la Unión Europea, se va poco a poco consiguiendo. Pero seguimos pensando que no es suficiente. Cuando nos preguntamos por el papel de la mujer en el mundo contemporáneo, somos más ambiciosas, queremos saber si la mujer está llamada a “mejorar” la Sociedad del siglo XXI. La centuria anterior finalizó dejando gravísimos problemas pendientes de solución. El filósofo Julián Marías ha sabido ver con claridad cuáles han sido los grandes males del siglo XX: el aborto, el terrorismo y la droga. Desgraciadamente, no existen signos de que estas tres lacras vayan a desaparecer con toda la rapidez que sería de desear. Los terribles atentados del 11 de septiembre en Nueva York, del 11 de marzo en Madrid, o el asesinato indiscriminado de al menos 394 personas entre hombres, mujeres y, sobre todo, niños en un colegio de Beslán (Rusia) demuestran que el terrorismo va in crescendo. Respecto del aborto, no sólo ha aumentado el número de los practicados, con todas las bendiciones legales, sino que asistimos al adormecimiento macabro de una sociedad que ha terminado por aceptar con normalidad un acto tan brutalmente inhumano. El bien y el mal se confunden en la mente de muchos de nuestros contemporáneos, se convierten en conceptos relativos desvinculados de una moral objetiva. Incluso se llega a dudar de que el Bien sea posible. Lo mismo cabría decir de la droga. Son tres problemas que no habían existido, al menos de forma tan generalizada, antes del siglo XX. En todos ellos se ataca directamente a la dignidad del ser humano, haciéndose patente que el hombre ya no es aquél ser que es amado por sí mismo, sino que ha sido reducido a la condición de objeto, de medio para la satisfacción de los fines de otros seres humanos que se abrogan el derecho sobre la vida y la muerte y reparten certificados que acreditan el status de “persona”. Son muchos los que se quedan por el camino, al margen de una sociedad que ha endiosado la belleza, la juventud, la fuerza. Así, dejamos indefensos, a merced de la muerte o el abandono, al embrión humano, al no-nacido, al discapacitado físico, psíquico y sensorial, al anciano, al enfermo terminal, al desempleado, al mendigo, al inmigrante, a la mujer maltratada, al niño víctima del abandono y de los hogares desintegrados... Ante una situación de dolor, de dificultad, nuestra sociedad da una solución: la muerte. A la mujer embarazada que tiene miedo porque está sola, porque tiene dificultades económicas, no se le ayuda a tener a su hijo sino que se le dice que si le mata, la sociedad mirará para otro lado. Si el niño que viene de camino tiene Síndrome de Down, la sociedad en vez de ayudar a los padres, les dice que si le matan antes de nacer, mirará para otro lado. Ahora bien, si finalmente deciden tenerlo, deben saber que no contarán prácticamente con ninguna ayuda del Estado. Sale más barata la muerte que el abordar una política que incluya medidas de orden económico, asistencial, jurídico, psicológico, etc, que permita a las mujeres, a los padres, tener a sus hijos y educarlos. Tanto mirar para otro lado ha provocado en nuestra sociedad una tortícolis aguda. Está dormida, mecida en un sueño de una cultura de muerte y no es políticamente correcto despertarla. Esta consideración sobre la persona no puede dejar de repercutir en la vida política, en la vida económica, en la organización de las empresas, en la educación... Sería frustrante que tras la incorporación de la mujer a todas las esferas de la vida, las cosas continuasen igual. ¿Cuál puede ser el motor del cambio?¿no tiene la mujer nada original que ofrecer al mundo? ¿estamos seguras, por ejemplo, de que la violencia es la única vía para solucionar una controversia, de que la muerte es la única solución cuando aparece el dolor o la adversidad?¿no haría falta una solución femenina para poner término a la injusticia generalizada que hace que en nuestro racional y planificado mundo dos personas sobre tres no coman lo suficiente para saciar su hambre? ¿hemos pensado si la organización de las empresas que nos hemos encontrado, con horarios incompatibles con la vida familiar, hace daño al hombre? Continúan siendo de actualidad aquellas palabras que la poetisa Gertrud Von le Fort pronunció en la primera mitad del siglo XX, en una Europa que había sufrido la cruel experiencia de dos Guerras Mundiales: “El consuelo más profundo que la mujer puede ofrecer a la humanidad actual es la fe en la efectividad inconmensurable de la fuerza escondida, el convencimiento inquebrantable que no solamente una columna que se ve, sino también una que no se ve, sostienen el mundo”. Esa columna invisible y callada ha tenido su basamento en la abnegación, la ternura, la magnanimidad, la compasión por el hombre en concreto, cualidades que no están reñidas con la reciedumbre. En los momentos más difíciles y oscuros de la historia ha sabido mantener la esperanza, haciendo ver al hombre que siempre existe una razón para vivir. Y es que la mujer está íntimamente unida a la vida; por eso debe ser la primera defensora de la vida. No debe dejarse engañar por quienes quieren liberarla de su condición natural, destruyendo la idea de maternidad. La mujer ligada a la vida debe continuar dando esperanza a este mundo atenazado por el miedo al futuro (el miedo al compromiso, el miedo a tener hijos, el miedo a perder el trabajo, el miedo a una guerra...). Una representación iconográfica de la esperanza podría ser una mujer: Penélope, quien, pese a los intentos de quienes querían convencerla de la muerte de Ulises, esperó a su esposo durante veinte años, resistiéndose a todos sus pretendientes. El Santo Padre ha hablado en repetidas ocasiones del “genio” de la mujer cuya peculiaridad no consiste tanto en una maternidad física como espiritual. Se traduce en una sensibilidad frente a las necesidades y requerimientos de los demás, en la capacidad de darse cuenta de sus posibles conflictos espirituales y de comprenderlos, en el talento de descubrir a cada uno dentro de la masa, en medio del ajetreo del trabajo profesional; de no olvidar que las personas son más importantes que las cosas. Dios, dice el Papa, ha confiado a la mujer, de modo especial, el ser humano. Quizá por eso, Régine Pernoud se pregunte si no será la mujer la que esté en mejores condiciones de discernir, más allá de los sistemas ideológicos, que tanto daño han hecho, y de los cálculos, tantas veces pesimistas, de los futurólogos, las medidas que habría que tomar para mejorar la vida cotidiana, mostrándose alertas para con un entorno agotado y maltratado –estresado, añado yo-. La calidad de vida ¿no dependerá ante todo de las mujeres?. Siguiendo con la imagen de Gertrud Von le Fort, puede decirse que ha llegado el momento de que ambos, varón y mujer, construyan juntos tanto la columna visible como la invisible, de que ambos se hagan corresponsables del ámbito público y del privado. Poniendo un ejemplo muy concreto, vivimos en una sociedad envejecida que necesita como nunca la virtud de la abnegación para atender al cuidado de nuestros mayores, siempre que sea posible dentro de la familia. Tradicionalmente, la abnegación ha sido considerada casi exclusivamente como propiedad femenina. La mujer no puede renunciar a este valor que le ha servido para contemplar a los suyos, a todos en general con un corazón amplio. Incorporada al mundo visible debe hacer ver a la sociedad que aquello que permanece invisible (la atención al familiar anciano, por ejemplo) tiene igual o más valor que lo que tradicionalmente ha tenido peso en el mundo visible: el poder, el dinero... Para ello es imprescindible que la abnegación entre también en el ser masculino. La corresponsabilidad implica que ambos, varón y mujer, exijan al Estado que de una vez emprenda una política familiar seria, que considere a la familia como bien jurídico digno de protección, y no a cada uno de sus miembros aisladamente considerados. Implica que ambos deben comprometerse en el cambio de la organización de las empresas, de tal forma que deje de verse al trabajador como un “factor de producción” y se reconozca que es una persona que “co-labora” con el empresario, siendo su aportación superior a la del capital, y que tiene una vida personal que tiene el derecho y el deber de cuidar. Implica que ambos deben exigir que la familia sea vista como un valor por parte de la sociedad, exigiendo de ésta comportamientos coherentes con aquella valoración. ¿Llegará el momento en que dejemos de comprar los productos de las empresas contaminantes con la vida personal de sus trabajadores igual que dejamos de comprar a las que no cumplen la normativa de protección de medio ambiente? ¿dejaremos de comprar en los supermercados cuyos beneficios proceden de la explotación de sus trabajadores? Implica exigir una política de vivienda que tenga en cuenta que una familia, necesita un espacio digno para vivir y atender a sus miembros, incluidos los ancianos y enfermos. Por otro lado, el “nuevo” papel de la mujer no debe suponer la retirada del varón. Uno no es mejor que el otro. Hemos insistido repetidas veces en la idea de que ambos son idénticos pero complementarios en su diferencia. Desgraciadamente, la irrupción de la mujer en el siglo XX ha venido acompañada de una minusvaloración de lo masculino. El varón, en ocasiones, se ha sentido perdido respecto de su identidad, sobre todo dentro de la familia, hasta el punto de que se ha llegado a hablar del “eclipse del padre”. Tanto la mujer como el varón necesitan redescubrir su identidad, para ponerla al servicio del crecimiento del otro. Urge una reflexión de lo que supone la masculinidad y feminidad auténticas, una realidad mucho más rica que la pura genitalidad a la que ha terminado por reducirse la sexualidad; más rica que los patéticos modelos televisivos, publicitarios, cinematográficos... que nos ofrecen los medios de comunicación. Hombre y Mujer deben ser capaces de volver a mirarse con admiración, como Adán miró a Eva en el Paraíso, reconociéndose como sujetos igualmente dignos y no como objetos de dominación. Pero para poder ver en el otro esa dignidad, es preciso que uno mismo sea consciente de su propia dignidad. Por esta razón, puede afirmarse que el mayor problema del mundo de hoy no es el de la identidad de sexos, sino el de la identidad del ser humano. Es un problema que hace referencia a las dudas sobre el significado de lo que supone ser hombre, de dónde venimos y adónde vamos, por qué y para qué existimos. Afirma JUTTA BURGGRAF que “cuando una mujer ha conseguido responder más o menos a estas preguntas siente cierta calma, y su comportamiento adquiere una seguridad natural. Se libera de dependencias innecesarias, descubre sus aptitudes particulares y está dispuesta a ponerlas al servicio de los demás. Una mujer realmente emancipada es tan consciente de su propia independencia que acepta sin problemas la de los otros. No depende de ser necesitada, no se tambalea entre la admiración y el paternalismo masculino, tiene horizontes amplios y, por eso, no ve solamente sus cuatro paredes. Por otra parte, tampoco está en contra de agotarse en la búsqueda de la felicidad para su propia familia (o de otras personas) [cursiva de la autora].” Empezamos con la reflexión de Juan Pablo II y terminamos con sus recientes palabras pronunciadas en Lourdes en la Misa del domingo 15 de agosto de 2004: “la misión particular que corresponde a la mujer en nuestra época (...): ser testigo en la sociedad actual de los valores esenciales que sólo se pueden percibir con los ojos del corazón. ¡A vosotras, mujeres, os corresponde ser centinelas del Invisible!”. Centinelas, guardianas del Amor que merece ser amado. Centinelas, guardianas del hombre que merece ser amado por sí mismo, por el mero hecho de existir y mientras exista y no por lo que haga. Podría decirse, como resumen, que la mujer está llamada a “humanizar” la Humanidad. ¿Una utopía? Los cristianos tienen el ejemplo real de una mujer sencilla: la Virgen María, la Mujer que sin más armas que su amor de Madre termina derrotando al maligno en el Libro del Apocalipsis. Nietzsche deliró con la idea del superhombre y con ello causó un terrible dolor a la humanidad. Desconocía que ese superhombre ya existía y, curiosamente, era una mujer aparentemente débil: María, Mujer fuerte bajo cuyo amparo la humanidad doliente encontrará la salvación a través del amor. •- •-• -••• •••-• Aránzazu Roldán Martínez Bibliografía: - AA.VV., (Ángela Aparisi y Jesús Ballesteros, eds.), Por un feminismo de la complementariedad. Nuevas perspectivas para la familia y el trabajo, Eunsa, 2002. - ADALBERT G.HAMMAN, La vida cotidiana de los primeros cristianos, Palabra, 1989. - ALLAN Y BARBARA PEASE, Por qué los Hombres no escuchan y las Mujeres no entienden los mapas, Amat, 2000. - ANA MARÍA SANGUINETTI, “La persona varón y la persona mujer, esplendor de lo divino”, Apuntes de clase. - BLANCA CASTILLA, Persona y Género. Ser varón y ser mujer, Ediciones Internacionales Universitarias, 1997. - BLANCA CASTILLA Y CORTÁZAR, “Trabajo, paternidad y maternidad en el tercer milenio”, AA.VV (José Andrés Gallego y José Pérez Adán, eds.), Pensar la familia, Biblioteca Palabra, 2001. - CARLOS GOÑI ZUBIETA, Lo femenino. Género y diferencia, Eunsa, 1999 - CORDES, P.,J., El eclipse del padre, Biblioteca Palabra, 2002. - EDITH STEIN, La mujer, su naturaleza y misión, Monte Carmelo, 1998. - GLORIA SOLÉ ROMEO, Historia del Feminismo (siglos XIX y XX), Eunsa, 1995. - JANNE HAALAND MATLÁRY, El tiempo de las mujeres. 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Para obligarla a decidirse por uno de ellos, celebraban banquetes con los que estaban dilapidando las arcas del país. Penélope, para ganar tiempo, comunicó que elegiría marido el día que terminase de tejer un sudario para su suegro, Laertes. Se pasaba el día tejiendo, pero por la noche deshacía el trabajo del día. Durante tres años les entretuvo con esta idea, hasta que una criada la traicionó. Cuando Ulises regresa a Ítaca, después de matar a los pretendientes, ella no le reconoce hasta que él le relata detalles sobre su noche nupcial que sólo ellos conocen. Después Atenea alarga la noche para que los esposos puedan disfrutar de su mutua compañía. |