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El quehacer político: De la tentación a la virtud
por
P. López
Los principios fundamentales de la política. Sus desviaciones heterodoxas: Evasión especulativa y oportunismo pragmático. Las tentaciones: Desencanto, impaciencia, rebeldía, acomodo, activismo. Sus virtudes : Prudencia Fortaleza, Caridad
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Cuando un
gran pensador hablaba del quehacer político como de un aporte humano al "destino
total y armonioso de la Creación", planteaba de nuevo el tema trascendente que
Donoso Cortés, muchos años antes, había intuido al afirmar que todo problema
político serio tiene sus raíces en una concepción teológica concreta.
De
aquí que a quienes aceptan el quehacer político -"difícil y noble", como señala
Gaudium et Spes en su número 75- por esta dimensión trascendente, urje a hacer,
aunque sea con brevedad, una reflexión metódica que desmenuce y ponga de
relieve, ante los demás, y especialmente ante cada uno, las razones y las
consideraciones que hacen contemplar de este modo la Política, y que alejan, en
la medida de lo posible, de las hoy tan frecuentes crisis de
identidad.
En primer término, se debe descartar de la perspectiva
correcta que el quehacer político suponga una carrera profesional, el embarque
más o menos ilusionado en una aventura o el pretexto para una distracción que
arranque de la monotonía cotidiana. El quehacer político, en el que se debe
estar, responde a un llamamiento, y un llamamiento al que se da, con todas las
consecuencias que ello comporta un "fiat", una respuesta afirmativa. Otra cosa
diferente es si se corresponde o no de manera perseverante a ese llamamiento y a
esa respuesta afirmativa, si se es o no fiel a la vocación, si se da el ciento
por uno o si la semilla se agostó o se agosta, por la infertilidad del terreno,
por las zarzas que la sofocan o por la carencia de cultivo.
Sentado esto,
la Política descansa o se enmarca por cuatro Principios fundamentales: 1) la
naturaleza social del hombre; 2) el origen divino, por consiguiente, no sólo de
la comunidad política, sino de la autoridad que en ella ejerce el poder; 3) la
contemplación del gobernante como ministro de Dios, y 4) el bien común integral
-el bienestar material y la bienaventuranza espiritual- como fin de la
comunidad, de la autoridad y del ordenamiento jurídico.
Enmarcada y
sustentada la Política por estos cuatro Principios fundamentales, es evidente, a
todas luces, que no es lícito a un cristiano despreciarla, por entender con San
Pablo (Heb., 13, 14) que aquí, en la tierra, no tenemos ciudad permanente, por
lo que debemos comportarnos como simples peregrinos que anhelan tan sólo llegar
a la Patria futura. La ilicitud moral de esa repulsa se halla en el hecho de
que, por un lado, el peregrino para alcanzar su meta debe cuidar del "itinere",
y por otro, en que en el "status viatoris", y, por ello, en la comunidad a que
pertenece, el peregrino gana o pierde la morada feliz de la
eternidad.
Aceptada y proclamada, pues, la ortodoxia de la Política, no
puede olvidarse que sus cuatro Principios inspiradores se orientan hacia un
mundo de realidades, es decir, e inicialmente, a un pueblo determinado, con un
talante y una historia que no se pueden desconocer, con una geografía y un clima
que no se pueden marginar, con una situación feliz o adversa que no puede
soslayarse.
Por ello, las dos grandes desviaciones heterodoxas de la
Política son, por una parte, la evasión especulativa, y por otra, el oportunismo
pragmático.
La evasión especulativa puede transformarnos en teóricos de
la Política, colocándonos en una situación aséptica y arrogante de superioridad,
alejándonos del entorno, refugiándonos en la celda cómoda de la abstracción y
justificándonos con el argumento sólido de la necesaria intendencia
doctrinal.
El oportunismo pragmático, en postura contrapuesta, respetando
los Principios, los archiva y cancela en la práctica, echándonos de bruces en el
complejo y complicado mundo de lo real y tangible, en el que se acaba exiliando
a la política de su territorio moral. El maquiavelismo de la razón de Estado o
el utilitarismo desarrollista del Estado de obras, son las muestras más
destacadas de este oportunismo pragmático.
El sano equilibrio, interior y
exterior, del binomio Principios y Realidad, exige la conjugación del
"benedicere", de la "benevolentia" y de la "beneficentia", porque no basta con
hablar bien, ni basta hablar bien y desear el bien sino que hace falta hablar
bien, desear el bien y hacer el bien, o lo que es lo mismo, obrar bien en
beneficio de la comunidad y de los hombres que la integran. El político ha de
ser benedicente y benevolente, pero ha de ser ante todo benefaciente o
benefactor.
Ahora bien, el equilibrio interior y exterior, en la postura
de tránsito de los Principios permanentes e inalterables a la compleja,
complicada, y por añadidura, fluctuante situación real, coloca al militante
político ante cinco tentaciones graves que arriesgan y ponen en peligro su noble
vocación. Estas tentaciones son las siguientes:
*La tentación del
desencanto, que trae causa, de algún modo, de la herejía que se conoce como
perfeccionismo. Aspirándose a lo perfecto y no alcanzándose la perfección, nos
decepcionamos, desencantamos y desentendemos. Y he aquí, precisamente, la mayor
de las imperfecciones, la de no apercibirnos de que somos imperfectos y de que
toda empresa humana, y, por tanto, la política, están llenas de imperfecciones y
servida por quienes, no obstante su vocación y su buena voluntad, son, por
hombres, imperfectos. Pensar que nuestros camaradas son perfectos, que los
dirigentes son perfectos, que los éxitos conseguidos no tienen lacras, es vivir
en un lugar angélico que en la tierra no existe, y al no existir escapamos a la
tarea, cayendo en la tentación del desencanto decepcionante.
*La
tentación de la impaciencia, que se enmascara con el celo. Sin embargo, el celo
por la causa permanece aunque se demore o no se consiga la victoria con la
rapidez deseada. La impaciencia, por el contrario, consume y reduce a cenizas el
fervor que parecía desbordarnos. ¡Cuántas veces nos hemos llenado de admiración
y hasta de envidia, al ver a camaradas ejemplares entregándose con generosidad y
sacrificio, y cuántas veces esos mismos camaradas optaron por el abandono cuando
con tristeza y amargura advirtieron que al aplauso no seguía el voto, que lo
imaginado se convertía en pavesa, que el fruto que iba a recogerse no era más
que hojarasca volandera a impulso del viento nocivo del mal menor!
*La
tentación de la rebeldía, que se da incluso allí donde se proclama con énfasis
la obediencia del militante y la dotación carismática de quienes dirigen. Baste
una propuesta que no tuvo favorable acogida, baste una opinión discordante con
la nuestra, baste la sensación de haber dado con las soluciones que los mandos
ni atisban ni comprenden, baste una duda, un rumor, un malentendido, para que se
levante con indisciplina el "yo" indignado y se rompa cismáticamente y con
alboroto la unidad, que es presupuesto de la fuerza operante del
grupo.
*La tentación del acomodo, porque el heroísmo resulta
relativamente fácil cuando se trata de un momento. El heroísmo instantáneo, y
quizás instintivo, durante la tormenta, cuando el resplandor del relámpago lo
ilumina y destaca, y el trueno que quiebra la nube lo aplaude y ovaciona, es
admirable y tiene, sin duda, una aureola trágica, aunque pasajera; pero el otro
heroísmo, el de cada día, el anónimo, el que no se ve, como no se ve el cimiento
duro en que se apoya el edificio, es mucho más admirable; y abunda poco, porque
ya hicimos bastante, porque ya cumplimos con nuestro deber, porque ha llegado la
hora de instalarse profesionalmente en la sociedad o de adaptarse y acomodarse a
la nueva situación, que se afianza y consolida fichando por un partido del
Sistema que nos permita vivir sin sobresaltos y con holgura.
*La
tentación del activismo, que nos invita e incita a desentendernos de la
formación, que desdeña el pensamiento y el equipaje doctrinal, que concentra
todo el esfuerzo en la presencia en la calle, en la llamada de atención que
despierta una imagen en lugar de promover una idea. La caída en la tentación del
activismo, sin quererlo, y con la mejor de las intenciones, levanta en el
entorno una barrera cautelar y aun hostil, entre los que son potencialmente
nuestros, al no tener en cuenta que las etapas históricas difieren y que para
conseguir idéntico objetivo, la táctica de hoy no puede ser la táctica de
ayer.
El antídoto eficaz contra las cinco tentaciones no es otro que la
virtud, o mejor, las virtudes, y en especial la prudencia, la fortaleza y la
caridad.
*La prudencia, como ordenadora de los medios y de los fines,
evita o frena el desbocamiento intemperante, que lo mismo precipita a una acción
que puede ser nefasta, que la aniquila por completo por abulia o
cobardía.
*La fortaleza, que evita o frena el efecto desmoralizante de la
incomprensión, de la ingratitud y de la traición, pero que también evita o frena
el orgullo soberbio en la hora del triunfo.
*La caridad, que, en su
vertiente política, no queda superada por ninguna virtud, salvo la virtud de la
religión, como decía Pío XI, y hasta el punto que cuando el político cristiano
obra a impulsos de la ola espiritual que le envuelve, llega a la abnegación
sublime de dar la vida por la Patria, que es, como la de dar la vida por los
amigos y los enemigos, la prueba máxima del amor.
Desde la reflexión se
buscan los siguientes puntos:
1. No considerar la política como un pacto
permanente para convivir con el mal.
2. Siendo la Política el arte de lo
posible, lo es del bien posible y nunca, como norma, del mal menor.
3.
Hay una verdad política, la que pone de manifiesto la revelación y el orden
natural. Ante esa verdad no cabe pluralismo ideológico. El pluralismo afecta tan
sólo a lo opinable, es decir, a lo contingente.
4. El talento de la
vocación política se dio no para enterrarlo, sino para negociar con él,
poniéndolo en lo alto del celemín, para que alumbre la casa.
5. El
espíritu de reforma es bueno cuando pretende mejorar, y es nocivo cuando
pretende la ruptura.
6. Desvivise y no ser vividores. El desvivido sirve
entregando su vida, el vividor se sirve de la vida de los otros para conservar y
disfrutar la suya.
7. Amar a España, no con la caricia fisiológica que
termina empalagando, sino con el amor de perfección que significa el abrazo
espiritual a aquello que no gusta, pero que ennoblece y reconforta.
8.
Ser hombres de fe, porque la fe mueve las montañas, y en lo esencial y básico
rechazar la duda, que deja perplejos. La fe es semilla con brío interior
germinante. La duda es ancla que inmoviliza paralizándo.
9. Mantener sin
desmayo la esperanza y combatir sin armisticio la desesperación propia de la
espera puramente humana que no logra su objetivo inmediato.
10. Ahondar
en la tradición que ha configurado a España, pero no para recrearse en ella,
sino para sacar de ella el ímpetu que permita afrontar y construir el futuro. ·- ·-· -···
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P. López
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