Arbil cede expresamente el permiso de reproducción bajo premisas de buena fe y buen fin | Para volver a la Revista Arbil nº 103 Para volver a la tabla de información de contenido del nº 103 | Disposición de la Jefatura del Estado por la que se liberan a todos los etarras con delitos de sangre [ BOE: 248 de 17/10/1977, páginas 22765 y 22766]
25 años de divorcio en España. por Pablo Sagarra Renedo La injusticia y la tiranía de una figura que pervirtiendo la legislación civil matrimonial, degrada de raíz la estabilidad de las familias españolas. | “Nada más doloroso y devastador que el divorcio”. Sumario 1.-Introducción: 2.- El matrimonio: 3.-La Familia: 4.-Matrimonio entre católicos: 5.-El divorcio y sus consecuencias: - Destrucción jurídica del matrimonio en el derecho (español). - Prohibición legal del verdadero matrimonio y particular falseamiento del contraído por los católicos. - Deterioro de las familias y la sociedad en su conjunto. 6.- Soluciones posibles, prácticas, en el contexto actual: - Alternativa A: establecer un doble matrimonio civil. - Alternativa B: establecer la separación entre el matrimonio civil y el canónico. - Alternativa C (sólo para católicos): exigir con antelación al matrimonio canónico el matrimonio civil. 7.- Conclusión: 1.-Introducción: Este año se cumplen 25 años de la aprobación de la Ley 30/1981, de 7 de julio, de reforma del Código Civil para la regulación del matrimonio que introdujo el divorcio en España. Este aniversario puede ser silenciado o tratado por los medios de comunicación con los mismos mensajes de hace 5 lustros: el divorcio..., la solución a los problemas conyugales, la gran conquista de la Democracia, el fin de la subyugación de la mujer y, sobre todo, el irrenunciable derecho al que puede acogerse todo matrimoniado. Somos de la opinión que pasar por alto esta fecha o sucumbir a la corriente dominante sería muy necio. Procede analizar con ojo crítico la figura del divorcio puesto que resulta decisiva en el derecho de familia y en el entramado social de España. Antes conviene rememorar cómo se presentó el divorcio a la sociedad española a comienzos de los años 80. La flor de la Democracia estaba en capullo y se aprovechó la coyuntura. La inmensa mayoría de los matrimonios no se planteaba el divorcio, entre otros motivos, porque no existía. Ciertamente en nuestro país había desavenencias matrimoniales que eran solucionadas, en su caso, mediante separaciones de iure conforme al derecho civil de la época. Pero con una buena orquesta mediática y ante la ingenua parálisis del conjunto de la sociedad civil, comenzó a inocularse en España su necesidad con el objeto de dar salida a situaciones de infelicidad en algunas parejas. La presión mediática y la inoperancia de la mayoría fraguó en el otoño de 1980 con un Proyecto de Ley gubernamental para implantar el divorcio -al que se opuso la jerarquía de la Iglesia, junto algún otro sector de católicos de a pie-. Un inciso para repartir responsabilidades. El legislador no hizo más que cumplir el clarísimo artículo 32 de la Constitución Española: “1. El hombre y la mujer tienen derecho a contraer matrimonio con plena igualdad jurídica. 2. La ley regulará las formas de matrimonio, la edad y capacidad para contraerlo, los derechos y deberes de los cónyuges, las causas de separación y disolución y sus efectos”. Cuando se estaba elaborando este precepto constitucional Adolfo Suárez, presidente de la UCD y del Gobierno por aquel entonces, a tenor de la preocupación de algún sector de la opinión pública nacional, camufló la cuestión manifestando que la Constitución no era divorcista... Un ciego lee este artículo 32 y llega a la conclusión contraria. Y gobernando el propio Suárez, haciendo uso del clásico cinismo de ciertos miembros de la clase política española, se aprobó el Proyecto de Ley del Divorcio. Tras los sucesos del 23F; el cambio de Presidente –Calvo Sotelo- y en pleno verano, el Congreso de los Diputados aprobó la Ley 30/81, ya citada: norma no declarada, obviamente, como inconstitucional porque nadie se preocupó de recurrirla y porque no había nada que hacer, por otra parte. De solucionar el problema de algunas parejas -aquellos polvos-, pasamos a las siguientes cifras, in crescendo, de rupturas matrimoniales –lodos-. Desde la entrada en vigor de la Ley del Divorcio hasta la fecha, las estadísticas judiciales impresionan al más templado. Entre 1991 y 2004, el número total de separaciones se ha duplicado y, de hecho, la curva es tan ascendente que en los últimos tres años de ese período, las rupturas se han incrementado en un 30,5%. En el 2004 hubo 82.340 separaciones y 52.591 divorcios, es decir, 134.931 rupturas que ante 216.149 bodas supone que por cada 2 nuevos matrimonios uno y medio se rompieron –por media, uno cada 3,9 segundos-. En total, desde que se legalizó el divorcio se han producido 1.054.059 separaciones y 703.018 divorcios, o, lo que es lo mismo, 1.757.077 rupturas. La tendencia va en aumento y para celebrar el 25 aniversario de la Ley de 1981, este año 2006 las rupturas pueden acercarse a las 150.000. Como apunta el Instituto de Política Familiar, en España, si sigue así el proceso, en el 2010 habrá tantos matrimonios como rupturas. ¿Y los hijos?: se calcula en 1.300.000 niños españoles afectados por el divorcio. Ante estas abultadas cifras parece que debería haber cundido la alarma en la sociedad española y en sus gobernantes. La sociedad, en su conjunto, tiene hiperasumido el divorcio, siendo considerado como un acontecimiento más que puede ocurrir en la vida de las personas, sin mayores digresiones. En Murcia ya existe un conocido establecimiento de la ciudad que ofrece menú especial, por unos 40 €, para celebrar el divorcio en compañía de los amigos/as del divorciado en una celebración acompañada de sorpresas por parte del local –véase la presentación de una tarta de chocolate decorada con un solo anillo para simbolizar la ruptura, por ejemplo-. Y por lo que a los políticos se refiere, tampoco quieren quedarse a la zaga de lo socialmente correcto y el año pasado ahondaron en la cuestión volviendo a establecer nuevas regulaciones sobre el matrimonio. Las Leyes 13/2005, de 1 de julio, por la que se modifica el Código Civil en materia de derecho a contraer matrimonio –la del “matrimonio” homosexual- y la 15/2005, de 8 de julio, por la que se modifican el Código Civil y la Ley de Enjuiciamiento Civil en materia de separación y divorcio -la del llamado divorcio exprés- han agravado la situación hasta extremos inconcebibles. Ambas leyes han consumado la voladura total del matrimonio en España. No es el caso detenerse en el dislate moral, jurídico, antropológico, biológico, reproductivo, psicológico, social y económico que constituye la Ley que permite el matrimonio entre invertidos. La unión sodomita ni tiene ni tendrá jamás el significado que tiene el matrimonio: constituye un imposible humano y jurídico de tamaño superlativo. Cabe resaltar el grado de narcotización a la que está sometida la sociedad en relación con el divorcio, puesto que el escándalo que para muchos españoles ha supuesto la Ley del matrimonio homosexual no se ha extendido a la Ley del divorcio exprés: una norma que sin ningún rechazo político –el PP votó en contra por razón de la custodia de los hijos únicamente- ni social, ha eliminado el obligatorio plazo de reflexión de la separación y permite la unilateralidad por un lado, y la falta de razón por otro, para disolver el vínculo conyugal después de tres meses de haberlo contraído. Esta Ley es demoledora: al eliminar ese plazo obligatorio aboca a miles de matrimonios a la práctica imposibilidad de la reconciliación que, según el Instituto de Política Familiar, desde 1981 ha conseguido salvar 200.000 matrimonios (por el contrario las estadísticas del segundo semestre del año 2005 ya apuntan a un incremento inusual de divorcios respecto de separaciones). Por todo ello conviene detenerse en el análisis de la legislación matrimonial vigente en España que gravita sobre la figura del divorcio y que exige alternativas. Una legislación que, en principio, con base en el artículo 32 de la Constitución Española –queda pendiente el pronunciamiento del Tribunal Constitucional sobre el casorio homosexual-, establece y regula como matrimonio, el contrato civil entre dos personas mayores de edad, cualquiera que sea su sexo, y disoluble. Refresquemos antes varios conceptos capitales. 2.- El matrimonio: Una realidad con una dimensión múltiple: humana (social), jurídica y religiosa. La dimensión humana del matrimonio constituye la base y el presupuesto de las otras dos. Se forja a partir de un peculiar vínculo, fruto de un acto libre, al servicio de la naturaleza y necesidades de la especie humana. Un vínculo por el que un hombre y una mujer forman una asociación a la que aportan sus cualidades masculinas y femeninas al servicio de una empresa común: la ayuda mutua y la reproducción. Dicho vínculo constituye el hecho fundamental iniciador de una nueva célula social –una familia- en la que podrán encontrar su perfección las facultades espirituales y físicas de los contrayentes para cumplir con plenitud las posibilidades de su unión. Y ello resulta evidente a pesar de las numerosas variaciones que ha podido sufrir el matrimonio a lo largo de los siglos en las diferentes culturas, estructuras sociales y actitudes espirituales: variaciones que no ocultan sus rasgos comunes y permanentes puesto que existe en todas las culturas un cierto sentido de la grandeza de la unión matrimonial Juan Pablo II el Grande, nada sospechoso de favorecer estructuras que hacen infeliz al hombre, ratifica lo expuesto: “el único lugar que hace posible la donación total del varón y de la mujer es el matrimonio; es decir, el pacto de amor conyugal o elección consciente y libre, con la que el hombre y la mujer aceptan la comunidad íntima de vida y amor, querida por Dios mismo, que sólo bajo esta luz divina-natural, manifiesta su verdadero significado. La institución matrimonial no es una ingerencia indebida de la sociedad o una institución religiosa o impuesta por la autoridad civil, ni consiste en una forma externa; sino que es la exigencia interior del pacto de amor conyugal que se confirma públicamente como único y exclusivo”. Y por lo que respecta al otro fin de la institución, como se matiza en la Instrucción Donum Vitae también el matrimonio es “el único lugar digno de una procreación verdaderamente responsable”. Esa comunión conyugal se caracteriza por ser única, monógama e indisoluble; está enraizada en lo más hondo e indestructible de la persona humana –su dimensión sexuada–, y está unida al ejercicio de la libertad, la más noble de las facultades del hombre. ¿Por qué? Porque la institución matrimonial, en cuanto que se trata de una donación mutua de dos personas, y en cuanto que se procura el bien de los hijos, requiere, como características intrínsecamente necesarias, la plena fidelidad de los cónyuges, así como la exclusividad y la indisolubilidad. Santo Tomás nos lo argumenta, filosóficamente, en los siguientes términos: “es connatural al matrimonio que entre el marido y la esposa se dé la máxima relación de amor humano (maxima amicitia); en una igualdad de proporción. A tal unión le corresponde una ilimitación también temporal (dentro de los límites irrevocables de la condición humana natural, es decir, de la muerte). Además, sólo en este contexto humano, sin limitaciones y con la certeza del padre con respecto de sus hijos, resulta posible el cuidado y educación que ellos necesitan, por toda la vida”. En su imponente Encíclica Deus Caritas est publicada en enero de este año 2006, Benedicto XVI en su punto 11, comentando la profecía bíblica sobre Adán, “por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne” (Gn 2,24), el Papa destaca, entre otros, el siguiente aspecto: “en una perspectiva fundada en la Creación, el eros orienta al hombre hacia el matrimonio, un vínculo marcado por su carácter único y definitivo; así y sólo así se realiza su destino íntimo. A la imagen del Dios monoteísta corresponde el matrimonio monógamo. El matrimonio basado en un amor exclusivo y definitivo se convierte en el icono de la relación de Dios con su pueblo y, viceversa, el modo de amar de Dios se convierte en la medida del amor humano”. Palabras fuertes pero esclarecedoras de la realidad del matrimonio, un peculiar vínculo de amor enraizado en el hondón del ser humano; un ser que no es un conglomerado de moléculas que pulula por el cosmos batiéndose dentro de un cuerpo material exento de referente espiritual alguno... Aceptado lo anteriormente expuesto, fácilmente se aprecia que el matrimonio -la familia como se verá a continuación- es una realidad natural: ya lo decían los clásicos: “in contrahendis matrimoniis naturale ius pudor inspiciendus est”. No es un fruto de la cultura, como argumentan muchos autores, ni del derecho. Éste no crea el matrimonio, lo recibe, y debe únicamente otorgarle forma jurídica regulando sus efectos o contornos, sin desnaturalizar la institución. Por consiguiente, el vínculo matrimonial, como no depende del legislador, y siendo único e indisoluble, nunca podrá ser destruido por el Estado, por mucho que éste lo regule y que los jueces así lo dictaminen. “La autoridad pública humana no tiene jurisdicción ni poder dispensacional en aquellas materias morales que competen, a la vez y antes, a dimensiones fundamentales de la vida personal; precisamente como en el matrimonio, y en otras de este tipo”. El concepto de matrimonio descrito anteriormente se encuentra en las antípodas del establecido, como dogma incuestionable, en la sociedad postmoderna: matrimonio, igual a contrato civil, disoluble, y punto. Según esta posición, la autonomía de la voluntad, la libertad y el respeto a los sentimientos, exigen que el pacto matrimonial pueda romperse cuando los contrayentes así lo decidan. Se resume en el invocado “derecho a rehacer la propia vida”. Este es, en definitiva, el trasfondo de la arrolladora cultura actual infiltrada en las artes –cine, literatura- y el derecho... Una cultura que desprecia el matrimonio indisoluble y heterosexual, como institución dominadora de la mujer -un residuo paradigmático del pasado, felizmente superado a pesar de la Iglesia Católica-. Si en España la expresión jurídico-positiva más patente de la retórica modernista sobre el matrimonio lo constituye el artículo 32 de la Constitución del 78 -de evidencia divorcista superlativa-, en Europa destaca el artículo II.69 de la cuestionada Constitución Europea que, con calculada ambigüedad, garantiza el derecho al matrimonio pero sin establecer una específica protección jurídica y sin definirlo siquiera (hace una simple remisión a las leyes nacionales). 3.- La Familia: “La familia está fundada sobre el matrimonio, esa unión íntima de vida, complemento entre un hombre y una mujer, que está constituida por el vínculo indisoluble del matrimonio, libremente contraído, públicamente afirmado, y que está abierta a la transmisión de la vida”. Sin embargo y prosiguiendo con el análisis de la posición modernista se aprecia cómo, por mor de la regulación civil vigente, la familia, de manera automática, ya no está asociada al matrimonio. Efectivamente, la sociedad actual rechazó de plano la concepción natural del matrimonio, a partir de la aceptación del divorcio, y ha terminado por desvincular la familia del matrimonio, en todos los órdenes de la vida. Nuestro más alto tribunal, el Constitucional, con absoluta impunidad jurídica así lo manifestó hace algunos años: “nuestra Constitución «no ha identificado la familia a la que manda proteger con la que tiene su origen en el matrimonio, ni existe ninguna «constricción del concepto de familia a la de origen matrimonial, por relevante que sea en nuestra cultura -en los valores y en la realidad de los comportamientos sociales- esa modalidad de vida familiar. Existen otras junto a ella, como corresponde a una sociedad plural”. Curiosa manera de argumentar para un órgano jurisdiccional... Parece una descripción inocente de la realidad humana, sin mayores profundidades jurídicas, pero destila falacia a borbotones: como existe gente que no se casa y su unión es similar a la matrimonial –uno/a con una/o y se quieren- pues hay varios tipos de familia. Pero la pluralidad de los comportamientos en una sociedad no cambia la realidad esencial de una institución inserta en la naturaleza humana, independiente de la cultura del momento. Simplemente, acudiendo al sentido común y a la antropología se llega a una conclusión distinta a la del Tribunal Constitucional: porque resulta indubitable –sin entrar en digresiones jurídicas sobre la plasmación positiva normativa en un país y un momento concreto- que el elemento fundacional de la familia está representado con perfección y plenitud en el matrimonio puesto que es la única institución con los elementos necesarios de estabilidad y permanencia propios de la familia, en cuyo seno, naturalmente, nacen y se crían las personas humanas. Manifestar lo contrario es jugar a equívocos, forzando la realidad de manera arbitraria y sin fundamento...: ¿por qué va a ser familia sólo la convivencia more uxorio de una pareja y no la de un trío que se ama y forma parte de nuestra plural sociedad? En todas las civilizaciones humanas, la familia nacida del matrimonio –heterosexual y monógamo-, siempre se ha presentado como la célula básica de la sociedad y no ha existido ningún tipo de relación de convivencia paramatrimonial que haya podido sustentar la familia tan bien como el matrimonio. Hasta la propia Declaración Universal de Derechos Humanos y otros convenios y tratados internacionales, así lo reconocen. El derecho debe tener presente, como motivo social, al matrimonio origen de la familia –ésta es un verdadero patrimonio de la Humanidad-. No existen el uno sin el otro y ambos constituyen bienes razonables, necesarios y defendibles para la vida, el desarrollo y el futuro de los pueblos. La armonía social exige la estabilidad del matrimonio, ya que sin ésta la familia no podría cumplir su insustituible función de integración y pedagogía social. La comunidad de personas que constituyen la familia posee unos vínculos vitales y orgánicos -claves e insustituibles- con la sociedad porque de ella salen, con carácter general y, en cualquier caso, en el mejor marco posible, los ciudadanos del mañana y dentro de ella reciben las virtudes sociales constituyendo un primer núcleo de experiencia de comunidad y de participación. Con independencia de que fracasen matrimonios y, en consecuencia, haya familias al pairo, rotas, con el consiguiente impacto negativo en el conjunto de la sociedad. En resumen, y según nuestro entender, la pretensión de asociar al concepto unívoco de familia, otro tipo de uniones no matrimoniales es un alarde de oportunismo no exento de complejos inconfesados, impropio de juristas, que viste a unos venerables desnudando a un santo. ¿Cómo se ha podido llegar, entonces, a la situación actual? Pablo VI lo anunció ya en 1975: “La ruptura entre Evangelio y cultura es sin duda alguna el drama de nuestro tiempo...”. El posicionamiento de la legislación española, al respecto, ha triunfado al socaire de una Modernidad que, con su incontenible secularización y su consecuente e intencionado olvido de Dios, ha supuesto identificar en la sociedad occidental la concepción natural del matrimonio con la postura de la Iglesia Católica. Una identificación absolutamente gratuita. 4.- Matrimonio entre católicos: El matrimonio es la única realidad de este mundo elevada por Dios desde la Biblia a la categoría de sacramento. Sus efectos los declama el Catecismo de la Iglesia Católica: “el sacramento del matrimonio crea entre los cónyuges un vínculo perpetuo y exclusivo. Dios mismo ratifica el consentimiento de los esposos. Por tanto, el Matrimonio rato y consumado entre bautizados no podrá nunca ser disuelto”. Sin embargo debe resaltarse que el contenido del matrimonio (cristiano) es el mismo que el del natural. Entre cristianos bautizados, por tanto, no se puede separar la realidad natural del contrato y la realidad sobrenatural del sacramento significante de la gracia: lo elevado a sacramento es, precisamente, esa misma realidad del orden natural. Para los bautizados, la sacramentalidad no es un añadido, sino que pertenece a la misma raíz del matrimonio: “la dimensión natural y la relación con Dios no son dos aspectos yuxtapuestos; al contrario, están unidos tan íntimamente como la verdad sobre el hombre y la verdad sobre Dios”. Tratándose de bautizados, si no hay contrato válido no hay sacramento y viceversa: por eso a la Iglesia Católica le compete, cuando se trata del matrimonio entre católicos, aprobar lo que se requiere para su validez y para su celebración lícita. Por consiguiente, en puridad, debe decirse matrimonio entre católicos y no matrimonio católico, ya que el matrimonio religioso no aporta nada sustancial a esta realidad humana que se ha expuesto en el capítulo anterior. Es decir, el matrimonio católico sólo constituye un reforzamiento de las exigencias naturales del matrimonio, particularmente de la indisolubilidad. De alguna manera, al igual que en el Decálogo la Iglesia sólo reconoce, sin retocar, lo que ya está en la naturaleza humana, en el matrimonio, su indisolubilidad es inalterable por la autoridad eclesial (la pretensión contraria dio lugar al cisma anglicano). En definitiva, el que la religión católica reconozca la indisolubilidad del matrimonio es irrelevante, a los efectos que nos ocupan, y constituye un error inconmensurable el que el pensamiento dominante atribuya esta propiedad a una imposición de las tesis católicas. Pero esa atribución no debe sorprender porque ya lo anuncia el Catecismo -con renovado optimismo, por otra parte-: “esta insistencia, inequívoca, en la indisolubilidad del vínculo matrimonial pudo causar perplejidad y aparecer como una exigencia irrealizable (cf Mt 19,10). Sin embargo, Jesús no impuso a los esposos una carga imposible de llevar y demasiado pesada (cf Mt 11,29-30), más pesada que la Ley de Moisés. Viniendo para restablecer el orden inicial de la creación perturbado por el pecado, da la fuerza y la gracia para vivir el matrimonio en la dimensión nueva del Reino de Dios. Siguiendo a Cristo, renunciando a sí mismos, tomando sobre sí sus cruces (cf Mt 8,34), los esposos podrán "comprender" (cf Mt 19,11) el sentido original del matrimonio y vivirlo con la ayuda de Cristo. Esta gracia del Matrimonio cristiano es un fruto de la Cruz de Cristo, fuente de toda la vida cristiana”. 5.- El divorcio y sus consecuencias: La sociedad española ha aceptado el concepto moderno de matrimonio que acarrea, necesariamente, considerar al divorcio como consustancial –acción irrenunciable- al mismo. Los estudios y análisis que se realizan sobre el matrimonio en España parten de esta concepción y se circunscriben a sus aspectos geográficos, demográficos, sociales o jurídico-positivos sin mayores profundidades. Nadie se cuestiona la razón de ser ni los efectos del divorcio sobre el matrimonio y el conjunto de la sociedad. Si no hay preguntas no hay respuestas. Un vistazo a otras sociedades arroja conclusiones similares. Casi ningún país está privado del divorcio. ¿Por qué?: es un dogma de la Democracia, de la Modernidad o del Progreso, como se quiera, ¡y ay de aquel que critique a esta institución!... Lo que pasó en España en 1981 se repitió en el Chile de los años 1990 y primeros de este siglo. Recordar los argumentos divorcistas que se esgrimieron en el país hispanoamericano, sin mayores elucubraciones filosóficas o jurídicas, nos ayuda a delimitar esta institución que al final, tristemente, también fue implantada en dicho país en el 2004. El divorcio es condicio sine qua non de una sociedad moderna -su presencia en el derecho civil es ineludible- y ante la indisolubilidad matrimonial aporta la opción por la libertad. Desde la perspectiva de quienes creen que lograr una mejor calidad de vida en Democracia requiere terminar con todas las formas de discriminación, se pide el divorcio porque el recurso a la nulidad civil es patrimonio de los ricos; porque las mujeres están discriminadas y sujetas a violencia bajo el yugo matrimonial perpetuo; porque la mayoría de la gente quiere casarse pero con la posibilidad de volverse atrás y porque el divorcio es tan antiguo como la familia y el matrimonio y es aceptado en todos los sistemas políticos y en todas las religiones, salvo la católica. Si en algunas culturas existe el repudio, la lapidación de la adúltera y otras costumbres que permiten al esposo dar por terminado el matrimonio, la única novedad verdadera que introduce el divorcio en la historia de la humanidad es que lo extiende también para las mujeres. Vistos los “razonamientos” a favor del divorcio conviene preguntarse: ¿pero qué supone realmente para la institución matrimonial su recepción en la legislación civil? Destrucción jurídica del matrimonio en el derecho (español): Por lo que a España se refiere –se puede trasladar a cualquiera otro país-, con el divorcio instaurado por la Ley 30/1981, la institución matrimonial, jurídicamente hablando, pasó de ser perpetua a ser temporal. El Código Civil actual regula como matrimonio una relación interpersonal condicionada por su posible disolución. ¿Es eso matrimonio? Esa relación no puede ser matrimonial al faltarle una cualidad intrínseca; será, en su caso, una forma de convivencia que participa de algún elemento del matrimonio pero nunca matrimonio. Llamemos a las cosas por su nombre y el nombre que le corresponde a la figura del divorcio no es otro que el de figura legal destructiva del matrimonio. La indisolubilidad que garantiza, por principio, la estabilidad de la institución, ha quedado dinamitada de manera definitiva por la legislación civil española aunque se arguya “que el quiera puede mantener su matrimonio como indisoluble”. La inseguridad jurídica que introduce entre los contrayentes la figura del divorcio –junto a la aceptación social de los devaneos extramatrimoniales-, es prueba palpable del número creciente de rupturas matrimoniales (familiares) en España, con unas cifras estremecedoras y que son acogidas por la sociedad con soberana y cínica indiferencia: “cosas verás, Sancho, que te harán temblar”. Mantener el vínculo matrimonial comienza a ser enormemente difícil y el divorcio es la casi única solución ofrecida por el derecho civil ante las crisis matrimoniales. La situación, ad oculos de la última Ley del divorcio exprés se agrava hasta proporciones apocalípticas (en tres meses y sin alegar motivo alguno el matrimonio puede disolverse). Curiosamente en la normativa civil no se contempla la disolución de otros vínculos como el de la paternidad o la filiación: uno es hijo de su padre y de su madre y éstos, padres de aquél y el Código no recoge las causas de disolución de tales vínculos: ¿cómo es posible que un hombre deje de ser marido de su mujer y viceversa, en aplicación del derecho civil, y no pueda dejar de ser hijo de su padre, o hermano de su hermano cuando, además, en muchas ocasiones fue el vínculo matrimonial –susceptible de ser disuelto- el causante de la relación de filiación o de fraternidad? Otra característica esencial del matrimonio, la fidelidad, queda también desvirtuada. Al consagrar la normativa civil la posible disolución del matrimonio declara que sus propiedades no son perpetuas. Y siendo la relación de pareja temporal, ya no existe un deber de fidelidad para siempre, sino sólo hasta que se disuelva el matrimonio como así, de alguna manera, se desprende del art. 68 del Código Civil: “Los cónyuges están obligados a vivir juntos, guardarse fidelidad y socorrerse mutuamente”; (no se dice hasta que la muerte los separe y para no confundir a la gente, según lógica jurídico-positiva, debería decir “hasta que no se disuelva el matrimonio”). Por tanto el derecho civil actual, admite como matrimonial una relación en la que cabe una infidelidad sobrevenida, tan decisiva, como para poder declarar disuelto el vínculo, sin perjuicio de que pueda disolverse por otros motivos, como sabemos. Prohibición legal del verdadero matrimonio y particular falseamiento del contraído por los católicos: Ya hemos visto que la autoridad pública, el legislador tiene sus límites y debe establecer regulaciones conforme a la realidad de las cosas (prejurídicas) -debe regular conforme a derecho, y nunca mejor dicho-. En el caso que nos ocupa, la consecuencia última y radical de la legislación matrimonial vigente en España resulta muy dura de expresar, pero de iure es ésta: nadie puede casarse mediante un contrato civil que otorgue garantías de que va a ser para toda la vida. El verdadero matrimonio, jurídicamente hablando, no está contemplado, no se regula; por consiguiente, está prohibido: esto es la constatación de una realidad no es una afirmación valorativa. Incluso ante el grotesco espectáculo de la multiplicidad de cónyuges e hijos que determinadas personas exhiben –y padecen- sin recato alguno, se ha llegado al esperpento jurídico-positivo de la instauración en España –vía divorcio civil- de una auténtica poligamia a plazos que, desde tiempos inmemoriales, creíamos desterrada de la sociedad occidental. Puede afirmarse, entonces, que el divorcio constituye una intromisión estatal en sí misma, éticamente ilícita, por cuanto descuida la necesaria protección legal de la perpetuidad natural del vínculo conyugal. Y es más, en última instancia, es una figura plenamente antijurídica al alterar, sin legitimidad alguna, los caracteres de una institución anterior al Estado y fundamental para el hombre. Puede calificarse al Código Civil, en esta cuestión, como injusto, puesto que con el divorcio se “legitima la violación unilateral de un pacto conyugal libremente constituido; el principio jurídico rector –pacta sunt servanda- se sustituye por su contrario; todo matrimonio es disoluble por la ley y el matrimonio indisoluble carece de cobertura legal”. Otra demoledora consecuencia de la legislación matrimonial española es que lesiona las libertades de conciencia y religiosa, porque no debe obviarse la dimensión religiosa del matrimonio. El divorcio asfixia, con incoherencia suprema, la libre elección de los ciudadanos, y particularmente de aquellos que creen en el matrimonio como una institución indisoluble y que lo viven así conforme a sus convicciones religiosas, en su caso. Y si cualquier ciudadano tiene derecho a contraer un matrimonio civil que asegure la naturaleza de la institución, con mayor razón los católicos ya que en la Iglesia en la que militan la indisolubilidad es un carácter irrenunciable a dicha institución. Debe tenerse presente que en España, el matrimonio civil ha sido una copia del matrimonio canónico durante años, con la excepción de la II República. En el comienzo de la llamada Democracia, en virtud de los Acuerdos Santa Sede-Estado Español de 1979 –un verdadero Concordato que no quiso llamarse así por el miedo a reminiscencias franquistas cuando Concordatos habido y hay en múltiples países...-, quedó establecido que el matrimonio celebrado según las normas del Derecho canónico, tras su inscripción en el Registro, tiene efectos civiles desde su celebración. La cosa cambió, radicalmente, dos años más tarde con la Ley del Divorcio. En aplicación de ésta, aunque ante Dios y ante la Iglesia el matrimonio-sacramento sea siempre indisoluble, esa característica queda eliminada –a efectos civiles-. Por consiguiente, todos los católicos, en principio, quedan desprotegidos en su libertad religiosa puesto que el Derecho de Familia civil ya no garantiza la naturaleza propia del matrimonio que, como tales, ellos han contraído. La Iglesia Católica ha perdido así, de alguna manera, la jurisdicción sobre los matrimonios celebrados canónicamente insertos en la sociedad civil: aunque conozca sobre los matrimonios celebrados ante ella, los efectos de las sentencias canónicas -salvo la nulidad- no tienen efectos civiles y, si un Tribunal eclesiástico dictamina que sí hay vínculo matrimonial, el derecho civil no lo reconoce. Con la Ley del Divorcio se están conculcando, claramente y de manera unilateral, los Acuerdos de 1979, como así fue denunciado, en su momento. Gran silencio de los campanudos juristas... Deterioros de las familias y la sociedad en su conjunto: El matrimonio en España, jurídicamente hablando, tal y como hemos visto, ha sido tan desnaturalizado que vale menos que un contrato de formalización de una hipoteca. El divorcio subvierte el derecho de familia y además conlleva una tolvanera de consecuencias sociales pavorosas. Reflexionar al respecto es capital. Durante estos cinco lustros han ocurrido muchas cosas en nuestra Patria y el divorcio no ha sido ajeno a la transformación de la sociedad. “La conclusión que se abre camino en la sociedad cuando se multiplican los divorcios y pasan a ser una realidad cotidiana es palpable. En la mayoría de las personas lentamente se debilita la estabilidad y el espesor humano de la unión matrimonial, se desvirtúa su sentido, y se disuelve su necesidad. En efecto, si la ley no protege vigorosamente la estabilidad de la alianza matrimonial, no favorece la fidelidad de los cónyuges, tampoco el bien de los hijos, ¿para qué casarse? Y en quienes contraen matrimonio civil, lentamente se desvanece hasta la intención de hacerlo para toda la vida. La evidencia internacional es clara y elocuente”. Resquebrajada la fuerza del compromiso conyugal ya no hay vuelta atrás. El núcleo vital de la sociedad está herido de muerte porque se permite a los cónyuges el destruir el matrimonio y la familia. Esa es la esencia del divorcio: el haber dado carta de naturaleza a la voluntad de los cónyuges hasta el punto de permitirse la ruptura definitiva del matrimonio. Prima la libertad de los esposos por encima de otros intereses. No se respeta, en consecuencia, la verdad del matrimonio –su indisolubilidad- ni tampoco otras realidades insertas en el mismo como pueda ser la crianza de los hijos que necesita, por principio, la estabilidad de la institución. Por consiguiente ya no hay una verdad objetiva respecto del matrimonio -a la que hay que ajustarse o someterse, según cada cual-. La recurrente frase de Dostoievski en los Hermanos Karamazov, “Si Dios no existe todo está permitido” es trasladable al matrimonio: “si éste no es indisoluble, todo está permitido”. Si el matrimonio para siempre no es verdadero, no existe, el derecho no lo ampara..., ¿por qué van a existir otras verdades objetivas en la sociedad?; ¿quién va a impedir y con base en qué el que puedan los ciudadanos hacer su voluntad respecto de otras esferas de la vida social? Los límites de lo correcto, de lo jurídicamente protegible, se difuminan y como un plano indicado comienza a pensarse y a vivirse la misma idea en los hábitos familiares, reproductivos, en el trato con nuestros semejantes... Una idea que no es más que un trasunto del principio “el fin justifica los medios”, entendiendo por fin la búsqueda de la felicidad afectivo-amorosa: a toda costa, aún barriendo instituciones naturalmente humanas –no es que sean milenarias o tradicionales...- El divorcio constituye un torpedo bajo la línea de flotación del matrimonio pero además abre un boquete de límites insospechados en la estabilidad de la sociedad española. Sus consecuencias prácticas -en cada hombre y mujer afectados y en el conjunto de la sociedad-, son deletéreas. Lo que subyace en las estadísticas sobre rupturas matrimoniales, aunque sea sistemáticamente silenciado, puede evaluarse de manera bastante aproximada. El Profesor Bañares detalla los siguientes efectos adversos del divorcio: el egoísmo, la desconfianza para asumir proyectos en común y el peligro de división (como derecho y como amenaza) que ampara esta figura en el seno de las relaciones conyugales; la influencia en los hijos –que pasan a tener diversos padres, madres y hermanos-; la disgregación de la familia; el peligro de adulterio (porque mañana puede ser, al fin y al cabo, mi nuevo esposo –o esposa-); la carga inmensa para la Justicia (tiempo, recursos humanos y materiales); el coste económico para la Nación; la facilidad para desconectar la idea del uso de la genitalidad con la del compromiso; etc. Si lo anterior es difícil de cuantificar, en cambio, hay otros aspectos que sí lo son: el número de madres solteras, con pareja o sin ella, está ya en torno al 24% (es decir 1 de cada cuatro)-; la media nacional de los hogares donde vive una sola persona es del 15%; las familias monoparentales alcanzan ya las 400.000; las cifras del aborto quirúrgico espeluznan ya que se produce 1 aborto cada 6 minutos y más de 239 defunciones por aborto al día, terminando en homicidio legalizado el 15,6% de los embarazos –con este ritmo de crecimiento (6,5% anual) en el 2007 sobrepasaremos los 100.000 abortos al año y más de un millón de niños ejecutados en el seno de sus madres-; y véanse los números sobre el crecimiento natural, la natalidad, el gasto familiar... La inquina de los políticos contra el matrimonio y la familia es colosal. La ayuda que la familia española recibe en relación con sus homólogas del resto de Europa clama al cielo y constituye un insulto para los padres de familia: si se valora el importe dedicado a ayudas familiares por persona y año, Alemania da 7 veces más que España, Dinamarca 10 veces, Austria 8 veces, Francia 6,5 veces, ¡Luxemburgo 16,5 veces! y los penúltimos (Italia y Portugal) nos doblan. Para qué seguir... Esta es la realidad. ¿No resulta alarmante? Finalmente conviene despejar, al margen de disquisiciones jurídicas, el fraude que, en el fondo, significa el divorcio. A través de él quedan desenfocados los habituales problemas conyugales, más o menos graves, y su posible solución. Para arreglar unos problemas matrimoniales particulares que los ha habido y los habrá toda la vida; que tenían y tienen –hasta donde se puede- su solución jurídica con la institución de la separación civil y su solución social con la intervención de gabinetes de orientación familiar, servicios sociales de intermediación familiar, ayuda sicológica, etc., se establece el divorcio en la legislación matrimonial como si fuera el Bálsamo de Fierabrás. ¿Pero soluciona el divorcio las disfunciones conyugales? Lo único que aporta respecto de la separación civil es la posibilidad de volver a casarse -que no es poco dirán muchos...- Que esa posibilidad reporta felicidad a los cónyuges divorciados, según ellos mismos proclaman, no vamos aquí a discutirlo. Pero eso no conlleva arreglar el problema matrimonial que originó el divorcio. El divorcio no lo soluciona; no resuelve nada que no pueda solucionarse por otras vías. La imposible cohabitación de los cónyuges, que origina el divorcio, puede resolverse mediante una justa separación. No exige necesariamente un divorcio. En el fondo la materialización del divorcio en un matrimonio no es más que la constatación de un fracaso. El divorcio lo único que genera son unas expectativas: es innegable, como así aducen sus partidarios, que los ex cónyuges pueden rehacer su vida casándose de nuevo. Pero la realidad de esta institución, en cuanto instrumento que permite volver a casarse –que eso es lo que es-, no significa más que el comienzo de otro matrimonio que tiene las mismas garantías de triunfar o fracasar que el anterior. Es decir, el divorcio sería una segunda –o tercera, o cuarta...- oportunidad. La posibilidad de hacer uso de la poligamia o la poliandria a plazos, que decíamos..., pero nada más. ¿Qué hubiera ocurrido en España –en la civilización humana actual- si no se hubiese aprobado el divorcio? Es historia ficción pero, honestamente, hay que reconocer que la radiografía social hubiera sido muy distinta. Puede sostenerse que la infelicidad de millones de personas (cónyuges e hijos) ha desaparecido con los divorcios en los que se han visto envueltos. Y también puede aseverarse que la felicidad de millones de personas (cónyuges e hijos) ha desaparecido con los divorcios en los que se han visto envueltos: es una afirmación, al menos tan sostenible como la anterior. Pero pregúntese, sin cámaras de televisión, a los afectados y especialmente a los niños. 6.- Soluciones posibles, prácticas, en el contexto actual: “Celebrar” este 25 aniversario exige hacer una crítica constructiva planteando soluciones posibles contextualizadas en el espacio-tiempo de la España del 2006. Se habla bastante, en ciertos círculos, de las catastróficas consecuencias del divorcio pero menos de soluciones ante la situación tiránica que padecemos. Se impone reclamar alternativas. “El divorcio olvida que la expresión suprema de la libertad consiste en asumir compromisos nobles para toda la vida, y en permanecer fiel a ellos. Olvida también que en los compromisos definitivos está la base de todo acto humano trascendente, de muchas obras de arte, del avance, de toda investigación fecunda y del servicio heroico a Dios y a la Patria”. ¿Por qué no requerir a los poderes públicos que aseguren la libertad de ser libres para poder contraer un matrimonio perpetuo? Es de justicia exigir que se salvaguarde el derecho que asiste a un hombre y una mujer a ejercer su libertad comprometiéndose en una peculiar unión, como es la del matrimonio, sin falsear la comunidad conyugal -que posee unas características que el derecho no puede modificar sin pervertir la institución en sí-, pero también, es de justicia, exigir la salvaguarda de la libertad religiosa de los ciudadanos. Concretamente, la defensa de las libertades de conciencia y religiosa, garantizadas por la Constitución Española, implica el deber de acoger, también en el campo de la unión matrimonial, las convicciones que no sólo no se oponen al orden público, a la moral y a las buenas costumbres, sino que las enriquecen y consolidan. Si en verdad el Estado español quiere ser justo -pluralista y tolerante-, no puede sino dejar abierto un espacio jurídico a aquellos innumerables ciudadanos que exigen no ser ciudadanos de segunda y que se respete su voluntad de contraer matrimonio indisoluble -movidos por su conciencia o por su vivencia religiosa-. Y finalmente, si la justicia obliga a exigir soluciones ante la opresión del derecho civil en esta materia, la prudencia –y la paciencia- impone plantearlas razonadamente y con sentido práctico: a nuestro juicio, en esta materia, el todo o nada –el doctrinarismo ultramontano-, hoy por hoy, conducen siempre a lo segundo. Alternativa A: establecer un doble matrimonio civil. Aun cuando por lo que se refiere a su concordancia con la ley natural objetiva no fuese ideal, la mejor solución en la actualidad, a nuestro entender, sería establecer una doble regulación civil del matrimonio que permitiese, por un lado, el matrimonio temporal y disoluble (el vigente) y, por otro, un nuevo matrimonio indisoluble con los efectos divergentes e irrevocables, correspondientes para cada uno de ellos, en caso de crisis. La revolución en el seno del Derecho de Familia español sería gigantesca, pero no menor que el matrimonio entre homosexuales. Resulta muy razonable y, en todo caso, sería una alternativa coherente con el proclamado Estado pluralista en el que vivimos. Se entiende que establecido este doble matrimonio civil y, en principio, manteniéndose la vigencia de los Acuerdos con la Santa Sede, los matrimonios celebrados por la autoridad canónica, automáticamente, pasarían a la modalidad indisoluble –sin perjuicio de que los no católicos también pudiesen escogerla-. Alternativa B: establecer la separación entre el matrimonio civil y el canónico. Otra solución mínima, aunque radical para los afectados –no tanto para los católicos sino para los que vivan en la práctica la Fe Católica-, sería exigir la desvinculación legal entre el matrimonio religioso y el civil de tal manera que el matrimonio canónico no tuviese efectos civiles automáticos. Lo ha reclamado el catedrático de Derecho Canónico y Eclesiástico, Daniel Tirapu y, a nuestro juicio, constituye una alternativa digna de ser estudiada. Como expone este autor, los efectos civiles distorsionan de tal modo la esencia y la dignidad del matrimonio canónico, que es mejor casarse ante la Iglesia, con el compromiso eclesial que lleva tal decisión, pero sin estar casado ante el Estado. Esto afecta a espinosas cuestiones como la separación, la guarda y custodia de los hijos, la obligación de alimentos, manutención de los hijos, pero todo ello está contemplado por el Código Civil al margen de los efectos civiles del matrimonio, y en dicha sede jurídica pueden ser custodiadas. Incluso profundizando en esta alternativa, resulta muy factible que los cónyuges católicos pudieran someterse a una jurisdicción voluntaria para estas cuestiones ante su obispo, aspecto, por otra parte muy recomendado por San Pablo. Esta solución requeriría, según Tirapu, una reforma de los Acuerdos Iglesia-Estado estableciéndose una separación estricta entre matrimonio canónico y civil. Así, quienes contrajeran matrimonio canónico lo harían ante la Iglesia y Dios y si quisieran, podrían celebrarlo como civil antes o después del matrimonio religioso. Incluso, sin necesidad de casarse por lo civil y, dada la actual situación jurídico pública española, podrían organizarse como pareja de hecho –legal- ante el Estado, con un régimen similar al de los matrimonios legales. En todo caso, el derecho privado tiene recursos infinitos para que los casados canónicamente puedan organizar su vida familiar, económica y su asistencia social al margen del Estado . Parece indigno del matrimonio canónico que tenga los efectos civiles de un matrimonio civil basura, contradictorio y antinatural. El tema es delicado puesto que parecería un abandono de la legítima aspiración (y el deber) que tiene la Iglesia de influir en la sociedad civil pero, indudablemente, el matrimonio canónico adquiriría más prestigio y coherencia como una institución seria. Alternativa C (sólo para católicos): exigir con antelación al matrimonio canónico el matrimonio civil: Cabe plantearse otra posibilidad, más concerniente a la política eclesial y a la teología que al derecho. A efectos prácticos, cabría estudiar, previa reforma de los Acuerdos Santa Sede-Estado Español, en su caso, el que la Iglesia Española, se plantease la posibilidad de exigir a los futuros contrayentes del matrimonio canónico haberse casado antes por lo civil. A la inversa que la práctica habitual de ahora. Se rompería así la inercia a la que está sometida una sociedad que sigue siendo católica, pero que ha conseguido aniquilar la dignidad del matrimonio. Parece evidente que se reforzaría el matrimonio y, particularmente el celebrado entre católicos. Sin embargo, teológicamente, el poner “impedimentos” a los católicos para celebrar su matrimonio por la Iglesia, plantea sus dudas puesto que, en puridad, sin sacramento, los católicos no están casados y se estarían poniendo “dificultades” a la gracia sacramental. Y téngase presente que para recibir el sacramento del matrimonio es suficiente la intencionalidad de los esposos, y basta con que no rechacen de manera explícita y formal lo que la Iglesia realiza cuando realiza el matrimonio entre bautizados. En la hipótesis planteada, cuando las parejas de católicos fueran a casarse por la iglesia y se les exigiese con antelación, como otro requisito a mayores de los cursillos prematrimoniales, el matrimonio civil rato, es previsible que muchas rechazarían el matrimonio religioso perdiendo esa gran ventaja del sacramento. Queda el asunto planteado para que se estudie por la autoridad eclesiástica competente. 7.- Conclusión: El análisis expuesto lleva a la conclusión de que la legislación civil española con la introducción del divorcio y con las últimas reformas del año 2005 -matrimonio homosexual y divorcio exprés- ha falseado, hasta el extremo, la institución matrimonial. No es descabellado calificarla de tiránica. Estamos bajo el yugo, bajo la dictadura de una normativa que, como ha denunciado la Conferencia Episcopal “se ha convertido en radicalmente injusta”. Al margen de otras consideraciones de índole moral y jurídico, vulnera la justicia social y coarta la libertad –la religiosa también- de los ciudadanos, cuando no hay razón alguna que impida que las puertas de la legislación queden abiertas al reconocimiento del matrimonio para toda la vida. Hay que exigir nuestros derechos como hombres y mujeres españoles libres (ciudadanos del Estado según terminología al uso), aun siendo conscientes de la dificultad que entraña entender y asumir las alternativas propuestas en este artículo. Prima facie, se presentan como irrealizables por lo política y socialmente tan incorrecto que resulta su planteamiento, así como por su contenido concreto. El matrimonio auténtico -el de uno con una, indisoluble, bajo forma civil o religiosa- no se acepta por la sociedad ni por los operadores jurídicos. El divorcio ha deteriorado la visión de la naturaleza de la institución matrimonial por varias causas muy arraigadas: su práctica en otros países; su consiguiente imagen de pretendida conquista social y progresista; el lucrativo negocio que resulta para abogados (540 millones en honorarios el año 2004), notarios e, indirectamente, para promotores y constructores (dado el aumento exponencial de la demanda de viviendas pequeñas); la presión gay; la falta generalizada de señorío sobre las pasiones humanas; etc. Pero el que las cosas sean costosas de conocer y poner en práctica, no significa que ocultemos su verdadero ser y renunciemos a su reinstauración lege ferenda. No puede permitirse que el Derecho Civil se conforme por criterios de presión, de aptitudes sociales o por exigencias de los medios de comunicación. El deterioro familiar posdivorcio está destrozando a la sociedad española. Procede redoblar nuestros esfuerzos porque la situación está ya tan degradada que favorece el planteamiento de alternativas. Creemos que la sociedad ha cambiado y ahora, las soluciones planteadas en este artículo son más defendibles que hace 25 años. Si en la sociedad de 1981 en la que la mujer no se había incorporado masivamente al trabajo no había casi otra salida (dicho sin sentido peyorativo) para su realización personal y social que la del matrimonio, en el año 2006, cuando el matrimonio ha quedado desvirtuado, ¿por qué no plantear y exigir, esta regulación doble del matrimonio o, acaso, la separación del canónico respecto del civil? Haciéndose eco de la máxima progresista por antonomasia, de “que cada cual haga lo que quiera”, resulta muy viable defender que cada pareja escoja la modalidad de matrimonio que desee. Ha llegado el momento de invocar el derecho a decidir y de exigir cambios en la regulación jurídica del matrimonio en España: sobre este decisivo asunto, la afasia y la ataraxia, tan de moda en la actualidad, non licet. Adelante, pues... ¡Libertad! •- •-• -••• •••-• Pablo Sagarra Renedo | | Para volver a la Revista Arbil nº 103 Para volver a la tabla de información de contenido del nº 103 La página arbil.org quiere ser un instrumento para el servicio de la dignidad del hombre fruto de su transcendencia y filiación divina "ARBIL, Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el Foro Arbil El contenido de estos artículos no necesariamente coincide siempre con la línea editorial de la publicación y las posiciones del Foro ARBIL La reproducción total o parcial de estos documentos esta a disposición del público siempre bajo los criterios de buena fe, gratuidad y citando su origen. | Foro Arbil Inscrita en el Registro Nacional de Asociaciones. N.I.F. 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