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¡Oh patria! Cuántos hechos, cuántos nombres;
cuántos sucesos y victorias grandes...
Pues que tienes quien haga y quien te obliga,
¿Por que te falta, España, quien lo diga?
[Lope de Vega, La Dragontea ]
Familia y persona: Una relación bidireccional y constitutiva
por
Tomás Melendo Granados
La familia resulta insustituible para la plena personalización de cada sujeto humano por por cuanto, desde la concepción hasta la muerte, establece las condiciones ineludibles para que el hombre pueda amar, entregándose; y ii) por cuanto, también desde sus primeros pasos, se empeña activamente en enseñarle a hacerlo. Requisitos ambos ineludibles para que el hombre realice su vocación como persona, como “principio y término de amor” , asimilándose así a los Integrantes de la Familia divina
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Planteamiento
a) El sentido «débil» de la relación familia-persona
Hace algunos días resumí en pocas líneas
una idea que llevo exponiendo desde hace años, pero que nunca había tratado de
forma exclusiva, a la par que reducida y tal vez más inteligible, en un solo y
pequeño artículo (¿Por qué la familia?).
Me
propongo ahora retomar esos «antiguos pensamientos» y desarrollar con algo más
de amplitud y fundamento ontológico-teológico el hecho de que familia y persona
se encuentran ligadas por un vínculo que, como indica el subtítulo de estas
reflexiones, resulta bidireccional y constitutivo: sin persona no hay familia,
como se suele admitir, pero sin familia tampoco hay persona… que es lo que a
menudo se olvida y pretendo refrescar.
En efecto, con más frecuencia de la
deseada la férrea pertenencia mutua entre familia y persona se debilita,
traduciéndola más o menos como sigue: entre los hombres, debido a nuestra
endeblez o indigencia, la familia es necesaria para suplir los déficits
que nos aquejan: bien porque todavía no hemos alcanzado la estatura espiritual
de individuos adultos, bien porque esa incoada y progresiva grandeza, por
razones más o menos coyunturales, se ha visto impedida o mermada.
De resultas, la institución familiar
parecería concebida principal o exclusivamente para algunos de los miembros que
la componen. En concreto, para los más débiles o menesterosos: los niños, los
enfermos, los disminuidos psíquicos, los ancianos… Por el contrario, quienes
ostentan la plenitud de la condición personal —el padre y la madre de familia,
pongo por caso— podrían prescindir de los lazos familiares y buscar el ámbito
de su realización en otro terreno: el de las relaciones laborales, sociales, o
de amistad, las más de las veces.
b) El auténtico sentido de ese nexo
La familia es vista entonces como refugio
compensador de la precariedad humana, como remedio para la propia soledad,
inseguridades, zozobras, insatisfacciones… Cosa que, sin ser del todo falsa,
dista mucho de adentrarse hasta el corazón del asunto. Y es que el nexo
familia-persona compone, como apuntaba, una trabazón estrictamente
ontológica, que sigue —y en cierto modo precede, como sugeriré— al ser de
la persona como tal.
Con otras palabras: la familia se
encuentra tan inexorablemente ligada a la índole personal que, sin ella, nunca
puede existir plenamente la persona… o persona alguna plena.
¡Nunca! Ni entre sanos ni entre enfermos,
ni entre niños, adolescentes o adultos, ni entre las personas creadas
supuestamente más maduras… ni «dentro» del propio Dios.
En el contexto en que se sitúa este
escrito, la alusión a Dios no me parece una salida de tono. Pues para advertir
en toda su hondura que la familia resulta por entero imprescindible para
cualquie persona, con independencia de su rango ontológico y de su
grado de desarrollo o plenitud, el camino más rápido consiste en hacer una
breve e inevitablemente modesta alusión a la Familia Primigenia, a la Trinidad.
Ya que es Ella el Modelo a cuya semejanza se configuran no sólo las personas
singulares creadas, sino también la familia humana.
A. Dios, Familia por excelencia
El impulso hacia esta respetuosa
incursión en el abismo de la Trinidad lo compone la reiterada afirmación de
Juan Pablo II de que, «en su más íntimo misterio», el Dios Uno y Trino «no es
soledad, sino familia» .
Para quienes llevamos ya algunos años empeñados en una tarea más o menos
fecunda de reflexión metafísica, no cabe indicio más determinante de que la
familia se establece como auténtica institución natural,
indefectiblemente ligada a la médula ontológica de la persona.
Nada más natural que lo que surge
de modo inevitable de los principios configuradores de algo: de su núcleo
ontológico más íntimo, propio y constituyente. Y como el ser es el principio
radical y primigenio, el fondo energético original del que dimana cuanto
encontramos en un existente, lo natural acabará siendo, en última y definitiva
instancia —más allá de la clásica y correcta pero un tanto corta referencia a
la physis o natura —, lo que para cada uno se deriva del propio
ser.
En el seno de esta afirmación, la
referencia a la Trinidad viene a decirnos: cuando el ser alcanza la categoría
suficiente para convertir a su sujeto en persona, ésta no puede
permanecer aislada, sino que tiende irremediablemente a configurarse —…o a
«estar configurada»: la Trinidad— como familia.
Dios, lo sabemos por la Revelación, no
podía ser sino una Trinidad familiar: para el Ipsum Esse subsistens de
los filósofos, Ser es Ser-Familia. De resultas, la persona
humana, hecha a imagen y semejanza de este Absoluto, muy difícilmente se
cumplirá como persona si no surge, crece y muere en el seno de un hogar. La
familia acompaña de manera necesaria e inmediata a la plena condición personal
de la persona.
El alcance y los fundamentos de este
aserto podrían asimismo vislumbrarse acudiendo a la verdad, también reiterada
por el Magisterio, de que es persona aquel sujeto que, por su intrínseca
superioridad entitativa, por el supremo vigor de su acto de ser, se encuentra naturalmente
destinado al don, a la entrega amorosa de sí.
A los efectos, resulta justamente célebre
el texto de la Gaudium et Spes: «El hombre, única criatura terrestre a
la que Dios ha amado por sí misma, no puede encontrar su propia plenitud si no
es en la entrega sincera de sí mismo a los demás» . Juan Pablo II, desde
el inicio mismo de su ministerio como Cabeza de la Iglesia, ha recurrido una y
otra vez a esta idea básica. En la Encíclica Dominum et vivificantem,
por ejemplo, tras recordar la afirmación que acabo de transcribir, sostiene:
«Puede decirse que en estas palabras de la Constitución pastoral del Concilio
se compendia toda la antropología cristiana: la teoría y la praxis,
fundada en el Evangelio» .
Tanto o más conocido es el comentario que recoge la Mulieris dignitatem.
Una glosa particularmente relevante para nuestro propósito, por cuanto hace
residir la razón primordial de la índole de don de toda persona en la misma
naturaleza del Dios Tri-Personal: «El modelo de esta interpretación de la
persona es Dios mismo como Trinidad, como comunión de Personas. Decir que el
hombre ha sido creado a imagen y semejanza de este Dios quiere decir también
que el hombre está llamado a existir “para” los demás, a convertirse en un
don» .
Desde el punto de vista de la fe, la cuestión
resulta relativamente clara. Existe una íntima correlación entre la índole
personal y la condición de dádiva, de realidad destinada a darse. El metafísico
sólo puede añadir a esto un intento de explicación, aun a costa de disminuir,
de forma casi inexorable, la profundidad del mensaje.
a) La persona como «excedencia»
En efecto, la filosofía enseña que la
persona es lo más perfecto que existe en la naturaleza (perfectissimum
in tota natura); que sólo las realidades más nobles, las de más talla, merecen
ese calificativo; y que les corresponde precisamente a causa de su superioridad
entitativa. Y después de algunas otras consideraciones, concluye: justo por su
eminente grandeza, esa excelencia en cierto modo rebosa fuera de sí, se
desborda; por consiguiente, lo que caracteriza a la persona como persona es el
don, la fecundidad, la entrega.
Quizá resulte más inteligible mediante
una comparación:
· Las realidades infrapersonales —un animal, una planta— gozan de tan poca
entidad, son «tan poca cosa», que toda su actividad han de encaminarla a
mantenerse en el ser, a asegurar la tenue realidad que las constituye como
fragmento o eslabón de su especie. De ahí la importancia capital, decisiva
entre ellas, de lo que hoy conocemos como principio o instinto de conservación
(individual y específico), que las refiere inevitablemente a sí… o a su especie
en cuanto suya.
· Por el contrario, la persona posee una sublime consistencia entitativa. En su
núcleo, es siempre espiritual: recibe en sí y por sí —y no en la materia— el
propio acto de ser .
Esto quiere decir que su principio constitutivo más íntimo, su actus essendi,
al no encontrarse intrínseca y definitivamente disminuido por la materia,
conserva de manera supereminente, junto con su extremada riqueza y perfección , la efusividad que por
naturaleza le corresponde: puesto que todo acto, en la exacta proporción en que
lo es, tiende a comunicarse, el «acto personal de ser», acto en la
acepción más plena, no solo resulta «activo de suyo» , sino intrínsecamente expansivo:
cuando el ser alcanza cierta cota (la propia de la persona), asegurado ya en
sí, se «vuelve» naturalmente hacia afuera.
Conclusión, también de enormes
consecuencias para la vida cotidiana: la persona demuestra y confirma su
preeminencia en el ser, su mayor rango ontológico, en que puede (y debe)
desatenderse, olvidarse de sí misma… para volcar toda su energía en la
afirmación de aquellos que la rodean. Porque es mucho, porque su acto de
ser no se encuentra disminuido por la materia, no necesita ya ocuparse de sí
misma, puede (¡y debe!) ponerse libremente entre paréntesis, des-considerarse,
y atender al perfeccionamiento de los otros .
Solo entonces, al asumir voluntariamente el impulso más radical que reside en
ella se cumple como persona
y, consiguientemente, es feliz.
b) La efusividad suma
Frente a lo que en ocasiones se opina y
antes sugería, esta especie de ley fundamentalísima acrecienta su verdad en la
medida en que se refiere a personas más perfectas; y, según apuntaba Juan Pablo
II, adquiere un vigor y una vigencia absolutas cuando se trata, en el cenit de
todo lo existente, del mismo Dios. En Él, cada Persona no es que se encuentre llamada
al Don, sino que más bien es ya —desde siempre y para siempre, si vale
la expresión— Dádiva, Entrega, Afirmación de las otras dos Personas, y, por
eso, Relación hacia Ellas .
Semejante observación permite calibrar
adecuadamente el alcance de la pertenencia mutua de la persona y la familia.
Hace posible entender por qué y con qué fundamento allí donde existe una
Realidad Personal plena, que encarna de manera acabada la condición de Persona
al configurarse como infinito Ser subsistente, tienen por fuerza lugar las
Relaciones que la establecen como Familia. Y, por ende, como intento mostrar,
que, considerando a fondo la cuestión, la familia no sólo es necesaria para que
la persona se perfeccione, para que acrezca su condición personal, sino que
resulta imprescindible, más bien y antes, para que la persona sea,
en cuanto persona: para que encarne su propio ser personal.
Desde esta perspectiva fundamental, la
existencia de la familia no proviene de carencia alguna: es correlativa, simple
y llanamente, a la existencia de la persona como tal.
Y, así, en el seno de la Trinidad, el
Padre, absoluta plenitud de Ser al que desde ningún punto de vista cabe
considerar indigente, no sería Persona sin el Hijo. ¿Por qué? Porque no
podría encarnar su esencial y constitutiva «efusividad» —su condición de Don,
¡de Persona!—, sin un correlato, también personal, capaz de recibir
íntegramente la propia Dádiva.
Explicándolo, en lo que se me alcanza.
Como sostiene Aristóteles y repiten sus seguidores latinos, actio est in
passo, la acción «está» (acaba de cumplirse, de ser) en el paciente: no
puede decirse que alguien mate a otra persona, por más que lo intente y dispare
a bocajarro sobre ella, si el «paciente» no llega a morir.
En semejante sentido, nada puede
entregarse si no existe algo capaz de recibirlo y lo recibe de hecho. Y, en el
caso de las personas, ese algo es por fuerza un «alguien», otra persona. Por
dos motivos:
i) porque ninguna realidad inferior es susceptible de albergar
la grandeza de una persona;
ii)
porque si hablamos de verdadera entrega,
la «pasión» correspondiente «se torna activa»; en términos estrictos una
persona no «es recibida» por otra sino en cuanto que esta segunda, con un acto
eminente de libertad (el acto más activo), la acoge o acepta.
(Habría, pues, que reflexionar más, y tal
vez que corregir, la concepción de los dos integrantes de una relación amorosa
como «activo» y «pasivo». Una vez que se advierte lo que acabo de insinuar, la
acogida del otro manifiesta una suprema actividad, como también —salvando las
distancias— cualquier acto de libertad por el que se acepta gozosamente incluso
aquello que, por otro lado, no podría evitarse ).
c) La receptividad-activa o libre
aceptación
De ahí que Tomás de Aquino, en algunas
ocasiones, distinga entre recibir y aceptar o acoger, y aplique esta diferencia
a lo que sucede a cualquier criatura, por una parte, y, por otra, al Hijo en el
seno de la Santísima Trinidad.
Las criaturas reciben el acto de
ser en la potencia co-creada en tal instante, y semejante ser resulta por
fuerza disminuido, rebajado… según la medida de la esencia. El Hijo, por el
contrario, y estamos en uno de los puntos clave del Misterio, acepta
libérrimamente el Ser que el Padre le otorga: un Ser que, así acogido,
en nada disminuye su plenitud.
Se «entiende» (¿?) entonces que el Hijo
posea la misma categoría ontológica —el mismo Ser, sin merma alguna— que el
Padre (Este como entregándolo y Aquel como acogiéndolo). Y que en su
constitución intervenga, por parte de las dos Personas, un eminente acto de
libertad, de amor. El Hijo es por la libérrima y amorosa
aceptación del Ser que el Padre, también con plena libertad, le ofrece (la
distinción necesidad-libertad queda superada en el seno de la Trinidad).
Lo cual resulta lejanísima y muy
imperfectamente imitado en el caso de las personas creadas, en las que el
aceptar auténtico —como ya insinué— tiene también carácter activo.
d) La plenitud del Amor
Con las oportunas adaptaciones, algo
similar habría que decir del Padre y del Hijo respecto al Espíritu Santo.
Aunque aquí se debería añadir la jugosa afirmación de Tomás de Aquino, situada
en las antípodas del intelectualismo frío y aséptico que a menudo se le
atribuye: tomando como base la correspondiente verdad de fe revelada, Santo
Tomás afirma que Dios por fuerza ha de ser Trino porque con sólo dos Personas
—¡incluso divinas!— «no se realizarían en plenitud las delicias del amor».
Ciertamente, como afirman entre otros
Agustín de Hipona y el propio Tomás de Aquino, en el interior de la Trinidad el
amor se encuentra operante desde el Principio, desde la generación del Verbo
por el Padre, aunque ésta se explique formalmente como Concepción (amorosa) del
Entendimiento. Pero es sólo el Espíritu Santo quien se configura, de manera
propia y acabada, como Amor subsistente o consubstancial, como Don cabal y
pleno . Es
decir, como Conjunción Subsistente de la Dádiva y Aceptación libérrimas,
nuevamente fecundas, y no sólo de Una (Entrega) u Otra (Acogida).
Por eso es «necesaria» la Tercera
Persona.
e) Addenda
La cuestión resulta relativamente clara.
Del amor, también del humano, nada se entiende desde la perspectiva egotista
del yo. Resulta luminoso, por el contrario, cuando empieza a conjugarse en
términos de tú. Pero no alcanza su dimensión más cumplida, su coronamiento
terminal, hasta que introduce en su órbita las exigencias gozosas de un
tercero: cuando se modula por referencia al él (por eso el matrimonio suele ser
fecundo, la amistad busca ampliar el ámbito de sus componentes, el amor del
hombre a Dios no es pleno si no redunda en beneficio de otros, si no se
transforma, ¡si no es! apostolado…).
Lo había advertido Miguel Hernández, con
extremada intuición poética, al escribir en el frontispicio de la más famosa de
sus elegías: «En Orihuela, su pueblo y el mío, se me ha muerto como del rayo
Ramón Sijé, con quien tanto quería». Y, en efecto, querer juntamente
con la persona amada, en un excelso amor de amistad que engloba y
trasciende el cariño mutuo, constituye la forma privilegiadamente suprema de
quererse dos personas, la plenitud y el cumplimiento del amor. Apogeo que se
eleva a alturas insospechadas cuando lo conjuntamente querido es lo más digno
de ser amado: otra u otras personas.
Pues bien, en el interior de la Trinidad,
donde todo es personal, ese amor conducido a perfección no puede sino ser
subsistente. La expresión cumplida del amor del Padre al Hijo, y
viceversa, es el Amor personal con que los Dos se quieren
indisolublemente en el Espíritu Santo, queriendo también a Éste. Sólo en
ese querer conjunto hacia Otro conquista su acabamiento el Amor divino. De ahí
que la Familia Primigenia haya de instaurarse como Trinidad.
* * *
Concluyendo y resumiendo estas
disquisiciones sobre la génesis Primordial de la Familia: sin donación, sin
dádiva, no hay persona; a su vez, no hay donación posible sin aceptación: nadie
puede darse si no es libremente aceptado por otro. A lo que
habría que agregar que, en virtud de la simetría que rige las actividades más
estrictamente metafísicas, la realidad que acoge tiene que estar a la altura
ontológica de la que se entrega: en nuestro supuesto, también Ella ha de ser
Persona . No
es posible, por ende, una Persona aislada, pues no podría realizar la Donación
en que Ella misma consiste; y esa Donación-Acogida no es plena hasta que
revierte —por así decir— en beneficio de un Tercero, en quien se cumple
definitivamente el Amor .
De esta sumarísima y balbuciente
consideración de la Vida intratrinitaria —a cuya semejanza, aunque a distancia
infinita, se constituye la familia humana —
podemos colegir que, considerada en sí misma, en cuanto donación-recepción
recíproca, la comunicación amorosa que define esencialmente a la familia es
consecuencia y requisito ineludible de la estricta índole personal: sin
familia no hay persona. Además, quiero repetirlo, cuanto más perfecta es la
Persona, más necesidad tiene de la Familia, precisamente para encarnar su
condición de Dádiva, para darse plenamente, sin reservas.
(Lo cual, como también sugerí, resulta en
extremo revelador en el caso de la familia humana, en la que sus miembros
tienen mayor necesidad de ella en la exacta proporción en que van madurando,
aumentan su categoría y, con tal incremento, crece asimismo la
tensión-obligación de darse.)
B. La familia participada
Con la pobreza del entendimiento y de las
palabras humanas, y con clara conciencia de lo casi inútil del propósito, he
intentado indagar lo que sucede en Dios, analogado principal de cualquier otra
familia. Los hombres son los analogados secundarios de la realidad familiar.
Consiguientemente, en su ámbito, la situación resulta en parte igual y en parte
distinta. Si consideramos el asunto desde la más radical perspectiva posible,
la necesidad de la familia se enraíza en la condición personal humana por dos
títulos diversos, aunque complementarios:
i) ante todo, la excedencia, que acerca la persona humana a
las Divinas y representa la razón primordial;
ii) y, derivadamente, la indigencia, que la sitúa a una
distancia infinita respecto a Ellas.
Y ambas —sobreabundancia y
precariedad— en relación al amor, que es lo que define a la persona como
persona.
1. Familia humana y excedencia
Por lo que se refiere a la excedencia,
conviene dejar muy claro que también entre nosotros, y en virtud de la
superioridad entitativa a que antes me referí, la persona se configura
primordialmente como una realidad llamada a la entrega: a la donación total,
absoluta. Sin semejante ofrenda de sí, ningún ser humano puede lograr el
cumplimiento, la plenitud que le compete como persona… ni, por ende, la
felicidad.
De ahí, desde la óptica que pretendo
subrayar, la conveniencia del matrimonio, que es el camino más
frecuente donde los adultos pueden darse por entero, en cuerpo y alma.
Donde actualizan, por tanto, su vocación a la dádiva cumplida, al don íntegro
en el que obtienen su apogeo como personas, según la famosísima expresión de la
Gaudium et Spes que antes recogíamos, y que tantas veces ha reiterado
—como también advertí— Juan Pablo II.
Y este, el de hacer posible la entrega,
es el sentido fundamental en que, ya no sólo para los esposos, sino para todos
sus miembros, la familia humana iniciada con la boda resulta imprescindible:
pues en ella encuentran cuantos la componen el ámbito adecuado en el que
pueden, en verdad, darse.
¿Por qué? Porque su simple condición
personal —lo que son, y no tanto lo que saben, lo que hacen o lo que tienen—
compone un título suficiente para ser gozosa y libremente acogidos. «¿Quién
puede dejar de pedir a la familia humana —sostiene con decisión Juan Pablo— que
sea una auténtica familia, una auténtica comunidad donde se ama permanentemente
al hombre, donde se ama siempre a cada uno por el solo motivo de que es un
hombre, esa cosa única, irrepetible, que es una persona?» .
a) El hijo, don radical…
Así ha de suceder, pongo por caso, y de
una manera que nunca podría encomiarse en exceso, desde el mismísimo momento de
la concepción. No olvidemos que cualquier hijo —por su misma índole personal—
debe tener desde siempre razón de don, de obsequio, de regalo. Y, en
efecto, su propio ser, el que se le otorga con el alma espiritual, es el don
primigenio que Dios hace al propio niño en el momento preciso en que es
concebido, elevando la materia que aportan los padres a la sublime categoría de
persona. Y esa misma persona se configura, a la par, como el don extraordinario
que el propio Dios ofrece a los esposos: como regalo al regalo —mutua
entrega amorosa y gratuita— que éstos se otorgan en el momento de la relación
fecunda.
Los cónyuges se obsequian recíprocamente,
en cada acto de unión íntima, en cuerpo y alma. Y Dios, que siempre premia esa
entrega con un aumento de gracia y de afecto recíproco, lo hace también en
ocasiones con lo máximo que podría ofrendarles en los dominios de la naturaleza
(asumible por la gracia): una nueva realidad humana, creada a imagen y
semejanza divina.
Amor, por tanto, (con mayúscula) que se
suma al amor, Entrega que se añade a la entrega, y todo ello dentro de la
lógica amorosa de la gratuidad: he ahí la llegada al mundo de cualquier niño…
precisamente como persona.
Con palabras un tanto más técnicas, lo
resume adecuadamente el cardenal Ratzinger, hoy Benedicto XVI: «La sexualidad
conyugal es la expresión del don definitivo que hace de sí mismo el cónyuge al
otro cónyuge y, por tanto, confirma y alimenta entre los esposos una comunión
de amor total e indisoluble. Es por esta donación, su íntima verdad, por lo que
la sexualidad está llamada, precisamente en el acto conyugal específico de la
unión de los esposos, a una participationem specialem quamdam in suiipsius
opere creativo (esto es, de Dios) (GS 50, 1). […]. El acto conyugal, en el
cual se ponen las condiciones para que surja una nueva vida, no genera ninguna
relación de “producción” entre padres e hijos: en él el hijo es engendrado y no
producido. Los cónyuges ponen un acto de amor en el don recíproco de sí mismos,
y el hijo que puede surgir de este acto es el don del amor creativo de Dios,
confiado a los padres para que lo acojan con reconocimiento e infinito respeto» .
b) … fruto directo e inmediato de un
inmediato y directo acto de amor
Don del amor creativo al don recíproco de
los padres… Vale la pena insinuar aquí una verdad profunda, que merecería
ulteriores desarrollos. Si cuanto se acaba de sostener es cierto, la familia de
institución matrimonial constituirá el único ámbito que torna hacedero el
legítimo crecimiento numérico de la humanidad.
Sólo en el seno de semejantes familias
los nuevos seres humanos accederán al universo —desde el mismísimo instante en
que son concebidos— de acuerdo con su condición personal de dádiva, de regalo.
¿Por qué? Porque sólo la unión fecunda de
un varón con una mujer que se han entregado de por vida en cuanto tales abre el
espacio a la concepción amorosa y gratuita del hijo; un hijo que
Dios añade —gratuitamente, insisto—, como ofrenda de su Amor libérrimo e infinito,
al amor con que los cónyuges actualizan la entrega completa del cuerpo y del
alma que, en exclusiva y para siempre, se hicieron en el momento del
matrimonio.
con-texto de amor (el de los padres)
resulta congruente con el Texto amoroso de la creación (divina) del
hijo.
Lo ha expresado, con penetrante belleza,
Carlo Caffarra: «Llamados a cooperar con el Creador, el varón y la mujer, para
vivir de forma digna esta cooperación, deberán asimilar —de forma consentida—
su acto al acto divino; se tratará de expresar humanamente, en el plano del
universo creado, aquello que Dios completa. Ahora bien, el acto creador de Dios
es, en su más íntima esencia, un acto de amor, porque ninguna necesidad ni
intrínseca ni extrínseca le obliga a crear. En consecuencia, por estas
profundas razones toda la actividad desplegada a lo largo del entero proceso
por el que se puede dar origen a una nueva vida humana es, en su más íntima
esencia, una actividad de amor. El hecho de que la sexualidad humana esté en
condiciones de dar origen a una nueva vida humana se debe, a su vez, al hecho
de que la sexualidad está en condiciones de poner en la existencia una comunión
de amor» , de
entrega-aceptación recíproca y gratuita.
c) La sola familia genuina
La familia de institución matrimonial,
por consiguiente, constituye la esfera, el humus vital y profundamente humano,
donde es posible acoger la donación personal con que debe iniciar su existencia
cada uno de sus subsiguientes miembros. Justo porque el matrimonio hace posible
la dádiva de las personas íntegras de los esposos, en cuanto sexuadas y
«onto-génicamente fecundas» (capaces de dar vida a un nuevo ser personal), en
él los hijos pueden ser acogidos con libre gozo como respuesta gratuita a la
también gratuita entrega mutua de los cónyuges. Nunca como objeto de un
derecho, que anularía su condición de obsequios no debidos. En consecuencia,
sólo bajo el amparo de la institución matrimonial pueden configurarse los
hijos, desde el mismo momento en que son procreados, como dádiva, como oferta
liberal, como el mejor regalo: es decir, como personas.
(Es fácil advertir que, al escribir estas
últimas palabras, tengo presentes —por contraste— las pretensiones de ciertas
parejas, y en especial las de personas del mismo sexo, de hacer llegar al mundo
a los hijos mediante los múltiples procedimientos de fecundación artificial. En
semejantes circunstancias, la nueva criatura jamás se adentraría en la vida
como término directo e inmediato de un acto de amor.
Primero, porque ninguno de los componentes de una relación
homosexual, por centrarme en este extremo, puede hacer entrega cabal de
la propia sexualidad —y, con ella, de su persona íntegra—, por cuanto el otro
se encuentra ontológica y fisiológicamente incapacitado para acogerla.
Después, y derivadamente, porque el «amor» de las personas
homosexuales resulta onto-génicamente infecundo.
En semejantes circunstancias, los hijos
se introducirán en el universo como resultado de una acción técnica de
dominio, situada en las antípodas de la gratuidad del amor. Lo cual es una
prueba más de que semejantes parejas no pueden constituir familia, por cuanto
son incapaces de acoger a los sucesivos miembros precisamente como personas,
como don liberal y gratuito.)
d) Excedencia sobre excedencia
Volvamos, pues, al camino maestro, y
recapitulemos.
En el seno del matrimonio, cada esposo
torna viable la actualización de la vocación personal que deriva de la
excedencia ontológica del otro cónyuge, al acogerlo como un don.
La familia que así surge origina, a su
vez, el ámbito en el que cada uno de los hijos podrá inaugurar una vida
personal, configurándose, desde el preciso instante en que es procreado, como
«exceso»: como dádiva (jubilosamente acogida) al amor recíproco de los padres.
Y de ese ejemplo vital de los cónyuges,
según he explicado otras veces, aprenden también los hermanos a recibir a los
demás, pequeños y mayores, convirtiendo a cada uno de ellos en el presente de
mayor envergadura que Dios, a través de la fecundidad paterna, ha podido
hacerles.
En semejante sentido, ya desde su inicio
en el matrimonio, la familia va estableciendo la esfera donde cada uno de sus
componentes puede darse gratuitamente a los demás, por cuanto es acogido
—también gratuitamente— por el resto de los integrantes de la familia. Y
semejante darse resulta imprescindible para que la persona humana realice a
fondo la tarea de pleno crecimiento a la que «por naturaleza» —o mejor: en
virtud del dinamismo inauguralmente concentrado en el acto personal de ser
desde el momento de la concepción— se encuentra llamada.
«También la humana», acabo de reiterar. Y
es que el hombre —sería éste el mensaje capital de todo el escrito— es por su
misma constitución, primariamente y antes que nada, persona, sobreabundancia,
fecundidad. Es, por decirlo con palabras más significativas, de la misma
estirpe de Dios…, que en eso consiste ser persona .
A este respecto, resulta lícito sostener
—sin ignorar por eso nuestra radical condición de criaturas— que en cierto
modo la distancia ontológica existente entre Dios y nosotros, ya en el
plano natural, resulta mucho menor que la que separa, por medio de un abismo
sin fin, al hombre del más perfecto de los animales superiores. Al fin y al
cabo, «cada uno de todos» los seres humanos —¡como Dios!— es persona,
realidad a la que un designio infinitamente amoroso del Absoluto ha hecho
surgir con vocación de eternidad; mientras que los más evolucionados de los
mamíferos no pasan de ser un pasajero disponerse de la materia, una especie de
préstamo ecológico que el universo temporalmente les otorga… para subsumirlos
poco más tarde en el seno de ese mismo magma material, sin que allí, en
definitiva, haya pasado nada.
2. Familia humana e indigencia
Persona, por tanto, ontológicamente
impelida a la entrega: excedencia entitativa, plenitud que se desborda en
beneficio del otro… Nada de esto quita, sin embargo, que el sujeto humano sea
una realidad finita, doblemente participada y menesterosa. Y de ahí, de
su condición de criatura, el que deba a su vez aprender a ser persona
cabal, dándose.
El de la indigencia es entonces el
segundo título por el que la familia resulta imprescindible, entre nosotros,
para la consecución de la propia plenitud. Radicada en la esencia como potencia
limitadora del acto personal de ser, esa precariedad marca la distancia
infinita que aleja a la persona humana de las Personas divinas y —sin eliminar
la similitud— instaura una abismal desemejanza entre la familia creada y la
Familia Primordial, y hace que la humana —precisamente en cuanto humana, que no
en cuanto familia— se presente también, de forma inicialmente más palmaria, como
auxilio para la intrínseca endeblez de sus componentes.
a) El matrimonio, origen de la familia
humana
La aplicación analítica de este principio
resultaría en exceso dilatada, aunque sin duda fecunda. Ayudaría a comprender,
entre otras cosas, por qué la paternidad (y la consectaria filiación) son
constitutivas de toda familia, mientras que es propio de la familia
natural humana —de nuevo en cuanto humana, y no en cuanto familia— el que la
paternidad ontogénica se conquiste como fruto de la unión amorosa del varón y
la mujer.
En contraposición a lo que sucede en el
seno de la Trinidad —en la que «paternidad» y «maternidad» se encuentran
sublimadas y reunidas en la infinita perfección del Padre—, los esposos humanos
tienen que colmar recíprocamente el déficit que les impide por sí solos traer
al mundo a esa «otra persona», el hijo, capaz de aportar el complemento
imprescindible para llevar a su última perfección la familia ya iniciada —y
formalmente constituida— en el matrimonio .
Tal disimilitud inaugural marcará
hondamente la índole más íntima de la familia de institución matrimonial. Por
ejemplo, dentro de ella, la calidad del amor de los cónyuges —origen
común del resto de la familia— determinará en cierta medida el temple de la
relación amorosa de los hijos entre sí y con los padres, hasta el punto de que
en la práctica puede afirmarse que la cualidad y el vigor del cariño que reina
en una familia deriva, por vía directa, de la condición y el brío del
respectivo amor conyugal .
El principio exegético a que venimos
aludiendo —el de la finitud constitutiva de la persona humana— permitiría
también advertir el motivo por el que un solo hijo no agota en sí la filiación,
al contrario de lo que sucede con el Verbo divino, cuya radical plenitud hace
innecesaria —e imposible— una ulterior generación natural dentro de la
divinidad. Inclinaría a comprender, en otro ámbito bien distinto, por qué
psicológicamente —y al menos en determinadas circunstancias— la práctica
totalidad de los humanos se encuentran necesitados del aliento de los restantes
miembros de su familia para llevar adelante el conjunto de tareas que componen
la trama de su servicio a los demás y de la consectaria labor de su propia
mejora como personas. Pero incitará a apreciar, sobre todo, la razón definitiva
por la que ninguna familia humana —ni considerada aisladamente ni en los
ámbitos naturales en los que de ordinario se instaura ni, siquiera, en el seno
de esa gran familia que compone la humanidad— basta para conferir la perfección
definitiva a sus respectivos integrantes, sino que ha de ponerse en relación,
constitutiva y esencial para cada una de ellas, con la Familia Primigenia.
b) Familia y persona humanas… en relación
con la Divinidad
Pues, en efecto, aquello a que aludía
hace un rato como lo que el sujeto humano tiene que recibir para
completar su índole personal, no puede ser, en última y definitiva instancia,
otra cosa que el amor. Y, al término, el amor divino.
Para advertirlo, conviene considerar que,
aun cuando el querer a los otros «activamente» —la entrega— sea más definitorio
de la persona que el ser amado (si es que esta puntualización pudiera
establecerse sin los distingos que antes apunté), resulta más propio de la
persona humana, finita o participada, y justamente en cuanto participada, el ser-amada-para-amar.
Y de ahí, como recordara Juan Pablo II en la Mulieris dignitatem, que la
mujer encarne de manera más acabada la índole personal propia del ser humano:
por cuanto es, como explicaba el Papa, la que recibe amor para darlo.
Desde tal punto de vista, en cuanto
finita, la persona humana tendría primero, según un orden de naturaleza, que
recibir amor para empezar a darlo y adquirir —así, en la entrega— su propio
cumplimiento personal. Pienso que, considerada en su más extrema radicalidad,
esta afirmación es cierta: sostener lo contrario constituiría una especie de
arrogancia inconciliable con nuestra condición de criatura. Pero afirmo de
inmediato que esa necesidad de completarse, precisamente como persona, se sitúa
en las antípodas de las múltiples propuestas de realización personal
—tremendamente egotistas— de algunas psiquiatrías al uso.
¿Por qué?, cabría preguntarse. Y la
respuesta, ya sugerida, no podría resultar más obvia: porque la indigencia
radical de la persona humana se halla colmada desde el principio, por el
hecho sublime de que Dios nos amó primero: de que nos ama a cada uno con un
Amor infinito desde la entera eternidad sin fin que Él es. Por eso, desde el
mismo instante de su creación, el sujeto humano se encuentra (ontológicamente)
capacitado para entregarse a los demás, habiendo recibido ya el espaldarazo
fundamental constituyente: el Amor infinito de todo un Dios.
c) Saberse hijos de Dios, fundamento de
toda educación
De nuevo nos encontramos ante una verdad
merecedora de unos minutos de reflexión por parte de los esposos. Porque la
consecuencia de cuanto acabo de sugerir debería orientar la entera labor
educativa en el interior de la familia. En efecto, la tarea primordial y
esencialísima de los padres respecto a cada uno de sus hijos —la única radical
y definitiva, la que permitirá a éstos superar la insuficiencia configuradora
para alcanzar su apogeo como personas—, consiste en hacerlos tomar
conciencia de que son el término de un Amor infinitamente infinito de Dios.
Es lo que toda persona humana necesita
para colmar su connatural indigencia: saberse destinataria de un Amor que la
ama sobreabundantemente y que, al amarla, le da el ser, encaminándola desde
entonces a convertirse en un interlocutor de ese mismo Amor divino por toda la
eternidad. Es decir, saber que Dios la quiere con tal desmesura que, en la
intrépida (des)proporción en que a Él le resulta posible, la destina a
deificarse, a transformarse a su vez en Dios.
Pues, en efecto, el fin de la persona
participada —del hombre como del ángel— es exactamente el mismo que el
del propio Dios; Dios es un Acto de Amor (de Dios) infinito y
subsistente; el hombre, por su parte, está llamado a ser exactamente lo mismo,
pero de forma participada: a convertirse en un acto de amor de Dios, con
el que colmará por toda la eternidad sus ansias ontológicas de persona.
Como dije, todo esto debería ocupar un
lugar relevante en las explicaciones de los padres a sus hijos: habrían de
hacerles comprender que la vida no es tanto una prueba para ver si merecemos el
premio eterno, como la gran oportunidad que se nos concede para acrecer nuestra
capacidad de amar: para que, participadamente, lleguemos a ser actos más
intensos —más definitivos— de amor de Dios y, por tanto, más plenamente felices
ya en este mundo y, de manera radical y resolutoria, eternamente en el otro .
En relación a este extremo, se ha
señalado a menudo que
el matrimonio es escuela de amor para los cónyuges, para la mayoría de las
personas humanas. Haciéndoles dichosos ya en esta vida, a través también de
pruebas y contradicciones, los madura para acercarse al Amor subsistente e
infinito de Dios, que los tornará completamente bienaventurados por la
eternidad sin fin. Pero si el matrimonio es el camino normal para la gran
mayoría de los sujetos humanos, la familia es mucho más. Una auténtica
familia, del tipo que fuere —la familia natural de institución matrimonial o
una familia sobrenatural, pongo por caso, o alguna otra realidad que haga
eficazmente las veces de familia—, por cuanto compone el ámbito donde
efectivamente pueden y aprenden a amar, resulta imprescindible para todo
ser humano: para que cada uno de ellos alcance su definitiva realidad como
persona.
Y es que, en efecto, según vengo
sugiriendo, por su condición de criatura el hombre necesita perfeccionarse,
incrementar su propia índole personal: hacerse no sólo mejor persona, sino —si
se me apura— más persona, colmando el déficit inicial aparejado a su
constitución participada. Pero precisamente porque ya desde el principio
disfruta de la categoría ontológica de persona, porque ha sido instaurado en
ese elevadísimo grado de ser, sólo la operación más noble entre las existentes,
la del amor que se entrega, que se da, resulta capaz de engrandecerlo. Cualquier
otro tipo de actividad, incluso la del entendimiento, desligada del amor,
lo mejoraría sectorialmente, pero no en su estricta entraña personal.
Por su misma nobleza, sólo el obrar de
más rango —el amor, que lo equipara formalmente al Absoluto— tiene el vigor
suficiente para acrecer la enjundia personal del ser humano. En el extremo
opuesto, cualquier tipo de egoísmo, al equiparar al hombre con los animales y
con las realidades aún inferiores, se demuestra del todo impotente para
incrementar su valía en cuanto persona. Más aún: por fuerza lo envilece, lo
deshumaniza, lo reduce a la condición de cosa.
Pero como el amor que culmina en entrega
sólo es terminalmente hacedero en aquellos ámbitos donde un individuo es
acogido de forma incondicionada por su pura y desnuda índole de persona, y como
esto únicamente tiene lugar en la familia y en aquellas otras colectividades o
esferas que participan en sentido estricto del temple familiar, la familia
humana se demuestra imprescindible para que, dándose, el hombre pueda responder
a su vocación esencial de persona. Sin familia, según vimos, el ser humano no
podría nacer como persona; pero tampoco puede crecer,
hasta conquistar su plenitud personal, a través del amor.
En cuanto cátedra ineludible de amor, por
tanto, la familia constituye la institución irreemplazable para colmar la
indigencia personal del ser humano. Por su condición de criatura, éste tiene
necesidad de sentirse amado. Por su índole de persona ostenta un imperativo, no
menos perentorio, de amar activamente, de entregarse. Y como la primera y
definitiva lección para aprender a amar es la de saberse gratuitamente amado,
las dos exigencias —amar y ser amado— la colman los padres haciendo al niño
consciente del infinito Amor de Dios… y la colman recíprocamente cada uno de
los miembros de la familia —niños o adultos—, tornándose vicarios de ese Amor
infinito: amando a los demás componentes como Dios los ama: es decir,
por ellos mismos, porque son dignos de amor. Y lo son, es la razón resolutiva,
por su condición estricta de persona, que los configura como amigos, al menos
potenciales, del mismísimo Absoluto.
* * *
Concluyendo: la familia resulta
insustituible para la plena personalización de cada sujeto humano por dos
motivos complementarios e interdependientes:
i) Por cuanto, desde la concepción hasta la muerte, establece
las condiciones ineludibles para que el hombre pueda amar, entregándose; y
ii) por cuanto, también desde sus primeros pasos, se empeña
activamente en enseñarle a hacerlo. Requisitos ambos ineludibles para que el
hombre realice su vocación como persona, como “principio y término de amor” , asimilándose así a
los Integrantes de la Familia divina.
-··· ···-· Tomás
Melendo Granados
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