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Libertad

por Javier Alonso Diéguez

La reconquista de la auténtica libertad es hoy por hoy la tarea moral más decisiva para la configuración de las nuevas formas políticas.

Hemos llegado, por fin, al nudo gordiano del sistema político liberal. La democracia es un régimen de libertad. Fuera de ella, sólo existe la tiranía o, dicho en términos actuales, la dictadura.

Se trata, en definitiva, del sofisma más artero, del que posee mayor virtud de embaucamiento. Es por esto que su análisis debe rodearse de mayores cautelas y alcanzar, por ende, mayor profundidad de la acostumbrada.

La libertad es la luz divina que destella en la criatura humana. Nos eleva sobre todo el universo al permitirnos la autodeterminación al bien, la verdad y la belleza. Frente a las leyes físicas y al determinismo del instinto, el hombre puede conocer por sí mismo lo sublime y tender libremente hacia él. La libertad no es sino el producto vectorial de la inteligencia y la voluntad, facultades que tienen como objetos respectivos la verdad y el bien.

El liberalismo, sin embargo, siempre ha enarbolado un sucedáneo cuantitativo de la libertad, pues aún hoy se caracteriza como “régimen de libertades”. La libertad se presenta para esta escuela de pensamiento como un producto escalar, que surge de la mera agregación de individuos homogéneos en estado asocial. La misión de la autoridad se concreta en la coordinación de una multitud indefinida de “libertades” individuales, que ya no se conciben como capacidades de autodeterminación hacia el bien moral o la justicia social, sino como reductos de indeterminación volitiva que es preciso preservar a toda costa. El liberalismo incurre así en una contradicción insalvable de la que proceden todos sus deletéreos efectos: para garantizar la libertad es preciso impedir a toda costa su ejercicio.

La libertad adquiere así un matiz groseramente cuantitativo. Esta “libertad” se engorda a cada paso con distintas “libertades” de hacer esto o lo otro, que por su carácter arbitrario y antisocial deberían designarse más bien con el calificativo de “licencias.”Según esta burda aritmética política, se es más libre cuando existen más opciones y menos prohibiciones. La libertad como indeterminación concluye, como es fácil comprender, en la más sutil de las servidumbres: la que somete a los pueblos a los explotadores de los vicios y las debilidades humanas.

Ante todo, es necesario reparar de nuevo en que, en realidad, la libertad es un atributo inherente a la dignidad de persona. Por tanto, la misión del poder político debería contraerse a su tutela y a la remoción de los obstáculos para su ejercicio. En consecuencia, debe advertirse que la autoridad no “crea” la libertad, se limita a tutelar su ejercicio en su condición de elemento esencial en la configuración del bien común.

Partiendo de tales premisas, parece evidente concluir que cuando el poder público reconoce y y garantiza el ejercicio de actos injustos está perpetrando el asesinato de la libertad. La licenciosidad o permisivismo liberal somete a quienes ontológicamente están investidos de la condición de persona a una situación peor que infrahumana, por cuanto no sólo se priva a la libertad de su elemento definitorio – la autodeterminación al bien, a la verdad y a la belleza -, sino que con la reducción de la libertad a perpetua indeterminación moral se arriba a un estado notablemente desfavorable respecto del de las bestias, que aunque sea de forma determinista logran alcanzar el bien de su especie. En definitiva, podemos afirmar como corolario que la esencia del liberalismo es la desnaturalización de la libertad.

La libertad genuina es algo que, como toda facultad humana, reside incoativamente en la persona, pero exige un ejercicio de esfuerzo continuado para alcanzar la naturaleza de virtud. Esta falsa ingenuidad liberal se pone de manifiesto en la presentación habitual de la democracia como un estado y no como un proceso. Se convocan elecciones, se constituye un parlamento, se aprueba una constitución y donde antes había una terrible tiranía queda establecida, sin más, la democracia. Los defensores de este ridículo vademécum no negarán que con toda seguridad se presentarán problemas sociales de grueso calado en la andadura del nuevo régimen, pero se limitan a reiterar hasta el paroxismo que hombres benéficos y sesudos dieron con la democracia en su intento de darles una solución razonable y pacífica. Lo que jamás admitirán es que las tribulaciones más graves provendrán, con curiosa frecuencia, de un ejercicio antisocial de su desfigurada libertad.

Vivir en libertad exige, inexcusablemente, una actitud abiertamente perfectiva ante la realidad humana. La naturaleza humana tiene una condición dinámica, de forma que la libertad le permite alcanzar su plenitud mediante la libre autodeterminación a su fin específico. Es por esto que una sociedad no puede ser más libre si no otorga un lugar preeminente a la inteligencia y la voluntad frente a los impulsos instintivos, que cuando se envalentonan pueden rebajar al hombre a una condición peor que la animal, ya que, como ya hemos señalado, al menos ésta conserva forzosamente la dirección que a la que apunta la naturaleza propia de la especie.

La preeminencia de lo específicamente humano en una determinada sociedad pone de relieve la autenticidad y la pureza de la libertad que en ella se respira, y esta preeminencia se manifiesta en el culto apasionado de la Verdad y en el esfuerzo generoso en favor del bien común. Es entonces cuando una comunidad viva cosecha los frutos granados de la inteligencia y la voluntad: la sabiduría y el valor. Cuando estos signos de nobleza florecen en la vida social puede presumirse fundadamente que la sociedad de que se trata goza de buena salud. En caso contrario, la libertad pretende esgrimirse como patente de corso para toda conducta inmoral y antisocial: se convierte en un veneno mortal que acaba por destruir completamente los lazos comunitarios de la vida social.

La libertad es, en definitiva, más que un derecho, un deber: el deber de respetar en nosotros mismos y en nuestros semejantes las exigencias que dimanan de la dignidad de persona de que se haya investido todo ser humano. Esta genuina libertad es el más poderoso tejido social que se conoce, pues conduce derechamente a la consecución del bien común por la vía de la plenitud personal de cada miembro de la comunidad. La reconquista de la auténtica libertad es hoy por hoy la tarea moral más decisiva para la configuración de las nuevas formas políticas.

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Javier Alonso Diéguez


 

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