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¡Oh patria! Cuántos hechos, cuántos nombres;
cuántos sucesos y victorias grandes...
Pues que tienes quien haga y quien te obliga,
¿Por que te falta, España, quien lo diga?
[Lope de Vega, La Dragontea ]
Unidad Católica, Confesionalidad del Estado, Confesionalidad, Libertad Religiosa y Laicidad.
por
José Martín Brocos Fernández
Partiendo del análisis histórico en España de la Confesionalidad Católica, se entra en los diferentes documentos magisteriales constatando una continuidad doctrinal antes y después del Concilio Vaticano II. No se acepta, en rigor, el término de “Estado aconfesional”, pues todo Estado sostiene una “cosmovisión vital” que orienta su quehacer social con múltiples resonancias en el ámbito privado de la persona. La misma aceptación de una determinada ideología conlleva una “confesionalidad”. Se presenta, por último, el término laicismo tal como ha sido definido por el Magisterio de la Iglesia Católica, y las consecuencias de su expansión en las sociedades.
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Unidad
Católica y Confesionalidad Católica en España.
La
Unidad Católica es una situación jurídica en la que coinciden la
confesionalidad del Estado, y una interpretación restrictiva de la libertad
religiosa. La Unidad Católica es el todo, y la confesionalidad y la restricción
de la libertad religiosa son sus partes.
La
Confesionalidad Católica del Estado Español.
La
Iglesia ha sostenido siempre que los Estados deben rendir culto público y
colectivo a Dios y ajustar sus leyes a las de Dios, especialmente en las
encíclica Vehementer Nos de San Pío X, y Quas Primas de Pío XI.
Pero por razones de prudencia política no lo ha exigido siempre ni en todos los
países con la misma intensidad. Nunca la Iglesia ha querido forzar las cosas en
naciones donde la Religión Católica es sensiblemente minoritaria; ha preferido
ceder como mal menor. Pero esa es la doctrina o “tesis”, con fuertes apoyos en
la Sagrada Escritura (Mt 28, 19-20; 2 Tes. 3,1; 2 Cor, 6, 6-7). Por defenderla
los católicos españoles de antaño han vertido ríos de sangre –v.gr. en las
sucesivas guerras carlistas-. La suspensión de la reivindicación de esa
“tesis”, o sea, la aceptación del hecho del pluralismo religioso, es una
“hipótesis” de trabajo, y nada más. Es una situación defectuosa de la cual hay que
salir.
Ahora
contemplamos un enrarecimiento malicioso de la cuestión. Se escamotea el
término clásico y clarísimo de confesionalidad católica del Estado,
sustituyéndolo por párrafos literarios que parecen más propios de unos juegos
florales. Es un fenómeno parecido al escamoteo del nombre de España, que
sustituyéndolo muy forzadamente, incluso en discursos oficiales, por
circunloquios literarios ridículos.
La
Confesionalidad Católica del Estado tuvo su última concreción vigente en el
principio segundo de la Ley de Principios del Movimiento Nacional, de
17-I-1958, refrendada por Ley Orgánica de 10-I-1967, y dice así:
La
Nación Española considera como timbre de honor el acatamiento a la Ley de Dios
según la doctrina de la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana, única
verdadera, y fe inseparable de la conciencia nacional, que inspirará su
legislación.
Este
texto fue bendecido extensa y prolongadamente por la Iglesia en infinitas
ocasiones.
La
Confesionalidad Católica implica no sólo conformidad con los dogmas teológicos
y normas morales de la Iglesia Católica, sino asumir socialmente la cosmovisión
católica que afecta a la política, y cuyos principios se contienen en el
Derecho Público Cristiano y en la Doctrina Social de la Iglesia, aunque su
aplicación práctica permite diversas variantes opinables.
La
libertad religiosa en la tradición española pre-conciliar. Consideraciones
vigentes.
La
restricción de la libertad religiosa es como una muralla que rodea y defiende
la confesionalidad del Estado. Si el Bien y el Mal en su más alto nivel, que es
el religioso, reciben el mismo trato legal el Estado queda envuelto en un guirigay
social de teorías, todas iguales ante la ley, y no tiene más salida que la
neutralidad de la apostasía.
La
"libertad" religiosa puede tener sucesivamente varios perímetros; puede no tener
límites, como ahora. En otros tiempos existía pero acantonada en varios
barrios, como las morerías o las juderías. Hubo épocas en que no existía ni
encerrada en los domicilios, como la actual tenencia de armas.
Al
regresar de la clausura del Concilio Vaticano II los obispos españoles
emitieron un documento que decía que la confesionalidad católica del Estado,
que no querían perder, no estaba amenazada por la libertad religiosa y que es
compatible con ésta. Lamentablemente, en la práctica, los hechos actuales no confirmaron su pronóstico.
Cabe
preguntarse si ante la situación actual de apostasía generalizada es posible o
no la reivindicación del perímetro de libertad religiosa establecido en la
primitiva redacción del Artículo VI del Fuero de los Españoles, 1945, que decía
así:
La
profesión práctica de la Religión Católica, que es la del Estado Español,
gozará de la protección oficial. Nadie será molestado por sus creencias
religiosas ni el ejercicio privado de su culto. No se permitirán otras
creencias externas a la Religión Católica.
Este
texto fue igualmente aprobado y bendecido por las autoridades eclesiásticas en
múltiples ocasiones, hasta que fue modificado en Ley Orgánica para adaptarlo a
la declaración de "libertad" religiosa del Concilio.
¿El
Concilio Vaticano II ha cambiado la Doctrina?
Mons.
Guerra Campos en su obra Confesionalidad Religiosa del Estado, 1973
realiza un profundo estudio cimentado en la doctrina tradicional de la Iglesia,
reafirmada por el Concilio Vaticano II, a la par que afronta ciertos equívocos
y objeciones que propagan algunos "católicos". Concluye que
Las
objeciones de principio contra la confesionalidad nacen, o bien de la
suposición errónea de que ha cambiado sustancialmente la doctrina de la
Iglesia, o bien de un doble equívoco: el confundir un principio jurídico
interior al Estado con las posibles vinculaciones jurídicas entre el Estado y
la Iglesia, y el confundir la libertad religiosa con un concepto agnóstico e
indiscriminadamente permisivo de la libertad civil.
Las
objeciones tomadas de inconvenientes prácticos pueden reflejar un deseo de
aplicaciones más perfectas, pero en un pueblo como España nada significan
contra el principio de confesionalidad. Esto se hace patente en dos hechos: 1º,
que las objeciones no dejan alternativa, es decir, los problemas aducidos no se
resuelven con suprimir la confesionalidad, pues subsistirían –aunque no se
reconociesen- los deberes morales que la Iglesia ha de predicar en relación con
las leyes y la actividad del Estado; 2º, que, de facto, la Iglesia –la española
y la universal- no renuncia a reclamar leyes y actuaciones del Estado que
exceden el principio de libertad y sólo se justifican por el principio de
confesionalidad.
El
Concilio Vaticano II no ha cambiado la doctrina tradicional. La propia
Declaración Dignitatis Humanae, 1 afirma que “deja íntegra la doctrina
tradicional católica acerca del deber moral de los hombres y de las sociedades
para con la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo” . Y la doctrina
tradicional sobre el tema remite a las encíclicas Inmortale Dei, 11 y Libertas,
27 de León XIII; la Vehementer Nos de San Pío X, y las encíclicas Quas
Primas, 33 y Ubi arcano Dei, 22 de Pío XI.
Igual
doctrina mantiene el Catecismo de la Iglesia Católica salido en el Pontificado
de Juan Pablo II, que remite a la citada doctrina tradicional, en concreto a la
Inmortale Dei y a la Quas Primas.
La
Encíclica Quas Primas no admite componendas.
La
celebración anual de la fiesta [la de Cristo Rey] recordará también a los Estados que el
deber de culto público y de la obediencia a Cristo no se limita a los
particulares, sino que se extiende también a las autoridades públicas y a los
gobernantes; a todos los cuales amonestará con el pensamiento del Juicio Final,
cuando Cristo vengará terriblemente no sólo el destierro que haya sufrido de la
vida pública, sino también el desprecio que se le haya inferido por ignorancia
o malicia. Porque la Realeza de Cristo exige que todo Estado se ajuste a los
mandamientos divinos y a los principios cristianos en la labor legislativa, en
la administración de Justicia y, finalmente, en la formación de las almas
juveniles en la sana doctrina y en la rectitud de costumbres.
El
magisterio de Pío XI con la encíclica Quas Primas no es una ocurrencia
momentánea sino que resumen un magisterio ancestral a lo largo de toda la
doctrina de la Iglesia. Entre los precedentes próximos está la encíclica Vehemeter
Nos, de la que extractamos los siguientes párrafos:
Que
sea necesario separar el Estado de la Iglesia es una tesis absolutamente falsa
y sumamente nociva. Porque, en primer lugar, al apoyarse en el principio
fundamental de que el Estado no debe cuidar para nada de la Religión, infiere
una gran injuria a Dios, que es el único fundador y conservador tanto del
hombre como de las sociedades humanas, ya que en materia de culto a Dios es
necesario no solamente el culto privado sino el culto público. En segundo
lugar, la tesis de que hablamos constituye una verdadera negación del orden
sobrenatural porque limita la acción del Estado a la prosperidad pública de
esta vida mortal, que es, en efecto, la causa próxima de toda sociedad
política, y se despreocupa completamente de la razón última del ciudadano, que
es la eterna bienaventuranza propuesta al hombre para cuando haya terminado la
brevedad de esta vida, como si fuera ajena por completo al Estado. Tesis completamente
falsa, porque así como el orden de la vida presente está todo él ordenado a la
consecución de aquel sumo y absoluto bien, así también es verdad evidente que
el Estado no solo no debe ser obstáculo para esa consecución, sino que, además,
debe necesariamente favorecerla todo lo posible.
En
tercer lugar, esta tesis niega, el orden de la vida humana sabiamente
establecido por Dios, orden que exige una verdadera concordia entre las dos
sociedades, aunque cada una dentro de su esfera, ejercen su autoridad sobre las
mismas personas, y de aquí proviene necesariamente la frecuente existencia de
cuestiones entre ellas, cuyo conocimiento y resolución pertenece a la
competencia de la Iglesia y del Estado. Ahora bien, si el Estado no vive de
acuerdo con la Iglesia, fácilmente surgirán de las materias referidas motivos
de discusiones muy dañosas para entrambas potestades, y que perturbarán el
juicio objetivo de la verdad, con grave daño y ansiedad de las almas.
Finalmente esta tesis inflinge un daño gravísimo al propio Estado, porque éste
no puede prosperar ni lograr estabilidad prolongada si desprecia la religión,
que es la regla maestra suprema del hombre para conservar sagradamente los
derechos y obligaciones.
Los
Estados pues, juntamente con los gobernantes, están obligados por grave deber a
acatar, profesar y dar culto público a la única Religión verdadera. Los
derechos de Dios a recibir culto público de cada individuo y de la sociedad
colectivamente en todos los niveles de su organización, permanecen intactos. Nada
ha cambiado. Las facilidades políticas y psicológicas, ambientales, para la
salvación del alma, forman parte del bien común de la sociedad, que es deber
del Estado promover según San Pío X en la Vehementer Nos.
Desterrando
tópicos. Todos los Estados son “confesionales”. El mito de la “aconfesionalidad”.
Proclamar
la “aconfesionalidad” de un Estado es éticamente inadmisible. ¿Se puede
prescindir de Religión? ¿Puede un Gobierno prescindir de un bien tan grande
para sus súbditos como la Religión?
El
liberalismo del siglo XVIII, influenciado por sus coetáneos filósofos de la
Ilustración que sostenían que la Religión era un invento humano, a fin de
liberarse de la obligación de promover la Religión inventó un término, una
fórmula que se ha hecho famosa; la fórmula del “Estado aconfesional”. Pero esto
es un absurdo tanto metafísico como ético. El que no confiesa una Religión, en
nuestro caso la católica, “confiesa” que es anticatólico, que es materialista,
que es relativista, que es nihilista … Y esto es un absurdo, ya que sea lo que
fuere, siempre –en rigor- es “confesional”. Lo mismo el Estado.
De
ahí concluimos que todo Gobierno, que siempre es “confesional”, debe
privilegiar la religión verdadera, y esto por dos razones: por ser mandato expreso
derivado de la Ley Natural primaria ,
y porque la Religión además de ser el mayor bien social, lo es del hombre en
particular.
En
el caso de España añadimos que si separamos España de la Religión Católica en
la que se ha forjado, queda reducida a una mera quimera telúrica.
El
laicismo del Estado. Consecuencias.
Pío
XI define palmariamente el laicismo en Dilectissima nobis, 16 como
“la apostasía de la sociedad moderna que pretende alejarse de Dios y de la
Iglesia”. Laicismo es apostasía. Los actuales distingos entre “laicidad” y
“laicismo” no es más que el tratar de cohonestar lo inaceptable por justicia. El
laicismo de Estado ejercido como política nacional de los gobiernos y países
aconfesionales que se proclaman laicos para todos los efectos de gobierno es un
pecado contra la Verdad divina y una traición a la identidad y ser de las
naciones tradicionalmente católicas.
El
laicismo representa el desprecio de la Religión como fundamento de todo acto de
gobierno y de vida, en general, de los pueblos y de las sociedades. Priva a las
sociedades de vivir acorde a la Ley de Dios y de su Iglesia, y a los pueblos de
una educación fundada y fomentada por la Doctrina Cristiana que debe ser la que
rija y sea aceptada por los habitantes de las sociedades que se dicen llamar
cristianas.
Nada
más letal que un gobierno laico que equipara de facto a cualquier secta en
condiciones paritarias a la católica, y aún peor, que no considere del todo y
para nada, el hecho mismo de la existencia de una única Religión verdadera,
impidiendo la formación religiosa en el conocimiento de la Verdad moral, parte
esencial de la educación integral.
El
laicismo coarta la capacidad intelectiva de las personas que deberían recibir
una formación y una información religiosa orientada hacia el conocimiento de
Dios y de su Verdad; en definitiva, embrutece y adormece la conciencia moral
del hombre en una sociedad enferma que pretende vivir sin Dios.
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José Martín Brocos Fernández
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