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La eutanasia y el suicidio: un estudio general

por `D.B.P.L.

Tras una introducción a la eutanasia, a los diferentes planteamientos y distinciones: la eugénica, la económica, la selectiva, la judicial, la neonatal, la eutanasia activa y pasiva, la eutanasia con participación activa o por la omisión de acciones se pasa revista a los requisitos qe se invocan para su justificación: consentimiento del paciente, incurabilidad, diagnóstico médico favorable, dolor insufrible del paciente y móvil compasivo del sujeto agente. Después se repasan las consideraciones morales sobre la eutanasia y como las instituciones juzgan la eutanasia: las Academias científicas, los foros políticos, las organizaciones profesionales y la Iglesia . Y también se hace una contemplación jurídica de la eutanasia, en el derecho nacional e internacional y a lo largo del tiempo. Y por fin se ve la eutanasia teológica o verdadera eutanasia que es el buen morir, o el morir en estado de gracia. Sobre el suicidio este artículo considera diversas cuestiones, entre ellas las tipificaciones y clasificaciones del suicidio, las consideraciones legales, las seudojustificaciones, las metodologías, la etiología y las tipologías del suicidio. También hace valoración moral y trara el caso especial de la huelga de hambre, la puesta der la vida en riesgo por los demás, el duelo y el sacrificio de la vida. Por último busca una terapia al suicidio

Vamos a fijar nuestra atención en las transgresiones contra la vida antes de que concluya biológicamente y de un modo natural. Con ello podrá observarse que la fuerza oscura del antivitalismo actúa de un modo permanente. Si la vida nacedera o naciente es asediada por medio de la anticoncepción y del aborto, a la vida, en su proceso, se opone, con la pretensión de añadir, añadiendo al derecho a la vida un derecho sobre la vida. Este derecho tendría dos manifestaciones, la autodestrucción de la vida propia, por medio del suicidio y la eutanasia, que justificaría otro nuevo derecho, el derecho a matar, en los supuestos de vida declinante y sufriente (la de los moribundos, para suprimir un dolor insoportable) y de vida depauperada y sin sentido (la de aquellos a los que se denomina «muertos espirituales» o «vidas sin valor»).

La eutanasia

Conviene, por la dificultad del tema, por la confusión semántica por la corriente evolutiva conceptual del vocablo eutanasia, y para la fijación de los límites de la lección presente, distinguir entre técnica eutanásica y eutanasia. La eutanasia propiamente dicha es el supuesto derecho a matar, anticipándose a la llegada de la muerte, para suprimir, sin dolor, los sufrimientos de quien se halla afectado por enfermedad o lesión incurables. La técnica eutanásica no es más que la técnica de la muerte sin dolor, con independencia de que la persona a la que se aplica se halle o no aquejada por dolores insufribles. En la eutanasia prima la intención: suprimir el dolor por muerte indolora. En la técnica eutanásica prima el método: por vía indolora producir la muerte.

La distinción entre técnica eutanásica y eutanasia es fundamental, al objeto de poner cada cosa en su sitio y disipar la niebla que impide la precisión necesaria en un asunto tan decisivo. A esta luz se advierte de inmediato que se califica como eutanasia, desdibujando el concepto, lo que no son más que aplicaciones de la técnica eutanásica a casos en los que se desea provocar la muerte. Tal sucede en el amplio esquema que califica de eutanasia a la extinción indolora de las vidas depauperadas a que hacíamos alusión al comienzo.

La eutanasia eugénica, que elimina a los deformes y tarados; la eutanasia económica, que suprime a los viejos, inválidos y dementes; la eutanasia selectiva, que extermina a quienes no sean de «pura sangre»; la eutanasia judicial, que aplica la pena de muerte sin dolor: la eutanasia neonatal (forma de infanticidio), no son modalidades de la eutanasia, sino puesta en juego de la técnica de la muerte indolora. Para que pueda hablarse de eutanasia en su verdadera acepción, que es la que aquí fundamentalmente nos interesa, han de coincidir el método y la intención: el método de la muerte indolora y la intención de evitar el dolor insufrible que padece aquel al que se aplica.

Sentado esto, conviene que detenerse, para un entendimiento clarividente de la eutanasia, en los planteamientos iniciales que se invocan, para justificarla, primero, y para legalizarla, después. Es curioso que tales planteamientos, con una dialéctica admirable, comiencen por admitir la existencia de un derecho a la vida. Este derecho postula, sin embargo -dicen los defensores de la eutanasia-, una matización, ya que se trata del derecho a una vida concorde con la dignidad humana, es decir, no sólo de un derecho a la vida, a manera de proclamación teórica, sino a una vida con cierto contenido, es decir, a una cierta calidad de vida. Si este derecho a vivir con cierta calidad de vida -es decir, no de cualquier modo y a cualquier precio y a toda costa, sino con dignidad- no es posible, y no es posible a los afectados por enfermedades o lesiones incurables muy dolorosas, será necesario reconocer, frente al derecho a vivir, un derecho a morir sin dolor, para evitar la vida indigna sujeta a un dolor irresistible En tal caso, y dada la colisión de derechos, habrá que entender que el derecho a morir tiene preferencia sobre el derecho a vivir.

Ahora bien, la puesta en ejercicio de este derecho a morir se efectúa a través de la eutanasia, en la que concurren, al menos, dos personas: el enfermo incurable y atormentado (sujeto paciente) y el que lleva a cabo la técnica eutanásica (sujeto agente). Si en la eutanasia, teniendo en cuenta la dualidad de personas que acabamos de señalar, destacamos la figura del sujeto paciente, estaremos ante el suicidio con ayuda o cooperación de otro. Si, por el contrario, ponemos nuestra atención con carácter primordial en el sujeto agente, estaremos ante el homicidio con el consentimiento de la víctima.

¿Pero podrá hablarse correctamente de suicidio y homicidio en tales casos? ¿Merecerá la eutanasia calificaciones con tal sabor delictivo cuando al realizarse por compasión para con el moribundo, el enfermo o el lesionado, y dando respuesta positiva al derecho de morir, constituye más bien un acto de suprema caridad, una obra de misericordia cumplida con el paciente?

He aquí un haz de problemas básicos que requieren una contestación inmediata y seria.

En primer término, conviene precisar qué tipo de derecho es el derecho a la vida, porque la imprecisión y vaguedad del lenguaje lleva fácilmente a confundir e identificar en su tratamiento a los derechos obligacionales, a los derechos reales (ambos de naturaleza patrimonial) con los derechos funcionales y los derechos de la personalidad (que se mueven en órbita distinta). Si la diferencia entre los primeros es tan sólo de carácter cuantitativo, la diferencia entre ellos y los funcionales o de la personalidad es de orden cualitativo. Para que la diferencia no pase inadvertida, pensemos en una relación obligacional (derecho del prestamista a obtener la devolución del dinero que prestó, y deber del prestatario a devolverlo), en una relación real (derecho del propietario al goce y disposición de su propiedad y deber genérico «ergo omnes» de respetarla), en una actividad funcional (la que tienen los padres en el ejercicio de la patria potestad y les confiere el derecho-deber de educar a los hijos) y en el bien protegido jurídicamente de la personalidad (derecho a la vida y a un tiempo deber de vivir y, por ello, de «curarse y de hacerse curar») (sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, 5-V-1980), ya que «todos los recursos de la naturaleza han sido puestos a su disposición por el Creador para que puedan proteger y defender a los hombres de la enfermedad» (Pío XII, radiomensaje al VII Congreso Internacional de Médicos Católicos, 11-IX-1956).

Los derechos de la personalidad no sólo exigen el respeto de todos, como los derechos reales, y configuran un complejo de derechos-deberes, como los funcionales, sino que, además, son innatos, consustanciales con el hombre por el hecho de ser hombre, anteriores y superiores a la sociedad y al Estado como gerente de la misma y, por todo ello, irrenunciables e indelegables.

Llegados a la conclusión de que no puede hablarse de un derecho a la vida sin un deber de vivir, conservándola, los defensores de la eutanasia plantean la cuestión, como ya indicábamos, a otro nivel, preguntando de qué vida se trata, porque si ese derecho se refiere a una cierta calidad de vida propia de la dignidad del hombre, no tiene sentido conservarla como deber cuando ello, como ocurre con el enfermo incurable y atribulado por el dolor, no resulta posible. En tal situación, en que el deber ha desaparecido, el derecho cobra su plenitud y puede ejercitarse sobre su objeto con un acto de disposición sobre la vida, al que puede llamarse «derecho a morir».

¿Pero existe el derecho a morir? Para unos, ese derecho existe, puesto que los ordenamientos jurídicos no castigan el suicidio. Para otros, ese derecho no existe, ya que «el reconocimiento del derecho a la vida (derecho de afirmación) excluye necesariamente el contrario, es decir, el derecho a la muerte. Mas no puede olvidarse que el suicidio no se castiga, no porque haya un derecho a morir, sino porque desapareció el delincuente, y no se olvide tampoco que hay un deber de morir, porque la muerte es ineludible y que, por tanto, ese deber se integra en el derecho a la vida, como derecho de la personalidad.

Por eso, tomando la argumentación de que el derecho a la vida lo es en tanto en cuanto se trata de una vida digna de hombre, podemos afirmar que el derecho a morir existe pero no como derecho a morir de cualquier modo, sino como derecho a morir con dignidad.

Pero ¿qué es morir con dignidad? He aquí la clave de la eutanasia, que, comenzando por ser la muerte dulce de Francisco Bacon, gran canciller de Inglaterra en el siglo XVII, pasó a ser la muerte por compasión en el siglo XIX y hoy se equipara a la muerte digna del hombre.

Para no incurrir en desviaciones o equívocos, hay que partir de un hecho incontestable, a saber: que la muerte temporal es un imperativo biológico integrado en la vida, a la manera de epílogo o episodio final, y que, por lo tanto, hay que preverla y aceptarla con responsabilidad, incluso, como decía Seneca, como la mejor invención de la vida. Es el propio derecho a la vida el que asume con la vida, limitada como es, la muerte que la extingue. El derecho a una vida digna lo es, por ello, a una muerte digna, es decir, a un término natural y no artificial de la vida humana.

De aquí se sigue que si el derecho a una vida digna del hombre veda su prolongación artificial, porque ello no sería otra cosa que prolongar técnicamente el proceso de agonía mortal ya insoslayable, el derecho a morir dignamente veda también la eutanasia, activa o pasiva, por la que se provoca y adelanta la muerte de modo voluntario -muerte que se puede evitar con la terapia oportuna- so pretexto de suprimir el dolor de los enfermos o lesionados. El ejercicio de un supuesto derecho a matarse y la concesión de este derecho a otro para que me mate no parece que sea un modo digno de morir. Entre el derecho a morir con dignidad y el derecho a morir matándose hay, sin duda, una enorme y radical diferencia.

El derecho a morir con dignidad supone morir «secundum natura», naturalmente y serenamente, sin sufrimientos inútiles o innecesarios, obtener alivio para tales sufrimientos y angustias, morir en paz con Dios y con los hombres y exigir que no se prolongue artificial e inútilmente la agonía (Ve Boletín «sí a la vida», septiembre 1984).

Se acaba de aludir a la eutanasia activa y pasiva, que supone, como señalan los alemanes, una «sterbehilfe», una ayuda para morir. La eutanasia activa, «mercy killing» en la terminología anglosajona, se caracteriza por un «facere» del sujeto agente sobre el sujeto paciente, siendo precisa una intervención adecuada del primero, que utilizando determinados medios, generalmente drogas, acelera y produce la muerte del segundo. La eutanasia pasiva, «letting die» en la terminología anglosajona, se caracteriza por un «non facere», es decir, por la privación voluntaria de los cuidados precisos de una terapia normal, provocando así, por omisión, la muerte del enfermo o lesionado. En uno y otro caso se actúa por compasión, requisito esencial en la eutanasia. En el primero, sin embargo, se mata por misericordia, mientras que en el segundo por misericordia no se impide la muerte.

Pues bien, tanto la eutanasia activa como pasiva se ordenan intencionalmente a producir la muerte. Por eso, supongan o no, según los casos, una «directa occisio», son, en uno y otro supuesto, occisivas, y su ilicitud resulta evidente.

Distinta de la eutanasia activa o pasiva («To kill or let die») es la eutanasia lenitiva, que no se propone en la intención provocar la muerte, sino mitigar los sufrimientos, aunque como efecto secundario de esa mitigación se produzca un acortamiento de la vida. A esta modalidad de la eutanasia hizo referencia Pío XII en su discurso de 24 de febrero de 1957, al «Congreso Nacional de la sociedad Italiana de Anestesiología», señalando que «sí la administración de narcóticos produjese por sí misma dos efectos diferentes: por una parte, el alivio de los dolores, y, por otra, la abreviación de la vida, entonces (la eutanasia) es lícita». Más aún: si la administración de los narcóticos no sólo suprimiera el dolor, sino que además suprimiera el conocimiento, la religión y la moral permiten al médico y al paciente la eutanasia lenitiva «si no hay otros remedios y ello no impide el cumplimiento de otros deberes religiosos y morales», como sería poner en paz su conciencia y otorgar testamento.

El mismo Pío XII, el 9 de septiembre de 1958, decía ratificando su criterio, que «está permitido utilizar con moderación narcóticos que dulcifiquen (el) sufrimiento, aunque también entrañen una muerte más rápida. En este caso, ese efecto, la muerte, no ha sido querida directamente. Esta es inevitable y motivos proporcionados autorizan medidas que aceleran su presencia».

Al margen de las eutanasias occisivas o lenitivas, se halla la ortotanasia o paraeutanasia, que se da cuando, en oposición a la distanasia, se omiten o interrumpen conscientemente medios extraordinarios o desproporcionados que sólo sirven para prolongar la vida vegetativa de un paciente incurable, es decir, con un proceso patológico irreversible. Entre tales medios se citan los balones de oxígeno, las sondas de respiración y las inyecciones de antibióticos sin efectos curativos. La ortotanasia no sólo es lícita, sino que puede constituir una obligación moral. La sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, en su Declaración de 5 de mayo de 1980, dice que «es lícito en conciencia tomar la decisión de renunciar a unos tratamientos que producirían únicamente una prolongación precaria y penosa de la existencia... (máxime cuando a veces) las técnicas empleadas imponen al paciente sufrimientos y molestias mayores que los beneficios que se puedan obtener de los mismos». Y puede ser obligación moral cuando con la aplicación de tales medios extraordinarios o desproporcionados sólo se consigue lo que la medicina francesa llama «encarnizamiento terapéutico», que instrumentaliza al ser humano (Juan Pablo II, a la «Academia Pontificia de Ciencias», 23-X-1982), cuya dignidad es preciso «proteger en el momento de la muerte... contra un tecnicismo que corre el riesgo de ser abusivo» (Juan Pablo II, 22-VII-1982).

A este respecto hay que traer a colación los problemas planteados por la determinación del momento en que la muerte se produce, cómo se manifiesta y cómo puede diagnosticarse con exactitud. Si el hombre, por la confusión ideológica reinante, no sabe -y se halla perplejo- ante el instante en que comienza su existencia, igualmente no sabe -y se halla, más que perplejo, angustiado- por el momento en que deja de existir.

Hoy, afortunadamente, la biología, no oscurecida en sus datos experimentales y científicos por la nebulosa sectaria, nos asegura que el comienzo de la vida humana se inicia con la fertilización del óvulo y que la muerte se produce cuando cesa la actividad bioeléctrica del cerebro y el encefalograma así lo revela. Por eso, y a los fines de licitud y aun de obligación moral de la ortotanasia, se hace necesario diferenciar la muerte clínica, que es la verdadera, de la muerte biológica, que puede posponerse a aquélla, y más allá de sus límites naturales, manteniendo, artificialmente, una vida inviable a través de la llamada reanimación de dos funciones vitales, la respiratoria y la cardiaca, y ello a pesar del coma irreversible del paciente, cuyo cerebro carece de actividad.

El latido del corazón y el funcionamiento de los pulmones frente a un encefalograma horizontal no ponen de relieve que haya vida humana, sino que la técnica ha avanzado de tal modo que la actividad de los pulmones y del corazón puede seguir, aislada y sin aquélla, utilizando máquinas especiales. De aquí que la omisión o la interrupción de tales medios extraordinarios o desproporcionados no plantee el problema de sí tal omisión o renuncia producen o no la muerte, porque la muerte auténtica, que es la muerte clínica, ya se ha producido. El problema que realmente se plantea, desde el punto de vista moral, es si la reanimación o terapia de sostenimiento vital («life sustaining procedure») se puede mantener utilizando experimentalmente al hombre, para poner de relieve los avances de la ciencia o el prestigio profesional, y aunque con ello, por añadidura, se agoten los recursos económicos de la familia. La Declaración antes aludida de la Congregación para la Doctrina de la Fe hace referencia a la licitud moral del «rechazo... (a) un dispositivo médico desproporcionado a los resultados que se podrían esperar (y que, además, puede) imponer gastos excesivamente pesados a la familia o la colectividad».

Como ha escrito el P. Marcozzi, s. J. («Il cristiano di frente all'eutanasia», Civiltá Cattolica, 1975, pág. 322), «en la ortotanasia no hay eutanasia, ni positiva (porque el médico no acelera positivamente la muerte del paciente), ni negativa (porque no priva al paciente de los cuidados ordinarios) En la ortotanasia sólo se priva al paciente de los medios extraordinarios, los cuales más que prolongar razonablemente la vida serían una tentativa desesperada y hasta cruel de prolongar la muerte». En tales casos, porque no se mata, no se hace morir, no hay más que una «aceptación de la condición humana» y un dejar hacer a la Naturaleza, contra la cual la lucha se hizo imposible.

Al llegar aquí, se resuelve también, aunque «a sensu contrario», la colisión que plantean los defensores de la eutanasia entre el derecho a vivir con dignidad y el derecho a morir, en el sentido de que el derecho a morir con dignidad excluye, por un lado, la eutanasia occisiva, y, por otro, autoriza tanto la ortotanasia, puesto que la ortotanasia se enfrenta con una vida que ha dejado de ser humana, y que carece, por tanto, de su dignidad, como la eutanasia lenitiva, que en la terapia del dolor, que la dignidad de la vida humana exige, no puede superar el efecto secundario y no-querido de la muerte.

Acotado el tema de la eutanasia propiamente dicha, es decir, a la que por acción u omisión que se ha calificado de occisiva, vamos a estudiar los requisitos que a la misma doctrinalmente acostumbran a exigir sus defensores para justificarla y, si es posible, legalizarla. Tales requisitos son los siguientes: el consentimiento del paciente, la incurabilidad del enfermo, el diagnóstico médico favorable, el dolor insufrible, el móvil compasivo (suprimir ese dolor).

a) Consentimiento del paciente.

Aun cuando algunos, como Del Rosal («Derecho penal español, parte especial, 1ª ed., Madrid, 1962) estiman que el consentimiento del paciente no es un requisito consustancial de la eutanasia, la opinión general lo estima imprescindible.

Partiendo de este punto de vista, el propósito de legalización de la eutanasia acude a los viejos aforismos romanos, según los cuales «volenti non fit iniuria» y «nulla iniuria est, quae in volentem fiat». Ahora bien, el consentimiento del paciente carece de eficacia para transformar en lícita la transgresión; y no la tiene en el caso que nos ocupa por dos razones fundamentales: 1) Porque el derecho a la vida, como derecho de la personalidad, según se ha dicho, no supone un «ius in se ipsum» con «summa potestas». El hombre no es dueño de sí mismo, como lo es de su propiedad, sino que tiene tan sólo el uso o usufructo de sus facultades por lo que no existiendo la facultad de disponer -que será, por otra parte, un «ius aLutandi»-, no puede ni derogar, renunciando, ni delegar, apelando a otro, su derecho a vivir; y 2) Porque el suicidio con ayudante rogado u homicidio con el consentimiento de la víctima no dejan de serlo a pesar de la aquiescencia del paciente, porque no se trata de un delito privado, sino público, que, incluso en Roma, se consideró como un crimen contra el Estado; porque lo que infringe la eutanasia es el orden público, objeto de la ley penal; porque el hecho viola el «ius cogens» o «derecho imperativo». Como ha escrito Jiménez de Asúa («Libertad de amar y derecho a morir», Madrid, 3 a ed., 1929), «lo que constituye la esencia del delito es ser un acto antisocial y un ataque al orden jurídico. La pena es una cosa y la reparación otra. Esta es la que tiene carácter privado. Por ello, la voluntad privada, incluso la del ofendido, no puede tener el valor de borrar la criminalidad del acto, incluyendo la pena».

Pero dado el consentimiento por el paciente para consumar el «Totung auf Verlangen», que dicen los alemanes, ¿puede confiarse en el mismo como una resuelta y decisiva voluntad de querer su propia muerte? He aquí una cuestión que, no obstante su corolario moral y jurídico, tiene una raíz psicológica importante, en la que no hay más remedio que detenerse. En efecto, la petición y la aquiescencia del sujeto pasivo puede producirse durante el trance doloroso que se considera insoportable o con anterioridad al mismo si el consentimiento se da en el transcurso del trance doloroso, puede suponerse, con escaso margen de error, que al paciente le falta en el mismo la conciencia y la capacidad necesaria para que dicho consentimiento pueda reputarse como válido, y no viciada, por tanto, su voluntad. Como dice la sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe (Declaración citada), «las súplicas de los enfermos muy graves que alguna vez invocan la muerte no deben ser entendidas como expresión de una verdadera voluntad de eutanasia; éstas son casi siempre peticiones angustiadas de asistencia y afecto». Si el consentimiento del paciente se produjo con anterioridad al trance doloroso, con plena lucidez y capacidad, y aun antes de caer enfermo o de sufrir la lesión, la duda sobre su eficacia subsiste, toda vez que tiene la facultad de disentir, de la que no puede hacer uso por estar imposibilitado para ello durante el trance doloroso, que es en el que precisamente podría formular su decisión.

En este orden de cosas, los psicólogos subrayan la diferencia entre el instinto, el deseo y la voluntad de morir. El instinto de morir-aclaran los psicólogos-no existe, porque el miedo a morir, que a todo hombre preocupa, demuestra que el instinto reacciona en sentido antagónico, es decir, como instinto de conservación y de seguir viviendo. El deseo de morir se inserta en la zona afectiva del hombre, de tal manera que la acedía y los «Todesgedanke» de los alemanes -pensamientos de muerte- no serían más que una proyección en la zona del entendimiento y de la conciencia de una espiga de la sensibilidad que ha nacido en zona limítrofe. La voluntad de morir, como una resuelta decisión humana elaborada forzando el instinto y, quizá, utilizando el factor emocional, implica la entrega absoluta al servicio de una causa que se evalúa por los héroes y los mártires como superior y trascendente, hasta el punto de exigir, como holocausto, el sacrificio de la vida. Pues bien, el consentimiento del paciente en el caso de la eutanasia, que no se puede llevar a la esfera del instinto, podrá situarse en el campo de los deseos, pero muy difícilmente en el de la voluntad y el entendimiento, que son los que autorizan a consentir, ya que no es posible equiparar al enfermo desesperado con el héroe o con el mártir.

Cabe todavía una última consideración acerca del consentimiento. Surge la misma ante la imposibilidad de que el mismo pueda ser prestado por el paciente o se duda acerca de su validez. ¿Pueden prestarlo los familiares, en su nombre, atribuyéndose una representación legal, o la Administración sanitaria en nombre de la función tuitiva del Estado? Pío XII ha dado respuesta a ambas posibilidades de consentimiento suplido. A la primera, al decir que el «representante legal no tiene sobre el cuerpo y la vida de sus representados más derechos que los que el propio representado tiene y con la misma extensión, por lo cual no puede conceder al médico permiso para disponer de la vida de aquél que de algún modo está bajo su custodia». A la segunda, con la recta interpretación del principio «civitas propter cives, non cives propter civitatem», conforme al cual, siendo el individuo no solamente anterior a la sociedad, por su origen, sino también superior, por su destino, no juega aquí el principio de totalidad que permitiría a la Administración prestar dicho consentimiento (Ve Radiomensaje al «VII Congreso Internacional de Médicos Católicos», 11-IX-1956).

b) Incurabilidad.

El requisito de incurabilidad como inherente a la eutanasia propiamente dicha resulta discutible, ya que la misma trata de justificarse, no porque la dolencia o las lesiones sean incurables, sino por el sufrimiento espantoso e intolerable que producen. Pues bien, si existen enfermedades y lesiones que, no obstante ser irreversibles, no producen dolores angustiosos, está claro que en tales supuestos, de provocarse la muerte, no estaremos ante un caso de eutanasia, sino, como demostramos al principio, de la aplicación de un método eutanásico a los incurables, considerados como vidas sin valor.

De otro lado, y admitida la incurabilidad como motivante de la compasión, hay que formular dos preguntas: una sobre la certeza de la incurabilidad y otra sobre quién la declara, dando fe de la misma.

Por lo que se refiere a la primera pregunta, hay un consenso muy generalizado sobre el carácter no absoluto de la incurabilidad, concepto en sí muy dudoso, ya que, como la experiencia nos dice, lo que parece incurable con un tratamiento puede curarse con otro, y porque aquello que ayer no tenía cura, la tiene hay o puede tenerla mañana. Piénsese en la rabia, la sífilis, la tuberculosis o la diabetes, por ejemplo.

Por lo que se refiere a la segunda interrogante, no cabe duda que el diagnóstico sobre la incurabilidad no puede darlo el paciente, no sólo por su posible incompetencia profesional en la mayoría de los casos, sino porque no se puede ser al mismo tiempo juez y parte, y porque en tanto en cuanto paciente, sería, como se ha dicho, «un juez detestable para juzgar de la incurabilidad de su estado».

Nos queda, pares, recurrir al diagnóstico médico que certifique de la incurabilidad.

c) Diagnóstico médico favorable.

Aunque sean duras las frases, me permito transcribirlas por ser de Ricardo Royo Villanueva, catedrático de medicina legal («El derecho a morir sin dolor», Edit. Aguilar, Madrid, 1929, págs. 147/8): «La ciencia médica, a pesar de sus recientes, enormes progresos doctrinales, todavía no se diferencia con la suficiente exactitud del curanderismo corriente. El diagnóstico es todavía un arte inseguro y difícil sobre el que los médicos muchas veces no están de acuerdo; la mejor opinión y el diagnóstico más seguro varían ampliamente de médico a médico. Es preciso que la gente sepa que nuestros conocimientos no son infinitos ni nuestra capacidad infalible. Hay que desechar la idea de que el médico puede siempre diagnosticar con absoluta seguridad el estado patológico del paciente.»

¿Y se puede proceder lícitamente con esa incertidumbre sobre el diagnóstico a una eutanasia activa o pasivamente occisiva? Sólo la falta de escrúpulos morales de Binding y Hoche pudo hacerles exclamar: «si hay error en el diagnóstico y se elimina a un hombre, habrá un hombre de menos, cuya vida hubiera sido probablemente de escaso valor, aunque llegara a sobrevivir. »

d) Dolor insufrible del paciente

Este requisito de la eutanasia ofrece al estudioso o al observador facetas variadas y conectadas entre sí: ¿Qué significado tiene el dolor? ¿A qué tipo de dolor se hace referencia? ¿Hay dolores insufribles? ¿Existe una terapia antidolorosa que evite el recurso al dolor para justificar la eutanasia?

Al hilo de estas cuestiones podemos decir: 1) Que el dolor tiene un aspecto inicial positivo y que, biológicamente, actúa como señal de alarma, como despertador que nos hace salir del sueño amable de la salud para poner en la enfermedad nuestra atención, por algo llamado dolencia. Moralmente, el dolor, como prueba, nos fortifica; es decir, puede darnos la fortaleza espiritual, al modo como la gimnasta o el deporte, no obstante el cansancio, procuran la fortaleza física. 2) El dolor grave que podría justificar la eutanasia puede ser físico, psíquico o moral, pero siempre habrá de distinguirse entre el dolor objetivo y el dolor subjetivo, que puede ser atroz, pero que muchas veces no es indicio de enfermedad mortal. 3) «No creo en los sufrimientos irresistibles -adscribe Royo Villanova (ob. cit., págs. 151 y 169), con su larga experiencia profesional-, pues los dolores se nos dan en razón de nuestras capacidades biológicas de resistencia; y desde el momento en que un dolor es insufrible es que (como ya no se sufre) ha dejado de atormentar.» «La sensibilidad desaparece en el moribundo cuando parece sufrir más y los signos exteriores de sus sufrimientos no son la mayoría de las veces más que reflejos puramente mecánicos que se manifiestan fuera de la conciencia.» 4) Los dolores, por tremendos que sean, pueden mitigarse y aun suprimirse con la terapia antidolorosa que hoy proporciona la ciencia; de tal modo que, hoy por hoy, «mantener a los enfermos en la fase terminal sin dolor y en una situación confortable es un asunto de pura competencia profesional» («La ciencia, al encuentro con la vida humana», coloquios en el Colegio Mayor Zurbarán. Edit. Dossat. Madrid, 1984, pág. 83).

Permitidme que concluya estas observaciones con unas frases de Eugenio D'Ors («ABC», 3-II-1928), cuya dinámica estimulante apreciaréis, sin duda: «sufro, luego existo. El dolor nos salva. ¡Hiere, dolor!... sé esperarte a pie firme. Que cuanto en ti es disminución..., paso a la muerte..., está destinado a tránsito y olvido, a consumirse, a desaparecer. Quedará, en cambio, me enriquecerá, me conducirá un día, la huella de ti, la nobleza amada de ti, la dignidad que procures. »

e) Móvil compasivo del sujeto agente

Si provocar la muerte, por acción u omisión, requiere, como requisito «sino qua non» e indiscutible de la eutanasia, el móvil de la compasión en quien la práctica, el problema difícil de resolver, con el propósito de justificarla, es el de la comprobación y verificación del móvil compasivo, pues detrás de ese móvil aparente que se alega pueden hallarse otros muy diversos, y no altruistas precisamente. Tales pueden ser, si lo practican los familiares del enfermo: el deseo de heredarle, el alivio de las cargas de todo género que les proporciona, terminar cuanto antes, no con el dolor ajeno, sino con el que proporciona la vista del doliente. Si la practica el médico: la experimentación científica, el aligeramiento de preocupaciones profesionales, la conveniencia de camas libres para enfermos que aguardan hospitalización.

¿Puede, ante la difícil comprobación del móvil compasivo justificarse la eutanasia?

La eutanasia ha sido objeto de examen por instituciones muy diversas, cuyo criterio, aun cuando sea en síntesis conviene recoger aquí.

La Academia de Ciencias Morales y Políticas de París condenó la eutanasia en 1941. Lo mismo hizo la Asociación Médica Mundial en su reunión de Copenhague de 24 de abril.

Por su parte, la Asamblea del Consejo de Europa, en el punto 7.° de su recomendación número 779 de 1976 relativa a los «derechos de los enfermos y moribundos», señala lo siguiente: «El médico... no tiene derecho, aún en los casos que parezcan desesperados, a acelerar intencionalmente el proceso natural de la muerte.»

El Congreso Internacional sobre la Eutanasia celebrado en Niza del 20 al 23 de septiembre de 1984 sólo autoriza la ortotanasia.

Por último, el «Código Deontológico de los Médicos Españoles» de 23 de abril de 1971 dice, en su artículo 116, que «el médico... no provocará nunca la muerte deliberadamente, ni por propia decisión ni cuando el enfermo o su familia lo soliciten, ni por otras exigencias», añadiendo en el artículo 117 que «en caso de enfermedad terminal, el médico debe evitar emprender acciones terapéuticas sin esperanza, cuando haya evidencia de que estas medidas no pueden modificar la irreversibilidad del proceso que conduce a la muerte. El médico respetará y favorecerá el deseo a una muerte acorde con la dignidad de la condición humana»

La Iglesia católica, por su parte, ha condenado en todo tiempo la eutanasia occisiva. San Agustín («De Civitate Dei», libro I, cap. 18) y Santo Tomás («summa», 2.°, 2.a, q. 64, art. 5) estimaban que constituye una ofensa a la caridad para con uno mismo, a la comunidad y a Dios. Y la Constitución Pastoral «Gaudium et Spes», en su número 27, dice que la eutanasia es un atentado contra la vida.

Pío XII, que ya el 12 de febrero de 1945, hablando a los médicos militares, declaró ilícita la eutanasia, se ocupó del tema en varias ocasiones. El 24 de febrero de 1957, dirigiéndose al Congreso Nacional Italiano de Anestesiología, hizo referencia, autorizándola, a la eutanasia lenitiva en los siguientes términos: «¿Habrá que renunciar al narcótico si su efecto acortase la duración de la vida? Desde luego, toda forma de eutanasia directa, o sea, de administración de narcóticos con el fin de provocar o acelerar la muerte, es ilícita, porque entonces se pretende disponer directamente de la vida. En la hipótesis (sometida a nuestra consideración) se trata tan sólo de evitar al paciente dolores insoportables, por ejemplo, en el caso de cáncer inoperable o de enfermedad incurable. (Pues bien), si entre la narcosis y el acortamiento de la vida no existe nexo causal directo..., y si la administración de narcóticos produjese por sí misma dos efectos distintos: por una parte, un alivio de los dolores, y, por otra, la abreviación de la vida, entonces es lícita.»

Pablo VI, que a través del cardenal Villot, escribiendo a la Asociación de Médicos Católicos, el 3 de octubre de 1970, se preguntaba: «En algunos casos, ¿no será una tortura inútil imponer una reanimación vegetativa a la fase final de una enfermedad incurable?», contestaba afirmativamente y declarando lícita la ortotanasia; pero también contestó negativamente, el 11 del mismo octubre, en carta a la Federación Internacional de Asociaciones Médicas, a la eutanasia occisiva: «Toda vida humana debe respetarse en términos absolutos y (por ello) la eutanasia es un homicidio.»

Juan Pablo II, reunido en Chicago con los obispos norteamericanos, el día 5 de octubre de 1979, les decía: «Habéis hablado claramente..., afirmando que la eutanasia o muerte por piedad es un grave mal moral. Tal muerte es incompatible con el respeto a la dignidad humana y la veneración por la vida.» El 4 de octubre de 1984 pidió a los médicos que «no se hicieran cómplices, en ningún caso, de aberraciones como la eutanasia..., en contradicción con la finalidad misma de la profesión nacida para salvaguardar la vida».

La síntesis del magisterio pontificio sobre la eutanasia se ofrece por la sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, a que hemos venido hacienda referencia, en su Declaración de 5 de mayo de 1980, aprobada por el Papa Juan Pablo II y ratificada por éste en su mensaje de 22 de julio de 1982 a la Asamblea mundial sobre el problema del envejecimiento de la población, celebrada en Viena.

De conformidad con dicha Declaración: 1) Por eutanasia ha de entenderse «una acción u omisión que, por su naturaleza o en la intención, causa la muerte, con el fin de abreviar cualquier dolor». 2) «Nada ni nadie puede autorizar la muerte de un ser humano inocente (aunque se trate de un) enfermo incurable o agonizante.» 3) «La muerte no sobreviene siempre en condiciones dramáticas y al final de sufrimientos insoportables. Numerosos testimonios concordes hacen pensar que la misma naturaleza facilita en el momento de la muerte una separación que sería terriblemente dolorosa para un hombre en plena salud.» 4) Ello no obstante, en los casos de «muerte precedida o acompañada de sufrimientos atroces y prolongados... (La Comisión del Episcopado español para la Doctrina de la Fe, en documento de 15 de abril de 1986, respondiendo a las voces que en nuestro país ya se oyen en favor de la legalización de la eutanasia, ha recordado estos puntos de vista. Por su parte, «L'Osservatore Romano», a comienzos del año 1987, ha calificado de ambiguo el artículo 15 del Código Europeo de Etica médica que permite al médico poner fin a la vida del paciente, a su petición y en determinadas circunstancias.) (así como) es siempre lícito contentarse con los medios normales que la Medicina puede ofrecer, lo es igualmente no recurrir o interrumpir los medios puestos a disposición por la Medicina más avanzada (cuando se consideran) desproporcionados y procurarían únicamente una prolongación precaria y penosa de la existencia».

Pero si éstas son las consideraciones morales sobre la eutanasia, para completar el tema tendremos que trasladar nuestra observación al campo del Derecho; es decir, a lo que pudiéramos llamar contemplación jurídica de la eutanasia.

Desde el punto de vista doctrinal, ha sido Jiménez de Asúa, en el libro antes mencionado, el que con mayor acierto ha enfocado, aunque no resuelto del todo, la cuestión. Desde una postura negativista de la eutanasia, estudia, el que fuera catedrático de Derecho Penal, las posibilidades teóricas de la exculpación, negándolas rotundamente, ya que en la eutanasia -dice- hay antijuridicidad y culpabilidad, por lo que no cabe ni la exención penal ni la impunidad que supondría una legalización despenalizadora. Para Jiménez de Asúa -y es importante destacar su posición ante el problema, por su enmarque ideológico bien conocido y en línea con la situación oficial del momento-, no caben más opciones que las siguientes: apreciación, por razón del móvil, de una atenuante en el llamado homicidio por piedad; la tipificación en el Código Penal de un delito nuevo con tratamiento diferente al del homicidio, y la posibilidad del perdón judicial, que actuaría, en ciertos casos, al modo de una indulgencia plenaria.

En el Derecho comparado se observe una perplejidad sobre el tema, que abarca desde el silencio sobre la eutanasia a la exención de pena cuando la muerte se causa por compasión y a petición de la víctima (art. 143, ya derogado, del Código Penal soviético, de 1922) Algún Código, como el noruego, en su art. 235, arbitra una pena menor para la eutanasia, y los códigos penales de Perú, de 1924 (art. 157), de Colombia, de 1936 (art. 364), y de Uruguay, de 1938 (art. 37), se acogieron a la doctrina del perdón judicial.

En el cantón de Zurich, en suiza, se celebró un referéndum el 27 de septiembre de 1977 a fin de legalizar la eutanasia. El referéndum tuvo éxito, pero fue rechazado por el Consejo Nacional federal el 6 de marzo de 1979.

En Inglaterra los proyectos legalizadores de 1936 y 1939 no prosperaron.

En Estados Unidos, el de California -y luego otros siete Estados- aprobó, para entrar en vigor el 1 de enero de 1977, el «Natural Death Act». Esta ley, con criterio ortodoxo, distingue la eutanasia activa y pasiva, prohibiendo ambas, ya que incluso en la pasiva se produciría la muerte por falta del tratamiento adecuado, de la ortotanasia, que permite, al «autorizar a los médicos la no aplicación o suspensión de la técnica reanimatoria a los pacientes adultos afectados por una enfermedad en fase terminal, con tal de que lo haya pedido por escrito».

La campaña pro legalización de la eutanasia occisiva continúa, sin embargo, y a esa «temida legalización» hizo referencia Juan Pablo II. Ya Enrico Ferri, en la obra que antes citamos, «homicidio-suicidio», decía que «el que da muerte a otro por motivos altruistas o piadosos no debe ser considerado como delincuente», y en Inglaterra y en los Estados Unidos se halla en plena actividad la Voluntary Euthanasia Legislation society.

Lo más incisivo, por la calidad de sus firmantes, tres premios Nobel: George Thomson (físico), Limus Pauling (químico) y Jacques Monod (biólogo), y otras 37 personas más, fue el manifiesto publicado en «The Humanist», de julio de 1974, en el que se dice: «Es necesario suministrar los medios para morir digna y fácilmente a los que padecen una enfermedad incurable».

En España, hay una campaña en los medios dirigida a mentalizar a la opinión pública a favor de la eutanasia. También se ha constituido, y ha enviado propaganda a domicilio, una asociación, en anagrama DMD, es decir, para el reconocimiento del «derecho a morir dignamente». Por su parte, la «Carta de los derechos y deberes del paciente», en su punto 14, parece dar pie a la práctica de la eutanasia occisiva, aunque se ha desmentido su alcance, afirmando que el derecho a una muerte digna no es más que el reconocimiento explícito de la voluntad del paciente para ser dada de alto en el hospital y morir en casa.

Desde el punto de vista del Derecho constituido, la eutanasia no estaba prevista en el Código Penal antiguo y quedaba subsumida en el homicidio o ayuda al suicidio (art. 409), con la atenuante 7 a del art. 9: «obrar por motivos morales (o) altruistas... de notoria importancia». Desde el punto de vista del Derecho constituyente, según la información que nos llega, los catedráticos Gimbernat y Quintero han preparado un borrador de nuevo Código Penal, en el que se legaliza, despenalizándolo, el mero auxilio para suicidarse. (Ve Dr. Navarro de Francisco, «Tapia», 1984, nov.-dic., pág. 21.)

Nos queda, por último y para cerrar el tema, hablar de la eutanasia teológica, o mejor, mística. Sin este capítulo final la lección estaría ajena a cuanto hay de subyacente y, por tanto, de místico o misterioso en el frente de batalla en el que nos encontramos. Y es este aspecto de la cuestión el que, desde un punto de vista cristiano, nos interesa de un modo especial. Si eutanasia es, etimológicamente, «eu» (bueno) y «thanatas» (muerte), muerte dulce, ninguna muerte más dichosa, más digna del hombre que la muerte en estado de gracia, en amistad con Dios.

Para calibrar la magnitud y la profundidad de este debate hay que partir de lo que puede llamarse la «otredad» del hombre en la naturaleza creada. El hecho de que el hombre, Adán, se sintiera solo en el paraíso, prueba su desigualdad ontológica y cualitativa con el resto de los vivientes. Esta originalidad desigualante del hombre, que le revela su soledad, radica, por contraste con el resto de la creación-a la que está llamado a dominar-, en que tiene un espíritu inmortal, animado por la gracia o vida divina, de la que es partícipe. Pero hay más: no sólo su alma vivificante se halla en el orden de lo sobrenatural, sino que su cuerpo gozaba, como dones preternaturales, de la impasibilidad (no podía sufrir) y de la inmortalidad (no podía morir).

Ahora bien, si el hombre, si los hombres, como nos dice la experiencia de cada día, sufrimos y morimos, y si algo desde nuestra radicalidad se alza en protesta y rebeldía contra el dolor y contra la muerte, será preciso encontrar una explicación al hecho, y esa explicación es que el dolor y la muerte no son hechos biológicos originarios, sino subsiguientes, Y que sólo se explican por la pérdida de los dones preternaturales que adornaban al hombre. De aquí que el dolor y la muerte, en el hombre, no sean hechos puramente biológicos, sino un misterio, la obra del «mysterium iniquitatis». San Pablo, con sobriedad y exactitud, lo explica así: «stipendia peccati mors» (Rom., 6, 53) y «stimulus mortis peccatum est» (1 Cor., 15,56). Las frases de Yavé: «polvo eres y en polvo te has de convertir» y «parirás con dolor» nos ofrecen, con todo su grafismo, las consecuencias que para el hombre tuvo la victoria del misterio de la iniquidad.

Cristo, redentor de la humanidad caída, no vino a desterrar de este mundo ni el dolor ni la muerte. Se limitó, asumiéndolos El mismo, a cambiar su significado. La obra de la redención se realiza y consuma en un clima de dolor y de muerte. El Redentor, Cristo, es el «varón de dolores» profetizado por Isaías que, padeciendo, cumple su Pasión, una Pasión en la que su extraordinaria pasibilidad hizo que el sufrimiento adquiriese tonalidades y matices, físicos, psíquicos y morales, que sólo es posible vislumbrar. Por su parte, María, que corredime, perfumando de feminidad la acción redentora personal y exclusiva de Cristo, es, por excelencia, «la Dolorosa». Si el corazón es el que ama, al menos simbólicamente, en el mismo amor recibieron Cristo la lanzada física y la señora los siete puñales de sus siete grandes dolores. Por añadidura, Cristo, que ha asumido el dolor, asumió una muerte, y una muerte cruel y dolorosísima, la muerte de cruz, y con ella todo el proceso preagónico que va desde el huerto de los olivos a la cima del Gólgota.



A partir de ese momento, el hombre, que no puede evadirse del dolor y de la muerte, está facultado -con el cambio de signo- para incorporarlos al dolor y a la muerte de Cristo, integrándolos en la misma tarea redentora, como si la Encarnación nos enhebrara y se prolongara en cosa uno de nosotros, en un «Mystici Corporis Christi».

Tal es lo que san Pablo nos dice con respecto al dolor: «me gozo de lo que padezco... (pues) estoy cumpliendo en mi carne lo que resta de padecer a Cristo» (Col., 1,24), y con respecto a la muerte, conjugando la incorporación de la nuestra a la de Cristo, para incorporarnos en ella a El, para la resurrección (Rom., 6, 4 y 5).

El dolor, para el cristiano, tiene seis valencias distintas: expiatoria, meritoria, comunicativa, resignativa, participativa y redentora. (Ve Pío XII, discurso citado de 24-II-1957, y Juan Pablo II, 21 -VII- 1981. )

Ahora bien, sólo los santos han comprendido en todas sus dimensiones esta contemplación teológica del dolor, de la muerte y de la muerte dolorosa. No nos será posible aquí hacer un relate exhaustiva de esa comprensión, felizmente numerosa, ejemplar y estimulante. Bástenos las frases «sufrir o morir» que tantos de ellos pronunciaron, y dos citas:

Una clásica, de Santa Teresa, y otra, más reciente, de fray María Rafael, el monje trapense.

Los versos conocidos de santa Teresa, «en tan alta vida espero-que muero porque no muero», ponen de relieve la mística desazón, el drama íntimo que nace del deseo vehemente de morir, por llegar adonde «el vivir se alcanza y el gozo que la proximidad de alcanzar esa vida, reforzando la propia, prorrogue el dolor de no alcanzarla».

Fray María Rafael nos dejó un ejercicio de la «Vía Crucis» que uno de sus hermanos de religión tuvo el acierto de entresacar de sus escritos, poniendo, para presidir las estaciones, un perfil de un Jesús paciente, que el propio fray María Rafael había dibujado a lápiz («Vía Crucis», P. s. Edit., Covarrubias, 19, Madrid, 3a ed., 1977) Ese dibujo solitario, al cambiar de posición, nos presenta un rostro de Jesús compasivo, anhelante, fatigado, atribulado, agradecido, sorprendido, abrumado, enternecido, aplastado, confundido, contrariado, agonizante, desfigurado y plácido.

Pues bien, en su «Vía Crucis» personal, fray María Rafael adscribe: «¡Quién tuviera fuerzas de gigante para sufrir! ¡Qué bien se vive sufriendo! Sólo el insensato que no adore la Pasión de Cristo, la Cruz de Cristo, puede desesperarse de sus propios dolores.»

En todo caso, hay que subrayar que el dolor y la muerte son obra del señor de la muerte, del diablo, «qui habebat mortis imperium» (Heb., 2,14). Por ello, es lógico que trate de utilizarlos en cosa hombre concreto, a cuyo nivel personal libra desaforadamente un Apocalipsis subjetivo. El combate, en última instancia, es entre el diablo, homicida «desde el principio» (Juan, 8,44), señor de la muerte, y Cristo, que de sí mismo dice: «Yo soy la Vida» (Juan, 11,25 y 14,ó). Al señor de la muerte le interesa que la muerte de cada hombre, cambiando de signo, no sea integración en la Vida. El señor de la muerte sabe que la muerte que él trajo es no sólo muerte corporal, sino muerte eterna, y sabe también que la muerte de Cristo, y en ella la del hombre, es Vida eterna para el alma, y resurrección de un cuerpo incorruptible y glorioso para la eternidad (1 Cor., 15, 42/44). De aquí su combate contra la Vida, en la vida del moribundo, en la vida del hombre a punto de terminar. Le enloquece aquello de san Pablo: «ubi est mors, victoria tua?», ubi est mors, stimulus tuus?» (1 Cor., 15,55) y le asombra el prodigio de la incorruptibilidad temporal del cuerpo de algunos santos incorruptibilidad que es la hermana menor del cuerpo resucitado y glorioso, como el pudor y el sueño son hermanos menores de la castidad y de la muerte.

Por eso, ante la utilización diferente del dolor, la postura cristiana es doble: combatirlo y aceptarlo. Pío XII (24II-1957), partiendo de un principio claro, que «el crecimiento en el amor de Dios y en el abandono a su voluntad no procede de los sufrimientos mismos, que se aceptan, sino de la intención voluntaria sostenida por la gracia», dijo lo siguiente: a) «si algunos moribundos consienten en sufrir como medida de expiación y fuente de méritos..., que no se les imponga la anestesia», y b) «si, por el contrario, el progreso en el amor de Dios y en el abandono a su voluntad puede agrandarse y hacerse más viva si se atenúan los sufrimientos, porque éstos agravan el estado de debilidad y agotamiento físico, estorban el impulso del alma y minan las fuerzas morales, debe acudirse a la supresión del dolor (que) procure una distensión orgánica y psíquica (y) que facilitando la curación haga posible una entrega, de sí, más generosa.»

A este doble comportamiento ante el dolor del moribundo no se puede oponer, como muestra del heroísmo cristiano, el hecho de que el señor de la Vida rechazara beber, clavado y atormentado en la Cruz, el vino mezclado con mirra que le ofrecieron (Mc., 15,23), porque si ello es así, también lo es que aceptó en Getsemaní el consuelo del ángel que le confortaba (Lc., 22,43) luego de rogar al Padre que le evitase, si fuera posible, beber el cáliz de su pasión (Mt., 26,39; Mc., 14, 36; Lc., 22,42) y de aceptar en cualquier caso su voluntad: «fiat voluntas tua» (Mt., 26,42).

Más aún, ante la posibilidad alegada por Cuello Colón («El problema jurídico penal de la eutanasia», en «Tres temas penales», Madrid, 1955) de que los moribundos, aquejados por los sufrimientos, pueden pecar de impaciencia y murmuración, la terapia dolorosa se impone por un deber de caridad.

La lucha contra el dolor no sólo como exigencia biológica, sino como faceta de la lucha contra el que lo hizo posible, es decir, contra el señor de la muerte, impone, con el deber de conservar la vida y de curarse, la medicación y la asistencia en las operaciones dolorosas, ha dado origen, en el ejercicio del quehacer misericordioso a la enorme tarea hospitalaria de la Iglesia, en el curso de los siglos, y a la fundación de instituciones religiosas con esa finalidad.

Juan de Dios y Camilo de Lelis, Juana Jugan y Teresa Fornet son ejemplos, entre tantos, de un acercamiento caritativo a los enfermos y ancianos cuya hora de morir se aproxima. Si los que lloran suelen hacerlo porque sufren, ese acercamiento caritativo aspira a la eutanasia teológica del moribundo, recordándoles aquello que nos transcribe el evangelista san Mateo (5,3): «Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados».

El suicidio

En la actualidad se habla del llamado derecho a morir y del derecho de darse uno la muerte a sí mismo. Este "se ipsum occidere" no es otra cosa que el suicidio, y del suicidio nos vamos a ocupar, acercándonos al tema con una doble preocupación: la que nace de la confusión conceptual, que obliga a una diferenciación, no siempre clara, entre lo que es suicidio y lo que realmente no lo es, y la que produce una cierta atracción entre curiosa y morbosa por los suicidios: alarmantes, por su número creciente, y llamativos, por las personalidades destacadas, en uno u otro campo, que lo eligieron para terminar con sus vidas, desde Sócrates a Arthur Kostler, desde Cleopatra a Alfonsina Storni, desde Seneca a Ganivet, desde Aníbal a Hitler, desde Saúl (2 Sam, 1, 4) a Judas (Mt 27, 5).


En España, la estadística de los suicidios comenzó a llevarse con carácter oficial a partir de la R. O. de 8 de septiembre de 1906. Antes, Bernardo de Quirós ("El suicidio en España", en "Alrededor del delito y de la pena". Madrid, 1904) nos ofreció un estudio en el que registraba, para el año 1895, 225 suicidios. Su número llegó, en 1912,-a 1.596, y en 1940, a 2.458. la escala descendió a 1.629 suicidios en 1970, alcanzando, según la Fiscalía del Estado, en el año 1983, la cifra de 25.000, lo que supone que en España, de no haber disminuido el número -y creemos que ha aumentado-, hay siete suicidios por día.

Estamos, pues, no sólo ante un hecho insólito- pues el hombre es el único animal que se suicida (el escorpión no se suicida, sino que, en estado de tensión, se clava su propio dardo). Dice Alejandro Llano que "sólo el hombre puede decir que no a su propia existencia". Ve Colegio Mayor Zurbarán, "La ciencia al encuentro de la vida humana", Edit. Boscat, Madrid, 1984, pág. 93; Ve Balmes: "Etica", "Obras Completas", II, pág. 254)-, utilizando el suicidio como "ars moriendi", sino ante una verdadera plaga que obliga a enfrentarse con el hecho en todas sus perspectivas y dimensiones, planteando "ab initio" los diversos problemas que su enfoque y estudio suscita.

En primer lugar, surge la cuestión de si debemos hablar de suicidio o de suicidios. La pregunta tiene una densidad que no se vislumbra a primera vista, y tal es la densidad de la pregunta que su respuesta bifurca la consideración del suicidio como un fenómeno individual o como un fenómeno social. Si hablamos de suicidios, pluralizando, el enfoque habrá que hacerlo sobre los casos individuales, distintos y heterogéneos, cuya última identidad se hallaría tan sólo en el "se ipsum occidere". Si hablamos de suicidio, singularizando, lo importante sería no la consideración de los casos personales, por sugestivos que sean, sino el clima que ha hecho posible que el "se ipsum occidere" se manifieste en la prolijidad de su casuismo. La primera corriente, llamada individualista, y cuyo primer mantenedor fue Morselli ("Il suicidio", Milán, 1879), la ha expuesto con exactitud Ciorán, definiendo el suicidio como "el acto individual por excelencia". La segunda corriente, llamada sociológica, fue defendida por Durkheim ("El suicidio". Trad. asp., Edit. Reus, Madrid, 1928), para el cual el suicidio es un fenómeno de patología comunitaria, que se hace visible, al romperse el equilibrio social, a través de factores suicidógenos, que inciden y empujan a la muerte a personas concretas. Si el suicidio fuera una enfermedad, la cuestión sería ésta: ¿quién es el enfermo, el hombre-suicida o la sociedad-suicidógena?

Pero ¿no habrá algo más que una controversia entre lo individual y lo social en el tema del suicidio? Para nosotros es evidente que, siendo el suicidio algo estrictamente personal, los factores que al romper la ecología comunitaria inciden patológicamente en el hombre no pueden ser olvidados o desconocidos, pero jamás pueden alcanzar la intensidad necesaria para convertir el suicidio en un acto obligado. Ahora bien, tanto en la persona como en la sociedad gravita otro factor distinto. Ese factor es, a ambas escalas, el concepto que se tenga de la vida. Tan es así, que frente al suicidio no es posible, como ha dicho Ferri ("Homicidio-Suicidio". Trad. asp., Edit. Reus, Madrid, 1934, pág. 268), la discusión entre positivistas y "ius-naturalistas".

Para los primeros, el suicidio, aun siendo una desgracia, es un hecho natural, puesto que se da en la naturaleza, y no puede ser calificado de inmoral, sino de lícito. Olvidan los positivistas que lo natural no puede confundirse con lo normal o ajustado a la recta razón, y que lo anormal y no ajustado a la recta razón, aunque se produce en la naturaleza, es contrario a su ordenamiento. De otro lado, el suicidio, en cuanto es una evasión de los deberes sociales, implica una ilicitud por huida, como lo supone la deserción en el Ejército .

Pero lo que hay que destacar aquí, desde nuestra posición cristiana y "ius-naturalista", es que, como ha señalado Balmes (ob. cit., págs. 253 y s.), "la inmoralidad del suicidio... está en que el hombre perturba el orden natural destruyendo una cosa (la vida) sobre la cual no tiene dominio". "El suicida -agrega Balmes- o ha de negar la inmortalidad del alma o comete la mayor de las locuras. Si se atiene a lo primero, afirmando que después de la vida no hay nada, el suicidio no se excusa, pero se comprende. Pero si el suicida conserva no diré la seguridad, pero siquiera la más leve duda sobre la existencia de otra vida, ¿cómo se explica tamaña temeridad? Al presentarse delante de su Creador, en el mundo de la eternidad, ¿qué podrá responder si le dice: quién te ha llamado aquí?, ¿quién te ha dicho que estaba terminada tu carrera en la tierra?"

La incidencia del factor religioso es, por consiguiente, fundamental en el tema del suicidio, y ello tanto en la esfera de la persona como en la esfera de la sociedad. Una sociedad secularizada , en la que las vivencias y prácticas religiosas se olvidan o combaten, hace decrecer la religiosidad de los ciudadanos y su creencia en la inmortalidad del alma. Por eso los suicidios crecen conforme la sociedad se separa de Dios Si Dios no existe, podríamos concluir con Dostoievski, todo es lícito.

Sentado esto, ¿podrá afirmarse que el suicida es un demente? También aquí las posturas difieren, pues mientras un grupo de biólogos considera que en todo caso el suicida nace y no se hace, y es un perturbado mental, al menos con carácter transitorio en el momento de cometerlo, víctima de una tara genética o hereditaria, otros entienden que esta generalización es insostenible y que, por el contrario, el suicidio suele realizarse en un estado de "insoportable lucidez mental".

El problema envuelve, como es lógico, el de la responsabilidad moral del suicida, y, en todo caso, exige un examen cuidadoso del hecho, pues, como ha señalado Royo Villanova, "hay suicidios llevados a cabo con toda calma, como la conclusión lógica de un frío razonamiento". Por su parte, Joan Estruch y Salvador Cardus ("Los suicidios", Herder, Barcelona, 1982, pág. 140) escriben que "el suicidio raras veces es el fruto de una conducta impulsiva (siendo más bien el resultado), de una decisión largamente meditada y elaborada hasta en sus mínimos detalles de ejecución".

La verdad es que se suicidan sanos y enfermos, dementes y no dementes, que la estadística nos ofrece tan sólo de un 10 a un 20 por 100 de suicidas locos, y que, aun pudiendo existir un "síndrome presuicida", el suicidio puede ser evitado. Las penas eclesiásticas contempladas para los suicidas ponen de relieve que no todo suicida es un demente irresponsable de su autodestrucción.

En todo caso, lo que conviene, en evitación de dudas, es, en la medida de lo posible, precisar los conceptos y delimitar el de suicidio, distinguiéndolo del sacrificio de la vida y del riesgo a que la propia vida se expone en determinados supuestos. Habrá que distinguir, pues, entre "se ipsum occidere", "sacrificum vitae" y "vita". ponere periculo gravi".

II

El suicidio, para ser calificado como tal, exige dos requisitos, a saber: 1 ) que la muerte sea voluntariamente querida "in se", y 2) que se tenga el propósito de quitársela uno mismo, directamente, por acción u omisión. Si falta uno de estos dos requisitos, no estamos en presencia de un suicida. Y no lo estamos porque si falta la voluntad de suicidarse, como ocurre en el caso de enajenación mental, el acto no es libre, sino mecánico, y mal puede calificarse de suicida al que no sabe y, por tanto, no quiere lo que hace. En el segundo supuesto, cuando no hay voluntad directa de quitarse la vida por acción u omisión, pero de la misma se sigue como consecuencia inevitable o probable de una conducta determinada, estaremos en presencia del "sacrificium vitae" o del "vita ponere periculo gravi".

Para que las cosas queden aún más claras conviene señalar la diferencia que existe entre lo que se llama "sui occisio propia auctoritate facto voluntaria in se, seu directa actione vel intentione", que no es lícita en ningún caso, y la "sui occisio propia auctoritate facto, voluntaria in causa, seu indirecta actio sic et intentione", la cual puede ser lícita en circunstancias concretas. La acción, pues, para que pueda calificarse de suicida ha de ser querida para producir la muerte, ya por su propia naturaleza, "ex opera operate" (dispararse una pistola en la sien); ya por propia intención o designio, "ex opera operantis" (negarse a tomar alimento).

En síntesis, si no hay voluntad de quitarse la vida la ausencia de voluntad hace que estemos no ante un caso de suicidio, sino de alienación; si no hay voluntad de quitarse directamente la vida no estamos tampoco ante un caso de suicidio, sino de "sacrificium vitae" o de "vita". ponere periculo gravi".

Precisado el concepto de suicidio, las posturas que se adoptan van desde su condenación explícita hasta su apología, desde la proclamación del suicidio libre, a partir del derecho de disponer de la propia vida, hasta el suicidio reglado o autorizado por los poderes públicos. El suicidio libre lo pidió Seneca al decir: "malus est in necesitate vivere, sed in neccesitate vivere nulla neccesitas est". Jaspers, en tiempo más reciente, ha proclamado que "el suicidio atestigua la elevada dignidad del hombre y es un signo de su libertad". Y Jacques Attali, consejero de Mitterrand, ha escrito que "el derecho al suicidio es un valor absoluto en una sociedad socialista". El suicidio reglado lo contempló Santo Tomás Moro en su "Utopía" para los casos de enfermedad incurable y dolorosa, previa autorización del magistrado y de los sacerdotes, y lo admitió Atenas con autorización del Senado.

La verdad es que el suicidio, en líneas generales, ha merecido repulsa no desligada de un sentimiento de compasión. En el campo jurídico, el tratamiento del suicidio en las legislaciones modernas actúa o bien castigando tan sólo la instigación o cooperación al suicidio, como lo hacía el antiguo Código Penal español en su art. 409, o bien tipificando, además, su tentativa y frustración, como lo hacen las legislaciones anglosajonas. La Revolución francesa, rompiendo con el derecho histórico, eliminó el suicidio de la lista de los crímenes, prohibiendo las sanciones que el propio Santo Tomás recuerda en sus Comentarios a la "Etica nicomaquea", y que consistían en arrastrar el cadáver del suicida y enterrarlo sin ningún género de ceremonia. Esta costumbre, que perduró en Inglaterra hasta 1823, iba acompañada, en los textos legales, de otras medidas, tales como la nulidad del testamento y la adjudicación de los bienes a la Corona.

En cualquier caso, la supresión del suicidio como figura delictiva no se ha entendido jamás ni como reconocimiento de un derecho al mismo ni siquiera como permiso legal tácito -ya que no se prohíbe- para cometerlo. A tal fin, se argumenta que la supresión se debe a que resulta absurdo sancionar a un cadáver o a la familia del que se ha suicidado; y que la ausencia de tal derecho se funda en que toda relación jurídica supone la existencia de un sujeto y un objeto, y que en el suicidio ambos se confundirían (Sent. 12XII-1944); que si tal derecho existiera, el suicida estaría facultado -y no lo está- para exigir que todos respetasen su decisión, oponiéndose a quienes trataran de impedirle su ejercicio; que, precisamente porque no existe tal derecho, hay personas que, por razón de oficio o ministerio, están obligadas a evitar que el suicida cumpla su propósito; y que el deber de conservar la vida esfuma cualquier posible derecho a disponer de ella, como lo ponen de relieve la legítima defensa, que para preservar la propia destruye la ajena, y la ilicitud de la autoaplicación de la pena capital por el que ha sido condenado a ella.

Esta repulsa social con respecto al suicidio se pone de relieve en el Canto XIII, de "El infierno", de la "Divina comedia". Dante representa las almas de los suicidas encerradas en troncos de árboles, y cuando una de ellas responde a la pregunta que interroga sobre la razón de ese encierro contesta: "Cuando el alma feroz sale del cuerpo, de donde se ha arrancado ella misma, que en la selva sin que tenga destinado sitio fijo, y allí donde la lanza la fortuna, germina. Brota primero como un retoño, luego se transforma en planta silvestre y las arpías, al devorar sus hojas, le causan dolor y abren paso para que el dolor exhale. Como las demás almas -concluye Dante su relato-, iremos a recoger nuestros despojos, pero sin que ninguna de nosotras pueda revestirse con ellos, porque no sería justo recobrar lo que uno se ha quitado voluntariamente. Los arrastraremos hasta aquí, y en este lúgubre bosque estará cada uno de nuestros cuerpos suspendido en el mismo árbol donde sufre tormento su alma."

Ello no obstante, el suicidio se ha tratado de explicar y aun de justificar desde muy distintos puntos de vista, unos de carácter ateo y otros de tipo religioso y hasta cristiano, aun cuando se trate de desviaciones heréticas del cristianismo. A tales intentos de explicación y justificación aludía Juan Pablo II en "Salvificis Doloris", al referirse a las "tradiciones culturales y religiosas que creen que la existencia es un mal del que es precise liberarse". Trataremos de exponer en síntesis estos puntos de vista:

a) Teoría del error: Para Jacques Moned, el famoso premio Nobel, el hombre es el producto de un error cósmico. Vivir en el error, saberse uno mismo un error, es algo angustioso e insufrible. Por eso conviene terminar con el error destruyéndose uno a sí mismo. En la misma línea de pensamiento se mueve Albert Camus, cuando, conforme a su opinión sobre el absurdo e insensatez de la existencia, escribe: "Suicidarse será confesar que la vida debiera tener un sentido, que se ha descubierto que no lo tiene y que, por consiguiente, se renuncia a ella."

b) Teoría de los deseos: Para Freud y sus discípulos, en el hombre combaten, con un determinismo evidente, dos tipos de pulsaciones instintivas: unas en favor de la vida que nacen del instinto de conservación, y otras en favor dé la muerte ("Todestrieben"), que nacen del instinto de autodestrucción. Cuando las segundas son más poderosas que las primeras, el suicidio es inevitable, y en cada suicidio puede percibirse la actuación convergente de tres pulsaciones negativas, provocadas: por el deseo de morir, por el deseo de matar y por el deseo de matarse, que a veces se comporta como un sucedáneo supletorio de aquéllos.

c) Teoría del todo colectivo: Para quienes, al margen de todo planteamiento religioso, el hombre se identifica con el cero y el partido con el infinito, como quería Arthur Kostler, o para quienes, con una visión más amplia, desde una consideración cuantitativa y no cualitativa, el valor del hombre se halla sólo en función del pueblo a que pertenece, el suicidio quedará justificado tan pronto como el hombre llegue a la convicción de que su vida es una cargo o un estorbo para el partido o para el pueblo.

d) Teoría de la existencia sin esencia: Para aquellos que estimen la existencia como un paso circunstancial entre la nada del comienzo y la nada del fin, el proceso de nadificación o retorno a la nada es deseable cuando la existencia, por cualquier motive, se hace insufrible. Todas las filosofías de la tristeza, como la de Schopenhauer, o de la pasión inútil, como la de Sartre, sugieren el suicidio como solución, apelando a la vieja fórmula "mars omnia solvet". Federico Nietzsche, con su tesis nihilista, denunciando la situación catastrófica de la cultura europea, puso el énfasis en la irrupción de la nada en la existencia, irrupción que produjo, con el vacío espiritual, un pesimismo descorazonador y angustioso. Resumiendo la concepción aniquiladora, Heinrich Fries ("El nihilismo", Edit. Herder, Barcelona, 1967, pág. 77) habla de las cuatro grandes desilusiones: de la existencia propia, a la que se creía con un destino; del hombre, al que se creía grande; del mundo, al que se creía paraíso, y de la Historia, a la que se creía en progreso. Cicerón, en la epístola a Macedonio, habla del "puerto del no sentir". El Hades es la nada, decía ya Euripides en su "Ifigenia". Retornar, pues, a la nada, al vacío de donde se precede, es alcanzar el paraíso del no ser, del no existir, aunque en el fondo, la paz, la quietud y el descanso vuluptuoso que busca el suicida sean una realidad que, como decía San Agustín ("Del libre albedrío", libro III, cap. 8, núms. 22 y 23), no pueden confundirse con la nada.

e) Teoría de la sustancia única: Arranca esta teoría del panteísmo, propio de algunas religiones orientales y, en especial, del budismo y del jainismo. Si en la teoría que acabamos de exponer la existencia juega con la esencia, aquí es la esencia la que se proyecta como por irradiación o, si acaso, como protuberancia o desprendimiento en la existencia. Por eso, si en aquélla el suicidio es un retorno a la nada, en la teoría que ahora examinamos es un refugio en el "nirvana" de la plenitud o de la sustancia única, quedando embebido el suicida, al despersonalizarse, en el ser inmanente. El alma de cada hombre, por el suicidio, tal y como lo practicó Buda, vuelve y se disuelve -como el trozo de hielo que flota en el agua- en el alma universal.

f) Teoría de la inmortalidad: Esta teoría puede resumirse diciendo que reduce las postrimerías a dos, la muerte y la gloria, prescindiendo del juicio y del infierno. El suicida, que rechaza la nadificación del nihilismo y la disolución en la sustancia universal, y cree en la permanencia de su "yo" individualizado más allá de la destrucción física que supone la muerte, estima que ésta es el único obstáculo que le separa, cualquiera que haya sido su conducta, de la inmortalidad feliz. El suicida por la inmortalidad, aunque desespera de esta vida, no desespera de la futura, y así Baudelaire, siguiendo a Platón ("Fedón", 80, 1), escribía: "Me mate porque me creo inmortal, y porque espero." El suicidio por la inmortalidad, con apresuramiento confuso y equivocado, pretende, desgajándose de la vida, alcanzar la vida del ser trascendente o gozar, como decían los celtas españoles, de las delicias de la mansión eterna.

g) Teoría de la salvación: Se trata de un punto de vista cristiano, pero herético. La sostuvieron y practicaron los donatistas, partiendo de una interpretación restrictiva del "no matarás", que estimaban como mandamiento transitivo, que prohíbe tan sólo matar a otros, y no intransitivo, que permite por ello, y en determinadas circunstancias, darse uno muerte a sí mismo. Tales circunstancias concurren, según el criterio donatista, cuando se realiza el suicidio obedeciendo al Redentor, que dijo: "El que odia su vida en este mundo, la conservará para la vida eterna" (Juan, 12, 25), o cuando con caridad, es decir, por amor a Dios, y con el deseo de gozar de su presencia, el suicida entrega su cuerpo a las llamas (como "a sensu contrario" parece admitir San Pablo, 1 Cor., 13, 3).

Claro está que el suicidio donatista para alcanzar la salvación, e incluso para no seguir pecando, es una interpretación aberrante del cristianismo. En efecto, el que se mata a sí mismo mata y no sólo mata a un hombre, porque el suicida es un hombre, sino que mata con malicia especial, pues si la malicia del crimen aumenta conforme crece la vinculación con la víctima, nadie más allegado al suicida que él mismo. Por otro lado, las palabras de Cristo que recuerda San Juan aluden al sacrificio de la vida, como veremos más tarde, y jamás al suicidio, y la alusión a la caridad, según el texto de San Pablo, tampoco permite convertir al suicida en mártir. San Agustín, en su epístola a Donato (núm. 5), recriminándole, escribe: "Repara con diligencia y mira cómo la Escritura no dice que el sujeto se arroje al fuego..., sino que cuando se le propone hacer algún mal elija entonces no hacer el mal, y antes bien padecerlo. Los tres mancebos rehusaron adorar al ídolo, pero no se precipitaron ellos al fuego, sino que fueron arrojados a él" (véase Daniel, 3, 12 y s.).

Como el propio San Agustín ("De Civitate Dei", libro I, cap. XXVII) argumenta, si los donatistas tuvieran razón habría que indicar a los hombres que la más propicia ocasión de matarse sería luego de recibir el bautismo, por hallarse entonces libre de todo pecado. Si fuera posible, asegura el obispo de Hipona, que hubiera alguna causa justa para matarse voluntariamente, sin duda que no habría otra más justa que ésta. Ahora bien, puesto que ésta no lo es, no hay ninguna que justifique el suicidio.

Por su parte, Santo Tomás, en la "Summa" (2-2, q. 64, at. V, B. A. C., vol. VIII, pág. 441), dice que "el tránsito de esta vida a otra más feliz no está sujeto al libre albedrío del hombre, sino a la potestad divina, y por esta razón no es lícito al hombre darse muerte para pasar a otra vida más dichosa".

Nadie, como no sea por ignorancia o locura, ha escrito el doctor Díaz Vecilla, utiliza el suicidio para el logro de la inmortalidad feliz, pues el suicidio es el medio más seguro para perderla, por ser el mayor de los pecados y no tener tiempo para arrepentirse.

Conocidos los puntos de vista que pretenden explicar o justificar el suicidio, parece lógico que nos ocupemos ahora de su metodología, es decir, de cómo se suicida el hombre; de su etiología, es decir, del porqué o de las causas que lo provocan y de su tipología, es decir, de la distinta configuración del suicidio.

Metodología del suicidio: El hombre se suicida de muy diversos modos. Legrand, en su "Tratado de medicina legal" (trad. asp., Madrid, 1898, 2 a edic., tomo II, pág. 489), enumera los siguientes métodos: por suspensión, sofocación, estrangulamiento, inmersión, asfixia, envenenamiento, precipitación y utilización de instrumentos cortantes y punzantes o de armas de fuego.

Balmes (Obras completes, Barcelona, vol. IV, pág., 307), que se ocupó con algún detenimiento del suicidio, imagina al mundo ofreciendo al suicida para realizarlo: el mar, un alto picacho, los puñales, el veneno, el dogal, las armas de fuego y el humo del carbón.

Pero tanto Legrand como Balmes, no podían prever la metodología moderna del suicidio, que consiste en el recurso a la droga, desde la marihuana a la heroína. Son estas drogas alucinógenas las que producen, como ha señalado Enrique Valcarce ("La teología moral en la historia de la salvación", Edit. "Studium", Madrid, 1958, t. II, pág. 272), un desvanecimiento del "yo", un estado alienante que conduce al suicidio y que se cumple con la administración de una sobredósis. La noticia sobrecogedora de drogadictos que se suicidan prueba que si el átomo al desintegrarse puede terminar con el mundo, la droga, al desintegrar al hombre, le lleva a su aniquilamiento y autodestrucción.

Etiología del suicidio. Si la drogadicción es a un tiempo forma y causa del suicidio, las causas motivadoras son muy diversas: trastorno mental y neurasténico o locura rudimentaria con alucinaciones delirantes, sentido profundo de culpabilidad, melancolía maníaca depresiva, alcoholismo, miseria, desesperación provocada por el dolor físico o moral, por el fracaso en el amor, en el juego, en la política, en la actividad profesional, en exámenes y oposiciones. Dejando aparte los casos de demencia, el suicidio suele realizarse para evitar el deshonor, como signo de protesta y rebeldía, como deseo cobarde de huida, como fruto de la desilusión total. Junto a estas causas, cabe señalar otra curiosísima, que es la imitación, y que explica tanto los suicidios en cadena de tres soldados en una misma garita en tiempos de Napoleón, y de quince personas (según Durkheim, ob. cit., págs. 71 y 72, y según Legrand, ob. cit., pág. 397), de quince personas que en 1772 se ahorcaron en la puerta de los Inválidos, como los suicidios que se repiten en una familia, y que se deben más al contagio que a la fuerza coercitiva de una tara genética. El suicidio de Werther, el personaje literario de Goethe ("las cuitas del joven Werther"), produjo una ola de suicidios en toda Europa.

Tipología del suicidio. Siguiendo la pauta de Emilio Durkheim, podemos distinguir tres clases de suicidio: el egoísta, el altruista y el anómico.

a) El suicidio egoísta parte de la afirmación casi idolátrica de la persona y de su dignidad, como fin supremo. Esta exaltación de la personalidad se produce a costa de un alejamiento de la sociedad y de los grupos sociales y da origen a lo que se denomina individualización desintegradora. En tal caso, si el hombre llega a perder la razón de seguir viviendo y se ve encerrado, perdido y sin salida en el laberinto de su propia existencia, alejado de la sociedad y de los grupos sociales, que no sólo no le atraen, sino que le repelen, acude al suicidio como "exitus" y, además, estimándolo como derecho.

Este tipo de suicidio se produce en las sociedades en proceso de deterioro cuando se quiebran los principios de autoridad y subordinación, cuando de hecho se tolera y reconoce la posibilidad de que cada uno haga lo que le plazca y que ya no se puede impedir. En ese estado de degradación social el "yo", endiosado, vive su vida personal, no se obedece más que a sí mismo y se atribuye el poder, cuando se siente cansado, fracasado e inútil, de quitarse la vida.

• b) El suicidio altruista parte de un exceso de integración social. El peso específico de la existencia de cada uno gravita fuera de uno mismo, en la sociedad, en términos generales, y en los grupos sociales a que se pertenece. Aquí la individualización disminuye y la impersonalización aumenta, aceptándose las exigencias, a veces duras, de la discipline colectiva. Una de tales exigencias puede ser la del suicidio, considerado no ya como un derecho, sino, por el contrario, como un deber o como una determinación optativa, alentadas, sin embargo, por la tradición y la valoración pública estimativa y favorable.

Este tipo de suicidio aparece en las sociedades que gozan de una gran cohesión en torno a sus jefes naturales, y así, en las Galias, los servidores se suicidaban al morir sus jefes, a los que habían de acompañar más allá de la tumba, y los jefes envejecidos, en los que residía el espíritu o genio protector del clan, se suicidaban, a su vez, para que ese espíritu pudiera ejercer su misión con más agilidad en otro jefe más joven y hábil.

Con relación al grupo social doméstico, conocida es la "suttee", es decir, la obligación impuesta en la India a las esposas de echarse a las llamas de la hoguera encendida para la cremación de su marido, y con respecto al Japón, conocida es, igualmente, la práctica del "harakiri" por razones de honor, y recomendada a los nobles sumarais para después de haber dada muerte por justo odio a su enemigo.

En esta línea de pensamiento, el suicidio llamado heroico o militar, puede considerarse como una supervivencia del suicidio altruista facultativo, toda vez que la moral castrense ha conservado la coherencia del grupo social que constituye la milicia, de un lado, y de otro, la vinculación personal y del propio grupo a la comunidad nacional.

c) El suicidio anómico, constituye una variante que se produce por la incidencia en la persona de un desarrollo anómalo de la sociedad o del grupo social en que el hombre se halla inmerso. Esta anomalía perturbadora, que rompe el "background", entramado sólido subyacente, lo mismo puede ser una crisis económica que hunde el negocio, llevándolo a la ruina o a su creador a la miseria, que una crisis familiar, que destroza el matrimonio y que conduce a la separación. los tránsitos violentos que tales crisis conllevan dun origen a una hipertensión exasperada o a un cansancio depresivo motivado por la creencia de una mutación irreversible, que trastorna el "nomos" u orden moral. En uno y otro supuesto, el suicidio realizado con energía violenta o con pasividad melancólica, sería un suicidio "anómico".

* * *

Pero, en todo caso, ¿qué valoración moral merece el suicidio? En principio, y ante el suicida, suelen coincidir tres actitudes diferentes: de admiración, por la fortaleza que supone; de compasión, por lo irreparable del hecho, y de reprobación, por lo que tiene de ilícito. Una reflexión subsiguiente a estas reacciones primarias indica: a) que el suicida habrá podido ser enérgico en la forma de llevar a cabo su muerte, pero que con tal energía no ha dado prueba de fortaleza, como la dio Job, resistiéndose a matarse, conforme le insinuaba su esposa, sino de cobardía, pusalinimídad y falta de ánimo para hacer frente a las asperezas de la vida; b) que la compasión podría merecerla el loco que, arrastrado por la obsesión monomaniaca del suicidio, se autodestruye, pues en tal caso, carente el autor y víctima a un tiempo de libertad y de responsabilidad morales ni siquiera puede calificarse de suicida, sin que esta compasión pueda extenderse a los casos de suicidio subjetivamente racionalizado y proyectado con frialdad y luego de meticulosa preparación, y c) que la reprobación es lógica, porque el suicidio es un pecado, como dice Santo Tomás, contra Dios, contra nosotros mismos y contra la sociedad.

Es un pecado contra Dios porque el suicidio: 1) le usurpa su derecho sobre la vida y la muerte. "Yo (Dios) -dice el Deuteronomio (XXXII, 39)- hago morir y vivir." "Tú eres, Señor -contesta el hombre en el libro de la Sabiduría (XVI, 13)-, el que tiene el poder de la vida y de la muerte." "El hombre no muere, sino por la voluntad de Dios" (Corán, Sura, IV, 33); 2) viola el mandamiento divina, que reza "no matarás" (Exodo, XX, 13; Mat., 5, 21), y 3) olvida que, como dice el apóstol San Pablo (Rom., 14, 7), "ninguno vive para sí y ninguno muere para sí".

Es un pecado contra el hombre, pues el suicidio contraviene: 1) la ley de conservación del ser; 2) la ley de la propia responsabilidad, pues el suicida niega con su conducta que piensa responder de su acto ante alguien; 3) el amor de caridad, que empieza por él mismo; 4) el deber de realizarse en esta vida, y 5) la obligación de ir perfeccionando durante su duración natural su propia "imago Dei".

Es un pecado contra la sociedad ("iniuriam communitatis tacit"), pues el suicida está ligado a ella por vínculos de solidaridad, que de alguna forma recuerdan los de la parte con respecto al todo, y que no le es lícito romper por su propia voluntad.

Por último, el suicidio es un pecado mortal contra la esperanza. El suicida, en evitación de un mal, elige el peor de todos. Como dice el Evangelio de San Bartolomé: "Entre los condenados se encuentran también los suicides que se echan al agua, se ahorcan o se matan con la espada."

Ello no obstante, y tratando de desvirtuar este dictamen ético religioso del suicidio, se traen a colación algunos suicidios, como el de Santa Polonia, su madre y sus hermanas, que se arrojaron al río huyendo de sus perseguidores, y el de Sansón, que recuerda el libro de los Jueces (XVI, 27/31).

A este respecto conviene señalar que la frase famosa de Sansón "muera yo con los filisteos" no prueba una voluntad suicida, como tampoco fue voluntad suicida la de Eleazar, muriendo aplastado por el elefante (I Mac. 6,46), sino una disposición, como luego vamos a ver, de sacrificar su vida, y que en el caso de las santas mujeres cabe que se trata de una conciencia de buena fe subjetiva, pero objetivamente errónea o, como dice San Agustín ("De Civitate Dei", cap. XXVI), de un mandato divino directo, ya que, en un supuesto excepcional, el que es dueño de la vida y de la muerte puede ordenar la última, en cuyo caso el suicida no obra por su voluntad, sino que obedece y cumple la voluntad divina, como se dispuso Abraham a cumplirla con respecto a Isaac.

La Iglesia ha condenado permanentemente el suicidio, calificándolo de verdadero crimen en el Concilio de Arbés, del ano 452, y disponiendo en el de Praga, del año 562, que el suicida no sería honrado con ninguna conmemoración en la misa y que no se entonarían los salmos en el momento de dar sepultura a su cadáver. El Concilio Vaticano II ("Gadium et Spes", número 27) dice que el suicidio deliberado es infamante y deshonra al que lo comete, siendo totalmente contrario al honor debido al Creador.

La declaración de 5 de mayo de 1980 de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe señala que "la muerte voluntaria, o sea, el suicidio, es inaceptable; semejante acción constituye, en efecto, por parte del hombre el rechazo a la soberanía de Dios y de su designio de amor. Además, el suicidio es a menudo un rechazo del amor hacia sí mismo, una negación de la natural aspiración a la vida, una renuncia frente a los deberes de justicia y caridad hacia el prójimo, hacia las diversas comunidades y hacia la sociedad entera, aunque a veces intervengan, como se sabe, factores sociológicos que puedan atenuar e incluso quitar la responsabilidad".

Pío XII, con su peculiar transparencia, se ocupó del suicidio en su alocución de 19 de febrero de 1958 a los párrocos y predicadores cuaresmales de Roma ("Ecclesia", 1958, I, págs., 237 y s.), a los que dijo: "la vida, también la propia, pertenece exclusivamente a Dios y nadie puede renunciar a ella sin cometer gravísimo pecado. Nos referimos al demasiado gran número de suicidios perpetrados por gentes de todas las clases sociales, sin excluir ninguna edad. ¿Hemos hecho nosotros, pastores de almas, lo bastante para meter en los corazones la fe y la esperanza cristianas, para inspirar el valor en la adversidad, la paciencia en las enfermedades, la confianza en la Providencia, la fuerza espiritual contra tanta vileza, para sacudir saludablemente las tentativas de tan insana sugestión? El suicidio no es sólo un pecado que excluye las vías normales de la misericordia divina, si que es también señal de ausencia de la fe y de la esperanza cristianas. Enseñad, pues, a vuestros fieles el horror de es delito... Haced todo lo posible para impedir que se extienda esta plaga social."

Por su parte, el Código de Derecho Canónico de 1917 privaba a los que se han suicidado voluntariamente de sepultura eclesiástica y de honras fúnebres (Cánones 1.24( 1.241, 1.250 y 2.350-2). El Código vigente, de 25 de enero de 1983, ha derogado estas disposiciones y mantiene tan sólo en sus Cánones 1.041 y 1.044 la irregularidad de los que hayan intentado suicidarse para recibir o ejercer órdenes sagradas.

III

AHORA bien, fijadas las ideas fundamentales sobre el tema del suicidio, se hace obligado proyectarlas sobre un caso concreto, que pudiera decirse que está de moda porque con harta frecuencia y espectacularidad suele acudirse al mismo. Me refiero a la huelga de hambre.

Naturalmente, se trata de una huelga de hambre hasta la muerte, no de la huelga de hambre para llamar la atención y sin propósito de cumplirla hasta el fin, como la del señor Escuredo, presidente que fue del Gobierno autonómico andaluz, y que la hizo compatible, según rumores, con pescado frito y manzanilla.

La cuestión moral planteada por la huelga de hambre similar a la de las autocremaciones, como la intentada por un senador nacionalista vasco en el frontón Anoeta, de San Sebastián, bajo el régimen anterior, ha surgido con alguna virulencia, con ocasión de la que, sin llevarla a sus últimas consecuencias, practicaron los sacerdotes reclusos en la cárcel de Zamora y de la que han practicado hasta la muerte algunos presos irlandeses del I. R. A.

Para el P. Gonzalo Higuera, S. J. ("Etica de la huelga de hambre", en "Razón y Fe", 1974, diciembre, págs. 389 y s.), la huelga de hambre hasta la muerte ha de considerarse lícita, por no ser otra cosa que un suicidio indirecto, que tiene dos justificaciones objetivas y una subjetiva. Las objetivas dimanan de la licitud de la huelga en sí en casos extremos, tal y como autoriza la Constitución "Gaudium et Spes" en su número 68, y la licitud de la resistencia, también en situaciones lícitas, contra los poderes abusivos. La justificación subjetiva se halla en el recinto sagrado de la propia conciencia del huelguista, en la que nadie puede entrar, pues "de internis neque Ecclesia iudicat".

Dados los requisitos que se apuntan, concluye el P. Higuera, S. J., la muerte del huelguista de hambre no será un suicidio, sino la muerte ante el agresor y por el agresor, que sería el verdadero homicida.

El criterio del P. Higueras, S. J., es muy difícilmente sostenible, pues, de una parte, tratando de retirar al huelguista de hambre hasta la muerte la calificación de suicida, cuelga el sambenito de homicida a un agresor anónimo o colectivo, que ha provocado, sin que nadie lo pruebe y sin defensa posible, la situación intolerable de abuso que dio origen a la huelga; y por otro lado, ignora, como ha precisado el P. Victorino Rodríguez, O. P. ("Huelga de hambre", en "Iglesia-Mundo", 1975, núm. 87, págs. 16 y s.), que en la huelga de hambre hasta la muerte el huelguista tiene intención de causársela, siendo indiferente que esa intención se manifieste de forma active o pasiva, como sucede aquí, al negarse a ingerir alimento.

En la huelga de hambre hasta la muerte hay, pues, voluntad occisiva "in intentione in se" o, como señala Enrique Valcarce (ob. cit., pág. 278), una acción occisiva, querida en sí misma y por sí misma, aun cuando sea apreciada como recurso único para conseguir un bien que se reputa superior.

Enfocado el tema de la huelga de hambre en términos estrictamente jurídicos, la Sentencia de la Sala IV del Tribunal Supremo de 2 3 de marzo de 1976 dijo que "aun estimando que el ''comer" o el "ayunar" sea un derecho de la persona..., tal derecho, en su ejercicio, puede encontrar limitaciones nacidas de una situación especial de dependencia en cuanto ostensiblemente puede suponer quebranto del orden o la discipline del establecimiento. la huelga de hambre en un centro penitenciario -termina la sentencia- constituye un ilícito administrativo".

IV

AHORA bien, si la huelga de hambre hasta la muerte es suicidio, y suicidio directo, no cabe decir lo mismo de aquellos casos que se inscriben bajo las otras dos llamadas a que hacíamos referencia al principio, a saber: "vita". ponere periculum gravi" y "sacrificium vitae".

En efecto, la puesta en peligro de la vida va inherente a la vida misma, ya que en cualquier circunstancia, por trivial que parezca, puede encontrarse la muerte. Hoy, salir a la calle es, sin duda, exponerse a morir, y no sólo víctima de un accidente de circulación, sino de los disparos de unos atracadores o terroristas. Algunas profesiones llevan aparejado de por sí un peligro mayor: policías, bomberos, buceadores, pirotécnicos, mineros, domadores de fieras, acróbatas, corredores de automóviles, toreros. Otras profesiones, en circunstancias especiales, han de ejercerse con un riesgo claro de perder la vida. Tal sucede con los médicos y enfermeros, cuando hay epidemias contagiosas, con los militares en período de guerra y con los misioneros en tierra de infieles perseguidores de la fe. A veces, el hombre mismo ha de correr el riesgo de una intervención quirúrgica a vida o muerte. A nadie, sin embargo, se le ocurre pensar que este "vita". ponere periculo gravi" constituye un suicidio. Más aún, el incumplimiento de las obligaciones profesionales, so pretexto de salvaguardar la propia vida, no podrá moralmente justificarse. lo que ocurre es que el "vita". ponere periculo gravi" no cabe cuando no hay razón fundada para ello. Cuando esta razón no existe, se trata de una exposición innecesaria o de jugar con la vida, pues sólo hay espíritu de aventura, amor al peligro, deseo de llamar la atención. lo que habrá es imprudencia temeraria en el orden jurídico, y responsabilidad moral en el campo ético. Tal puede suceder en el caso del espontáneo que se lanza a la arena para enfrentarse con el toro; en el del conductor, que se deja vencer por el ansia de la velocidad, o en el del faquir, que se entierra vivo.

El caso del capitán del barco, que aguarda a salvarse el último, poniendo profesionalmente en peligro su vida, puede transformarse en suicidio si, por su propia voluntad, rehusa salvarse y se hunde con el barco.

Hay un supuesto en que la puesta en grave peligro de la propia vida es delictivo e inmoral. Se trata del duelo, con desafío a muerte, no "ad primum sanguine".", en el que uno al menos de los que participan en el mismo sabe que necesariamente ha de morir.

El duelo, que regularon tanto las Partidas con el nombre de lid como el Fuero Viejo de Castilla, y que contempló el "libellus de batalla faciendo" en Cataluña, fue prohibido en 1480 por los Reyes Católicos, que lo calificaron de "mala usanza", siendo significativo que cuando tanto se habla de pueblos avanzados en todos los órdenes, por comparación al nuestro, no fuera prohibido en Inglaterra hasta 1818. El Código Penal español vigente se limita a decir en su art. 243 que "la provocación al duelo, aunque sea embozada o con apariencia de privada, se reputará amenaza grave".
El Concilio de Trento, en la sesión 15, señaló el duelo como costumbre detestable, indicando que fue introducido por arte del diablo. En efecto, el duelo participa de la doble malicia del suicidio y del homicidio, toda vez que los dos contendientes están dispuestos, y para ello combaten, a morir y a matar; supone que los litigantes acuden a las armas tomándose la justicia por su mano; implica un falso concepto del honor, pues el resultado del duelo indicará tan sólo quién tuvo mayor suerte o destreza, pero no quién había realizado la ofensa o quién la había recibido.

El Código de Derecho Canónico de 1917 privaba al fallecido en duelo de sepultura eclesiástica y de exequias públicas (cánones 1.240 y 1.241) y lo sancionaba, siguiendo a Pío IX en su Constitución "Apostolicae Sedis", con excomunión simplemente reservada a la Sede Apostólica (cánones 1.240-5 y 2.351). El actual Código de Derecho Canónico elude el tema.

A veces, sin embargo por no concurrir las circunstancias descalificadoras, el duelo puede ser no sólo útil, sino lícito. En el Antiguo Testamento, orientándonos sobre el tema, se narra (1, Samuel, 17) el que mantuvieron David y Goliat. En este caso, el bien común que demandaba impedir, en lo posible, efusión de sangre, justificaba el desafío y el combate por sustitución de los representantes de los ejércitos enfrentados para la batalla. Por eso, aseguraba León XIII, aunque el duelo es reprobable, no lo es si se sostiene por una causa pública, como la contemplada por el reto de Carlos V a Francisco I: "Haga el rey campo conmigo, de su persona a la mía, que desde ahora le desafío y provoco, y que todo el riesgo sea nuestro, como y de la manera que a él le pareciere, con las armas que le plazca escoger, en una isla, en un puerto, en una galera amarrada a un río, que yo confío en que Dios me ayudará en causa tan justa."

V

Capítulo diferente corresponde, entre el "se ipsum occidere" y el "vita". ponere periculo gravi", al "sacrificiam vitae", por algunos llamado -aunque, a mi juicio, impropiamente, por la confusión que produce- suicidio indirecto o voluntario "in causa". Para evitar esta confusión, como postula la Declaración de 5 de mayo de 1980, "habrá que distinguir bien del suicidio aquel sacrificio con el que, por una causa superior -como la gloria de Dios, la salvación de las almas o el servicio a los hermanos-, se ofrece... la propia vida".

En efecto, cuando no hay voluntad directa "per se" de quitarse la vida, aunque se tenga la seguridad -de no ocurrir un milagro- que ha de producirse la muerte, no hay suicidio, sino sacrificio heroico o martirial de la vida. Esta "active mortis permissio" puede seguirse de una acción que "ex opera operate" produce la muerte (caso del torpedo humane) o que la produce tan sólo "ex opera operantis" (caso del náufrago que se deja expulsar de la tabla que sólo sirve para uno).

En el sacrificio de la vida, el que la ofrece: 1) no quiere suicidarse, sino que permite la destrucción de su vida; 2) no es agente de su propia muerte, sino sujeto paciente de la misma, ya que jamás se propuso quitársela, ni en la intención ni en la ejecución, aunque la admite y acepte como una consecuencia inevitable de su conducta; 3) la oblación voluntaria "in causa" se hace al servicio de un bien superior espiritual o temporal de la sociedad o el prójimo; 4) la muerte no querida ni buscada directamente puede desearse como holocausto ofrecido en amor de caridad (deseo del martirio, por ejemplo); 5) en el sacrificio de la vida hay espíritu abnegado de renuncia, y jamás espíritu acobardado de huida o escape.

Los casos de sacrificio de la vida que nos impresionan son los del soldado y el creyente. El del soldado lleva a situaciones límites en las que los moralistas no llegan a ponerse de acuerdo. Tal ocurre con el del espía en una guerra justa que ha sido hecho prisionero y que tiene la seguridad de que al ser torturado entregará el secreto del que depende la victoria o la vida de millares de hombres. Si para evitar daño tan grave se mata, ¿cómo puede calificarse el hecho?, ¿de suicidio o de sacrificio de la vida? Para unos, se trataría, pese a lo trágico de las circunstancias, de un suicidio, ya que el espía se habrá dada la muerte de modo directo. Para otros, no habrá suicidio en este caso singular, sino sacrificio de la vida, como una exigencia del bien común e, incluso, como obediencia debida al superior legítimo que le ha ordenado, en nombre de tal exigencia, que no entregue, bajo excusa de ninguna clase, los secretes decisivos de que es portador. Para los autores del famoso catecismo holandés, la cuestión se resuelve con una tónica subjetivista, remitiéndose al veredicto de la propia conciencia ("A new catechisme", Ed. inglesa, Herder, 1 9 6 7, pág. 42 3 ).

Ninguna duda ofrece, por el contrario -debiéndose calificar como sacrificio de la vida-, el gesto del oficial que ante los disparos incontenibles del enemigo avanza al frente de su tropa para darle ejemplo; o el del soldado que se arroja sobre la granada que al estallar aniquilaría a sus compañeros; o la acción del voluntario que vuela el fortín enemigo sabiendo que habrá de morir dentro (similar al del Sansón entre los filisteos, al que antes hicimos referencia). El amor a la Patria y a quienes con él la defienden constituye la motivación supremo de la inmolación que de la conducta de todos ellos se sigue.

Esta línea de pensamiento hace que también sea positiva el dictamen moral para los "kamicazes", torpedos humanos, que utilizan los llamados "kaiten", ingenios bélicos, que, en lengua japonesa, conducen al cielo. Como ha escrito Joaquín Díaz ("los derechos físicos de la personalidad", Ed. Santillana, 1963, pág. 99): "Si darse la muerte es algo reprobable, alcanzar la muerte no deseada -como es de presumir en los "kamicazes"- en el cumplimiento de su glorioso ideal, no merece más que nuestra admiración y nuestra alabanza."

El sacrificio de la vida por parte del creyente supone, como es lógico, la puesta en ejercicio heroico de las virtudes teologales. El creyente que, por el honor de Dios o por amor al prójimo, entrega su vida, recibe el nombre de mártir, pues ha dado el testimonio supremo de la Fe. Tal es el caso de los tres mancebos que, negándose a idolatrar, aceptaron la muerte en las llamas, de las que milagrosamente fueron librados; el de tantos españoles durante la Cruzada, que prefirieron sufrir la muerte a la blasfemia o a la apostasía; el de quienes en momentos de persecución a muerte se presentan al perseguidor para dar aliento a los hermanos; el del que ocupa el puesto de otro ya condenado a morir, para sustituirle en la muerte, como fue el del P. Maximiliano Kolbe, que acaba de ser beatificado (Ve Juan Pablo II, 30 de junio de 1979); el del náufrago que se descuelga o se deja descolgar de la tabla que sólo es suficiente para uno; el del hambriento entre hambrientos, que deja de comer para que se salven los otros; o el de la madre que continúa cuidando al hijo enfermo y sin cura, que sufre enfermedad contagiosa y que, al contagiarse, le producirá la muerte.

El honor de Dios, el amor a la Patria, la caridad para con el prójimo, es decir, el servicio a un bien superior espiritual o temporal, colectivo o privado, cuando no hay voluntario directo, hacen de la muerte no natural ofrenda y sacrificio de la vida.

Cristo es, sin duda, el prototipo ideal de quienes sacrifican la vida; sobre todo El, que asumió la vida humane voluntariamente para voluntariamente entregarla en la cruz del Gólgota. El evangelista San Juan nos recuerda las palabras del Divino Maestro: "El buen pastor da su vida por las ovejas" (X, 11) y Yo "doy mi vida, que nadie me arranca, de mi propia voluntad" (X, 18). Por eso Jesús, "que sabía todas las cosas que le habrían de sobrevenir, salió al encuentro de Judas y su cohorte y les dijo: ''¿A quién buscáis?" Respondiéronle: ''A Jesús Nazareno.'' Y Jesús les dijo: "Yo soy''" (XVIII, 4 y 5).

Nada puede extrañar que con este estímulo ejemplar la historia del cristianismo sea un larga e incesante martirologio, que recoge la escena final y escatológica del Apocalipsis, en la que se elude a los confesores de la fe, que "non dilexerunt animus suas usque ad mortem", que no amaron tanto sus vidas como para temer a la muerte (XII, 11).

VI

No baste, sin embargo, con una exposición, aunque breve, creo que exhaustiva, del tema del suicidio. Hace falta también enfrentarse con la plaga que representa y reflexionar sobre su terapia a fin de tratar en lo posible de evitarlo. Para ello será precise tener en cuenta a la vez, sin perjuicio del recurso al llamado teléfono de la esperanza, el factor individual y el social, y aplicar esa terapia a la sociedad y al hombre, pues uno y otro se compenetran en un, fenómeno constante de ósmosis, de tal forma que si puede decirse que son los hombres los que configuran y tonifican a la sociedad, también es cierto que es la sociedad la que tonifica y configura a sus hombres.

En esta doble perspectiva, resulta evidente que los factores suicidógenos desaparecen cuando las tres sociedades básicas, la religiosa, la política y la familiar, se hallan sólidamente constituidas, descansando en principios morales que se consideran inamovibles. Si la discipline espiritual se rampe en la Iglesia, por un enfriamiento de la fe y un resquebrajamiento de la moral; si los vínculos que unen a los ciudadanos en la empresa nacional se debilitan haciéndolos insolidarios de la misión colectiva; si el lazo que une a los esposos se rompe con una legislación divorcista y el núcleo de formación de los hijos se fragmenta, el hombre se convierte en átomo suelto que ha de buscar en sí mismo, y sólo en sí mismo, la fuerza, el respaldo y la ayuda que en otro supuesto podría recibir de la energía social, acumulada y puesta a su disposición para mantenerse firme ante las adversidades de la vida.

De aquí que la terapia inicial contra el suicidio, en cuanto a la sociedad respecta, haya de consistir en un replanteamiento de las tres comunidades básicas y en un rearme ideológico, jurídico y práctico de las mismas. Una sociedad sana es el clima en el que se forja el hombre de "mens sana in corpora sano". Para ello hay que repristinar los auténticos valores sociales, que producen el orden y la tranquilidad en el orden, oponiéndose a la anomalía perturbadora del equilibrio mental y psicológico, que conduce a la desesperanza y al caos. La lucha contra el desbordamiento de las filosofías del pesimismo descorazonador, del hedonismo epicúreo o del neutralismo inhibitorio, son ineludibles a un replanteamiento que se hace cada día más urgente, como lo prueba un simple vistazo a la sociedad y a los grupos sociales en los que estamos insertos o nos rodean.

En la otra perspectiva, en la que afecta al hombre concreto, se hace preciso devolverle el auténtico sentido de la vida, fortaleciendo y enriqueciendo, a la luz que de tal sentido se desprende, su mundo interior, hay empobrecido o yermo en muchos casos por el vacío resultante de una succión ininterrumpida, practicada por quienes, con una u otra finalidad, pretenden reducirle a número.

Tal fue la propuesta de un gran pensador para una época, la suya, continuada y agravada, por la difusión del mal, en la nuestra el gran pensador pedía para el hombre un sentido religioso y militar de la existencia, es decir, un temple que haga del servicio y hasta del sacrificio de la vida la última razón del ser. Quizá por ello adivinaba el gran pensador que la restauración social requería dramáticamente la presencia y la acción de quienes sabiéndose, sintiéndose y comportándose como monjes, estuvieron dispuestos a sacrificar sus vidas por el honor divina, y como soldados, a sacrificarlas también por el honor de la Patria.

En contraste agudo con esta exaltación del mártir y del héroe, que son los que ya potencialmente, en actitud de servicio, sacrifican sus vidas en aras de un ideal superior, encontramos -y se les exalta, además- a los que, lejos de ser monjes, son apóstatas, y lejos de ser soldados, son desertores. Pues bien, cuando la apostasía y la deserción, verdaderos antitipos del monje y del soldado, del mártir y del héroe, se ofrecen como paradigmas envidiables y dignos de imitar, y cuando, por añadidura, se fomenta el pesimismo, el hedonismo y el neutralismo, la tentación suicida tiene pocos obstáculos, porque el apóstata y el desertor preparan el camino de la deserción y de la apostasía supremas, que consiste en renegar y abandonar la vida; y el pesimismo, el hedonismo y el neutralismo constituyen una invitación que empuja a cometerlo, ya que una vida amarga, o sin placeres o aburrida, no vale en realidad la pena.

A la filosofía que podríamos llamar de contemplación activa, es decir, de la acción al servicio del pensamiento o del pensamiento como estimulante de la acción, se opone la filosofía de la disipación, que no actúa, porque la única actividad que produce proviene de la epilepsia irrazonable.

Si el sacrificio de la vida es la tónica del hombre en la sociedad y en los grupos sociales a que pertenece, aquélla y éstos eleven su cota moral y el suicidio no tiene más protagonistas que a los dementes incurables. Si el hombre, por el contrario, rehuye el servicio y el sacrificio, apoyándose en un endiosamiento de su personalidad que lo convierte en su propio fin, o en un anonadamiento de esa misma personalidad que arroja fuera de sí, en la estructura, en lo colectivo, la dinámica vitalizante, el suicidio alcanzará, mejor dicho, está alcanzando, cotas que asustan y estremecen.

En última instancia, me permito insistir, toda la terapia del suicidio se halla en el sentido de la vida, en su objeto y finalidad. El hombre, con una visión puramente antropológica, puede colocarlo aquí, o con una visión teológica, puede colocarlo allá. la distinción entre el aquí y el allá es importante, porque, utilizando la metáfora del conductor, si éste -con una visión antropológica- mira hacia aquí, hacia el capó del coche, acaba estrellándose, suicidándose, perdiendo la vida, mientras que si -con una visión teológica- mira hacia allá, hacia el fondo de la carretera, acaba consiguiendo su objetivo, conservando la vida y salvándola. El modo mejor de navegar no consiste en ir mirando al océano, sino en contemplar las estrellas. Como decía el cardenal Gomá, hay ocasiones extremadamente duras en las que el hombre ha de elegir entre el Evangelio y la pistola, y la elección entre la fe redentora (del primero), o la desesperación mortal (del segundo), de que habla Rahner ("Sobre el morir cristiano", en "Escritos de teología", Ed. Taurus, Madrid, 1969, VIII, pág. 303), nos dirá ante qué tipo o antitipo de hombre, y posiblemente también de sociedad, nos encontramos. Entre Pedro, que llora arrepentido, se fía de Dios y confía en El, y Judas, que también se arrepiente, pero que no se fía y no confía en Dios, hay todo el abismo que separa al sacrificio de la vida -Pedro murió crucificado, como su Maestro- y el suicidio-Judas murió ahorcado, reventó por media y sus entrañas quedaron esparcidas por tierra" (Mt 27, 5, y Act, 1, 16).

No olvidemos que el Señor tiene todas las llaves y que entregó a Pedro las que abren las puertas del reino de los cielos, "tibi dabo claves regni coelorum" (Mt 16, 19). ¿Habrá entregado a Judas las "claves inferni", las llaves del abismo (Apc 1, 18), del logo que arde con fuego y azufre, y que es la muerte segunda? (Apc 21, 8).

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D.B.P.L.


 

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