Situando la persecución religiosa en un contexto más amplio podría hablarse de lo que se han llamado Raíces cristianas en la Guerra de España. Es decir, que uno de los factores que en ella estuvieron presentes y actuaron en forma decisiva fue lo religioso, aunque no todos compartan la apreciación o la interpreten de manera diversa. Como negar lo evidente resulta empresa difícil, los que ponen en cuestión estas raíces religiosas no pueden ocultar las manifestaciones de lo religioso que van desde los templos incendiados o las imágenes profanadas, a los Tercios de requetés avanzando a la sombra del crucifijo o al entusiasmo por la celebración de la Misa después de años sin poder hacerlo en una población recién liberada. Pero lo que sí hacen es reinterpretarlas: a lo más se concede que los motivos religiosos aparentes no son más que la simple fachada de los verdaderamente decisivos de orden político, económico, social... y en cuanto a la saña persecutoria (también difícilmente disimulable pues sus autores no se recataban en hacer alarde de los excesos cometidos) no sería sino la legítima depuración de los pecados seculares de la Iglesia española, siempre al lado de los poderosos; únicamente se trataba de eliminar a los que alguien ha definido como “activos agentes al servicio de los intereses de los sectores sociales rurales tradicionalmente dominantes”. Recientemente asistimos al intento de presentar el anticlericalismo como algo semejante a un movimiento cultural y a sus representantes como unos paladines del progreso y la liberación. Pero por debajo de esta negativa a aceptar las referencias religiosas de una guerra que ha influido de manera tan directa en la situación actual del catolicismo español, no sólo se encuentra la pervivencia de corrientes historiográficas que pretenden soslayarlas o negarlas por simples prejuicios sino que se encuentra un profundo sentimiento de incomodidad que embarga a eclesiásticos y seglares a la hora de admitir, en un momento en que el pluralismo ideológico (o lo que se nos presenta como tal) está consagrado como uno de los pilares de la convivencia, que puedan producirse enfrentamientos por razones religiosas. Si, además, lo religioso no se limitó en la guerra de España al terreno de lo puramente personal e individual sino que se asumió “como orientación cristiana, católica, de la existencia humana en todas sus vertientes, entre ellas, por tanto la social y la política”, se explica el rechazo y el escándalo en muchos sectores. También así se entiende la curiosa evolución que la propia Iglesia ha seguido en su percepción del fenómeno y que describe en los siguientes términos un testigo de primera mano, seguramente sujeto y autor del proceso a que se refiere: Durante mis años de novicio y seminarista, en las comunidades claretianas se palpaba el espíritu de los mártires, su piedad, su fervor, su maravillosa fidelidad. Vivían todavía algunos superiores o formadores suyos, los pocos que no fueron asesinados; había entre nosotros compañeros y hasta parientes o paisanos de los mártires. Se comentaban con frecuencia anécdotas, recuerdos. Las casas que habitábamos, los libros que usábamos, las oraciones, los lugares de nuestros paseos y excursiones, rezumaban recuerdos de los mártires. Humana y religiosamente crecimos en intensa familiaridad con ellos, acompañados de una difusa presencia espiritual que ha dejado su huella imborrable en lo más profundo de nuestra personalidad religiosa y misionera (...) Luego vinieron unos largos años de silencio. Silencio, discernimiento y purificación. La Iglesia española ha necesitado tiempo para asimilar el perdón que ellos ofrecieron a sus verdugos. Hemos necesitado tiempo para distinguir cosas y cosas, para separar la causa religiosa de las causas sociales y políticas, para distinguir con claridad los tres o cuatro conflictos, de naturaleza diferente, que se trenzaron en una sola tormenta arrasadora. En los decenios del setenta y del ochenta, el silencio de la Iglesia española y universal ha sido un silencio de purificación y de respeto. Ha sido también una contribución a la imprescindible reconciliación, objetivo primario, en lo político y en lo religioso para los españoles. Pero este silencio no era desamor ni olvido”. Naturalmente, discrepo de la interpretación que se da a los años del silencio. Seguramente que sus causas se pueden poner en relación con móviles menos elevados que la purificación y la reconciliación; estoy seguro que en aquel silencio hubo mucho de desamor y de olvido motivado por el escándalo a que me refería. Entre los años 60 y 80 ¿cómo iban a hablar de los mártires de España tantos que se estaban dejando seducir por el señuelo del socialismo y del comunismo? ¿O que querían abatir el régimen político entonces vigente en España silenciando una de las más hondas y sinceras justificaciones del estado de cosas a que habían llegado las relaciones Iglesia-Estado? E incluso en nuestros días ¿no estorba el recuerdo de los mártires a una mentalidad religiosa y civil que ha hecho suyas las máximas del liberalismo y que, con violencia y distorsión de la historia, ha identificado al bando llamado republicano con los adalides de la libertad y la democracia? Sí, hubo mucho desamor y mucho olvido. Pero el escándalo no nos libra de la necesaria explicación y, una vez admitidas las raíces religiosas del fenómeno así como la secuencia lógica: persecución religiosa à Cruzada (y no al revés) queda en el aire la pregunta: ¿Cómo en un pueblo profundamente religioso como el español pudo estallar semejante persecución religiosa?. Hay dos explicaciones que no me resultan convincentes y que se han intentado desde un primer momento: que la persecución religiosa tenía carácter exclusivamente social y no religioso y que constituyó una represalia contra el levantamiento (que se suponía incitado y apoyado por el clero) o contra toda una serie de pecados seculares de la Iglesia española (alianza con el poder, falta de inquietud social, intransigencia...). Esta última explicación, además de haber sido lanzada como acusación con carácter polémico comenzó a abrirse paso (en un principio con indudable buena voluntad de reconocer los errores propios) ya en los años posteriores a la guerra cuando se empezó a caer en las primeras manifestaciones de un mea culpismo que ha llegado en nuestros días a extremos aberrantes. Y sobre todo es una explicación ingenua que quiere olvidar cómo doctrinas de tanta influencia sobre las organizaciones obreras como el anarquismo o el marxismo son esencialmente ateas y difunden la crítica a la Iglesia como consecuencia obligada de sus tesis fundamentales. Las deformaciones o abusos concretos son, desde dicha perspectiva, más argumentos para la polémica que razones que realmente motivan esas posiciones anticlericales. Así, cuando la Iglesia no lograba hacerse presente en todos los ambientes de las clases más bajas, era criticada por el abandono en que dejaba a los pobres y obreros y cuando lograba hacerlo —a través de las personas o de las instituciones educativas y asistenciales— era condenada por la manera en que ejercía su acción social y presentada como una sucursal de la burguesía dominante. Me parece que el único camino de explicación pasa por la constatación de una serie de hechos y, a partir de ellos tratar de establecer no una simple relación causa-efecto sino una comprensión más adecuada del impacto que sobre la Iglesia española ejerció la persecución religiosa entre 1931 y 1939 y de las consecuencias de dicho fenómeno en su trayectoria posterior. Por eso quiero referirme a una serie de circunstancias que sirvan para progresar en esta explicación y que ayuden a centrar un posible debate: La doble cara del anticlericalismo en España El anticlericalismo puede definirse como una actitud ideológica que, dentro de su particular visión de la realidad considera a la Iglesia católica -en tanto que institución- como el principal representante de un Antiguo Régimen superado, como el enemigo fundamental de la Modernidad. Para ser anticlerical no es necesario quemar iglesias o asesinar a eclesiásticos, basta con teorizar, polemizar y elaborar una visión crítica global de la Iglesia Católica y sus miembros. Este anticlericalismo que acabará conduciendo a una persecución religiosa añade otros matices pero va íntimamente unido al proceso de secularización que tiene lugar en Europa desde el Renacimiento. La secularización del mundo moderno es un proceso histórico en el curso del cual los diversos ámbitos de la vida humana (concepciones, costumbres, formas de sociedad, política, economía, educación, derecho...) o la totalidad de los mismos dejan de estar determinados por lo religioso. Pero el fenómeno al que nos referimos supera a esta secularización que -debido a su ambivalencia- puede contar también con aspectos positivos. Cuando el reconocimiento de la secularidad propia del mundo se convierte en una ideología al servicio de un programa opuesto a la religión y de unas filosofías positivistas o materialistas, debemos hablar de una realidad mucho más amplia que se define generalmente con el término anticlericalismo (palabra polémica y referida a una actitud que puede conservar elementos teísticos pero que es hostil a la Iglesia y especialmente a algunas de sus intervenciones socio-políticas). Un vocablo semejante es el de laicismo: tendencia a excluir a la Iglesia de las cuestiones socio-políticas. Al servicio de esta tarea, el Estado que, paradójicamente, se definía a sí mismo como constitucional y liberal, era visto por muchos como un instrumento esencial en la tarea de secularizar las conciencias. Y es que este anticlericalismo no se limita a excluir lo religioso de toda relevancia en la configuración de la vida social y por ello no tiene reparo en invadir y perseguir ciertos comportamientos y prácticas individuales, estrictamente privados. La confusión de lo público y lo privado -mejor dicho, la subordinación de lo segundo a lo primero- era uno de los elementos que, en la practica, determinaba el discurso ideológico anticlerical, olvidando que (al menos en teoría) el liberalismo había diferenciado con claridad ambas esferas, estableciendo los límites de lo público como garantía del derecho y la libertad del individuo. Este doble fenómeno -la utilización del Estado y la invasión de la esfera privada- se habría de ver con especial claridad en la persecución religiosa desencadenada en España durante los años de la Segunda República (1931-1939). Los artículos de la Constitución y sus disposiciones complementarias demostraron que se pretendía elaborar un marco legal negando la existencia política, social y cultural de un amplio sector de la sociedad española y, además, consagrando esta exclusión en el plano jurídico con medidas como el no reconocimiento de la Iglesia como institución de Derecho público, la extinción del presupuesto del clero, la disolución de la Compañía de Jesús, la prohibición de la enseñanza a las órdenes religiosas, etc. El paso siguiente sería la invasión de la esfera de la intimidad y hasta de la vida. La quema de conventos, la persecución religiosa legal y la eliminación masiva de eclesiásticos y seglares en 1934 y 1936-1939 serían pasos sucesivos de una misma secuencia lógica en la que finalmente acabaron dándose la mano dos formas de anticlericalismo. El anticlericalismo en España tuvo una doble raíz, intelectual y popular, que ahondó sus bases en las estériles diatribas del siglo XIX. El primero planteó su política partiendo de la escuela y de la universidad, luchando en defensa de una libertad de enseñanza que la Iglesia había impedido durante siglos, amparada en la monarquía absoluta y liberal. El segundo había manifestado en España su virulencia desde la semana trágica de Barcelona aunque había tenido manifestaciones parecidas casi un siglo antes”. Palacio Atard sintetiza esta doble forma afirmando que “la raíz intelectual, fruto del subjetivismo liberal y del positivismo científico, considera a la Iglesia enemiga del progreso; y la raíz popular, con una enorme fuerza pasional, descarga sus emociones en un enconado odio a la Iglesia”. Pero esta distinción no debe hacer olvidar que ambos anticlericalismos estuvieron siempre muy unidos pues cuando el pueblo saqueaba o incendiaba edificios religiosos, e incluso cuando asesinaba a los sacerdotes, lo único que hacía era poner en práctica las consignas difundidas por la prensa y las publicaciones anticlericales: A agriar más los ánimos y enfrentar implacablemente a media España con la otra media contribuyeron, no menos que los incendios y la legislación apasionada, las propagandas sistemáticas del laicismo, la pornografía y la irreligión, que cayeron como enjambre oscuro sobre una masa inculta, incapaz de resistirlas”. Al mismo tiempo, los líderes políticos en sus demagógicos discursos enardecían a las masas con delirantes propuestas. Es conocido el tono empleado por Alejandro Lerroux en vísperas de la Semana Trágica de Barcelona: Jóvenes bárbaros de hoy: entrad a saco en la civilización decadente y miserable de este país sin ventura; destruid sus templos, acabad con sus dioses, alzad el velo de las novicias y elevadlas a la categoría de madres para virilizar la especie; penetrad en los Registros de la propiedad y haced hogueras con sus papeles para que el fuego purifique la infame organización social; entrad en los lugares humildes y levantad legiones de proletarios para que el mundo tiemble ante sus jueces despiertos. Hay que hacerlo todo nuevo, con los sillares empolvados; pero antes necesitamos la catapulta que abata los muros y el rodillo que nivele las hogueras... Seguid, seguid... No os detengáis ni ante los sepulcros ni ante los altares... Hay que destruir la Iglesia... Luchad, matad, morir...”. Antonio Montero se refirió a esta trágica dualidad del anticlericalismo con un epígrafe expresivo: “el pueblo quema y el gobierno legisla” poniendo así de relieve cómo antes de que la atmósfera persecutoria llegara al máximo de su enrarecimiento había mediado toda una etapa de legislación ofensiva para las creencias de la mayoría de los españoles en tanto que el pueblo sería pasto de las propagandas más disolventes desembocando en una positiva oposición a lo cristiano que —si bien tiene raíces anteriores— adquiere ahora madurez y nuevas formas de expresión. Era lo que muchos llamaron la apostasía de las masas: “El dolorosísimo fenómeno incluye todavía algo más grave que la deserción material de las masas y su temerosa indiferencia con relación a la Iglesia y al Catolicismo; en realidad, no es simplemente indiferencia, es odio reconcentrado, odio de una ferocidad inhumana, el que sienten hacia la Santa Iglesia y sus representantes. No sólo se han ido, es que se alejaron de nosotros maldiciéndonos, odiándonos, en plan de aniquilarnos despiadadamente si les fuera posible. No solamente han dejado de ser católicos, se han convertido, por lo general, en francamente anticatólicos. Y si es verdad que no todos parecen víctimas de esa hostilidad activa y feroz, es indiscutible que a quienes la alimentan, obedecen, y por ellos se dejan conducir”. Las raíces de la Persecución Religiosa: la lenta gestación y la aceleración de un proceso Cuando se habla de que la Segunda República española tuvo que hacer frente desde sus primeros momentos al denominado problema religioso, se quiere dar la impresión de que en la España de 1931 las creencias religiosas de los españoles eran ya un motivo de conflicto permanente y que se venía arrastrando, como un problema desde años atrás. Sin embargo, nada más lejos de la realidad. Basta tomar en las manos un libro de historia de España y recorrer los acontecimientos del largo período que va entre 1875 y 1931 para comprobar que las cuestiones religiosas ocupan un lugar muy secundario: algunas discusiones en torno a la confesionalidad del Estado y la libertad religiosa al redactar la Constitución, la cuestión de la enseñanza, algunas algaradas que se saldaron con incendios de iglesias y conventos como en Barcelona en 1909, la llamada “Ley del Candado”... y poco más. La cuestión religiosa durante la Restauración, más que un verdadero problema, es una bandera que agitaba el Partido Liberal cuando necesitaba disimular la ausencia de un proyecto político específico. Por eso se puede afirmar que en 1931 los españoles no estaban radical e irremediablemente divididos por cuestiones religiosas. España era un país católico, con una mayoría aplastante que vivía su catolicismo con toda normalidad y también con toda intensidad porque configuraba toda su existencia terrena, desde el nacimiento hasta la sepultura. Sólo determinados grupos tenían en su mente un proyecto, arrastrado durante años, de desterrar a la Iglesia de toda presencia social y de instaurar un laicismo que no era simple neutralidad sino militantemente anti-religioso. El “España ha dejado de ser católica” de Azaña sería la expresión de un deseo más que la neutral constatación de una realidad sociológica. Cuando en abril de 1931 se proclamaba la República la cuestión religiosa no se planteó ni poco ni mucho; estaba ausente. No en vano Alcalá Zamora (ex ministro de Alfonso XIII, no se olvide) había planteado la posibilidad de una República conservadora bajo el patrocinio de S.Vicente Ferrer. Y la Iglesia había aceptado al nuevo régimen por expresas instrucciones de Roma al nuncio Tedeschini que se mantuvo en Madrid con el aval y reconocimiento de los líderes católicos republicanos como el propio Alcalá Zamora y Miguel Maura. Pero las fuerzas que habían tomado el rumbo de la República no estaban dispuestas a aceptar estos proyectos. Y apenas un mes después, ocurrían unos acontecimientos inesperados que iban a poner sobre el tapete la cuestión religiosa: durante los días 11, 12 y 13 de mayo de 1931 en Madrid, Valencia, Alicante, Murcia, Sevilla, Málaga y Cádiz, los asaltos, el saqueo y el incendio de iglesias y conventos fueron episodio corriente sin que la fuerza pública interviniera en su favor hasta que la situación se hizo insostenible. Como prueba de lo que decimos y del ambiente que rodeó a aquellos sucesos transcribimos dos testimonios de primera mano que no pueden considerarse procedentes de un ambiente especialmente clerical. El primero es de Ramiro Ledesma Ramos, el fundador de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista. las oficinas de su periódico La Conquista del Estado estaban en la Gran Vía y los redactores fueron espectadores obligados del incendio de la Iglesia y Residencia de los jesuitas llamada de la Flor:: Próximamente a las diez, un grupo de doce o quince individuos, coreado por otro que no pasaría tampoco de veinte, comenzó a vocear ante el edificio, lanzando alguna que otra piedra. Inmediatamente rociaron la puerta del edificio y empezó a arder, facilitándolo un haz de astillas que llevaban ya dispuesto. En aquel mismo momento llegó una sección de Seguridad, que dispersó a los incendiarios, retirándose éstos hacia la calle de San Bernardo. Desde la esquina de esta calle con la de Dato, donde está la sucursal del Banco de Vizcaya, cuatro o cinco de aquéllos hicieron sobre los guardias unos diez disparos. El incendio entonces no pasaba de la puerta y del pequeño haz de astillas. A los cinco minutos, todavía levísimo el fuego, apareció un coche de bomberos que, ante la no muy acalorada presión de los grupos se retiró sin actuar. También se retiró la sección de guardias. Entonces, dueños ya en absoluto del terreno, los grupos atizaron el fuego, que al poco tiempo alcanzaba proporciones enormes [...] En la redacción del periódico se percibió enseguida el carácter de los incendios de cosa urdida, preparada y efectuada por una minoría, y con la complicidad evidente del Gobierno provisional. Y de tal modo era una ínfima minoría la ejecutora que, desde luego, los redactores de LA CONQUISTA DEL ESTADO afirman que hubiese bastado la intervención, en contra de los incendiarios, de dos o tres docenas de individuos para haber impedido el de la Flor, que fue el incendio más resonante. Y del mismo modo hay que suponer que todos los demás”. El siguiente testimonio es aun más esclarecedor: Enrique Matorras, Ex-secretario del Comité Central de la Juventud Comunista, abandonó el partido para ingresar en la Falange y sería asesinado en agosto de 1936 en la Cárcel Modelo de Madrid por sus antiguos correligionarios que nunca le pudieron perdonar la publicación en 1935 de un libro con el título El comunismo en España desde 1931 a 1934. Sus orientaciones, su organización y su procedimiento. Allí afirma en relación con los sucesos que nos ocupan: Mientras tanto, las células comunistas, que han recibido instrucciones concretas, prenden fuego al convento de jesuitas de la Gran Vía, el cual arde totalmente, impidiendo el público la actuación de los bomberos. Hay que hacer notar que las autoridades, acobardadas, no hacen la menor cosa por impedirlo; al contrario, una sección de caballería que acude al lugar del hecho, se retira ante las ovaciones del populacho enardecido. Los grupos se corren y arde también el templo de Santa Teresa de la plaza de España, el de la calle de Martín de los Heros, el colegio de jesuitas de la calle Alberto Aguilera, el de monjas de clausura de la calle Bravo Murillo, el de Hermanos de las Escuelas Cristianas de Nuestra Señora de Maravillas y el de Chamartín de la Rosa. En ellos se cometen los mayores abusos y sacrilegios. Las autoridades siguen brillando por su ausencia. El partido y la Juventud comunista lanzan la siguiente proclama, impresa en la imprenta “Argis”, donde se tiraba Mundo Obrero: [...] Por ella se ve claramente los objetivos que se escondían en la sombra. La agitación y los incendios de conventos se han realizado bajo los auspicios del partido, como ellos mismos lo dicen, con ánimo de derribar al gobierno, como en Rusia lanzó Lenin a las masas contra el Gobierno Kerenski en octubre de 1917”. Decíamos que resultaba difícil entender estos sucesos y la pasividad de las fuerzas de orden público al servicio del gobierno, pasividad subrayada en los testimonios citados, pero aún es más difícil entender cómo es posible que estos hechos no quedaran como algo aislado sino que durante años se convirtieron en un mal continuo. Después de este episodio denominado de manera impropia como la “quema de conventos” (un término de resabios decimonónicos) los incendios se repitieron por toda España de manera constante. En un cálculo efectuado a partir de los datos transmitidos por la Historia de la Cruzada, en 1932 se producen al menos 15 de estos atentados, en su mayoría incendios, en 1933 al menos 69 y entre enero/septiembre de 1934, 25. Se trata de cifras no exhaustivas porque la censura impedía que se divulgasen muchas noticias y otras veces éstas se limitaban al ámbito en que habían ocurrido por tratarse de sucesos de menor importancia. A partir de los incendios de mayo y con su pasividad, el gobierno de la República había dado alas al anticlericalismo popular de los partidos revolucionarios, al menos tolerando sus manifestaciones de violencia. Estos hechos permitieron que se planteara a partir de entonces la cuestión religiosa como un problema candente. A partir de ahora podría manifestarse en su propio terreno el anticlericalismo elitista y burgués de los viejos partidos republicanos y liberales, que se manifestaba en medidas de carácter legislativo pero de gran trascendencia como los artículos de la Constitución y las disposiciones complementarias. Unamuno detectaba muy bien la raíz de estas decisiones con unas palabras que se refieren a los crucifijos pero que tienen aplicación a todas ellas: La presencia del Crucifijo en las escuelas no ofende a ningún sentimiento ni aún al de los racionalistas y ateos; y el quitarlo ofende al sentimiento popular hasta el de los que carecen de creencias confesionales. ¿Qué se va a poner donde estaba el tradicional Cristo agonizante?¿Una hoz y un martillo?¿Un compás y una escuadra? O ¿qué otro emblema confesional? Porque hay que decirlo claro y de ello tenderemos que ocuparnos: la campaña es de origen confesional. Claro que de confesión anticatólica y anti cristiana. Porque lo de la neutralidad es una engañifa”. Con ocasión de los sucesos revolucionarios de octubre de 1934, la persecución religiosa daría un salto cualitativo de trascendental importancia ya que se produjeron los primeros asesinatos de sacerdotes, religiosos y seminaristas. Una vez desarticulado este intento, los atentados antirreligiosos son muy escasos, hecho que demuestra la estrecha vinculación que habían tenido con la organización (ahora desmantelada) de los partidos y sindicatos izquierdistas. En cambio, a partir del triunfo del Frente Popular los incendios y agresiones se convirtieron en episodio corriente hasta desembocar en la explosión sin precedentes de los primeros meses de la guerra civil. Todos los datos acerca de la persecución religiosa durante los años de la Segunda República coinciden en rebatir la difundida opinión de que la persecución religiosa en España durante estos años fue una respuesta espontánea ante el apoyo de la Iglesia a la sublevación que dio paso a la guerra civil o ante la represión desencadenada en zona nacional. El inicio de la persecución religiosa fue anterior a 1936 y no es legítimo relacionar estas acciones con un alzamiento que aún no había tenido lugar. Otra cosa, no menos cierta, es que el comienzo de la guerra permitió al anticlericalismo actuaciones que no habían sido posibles cuando al menos se mantenía la apariencia de un orden legal. En síntesis, no se puede decir que la persecución religiosa fuera una consecuencia de la guerra civil pero es indudable que una de las causas decisivas que llevó al enfrentamiento civil fue la persecución religiosa. Cifras y cronología de la persecución religiosa En ambos casos nos referimos únicamente a los sacerdotes, religiosos, religiosas y seminaristas pues ocuparnos también de los seglares supondría abordar una cuestión diferente y bastante más compleja. Cifras A la espera de que el estudio que hemos emprendido pueda variar -aunque no sustancialmente- el número de personas consagradas a Dios sacrificadas en la persecución religiosa, las cifras dadas por D.Antonio Montero, hoy Arzobispo de Mérida-Badajoz, en 1961 pueden seguir siendo aceptadas: Grupo | Víctimas | Porcentaje | Clero secular | 4184 | 61.24 | Religiosos | 2365 | 34.62 | Religiosas | 283 | 4.14 | Total | 6832 | | Entre el clero secular se incluyen doce Obispos, el Administrador Apostólico de la diócesis de Orihuela y un centenar de seminaristas. Por diócesis, la más castigadas proporcionalmente fue la de Barbastro (que perdió el 88% de su clero) y en cifras absolutas la de Madrid-Alcalá (334) seguida muy de cerca por Valencia (327), Tortosa (316) y Barcelona (279). La familia religiosa masculina que más víctimas aportó fueron los claretianos (259), seguidos de los franciscanos (226) y Escolapios (204). Entre las religiosas destacan las Adoratrices y las Carmelitas de la Caridad, ambas congregaciones con 26 víctimas. Cronología. Lo primero que llama la atención en estas cifras es su enorme magnitud pero la sorpresa es mayor si hacemos un somero análisis que pone de relieve detalles como los siguientes. - En la provincia de Madrid, desde el 19 al 31 de julio de 1936 fueron asesinados al menos 113 sacerdotes y religiosos. En esas mismas fechas, sólo en la ciudad de Barcelona, las víctimas eran más de 50. - Con respecto a los datos globales, en ese mismo mes de julio las bajas fueron 733 y sólo el día de Santiago, patrón de España fueron 68 los martirizados en diversos lugares. En agosto de 1936 se alcanzó la cifra más elevada con más de 1650: una media de 53 por día, entre ellos 9 obispos. - Cuando el 1 de julio de 1937 los obispos publicaron su justamente célebre “Carta Colectiva” los sacrificados alcanzaban ya la cifra de 5.839 (un 95% sobre el total con fecha conocida). Los restantes cayeron en el año y medio siguiente hasta el final de la guerra. Todavía en febrero de 1939 eran asesinados por el ejército rojo en retirada el obispo de Teruel, su vicario general y otro sacerdote. Como conclusión acerca de la cronología podemos decir que el momento en que se sitúa el máximo de víctimas de la persecución religiosa oscila, según las zonas, entre los diversos meses del verano y el otoño de 1936; pero en la mayoría de las provincias fue agosto la que concentra las cifras más elevadas. A partir de diciembre de 1936 y de los primeros meses de 1937 hay un descenso progresivo del número de víctimas y desde mayo de ese mismo año, y hasta el final de la guerra, las cifras de eclesiásticos asesinados son ya muy reducidas aunque ello no quiere decir que terminara la persecución. En realidad es que los asesinatos en la retaguardia republicana (sin llegar nunca a desaparecer totalmente) remitieron notablemente, en buena parte debido a la adopción de mecanismos de control por parte del gobierno pero también “porque la depuración ya estaba hecha” y porque la represión se orientó hacia otras formas. En todo caso, entre junio de 1937 y marzo de 1939 hemos documentado un centenar de muertes ocasionadas muchas veces entre eclesiásticos movilizados forzosamente y asesinados durante su estancia en los frentes o entre presos ejecutados por el ejército republicano en retirada. Otras manifestaciones de la persecución religiosa También, habría que recordar que en toda la zona sometida a la persecución religiosa, los edificios destinados al culto (iglesias, ermitas y conventos) fueron por regla general convertidos en cárceles, casas del pueblo, almacenes, garajes, cuadras, etc. Pero el contenido de esos templos fue saqueado y quemado entre escenas sacrílegas, burlas, profanaciones, parodias de las ceremonias religiosas y realización de hechos incalificables con las imágenes: “Cuando no se duda en fusilar la imagen del Sagrado Corazón de Jesús, en mutilar cientos de imágenes y otras profanaciones ¿puede llamarse esto anticlericalismo?”. “Lecciones de la guerra y deberes de la paz” Para terminar, conviene recordar el título de una Carta Pastoral publicada por el Cardenal Gomá inmediatamente después del final de la guerra: Lecciones de la guerra y deberes de la paz; y es que en verdad, la paz vino después de la guerra. En cada zona el fin de la persecución religiosa tenía lugar a medida que era ocupada por los nacionales y se puede decir que la persecución no terminó hasta el 1-abril-1939, con la victoria y el fin de la guerra. Olvidar esto puede ser un nuevo secuestro de la memoria de los mártires ya que se pretende ocultar que también otros muchos dieron su vida en las trincheras para poner fin a aquella persecución religiosa. Oyendo hablar a algunos sobre las relaciones entre la Iglesia y Franco, el bando nacional o el régimen nacido de la guerra civil, creo que se falta a la verdad y se comete una gran injusticia y una imperdonable ingratitud. •- •-• -••• •••-• Ángel David Martín Rubio |