Arbil cede expresamente el permiso de reproducción bajo premisas de buena fe y buen fin | Para volver a la Revista Arbil nº 101 Para volver a la tabla de información de contenido del nº 101 | Tambor de El Bruc, óleo de F. Galofré (Ayuntamiento de Manresa) Superando la tiranía de los gobernantes nacionales y locales, vendidos a ideologías e intereses foráneos, cuando la situación ha llegado al límite, el pueblo catalán, como el resto de los españoles, siempre ha sabido responder.
Editorial: Ciudadela: Lo originario ante los vientos de la historia por Redacción Allí donde se ponen de manifiesto la cobardía, indiferencia o complicidad, el cardenal Ángel Herrera Oria hablando de la virtud de la fortaleza nos pedía: “No olvidéis que hay que dar a España más de lo que se da para toda empresa de carácter colectivo”. | Ciudadelas fueron las fortalezas que dominaban en una plaza de armas, ciudades fortalezas, las más representativas fueron edificadas en puertos y ciudades por la monarquía hispánica durante los siglos XVI y XVII en las Españas, baluarte defensivo frente a las amenazas exteriores y prevención ante posibles revueltas interiores producidas fundamentalmente por herejías y sus secundados motines. Ciudades fortalezas y ciudades defensoras de la Fe.
Ciudadela es también la obra no concluida de Saint-Exupery, en la que busca el renacer de un orden espiritual y social, quizás la que mejor describe su sentir existencialista; relata la terrible sinrazón del insensato, de nuestra época, que, rompiendo con su pasado y sin ninguna religación con los valores que le han hecho hombre, desconoce el encuadramiento existencial que supone el vivir en la mansión humana o ciudad.
Ciudadela, finalmente, viene del término latino civitas, etimológicamente significa ciudadanía, comunidad de estirpe civil de “nombre romano”, no en un sentido territorial concreto vinculado a la ciudad de Roma, sino en comunidad, generalizándose entre gentes libres, los llamados “peregrini” desde el siglo III por el emperador Caracalla; ese “orbe”, término en el que se fundamentan y derivan otros tales como ciudad y civilización.
Aristóteles definirá la ciudad como “la comunidad en el bien para alcanzar una existencia virtuosa”, al contrario de lo que predican los doctrinarios de las teorías de la economía política, en las que su fundamento es el aprovechamiento mutuo, las ventajas recíprocas, imperantes hoy; al respecto, dice el filósofo Griego “la Ciudad no consiste en la comunidad de domicilio, ni en la garantía de los derechos individuales, ni en las relaciones mercantiles”.
La Ciudad humana, como sintetiza magistralmente Rafael Gambra, es “mansión (con sus estancias) en el espacio y rito (con sus horas y días) en el tiempo”.
Ciudadela como ciudad, y en sentido romano civitas, ciudadano de la “orbe”, civilización, frente a los “bárbaros”. Los partidarios de la globalización pretenden sustituir “orbe” por “aldea global”, concepto que incurre conceptualmente en un contrasentido, puesto que la imagen de “aldea” o “urbe” nos comunica cercanía de sus miembros e incomunicación con lo lejano, mientras que “orbe”, es lo contrario, ciudad humana mayúscula, civilización, conjunto de manifestaciones culturales, artísticas y jurídicas que constituyen el estado social de las naciones en una época de la historia.
El “orbe” que en su edad media o clásica mejor se sustanció conforme a los principios naturales del hombre (instinctu naturae) fue la cristiandad, constituyendo e informando la época mas vigorosa y creativa de nuestra civilización, teniendo su blasón más representativo en el pórtico de la Gloria de Santiago de Compostela.
La cristiandad, es pues, la realización temporal del cristianismo, su vertiente y la manifestación política y temporal de impregnación de ese orden.
La Europa que va desde Carlomagno hasta la reforma, y que continuará España en América, al menos hasta la llegada de la casa de Borbón, es lo que llamamos Cristiandad; una Europa con unas leyes, un sentir y un espíritu que inspiró el cristianismo al conjunto de las naciones pertenecientes, así se configuraron y tuvieron en ello su timbre de honor y su misión terrena. Cristiandad, esta palabra define la sustancia de una civilización.
Entender el concepto requiere su estudio, porque no todas las interpretaciones se ajustan al término; como la acuñada en el siglo XX por el filosofo francés Jacques Maritain, conocida como maritoniana, y en la que, bajo el pretexto de un enfoque tomista, en la práctica le confiere un significado prácticamente individualista, en el sentido de que cualquier acto social en el que se reúnan dos o más cristianos juntos, ya la manifiestan y así configuran, como por ejemplo el participar en una procesión o un acto folklórico-religioso, pero no es suficiente, sino que es una restricción y manipulación del término.
Tampoco faltan hoy quienes la contemplan simplemente desde un punto de vista historicista, hechos acaecidos, que se recuerdan solamente desde el punto de vista histórico, sin ningún sentido de utilidad fidedigna o de acicate para el futuro.
La cristiandad busca dar forma al conjunto de una nación, civilización, un orden cristiano completo, sustanciando las costumbres, informando leyes e instituciones, impregnando todo: las artes y las ciencias, la cultura, la familia, la economía y la universidad, y, de esta manera, ayudar a que todos los hombres puedan salvarse.
No eran tan diferentes los hombres de los siglos IX al XVII que los de ahora, pero la cristiandad estaba estamentada conforme a la organización política heredada de la época clásica, Grecia y Roma, la legitimidad de las normas establecida en la participación de los principios del iusnaturalismo (universalidad e inmutabilidad), y todas las cosas fundamentadas según los trascendentales del ser (el bien, la verdad y la belleza) que el cristianismo aporta, rigiendo así en la ciudad una manera de vivir que dirigía y concretaba todas las cosas en orden al bien común.
Naturalmente, y aunque el ambiente les ayudaba no todos los hombres fueron bien dirigidos, lógicamente hubo estafadores, gentes sin escrúpulos y sinvergüenzas de todo tipo, pero ello forma parte de nuestras inclinaciones y tendencias, el realismo de lo humano, renglones torcidos ante lo que bien se dirige.
El hecho más relevante es que en cuanto esta gran comunidad o mansión humana, que llamamos cristiandad informó a los pueblos, éstos florecieron y obtuvieron frutos muy duraderos; de lo contrario, habitualmente, no fue así; o bien fueron devastados en distintas circunstancias, o no consiguieron mantener una continuidad en el tiempo.
Aquellas evangelizaciones que no acabaron contando con el apoyo de un poder temporal o, al menos, con su respeto o tolerancia (sana laicidad), que, muy pocas veces se dio, ni perduraron, ni florecieron. No terminaron, así, de cuajar, en el tiempo, las de Francisco Javier en Asia, muriendo incluso campanilla en mano a las puertas de China, llamando incansablemente a la gente a la salvación, o en una zona tan fructífera en los primeros siglos y con los primeros cristianos como fue el Asia menor, el Mediterráneo oriental y el norte de África, así tenemos las famosas Cartas de San Pablo a los Gálatas, Corintios y Efesios, la vida de grandes santos como San Agustín, obispo de Hipona, y su madre, Santa Mónica, Padres de la Iglesia, como Ignacio de Antioquía, Tertuliano y San Cipriano, entre otros, y famosos Concilios, como el de Éfeso y Calcedonia, siglo V, o el Concilio plenario de Cartago.
En algunos de estos lugares fue arrasada la civilización por invasiones: primero, de vándalos, y poco tiempo después, y de modo definitivo, por los sarracenos -así fue el caso del norte de África y Asia menor- en otros lugares y circunstancias históricas no consiguió arraigar y consolidar la expansión realizada, como ocurrió en el oriente asiático en los años que sucedieron a San Francisco Javier.
La única zona geográfica de las indias asiáticas en donde sí se dieron frutos perdurables fueron las Filipinas, y se debió al interés del Monarca que les dio nombre, Felipe II, y al desarrollo en ellas de la Hispanidad. Los distintos lugares donde no fructificaron fue generalmente debido a que no contaron detrás de ellas con unas instituciones o un gobierno que las velara, amparara y permitiera su maduración y consolidación en el tiempo; hoy en día, los problemas siguen siendo los mismos.
Al contrario resultó en otras zonas del hemisferio; así, los primeros cristianos fueron martirizados durante siglos, pero al irse desarrollando la evangelización, pasaron a ir contando con el apoyo de las instituciones del propio Imperio Romano que fueron informando.
Desde Constantino el Grande, hijo de Santa Helena, que, en el siglo IV, en agradecimiento por la victoria militar alcanzada en el Puente Silvio, promulga el Edicto de Milán, derogando las leyes contrarias a la libertad religiosa, reconociéndose primero, y que unos años mas tarde, desembocaría lógicamente en la oficialidad del Imperio, ya bajo Teodosio. Con los pies sobre roca firme, se combatirá la herejía y las invasiones bárbaras, y aunque San Agustín pudo ver cómo su mundo se desmoronaba, por la invasión de los bárbaros, observando incluso cómo llegaban los propios vándalos hasta su ciudad, la sustancia del nuevo mundo ya se había iniciado y penetrado vivamente la savia, y así, evangelizando la nueva situación, se conseguirá llegar a la plenitud de la cristiandad medieval.
España, con la abjuración del arrianismo en el tercer concilio de Toledo, superada la invasión Sarracena, y bien vacunada contra la herejía protestante debido a la gran reforma interior llevada a cabo por los Reyes Católicos y Cisneros, alumbrarán providencialmente la gran cristiandad en América, la Hispanidad, en la que se supo mantener detrás de la labor de los misioneros un gobierno e instituciones que velaban la labor de la civilización y evangelización, que, según las enseñanzas de la reina Isabel, en su propio testamento y en el de sus sucesores, se debía poner en ello todo el empeño.
La Hispanidad, esa gran obra que, lejos de ser polvo o ruinas, es una obra inacabada o una flecha a medio camino, como diría Ramiro de Maeztu. Este es el edificio de la cristiandad, y la moraleja, que, de aquellos pueblos que intentaron ser evangelizados, los que realmente triunfaron, contando con el eximio esfuerzo de los misioneros, fueron los que tuvieron detrás un apoyo real, el poder temporal, que la sostuvo en el tiempo, amparándolas y dándoles continuidad en el tiempo con un orden jurídico.
Ciudadela es pues ciudad fortaleza, que abriga a la civilización que le ha dado vida, defensa exterior e interior de la res pública. Así nos lo recuerda la famosa frase de Heráclito de “defended la ley y las murallas” de la comunidad; hoy en día tiene especial interés, porque si defender la ciudad de las agresiones externas es absolutamente necesario ante la dilapidación de la civilización, en la situación actual, debido a los procesos de auto voladura de las naciones, tiene especial importancia la defensa de las murallas interiores de la comunidad, porque son muchos los insensatos que la habitan, que, encandilados por el fluir de la historia, sin respeto por la comunidad histórica que los ha hecho hombres y sin criterios de autoridad moral, nihilistas y autodeterminados, buscan su propia descomposición.
Los países hispánicos y la Hispanidad tienen hoy su contrapunto en el concepto e idea de “alianzas de civilizaciones” que proponen los dirigentes de la comunidad política, término nada preciso, de tergiversación del lenguaje y manipulación de las palabras, al querer transmitirnos un enlace de cosmovisiones contra-históricas y antinaturales, indigenismos, nacionalismos rupturistas de las naciones, comunismos vigentes y culturales (gramscianos), liberalismos y progresistas de todo tipo (laicistas) como algo normal; métodos de la “modernidad”, buscando “reinventar” la norma con subversiones del orden natural, alejadas de lo originario que en los pueblos hispánicos es la hispanidad, nuestra original alianza.
Así es como, hoy en día, en nuestra época, se busca la desarticulación de todo orden tradicional con la manipulación y el engaño en la recuperación de la “memoria histórica”, sirviéndose, como nos dijo F. Scheler, de las “domesticadas reses modernas” del pensamiento único y políticamente correcto, la expectación ante “los signos de los tiempos” y el determinismo de los “vientos de la historia”; frente a estos insensatos, sofistas típicos de nuestra época, que en nombre de una llamada lógica racional, desconocen el valor de la norma y de las circunstancias ónticas que requiere el vivir humano; ese “homo”, al que, alegóricamente, se le podría comparar con una planta artificial que aparentemente puede parecer verdadera y tener buen aspecto, pero es de plástico y desustanciada, no es capaz de recibir ni el sol que le alumbra de lo alto (visión sobrenatural) ni el sustrato natural, el alimento, que le aporta la tierra (valor de lo recibido -tradición-), viviendo sin rumbo y aceleradamente, desconoce el valor misional que tiene la vida.
Frente a este “homo liberal” y liberado, contra este panorama, hay que llevar a cabo una auténtica revolución, no en el sentido marxista del término (que como tantos otros se emplea falsamente) que es el de la subversión, poniéndolo todo boca abajo, para derribar el valor de la ciudad y después con el solar vacío edificar la torre de babel correspondiente, sino, por el contrario, el de volver a los principios de la mística para purificar la praxis, es decir, volver a la pureza para renovar y dar nuevos bríos a la realidad temporal, como hicieron Santa Teresa o San Juan de la Cruz con el Carmelo, Cisneros y los Reyes Católicos en la España salida de la Reconquista o la magna obra española en la reforma de Trento.
La solución ante este “espectáculo” en el hombre, como persona, y en la comunidad humana o nacional, nos la recordó Juan Pablo II en su encíclica Redemptor Hominis, y consiste en “formar una escuela” donde se anteponga “la ética sobre la técnica y al espíritu sobre la materia”. Para ello, es preciso volver a elevar el espíritu a las fuentes de verdad y perseverar en nuestro objetivo, la defensa de la Ciudad, en nuestro caso de la Hispanidad, con su arquetipo de hombre de honor, así con su hidalguía de servicio a los demás, su anhelo espiritual y ensoñación, defendiendo como un tesoro sagrado la integridad de la Fe; entonces, es el seguro de hacerlo bien, porque, en el fondo, lo original no es sino lo originario.
Y frente a los tres gigantes de nuestra época, las grandes concupiscencias, la soberbia (de la vida), vanidad (de los ojos) y sensualidad (de la carne), que aplastan como un rulo al hombre moderno, ponemos a disposición las tres potencias del alma, al servicio de nuestro ideal: memoria (verdadera memoria histórica), entendimiento (para discernir con sabiduría) y voluntad (para ponerse en marcha); porque contrariamente, si la memoria se nos difumina, con el olvido o avergonzamiento de nuestra historia y tradición, el entendimiento, confuso y profuso sobre nuestra propia razón de ser, y la voluntad, sin un convencimiento, porque le falla el entendimiento y la memoria, se resigna como si de un “mal menor” o “bien posible” se tratare, a aceptar males gravísimos por considerarlos hechos consumados y frutos del determinismo histórico, asintiendo incluso en temas claves como la destrucción nacional por los separatismos, las familias contra-natura y actuaciones tan graves contra la vida, como son el aborto y la eutanasia. La voluntad se convierte, asimismo en muelle, la desgana y la acedía se apoderarán de ella.
Esta es por tanto, nuestra misión en un tiempo que nos ha sido asignado, frente a los que buscan subvertir el orden de la norma y reducirlo a las “esferas privadas” de las conciencias, una muy importante enseñanza evangélica, a través de dos bonitos pasajes que conocemos, el mandato de poner la otra mejilla cuando nos han abofeteado, y el de la expulsión y volcado de las mesas de los mercaderes del templo.
No se contradicen; la primera enseñanza, nos indica que ante las ofensas e injurias personales debemos poner la otra mejilla, como acto de humildad, y la segunda enseñanza, la expulsión de los mercaderes del templo, nos confirma la actitud positiva a actuar cuando se vulneran y pisotean los universales, principios y valores supremos que debemos servir a toda costa, muy por encima de nosotros mismos.
Es allí, donde se ponen de manifiesto la cobardía, indiferencia o complicidad, para donde el cardenal Ángel Herrera Oria, hablando de la virtud de la fortaleza, nos pedía: “No olvidéis que hay que dar a España más de lo que se da para toda empresa de carácter colectivo”.
Así pues, como en la obra Ciudadela de Saint-Exupery, tal si de un diario se tratase con la voz del príncipe del desierto a quien su padre el rey transmite, con hondura y poesía, la sabiduría de volver a las esencias de la ciudad y sus valores; enfatizar la ciudadela, como valor baluarte, muralla y fortaleza interior, de nuestra interioridad, en defensa de la integridad de los universales, y ciudadela, como ciudad humana, fortaleza exterior, defendiendo y no desustanciando, los fundamentos de una civilización.•- •-• -••••••-• Redacción
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