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¡Oh patria! Cuántos hechos, cuántos nombres;
cuántos sucesos y victorias grandes...
Pues que tienes quien haga y quien te obliga,
¿Por que te falta, España, quien lo diga?
[Lope de Vega, La Dragontea ]
La Familia: su Libertad y su Poder
por
José Pérez Adán
Cuando pensamos que el estado tiene como una de sus misiones principales la de asegurar la igualdad y a esta idea no le hacemos salvedad alguna, estamos ciertamente posicionando al estado contra la familia. No es de extrañar que este posicionamiento haya tenido muchas veces consecuencias beligerantes pues la familia conforma un ámbito legítimo de exclusión, en definitiva de desigualdad. Estamos ante dos misiones contrapuestas: mientras que el estado pretende igualar la familia aspira a distinguir.
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La Familia y el Estado frente a frente
Un rasgo común a todos en todas las familias y que tendremos que resaltar será la extrañeza. La familia nos une a los humanos en la extrañeza, que es lo mismo que decir que lo que nos distingue a todos y cada uno de nosotros es que pertenecemos de distinto modo a distintas familias: en la distinción entre propios y extraños cabemos todos y en la medida en que intentemos suprimirla supremimos algo identitario nuestro y por tanto nos suprimimos a nosotros mismos.
No nos cabe duda de que hemos de repensar el discurso uniformista de la igualdad. Desde el punto de vista del Estado todos somos o debemos ser iguales, pero desde el punto de vista de la familia no lo somos. Creo que esto hay que decirlo con la boca grande: la exclusión que implica la extrañeza familiar es tan humana como la inclusión que supone la referencia a poderes constituidos con legitimidad de origen y procedimiento. La extrañeza familiar no es algo accidental a la vida social, más bien al contrario es el eje sobre el que se vertebra. No podemos presentarla como una excepción o accidente cultural de carácter más o menos temporal.
En este sentido es necesario contestar el interesado y cínico discurso igualitario que hace el estado para que no se reconozca ningún otro tipo de potestad legítima aparte de la suya. Plantándonos ante el estado en la defensa de la discriminación legítima que supone el reconocimiento con todas sus consecuencias del sujeto familiar hacemos un servicio al bienestar colectivo en la medida en que subrayamos lo que hay de más humano en nosotros.
En este esfuerzo nos topamos aquí con una de las lacras más penosas del liberalismo práctico: su concepción materialista de la igualdad. En esto el comunismo y el liberalismo están mucho más cercanos de lo que parece. En ambos casos el sujeto individual, en uno por imposición y en otro con libertad, asume su condición en base a criterios cuantitativos. Sin embargo, para una concepción no materialista de la igualdad se han de tener en cuenta necesariamente las necesidades espirituales y trascendentes, es decir los afectos, el altruismo solidario, la equidad generacional, etc., necesidades estas que se manifiestan propiamente en la familia y que ni el estado ni el mercado por sí solos ni en común pueden satisfacer.
Un liberal objetará enseguida que si desdibujamos al individuo estamos arrinconando su libertad. No es verdad. Afirmando la familia estamos al mismo tiempo afirmando al individuo pues es precisamente en la apuesta por las capacidades como nos encontramos a la postre con individuos libres. La introducción de las capacidades en el debate moderno se lo debemos a uno de los pocos Nóbel en economía no neoliberales de los últimos 20 años: Amartya Sen. Sen habla de capacidades donde antes solo se hablaba de necesidades y si bien él se refiere a ciertos intangibles de la acción de gobierno en el fomento del desarrollo de los pueblos como puede ser la educación, observamos que las capacidades humanas se nutren y llenan fundamentalmente en la familia.
Es la familia la que nos capacita mediante el cumplimiento cabal de sus funciones para ser los individuos que somos o podemos llegar a ser. Esta capacitación familiar se basa, a diferencia de otras capacitaciones como la que procura la enseñanza obligatoria, en criterios de complementariedad y no de reciprocidad. En la familia, podemos decir que afortunadamente, se nos trata y capacita de manera distinta porque se nos conoce diferenciadamante con criterios de calidad que apuntan también necesidades no materiales.
Naturalmente la contraparte de este apoyo mutuo que se da en la familia es la extrañeza: el hecho de que el apoyo no es transferible universalmente. Este hecho puede verse como negativo solo si lo observamos de modo superficial o lo enfocamos con un prejuicio cuantitativo. Pero si entendemos la extrañeza como la contrapartida necesaria a que seamos tomados en cuenta como portadores de necesidades que son también de naturaleza no material, veremos la extrañeza como algo positivo. Yo no quiero ser amado o querido por mis padres como son queridos por ellos los hijos de los demás: quiero, necesito, ser querido como su hijo, y ello es lo mismo que decir que los demás sean queridos como extraños. La distinción entre propios y extraños es esencial y ella es a la postre necesaria para aspirar a la igualdad. Una igualdad que está basada en el desarrollo de las capacidades que se realizan en el entorno familiar y no solo en el desempeño de las funciones del estado.
Y es que sin familia, nosotros los humanos no seríamos comunicables, no nos podríamos enriquecer mutuamente, seríamos o intentaríamos que los demás fuesen nuestros replicantes, como muy bien decía Harrison Ford en Bladerunner al explicarle a su compañero que distinguiría a los replicantes porque, decía, “los replicantes no tienen familia”.
No ignoramos el hecho de que ciertos tics miméticos de nuestra cultura quieren convertirnos a todos en replicantes. Efectivamente, el individualismo y su consecuencia el multifamilismo, margina la realidad sociofamiliar humana a la que pretende presentar como mero accidente.
La familia es sin embargo esencia de humanidad: ningún humano puede renunciar a su condición familiar, a la identidad que le dan los suyos, sus padres, abuelos, etc. y que le distingue de los demás sin dejar de ser al mismo tiempo humano.
Todo esto implica repensar la igualdad, o quizá, mejor dicho, repensar nuestra desigualdad para fundamentarla en su punto justo. Ese punto dista equidistantemente tanto del individualismo ontológico que afirma que todos somos efectivamente iguales porque el hecho familiar (que se supone ampara las diferencias) es mero accidente anecdótico, como del individualismo aristocrático que separa de facto la dimensión afectiva y trascendente (que se supone anida en la familia) de los reclamos del derecho. Nuestro ánimo apunta, una vez que el estado ha garantizado los reclamos de humanidad en al ágora pública y que hemos dado en llamar derechos humanos, a subrayar la condición familiar como modo de llegar a un justo reconocimiento de nuestra identidad.
Es necesario pues dar carta de legitimidad ante el estado a nuestra condición familiar. Ello implica a nuestro juicio aspirar a que el estado reconozca la soberanía familiar y para hablar de ello pasamos al siguiente punto.
La Soberanía Familiar
Efectivamente aquí estamos abocados a hablar de política pues creemos que la apuesta por la soberanía de la familia es también una apuesta por rescatar cuotas de poder para ella.
Se trata de pactar con el estado un reconocimiento del poder familiar que permita a las familias crearlo y administrarlo ilimitadamente. Para que eso sea posible es sin duda alguna necesario que el estado se replantee su misma razón de ser para ser algo distinto de lo que es ahora.
El reconocimiento de un nuevo sujeto como sujeto afecta, podemos decir que esencialmente, a los sujetos ya existentes. Esto lo entendemos muy bien cuando pensamos en las grandes controversias de la historia que han motivado las sucesivas codificaciones de derechos. Pensemos en la controversia indigenista del siglo XVI, la esclavista del XVII, la sufragista del XX , o el pendiente reconocimiento de los derechos del no nacido. El acomodo de un nuevo sujeto implica que los sujetos ya acomodados se relacionen con él de manera distinta a como se relacionaban antes y también que se piensen a sí mismos de manera diferente. En este sentido el reconocimiento de la familia como sujeto implica necesariamente un replanteamiento del entendimiento que los sujetos ya acomodados tienen de sí mismos y aquí nos referimos particularmente al estado como el sujeto por antonomasia de la modernidad.
Alguno podría pensar, “bien, pues si para reconocer el poder familiar tenemos que esperar la transformación del estado, andamos listos: esta será una espera infinita”. No tiene porqué ser así. Afortunadamente existen mecanismos de diálogo, de megálogo, que diría el admirado Amitai Etzioni, para encauzar cambios de amplio calado en sociedades democráticas. Bien sabemos, no obstante, que el gran enemigo de la democracia es la inmoralidad de la corrupción y podemos anticipar que el poder establecido va a intentar comprar a quien proponga cambios de calado obsequiándole con algún beneficio con tal de que retire su propuesta de reconocimiento de nuevos derechos y poderes.
Estamos hablando en concreto de la inmoralidad de rendir los principios ante las prebendas de la política fiscal en la lucha de la familia por reclamar justicia del estado. La familia lo que necesita es poder, no dinero, no debemos confundirnos. El tema central en el debate sobre el poder o la soberanía familiar no es un debate sobre la economía doméstica o la legislación laboral, estamos ante algo mucho más importante a mi juicio. Algo de calado enraizado en los principios que contestan eso que buscamos responder cuando nos preguntan qué significa ser humano. Ser humano es ser familiar y más humanos seremos cuanto más familiares nos reconozcamos. Se trata de un reconocimiento de partida, de esos artículos que se escriben en los preámbulos de las constituciones y estatutos para dar sentido a todo lo que viene después. No, no hablamos de dinero, ni de sueldo del ama de casa, ni de descuento o desgravación por hijo. Estamos hablando de poder en su dimensión práctica.
Vayamos concretando. Hay un tema práctico con el que quiero acabar esta exposición y que parece en aras de la sencillez lo suficientemente concreto y simple como para recabar una atención pormenorizada. El poder se ejerce en nuestras sociedades a través del voto . Nos parece de todo punto inexcusable que la familia no vote. ¿Podrán las familias votar?
Creemos que sí y además pensamos que es esta una primera propuesta sobre la que se puede ir edificando poco a poco ese megálogo que replantee los roles sociales entre sujetos soberanos, estados, individuos, familias y otras comunidades, que conforman nuestra cada vez más compleja existencia en común. La propuesta de extender el sufragio a los niños, a todos los niños, nos parece un buen modo de iniciar un diálogo con el estado que lleve de ahí hacia otras propuestas y objetivos viables de reconocimiento del sujeto familiar.
El reconocimiento de la familia como sujeto que es al mismo tiempo ámbito de bienestar, de equidad, de justicia y de realización implica la confianza por parte de los poderes constituidos aún y cuando en la vieja tradición weberiana se piensen como poderes monopolio. Los gobiernos, ello creo que se entiende en la retórica política moderna, deben confiar en las familias: garantizar su libertad y asegurar también su capacidad decisoria que se supone que es un logro en el afianzamiento de las libertades públicas y de los derechos civiles.
Una muestra básica de confianza es, a nuestro juicio, asumir como meta a alcanzar en los próximos años en todo el mundo el derecho al voto de los niños representados por sus padres. Esta reivindicación fue propuesta primariamente en la Declaración de San José de Costa Rica el 28 de Julio de 2001 . Ahí se decía que uno de los logros del siglo XX fue la extensión del sufragio universal a la mujer, aun y cuando este derecho no esté plenamente reconocido todavía en algunos países. En el siglo XXI la inclusión de los niños en el sufragio hará definitivamente universal el derecho al voto, que es una exigencia irrenunciable de la persona en una sociedad democrática. Toda vida humana, no importa su tamaño, debe ser reconocida por la sociedad como miembro actual y no solo potencial. La participación activa de la familia en las elecciones implica otorgarle el voto a todo el núcleo familiar en proporción a su tamaño. Consiste en la equiparación de la ciudadanía a la nacionalidad: la extensión de los derechos propios de la ciudadanía a todos los nacionales, incluyendo los menores de edad, todos sin excepción.
El voto de los niños representados por sus padres es una manifestación de que la familia es sujeto social de derechos. Toda persona desde el inicio de su vida debe de tener derecho a su inclusión en el censo electoral. El voto de cada menor de edad será emitido por sus padres de acuerdo con el sistema que cada país vea más conveniente y justo a sus circunstancias. Existen varias propuestas y estudios realizados al respecto cubriendo las diferentes posibilidades.
El derecho al voto de los niños, amén de que sea una reivindicación política para reconocer el poder colectivo que emana del hecho familiar, es también, una necesidad educativa. La sociedad necesita padres responsables que sepan transmitir valores y actitudes saludables de generación en generación conformando culturas de servicio en la que los niños sean protagonistas. Una cultura y una sociedad saludables suponen el protagonismo de los niños, para los que trabajamos y preparamos un mundo mejor. Vivir para los niños y apostar por la familia en la que viven es hacer futuro y es también una manera eficaz de vacunarse contra el individualismo que cierra las puertas al reconocimiento de lo que en definitiva nos hace humanos: pensarnos humanamente familiares. Esto es también dar poder a un nosotros que muchas veces pasa oculto. Dar poder a los niños es por esto reconocer el nosotros que somos cada uno y con ello darnos todos más poder sin quitarlo a nadie.
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José Pérez Adán
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