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La crisis de la Identidad Europea. Reflexiones desde la tradición benedictina (III-2) La prueba del tiempo por Santiago Cantera Montenegro, O.S.B. Tras un “Pórtico” o introducción, el capítulo titulado “Cimientos: Ser e identidad de Europa” y el encabezado con el nombre de “Pilares, arcos y bóvedas: La formación de Europa”, en una segunda parte pasamos a fijarnos en el mensaje de Europa al mundo. Luego tratamos su crisis de identidad, viendo como resisten las esencias de Europa a lo largo del tiempo ante los ataques sufridos. Y ahora profundizamos en ella | Aspectos de la crisis actual: la “Posmodernidad” europea. El profesor Eudaldo Forment ha señalado siete características de la “Modernidad”: confianza ilimitada en la razón, conciencia histórica (en cuanto llegada a la madurez de un progresivo proceso universal), utopía del progreso, principio de inmanencia (la concepción del hombre dentro de los límites de la naturaleza y de la sociedad), reivindicación de la libertad, ateísmo (ya al final del proceso de la “Modernidad”, llegando a un antiteísmo) y fin de la Metafísica. En contraposición, caracteriza la “Posmodernidad” por las siguientes pecualiridades: irracionalismo (primacía de las apetencias y sentidos sobre la razón), fin de la Historia (no existe la Historia como tal, sino que simplemente debe vivirse el presente como un acto inmediato en su totalidad), politeísmo de valores (el único valor es el ser nuevo y hay un progreso sin finalidad definida, de lo que se sigue un modelo de heteromorfismo, disenso, localismo e inestabilidad, que implica la legitimación de un pluralismo de valores), primacía de lo estético (consumación del nihilismo, del sinsentido absoluto de la realidad, de la carencia de validez de los valores supremos, y por eso la preocupación central ya no es el hombre, sino la estética, orientada a lo difuso y la ruptura con la belleza), fin de la libertad (la única libertad posible es la de la disgregación, de la diferenciación y de la desaparición), indiferentismo religioso y posmetafísica (y se arriba así al “pensamiento débil”, el único posible en esta era posmetafísica). Por lo tanto, “estos siete rasgos de la posmodernidad representan una pérdida de confianza en la razón, en la realidad, en el hombre y en Dios, y muestran que en el fondo de la posmodernidad se encuentra una posición de inseguridad”. En esta “Posmodernidad” es en la que se halla inmersa la Europa actual, que viene a convertirse así de lleno en la negación de la verdadera Europa. *** “La Europa de hoy, –decía Juan Pablo II–, en el momento mismo en que refuerza y amplía su propia unión económica y política, parece sufrir una profunda crisis de valores. Aunque dispone de mayores medios, da la impresión de carecer de impulso para construir un proyecto común y dar nuevamente razones de esperanza a sus ciudadanos.” Ciertamente, como hemos visto, el camino de Europa durante la “Modernidad” ha acabado conduciendo más bien a la desesperación. La evolución del pensamiento europeo de la “Modernidad” ha recorrido una línea inmanentista, negadora de la trascendencia del hombre y de esta vida, que ha ido desplazando a Dios del centro para colocar en su lugar a un hombre endiosado e independiente de Él, hasta el grado de negar finalmente la propia existencia de Dios. Pero esto supone en realidad una negación de la propia verdad del hombre, de su situación de dependencia respecto de un Dios que, lejos de oprimirle, es Amor y le ama infinitamente. Y si lo que facilita la felicidad del hombre es precisamente su aceptación alegre de esa relación con el Dios-Amor revelado en Jesucristo, el rechazo de ella traerá de forma inevitable su propia desdicha, no deseada por Dios, sino buscada insensata aunque deliberadamente por el hombre. Como afirma el hoy P. Abad del Valle de los Caídos, Dom Anselmo Álvarez Navarrete, “‘La verdad habita en el interior del hombre’ (San Agustín); por eso ha llegado a encontrarse [en la “Modernidad” y hoy] tan lejos de sí y de su verdad, porque ya no vive dentro de sí ni de Dios: el hombre ha huido del hombre. ¿Dónde quedan hoy sus categorías distintivas: alma, espíritu, humanismo, libertad, valores, sabiduría, amor, verdad, cultura? Este sujeto, desfigurado y frivolizado, aclimatado irracionalmente al horizonte terreno, ha perdido su patrimonio, ha extraviado el pasado y no adivina el camino del futuro.” El actual problema existencial del hombre es un problema antropológico, y éste lo es de raíz teológica y metafísica. En gran medida, si se ha llegado a donde se ha llegado, es a consecuencia de una progresiva mala comprensión de la realidad del ser, de la realidad del hombre y de la realidad de Dios. El camino de la destrucción de la Metafísica y de la consideración de la Teología como un estudio propio de fases primitivas del desarrollo humano; la duda ante la posibilidad de la Filosofía y de la Religión de enseñar las realidades fundamentales; la autoafirmación del hombre como fin y meta de todas las aspiraciones, sin referentes heterónomos; todo ello ha guiado la nave europea en una dirección que sólo podía arribar finalmente al puerto de la desesperación, de la nada, de la negación del hombre mismo, porque primero se ha negado ya a su Creador. Refiriéndose a Europa, decía también Juan Pablo II que “en la raíz de la pérdida de la esperanza está el intento de hacer prevalecer una antropología sin Dios y sin Cristo”. Por eso, siguiendo la Relatio de la II Asamblea especial para Europa del Sínodo de los Obispos, añadía el Papa que “no es extraño que en este contexto se haya abierto un amplísimo campo para el libre desarrollo del nihilismo, en la filosofía; del relativismo en la gnoseología y en la moral; y del pragmatismo y hasta del hedonismo cínico en la configuración de la existencia diaria”. Recogiendo de nuevo palabras del mencionado abad benedictino, “la realidad humana que se perfila cada vez más nítidamente es la de un individuo en alejamiento vertiginoso de las cuestiones centrales; la de un sujeto que ha disuelto su ecología espiritual y ética, estética y política; alérgico a las disciplinas morales, rendido a todas las tolerancias; justificador de todas las incontinencias y que, en esta fuga de sí mismo, lleva consigo el fin de la cultura. En realidad, la ruptura del entorno humano se viene produciendo desde que el hombre se desmarcó del espacio divino y, aunque esa escisión fue restañada por Cristo, cada vez que el hombre la reabre pone en entredicho su experiencia humana y adopta él mismo el rostro ‘sin figura ni hermosura’ con que las Escrituras describieron al Mesías crucificado. […] Sólo en su verdad puede el hombre acceder a comprender lo que le rodea y el orden de relaciones que ha de guardar con ello. La acción del hombre sobre su entorno carece de sentido hasta que él haya encontrado el suyo, lo que es una de sus prioridades.” Ésta es la disyuntiva en la que se encuentra el hombre europeo, por tanto: negar su propia verdad o redescubrirla; de lo primero, sólo puede provenir para él un ahondamiento en su presente desesperanza y angustia; de lo segundo, su restauración al “instaurar todas las cosas en Cristo”, que es quien ha restaurado su dignidad devolviéndole y afianzándole la filiación respecto de Dios: “en realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado”. *** El inmanentismo filosófico ha ido de la mano de la acentuación materialista y del laicismo. Esta tendencia creciente de los tiempos modernos ha llevado consigo un terrible efecto: la pérdida del sentido de lo sagrado. Y en relación con ello, también se ha producido una pérdida del sentido de pecado y del valor de la gracia, lo cual supone un grave problema para una adecuada comprensión antropológica. Nos hallamos en gran medida ante la aparición de un neopelagianismo. El hombre de la Edad Media europea podía vivir su religión cristiana con mejor o peor fidelidad, según los casos, pero jamás dejaba de tener una visión trascendente de la realidad, que a la hora de acercarse a la muerte le hacía recapacitar sobre lo que había sido su modo de actuar hacia Dios y hacia los demás. Conforme a esa visión que afirmaba la existencia de Dios sin ponerla en duda, el hombre medieval también era capaz de comprender el valor de lo sagrado, de aquello que estaba reservado a Dios, porque Dios mismo quiere tener una presencia visible sobre la Tierra. Por eso, como decíamos en páginas anteriores, el románico y el gótico reflejan perfectamente una cosmovisión trascendente, donde lo sacral ocupa un espacio fundamental. Lo “consagrado” hace referencia a lo separado, a aquellas cosas o personas que Dios desea apartar del uso común para que le estén dedicadas a Él mismo, como signo visible de su supremacía universal. En consecuencia, una persona consagrada por entero a Dios en la vida religiosa o sacerdotal, una iglesia o un oratorio u otro templo, un objeto sagrado de uso litúrgico, un rito o ceremonia preparado debidamente, etc., se convierten en signos y testimonios elocuentes de la existencia de Dios y de su puesto central en la vida de los hombres. Y lógicamente, si esa persona consagrada deja de vestir, de comportarse y de vivir de una manera especial que evidencia su dedicación total a Dios; si ese templo comienza a aceptar en su seno usos diversos a los realmente religiosos y se vacía en su interior de los elementos que transmiten un mensaje de sacralidad; si cualquier objeto vale ya para las ceremonias litúrgicas y éstas mismas empiezan a celebrarse atendiendo más a los vaivenes de las opiniones y de los gustos de la época que conforme a la riqueza de un contenido teológico heredado de una larga tradición; entonces, en todos estos casos y en la confluencia de todos ellos, se termina produciendo un proceso de desacralización y secularización. Y éste, en realidad, fue uno de los grandes objetivos de la Revolución Francesa, pero venía ya labrándose desde la configuración de unas corrientes de pensamiento antropocéntricas y laicistas a partir del siglo XIV y sobre todo del XVI, incluyendo a la “Reforma” protestante que, so capa de eliminar la superstición para depurar la religión cristiana, no hizo sino desacralizar ésta última. El arte religioso y la Liturgia ejercen un papel fundamental en relación con la promoción de un ambiente de trascendencia y sacralidad. Por eso, si se descuidan o se admiten en ellos cualesquiera novedades sin la debida prudencia, pueden fomentar todo lo contrario: un sentido de inmanencia y de secularismo. Si consideramos por unos momentos algunas de las líneas predominantes en los recientes decenios en el arte, que también se han plasmado en numerosas iglesias construidas desde los años 50 y 60 (ya antes del Concilio Vaticano II, por lo tanto), comprenderemos que estos templos habían de posibilitar inevitablemente una tendencia desacralizadora en su propio seno. Las nuevas tipologías de plantas y estructuras (que en muchas ocasiones buscan únicamente la originalidad y en otras convierten las iglesias en auténticos teatros), junto con el gusto por mostrar desnudos los materiales tenidos como “de los tiempos nuevos” (hierros y otros metales, etc.), al mismo tiempo que la casi inexistencia de imágenes humanas de santos y la sustitución de las representaciones dotadas de normalidad por otras amorfas y desencarnadas, entre otros aspectos más, lejos de facilitar el recogimiento y la devoción del fiel, acaban haciéndole desagradable el espacio del templo y produciéndole la sensación de hallarse en un lugar tan frío y espantoso como el mundo externo que ha dado la espalda a Dios. A todo ello se suma que en los años del Posconcilio, por una aplicación muy poco afortunada de ciertas ideas de la “reforma litúrgica”, se ha arrebatado la centralidad al sagrario y se le ha desplazado a “un lugar destacado”, pero hasta el punto de que a veces casi parece jugarse con él al escondite. Además, los altares se han construido o rehabilitado como simples mesas de banquete y han perdido con frecuencia el sentido sacrificial que han de tener. Y los ambones o púlpitos, así como los atriles, si bien se han simplificado para adoptar el estilo de los que pudiera utilizar un conferenciante, han adquirido mayor importancia que el sagrario, por lo que no raramente nos parece encontrarnos en templos protestantes. Por la conjunción de todos estos elementos y de otros muchos más que sería largo enumerar, es evidente que el lugar sagrado que debe ser una iglesia ha perdido su carácter de sacralidad, al menos de cara a la comprensión del fiel. El fiel, ante este tipo de iglesias, puede sentirse tentado de acudir simplemente como cuando va a una reunión de amigos o a un espectáculo, ciertamente con un contenido religioso, pero en parte no tan distinto. Otro motivo que sin duda ha influido en la pérdida del sentido de lo sagrado es el abandono de un modo de vestir característico y distintivo de las personas consagradas a Dios, ya en la vida religiosa, ya en la sacerdotal o en ambas juntas. Es cierto, como dice el dicho español, que “el hábito no hace al monje”, pues ha de ser sobre todo en su interior y en su vida espiritual donde se forme, se afiance y se perfeccione su vocación. Pero también es verdad que el hábito contribuye a definir su vida y a defenderle respecto de las costumbres mundanas más de lo que parece. El hábito religioso y el traje talar sacerdotal son más importantes de lo que a primera vista se pudiera pensar, y tanto es así, que el Concilio Vaticano II y los Papas recientes han definido el hábito como “signo de consagración” y han pedido vivamente su uso. Si los seglares ven a los religiosos y a los sacerdotes vestidos igual que ellos y, lo que quizá es aún peor (pero va de la mano), con sus mismas costumbres propias del mundo (sin necesidad de que sean malas costumbres), es evidente que acabarán perdiendo el sentido de lo que es la vida religiosa y sacerdotal y no tendrán ya aprecio alguno por ella, con lo cual se hará más difícil también que se alienten las vocaciones a esos estados. Consecuentemente, la vida religiosa y sacerdotal no llegarán por este camino más que a ser consideradas como una especie de “ONG’s”, en el mejor de los casos. Pero muy otro es el verdadero deseo de la Iglesia. Por otro lado, y en unión estrecha con ambos aspectos (arte religioso y personas consagradas), la Liturgia ocupa un puesto fundamental en la configuración de un ambiente que apunte hacia la trascendencia y que comprenda la sacralidad. Por eso mismo, si a la Liturgia se le priva de los elementos que definen su carácter sagrado y que transmiten éste a los fieles, estaremos una vez más ante la consecuencia que venimos indicando: el empuje del secularismo y la pérdida del sentido de lo sagrado. Como advertía Juan Pablo II al hablar de la Iglesia en Europa, “algunos síntomas revelan un decaimiento del sentido del misterio en las celebraciones litúrgicas, que deberían precisamente acercarnos a él. Por tanto, es urgente que en la Iglesia se reavive el auténtico sentido de la Liturgia. Ésta, como han recordado los Padres sinodales, es instrumento de santificación, celebración de la fe de la Iglesia y medio de transmisión de la fe.” Las liturgias cristianas orientales, herederas de una larga y riquísima tradición, favorecen poderosamente un ambiente de sacralidad y trascendencia, de misterio y de presencia de lo divino entre los hombres reunidos en la iglesia para dar culto a Dios. Lo mismo puede decirse de las liturgias tradicionales occidentales (latina o romana, ambrosiana o milanesa, mozárabe, cartujana…). El cuidado con que fueron desenvolviéndose unas y otras hace pensar en lo prudente que se ha de ser a la hora de llevar a cabo las reformas litúrgicas, que pueden ser convenientes a veces, pero sin que se rompa con la Tradición y sin que se dañe el hondo trasfondo teológico que late detrás de cada signo y de cada rito. La celebración tradicional de la Santa Misa con la orientación del altar hacia el Señor favorecía y favorece mucho el sentido de sacralidad, de misterio, de trascendencia, de presencia de lo divino y de sacrificio: el sacerdote y los fieles miran al Señor, porque están allí para rendirle culto, para ofrecer la Hostia que se inmola sobre el altar renovando el supremo sacrificio de la Cruz. El sacerdote celebra la Santa Misa y los fieles se unen interiormente a la oblación de Cristo al Padre que allí tiene lugar. En cambio, la orientación del altar hacia los fieles, que se adoptó por motivos que se alegaron como pastorales (no entraremos en discusiones sobre si hubo otro trasfondo o no, entre otras cosas porque tal vez lo único que se puede conseguir con ellas es dañar la comunión de la Iglesia; optaremos de momento por considerar que hubo una actitud bienintencionada), acaba siendo negativa para la conciencia de los fieles con respecto al sentido sacrificial de la Misa y al valor teológico y místico de la misma. La orientación del altar versus populum, en vez de favorecer una idea de verticalidad en la relación de los hombres hacia Dios, promueve otra de horizontalidad, tanto en esa relación como en la habida entre el sacerdote y los fieles. Ahora bien, horizontalidad no es sinónimo de intimidad, la cual es perfectamente existente en la Misa celebrada de cara al Señor, como lo prueban los testimonios de los místicos y santos (tanto sacerdotes como seglares y religiosos no ordenados) que han experimentado una profunda unión de amor con Dios durante la Misa en rito tradicional latino. La orientación del altar hacia el pueblo corre el riesgo de acabar dando la impresión de que la Misa es lo que en muchos casos ha acabado tristemente siendo: una reunión asamblearia y amistosa de amigos que se juntan para un banquete con Jesús, pero en el que se pierde la conciencia de trascendencia, de que Él es Dios y de que sobre el altar se está ofreciendo al Padre por todos los hombres. Sobre el altar, ciertamente, se “representa” el sacrificio de la Cruz, entendiendo tal expresión en el sentido de que éste se hace de nuevo presente (se “re-presenta”); pero en las nuevas misas que muchos sacerdotes se inventan sobre la marcha, interpretando a su manera la reforma litúrgica, lo que se acaba produciendo es otro tipo de representación, no teológica y mística, sino teatral. Por otro lado, los signos de la Liturgia son enormemente ricos en significado teológico y no se trata de meros formalismos ni ritualismos sin sentido; de su adecuado cuidado y de que se expliquen a los fieles o de que no se haga así, puede depender en gran medida el que éstos conserven, acentúen o pierdan la comprensión y el valor de lo sagrado. Por eso, la música sacra es fundamental, pues es capaz de producir en el fiel una atmósfera de interioridad espiritual que le lleve a sintonizar mejor con la celebración litúrgica. La Iglesia, incluyendo lógicamente el Vaticano II, ha ensalzado tradicionalmente la riqueza que poseen en esta dirección el órgano y el canto gregoriano. Y ciertamente, cuando uno estudia un poco a fondo el gregoriano, se hace consciente de la perfección, el esmero y el amor con que está construido para realzar el valor de la Palabra de Dios expresada en la Sagrada Escritura, y cómo busca y produce eficazmente el recogimiento interior del que lo canta y del que lo escucha, y desde ese recogimiento es capaz de saltar a la trascendencia de lo divino. Sin embargo, la irrupción tantas veces incontrolada e incluso con muy mal gusto estético de instrumentos que no favorecen estas actitudes espirituales, sino otras de baile y movimiento físico, de agitación nerviosa o de mero sentimentalismo superficial (de simple amor sentimental), han terminado por hacer perder igualmente la conciencia de lo sagrado y por secularizar, una vez más, una realidad que de por sí es sagrada como la Liturgia. En cuanto a los signos y gestos, no debe olvidarse la importancia que tienen algunos como la genuflexión ante el Santísimo y el arrodillarse en la oración y en determinados momentos de la Santa Misa, como una muestra externa de adoración al que es Rey de reyes y Señor de señores, al que es Dios infinito y omnipotente, Creador y Juez. La adoración no impide la intimidad de amor ni viceversa. Una cosa es intimidad de amor, conciencia filial hacia Dios y amistad con Jesús rectamente entendida, y otra muy distinta es la amistad casi desvergonzada a que se puede llegar cuando se olvida que se está tratando con Dios, porque ha desaparecido el sentido de la adoración. El rito tradicional latino de la Misa era muy rico en esta línea de la adoración y de los tiempos en que se había de seguir de rodillas, siempre que la salud lo permitiese. Tristemente, desde la última reforma litúrgica ha quedado mucho más reducido el estar de rodillas y no son pocos los sacerdotes que incluso han indicado a los fieles que no lo estén nunca y han quitado los reclinatorios de los bancos en las iglesias. En relación con lo que decimos, la recepción de la sagrada Comunión de rodillas favorece mucho más la conciencia de adoración y de sacralidad. Por el contrario, todo lo que tienda a la horizontalidad, incluso física, tiende a hacer perder este sentido del culto que Dios merece de nuestra parte, y de su presencia real en la Eucaristía. El que hoy es Papa Benedicto XVI ha valorado la reforma litúrgica habida tras el Concilio Vaticano II con las siguientes apreciaciones, siendo aún cardenal (recogemos un texto extenso, porque creemos que merece la pena por su contenido y por su autor): “El segundo gran evento al comienzo de mis años de Ratisbona fue la publicación del Misal de Pablo VI, con la prohibición casi completa del Misal precedente, tras una fase de transición de cerca de seis meses. El hecho de que, después de un período de experimentación que a menudo había desfigurado profundamente la Liturgia, se volviese a tener un texto vinculante, era algo que había que saludar como seguramente positivo. Pero yo estaba perplejo ante la prohibición del Misal antiguo, porque algo semejante no había ocurrido jamás en la historia de la Liturgia. Se suscitaba, por cierto, la impresión de que esto era completamente normal: el Misal precedente había sido realizado por Pío V en el año 1570, a la conclusión del concilio de Trento; era, por tanto, normal que, después de cuatrocientos años y un nuevo Concilio, un nuevo Papa publicase un nuevo Misal. Pero la verdad histórica era otra. Pío V se había limitado a hacer reelaborar el Misal romano entonces en uso, como en el curso vivo de la historia había siempre ocurrido a lo largo de todos los siglos. Del mismo modo, muchos de sus sucesores reelaboraron de nuevo este Misal, sin contraponer jamás un Misal al otro. Se ha tratado siempre de un proceso continuado de crecimiento y de purificación en el cual, sin embargo, nunca se destruía la continuidad. Un Misal de Pío V, creado por él, no existe realmente. Existe sólo la reelaboración por él ordenada como fase de un largo proceso de crecimiento histórico. La novedad, tras el concilio de Trento, fue de otra naturaleza: la irrupción de la reforma protestante había tenido lugar sobre todo en la modalidad de ‘reformas’ litúrgicas. No existía simplemente una Iglesia Católica junto a otra protestante; la división de la Iglesia tuvo lugar casi imperceptiblemente y encontró su manifestación más visible e históricamente más incisiva en el cambio de la Liturgia que, a su vez, sufrió una gran diversificación en el plano local, tanto que los límites entre lo todavía católico y lo que ya no lo era se hacían con frecuencia difíciles de definir. En esta situación de confusión, que había sido posible por la falta de una normativa litúrgica unitaria y el pluralismo litúrgico heredado de la Edad Media, el Papa decidió que el Missale Romanum, el texto litúrgico de la ciudad de Roma, católico sin ninguna duda, debía ser introducido allí donde no se pudiese recurrir a liturgias que tuviesen por lo menos doscientos años de antigüedad. Donde se podía demostrar esto último, se podía mantener la liturgia precedente, dado que su carácter católico podía ser considerado seguro. No se puede, por tanto, hablar de hecho de una prohibición de los anteriores y hasta entonces legítimamente válidos misales. Ahora, por el contrario, la promulgación de la prohibición del Misal que se había desarrollado a lo largo de los siglos desde el tiempo de los sacramentarios de la Iglesia antigua, comportó una ruptura en la historia de la Liturgia cuyas consecuencias sólo podían ser trágicas. Como ya había ocurrido muchas veces anteriormente, era del todo razonable y estaba plenamente en línea con las disposiciones del Concilio que se llegase a una revisión del Misal, sobre todo considerando la introducción de las lenguas nacionales. Pero en aquel momento acaeció algo más: se destruyó el antiguo edificio y se construyó otro, si bien con el material del cual estaba hecho el edificio antiguo y utilizando también los proyectos precedentes. No hay ninguna duda de que este nuevo Misal comportaba en muchas de sus partes auténticas mejoras y un verdadero enriquecimiento, pero el hecho de que se presentase como un edificio nuevo, contrapuesto a aquel que se había formado a lo largo de la historia, que se prohibiese este último y se hiciese aparecer la Liturgia de alguna manera ya no como un proceso vital, sino como un producto de erudición de especialistas y de competencia jurídica, nos ha producido unos daños extremadamente graves. Porque se ha desarrollado la impresión de que la Liturgia se ‘hace’, que no es algo que existe antes que nosotros, algo ‘dado’, sino que depende de nuestras decisiones. Como consecuencia de ello, no se reconoce esta capacidad sólo a los especialistas o a una autoridad central, sino a que, en definitiva, cada ‘comunidad’ quiera darse una liturgia propia. Pero cuando la Liturgia es algo que cada uno hace a partir de sí mismo, entonces no nos queda ya la que es su verdadera cualidad: el encuentro con el misterio, que no es un producto nuestro, sino nuestro origen y la fuente de nuestra vida. Para la vida de la Iglesia es dramáticamente urgente una renovación de la conciencia litúrgica, una reconciliación litúrgica que vuelva a reconocer la unidad de la historia de la Liturgia y comprenda el Vaticano II no como ruptura, sino como momento evolutivo. Estoy convencido de que la crisis eclesial en la que nos encontramos hoy depende en gran parte del hundimiento de la Liturgia, que a veces se concibe directamente etsi Deus non daretur: como si en ella ya no importase si hay Dios y si nos habla y nos escucha. Pero si en la Liturgia no aparece ya la comunión de la fe, la unidad universal de la Iglesia y de su historia, el misterio del Cristo viviente, ¿dónde hace acto de presencia la Iglesia en su sustancia espiritual? Entonces la comunidad se celebra sólo a sí misma, que es algo que no vale la pena. Y dado que la comunidad en sí misma no tiene subsistencia, sino que, en cuanto unidad, tiene origen por la fe del Señor mismo, se hace inevitable en estas condiciones que se llegue a la disolución en partidos de todo tipo, a la contraposición partidaria en una Iglesia que se desgarra a sí misma. Por todo esto tenemos necesidad de un nuevo movimiento litúrgico que haga revivir la verdadera herencia del concilio Vaticano II.” Con respecto a la orientación del altar, el entonces cardenal Ratzinger redactó un prefacio en noviembre de 1992 para la edición francesa de la obra del liturgista alemán Klaus Gamber (1919-89), ¡Vueltos hacia el Señor!, en la que el autor demostraba con potentes argumentos que la tradición litúrgica del Oriente y del Occidente cristianos siempre había dispuesto el altar y la celebración de la Santa Misa hacia el Señor, teniendo su origen en la orientación hacia el este en alusión a Jesucristo. Según señalaba el que hoy es Benedicto XVI, “los argumentos históricos aportados por el autor, se fundamentan en un profundo estudio de las fuentes, que él mismo efectuó; concuerdan con los resultados de grandes sabios […]. Pero lo que da importancia a este libro es sobre todo el substrato teológico […]. La orientación de la oración común a sacerdotes y fieles (cuya forma simbólica era generalmente en dirección al este, es decir, al sol que se eleva), era concebida como una mirada hacia el Señor, hacia el verdadero sol. Hay en la Liturgia una anticipación de su regreso; sacerdotes y fieles van a su encuentro. Esta orientación de la oración expresa el carácter teocéntrico de la Liturgia: ‘Volvámonos hacia el Señor’.” El entonces cardenal dijo nuevamente un poco después, en febrero de 1993, que lo que le interesaba realmente de este libro no era la conclusión histórica de Gamber, sino que “el punto central es el núcleo teológico contenido en este hecho histórico, por lo que la Liturgia no es una autocelebración de la comunidad, sino que está orientada hacia el Señor. De manera que la mirada común, de cada fiel y del sacerdote va hacia el Señor.” No obstante, el actual Pontífice Romano se muestra prudente y cauteloso a la hora de realizar nuevas reformas litúrgicas en profundidad y opta por una fase de maduración que con el tiempo llevará sin duda incluso a una “reforma de la reforma”, pero siempre dejando esto en manos de la Providencia. Para él, hay que evitar ahondar aún más esa inquietud que se ha creado en los últimos decenios, por la que parece que la Liturgia es algo completamente mudable según los gustos del momento, lo cual sólo crea turbación entre los fieles. Lo necesario ahora es sobre todo afirmar con fuerza la realidad del Misterio, el gran legado litúrgico en sus elementos esenciales, y no exponer al arbitrio de un sacerdote o de un grupo litúrgico esa realidad que nos precede y que es más grande que nosotros. *** Como indicábamos antes, en relación con la pérdida del sentido de lo sagrado y del misterio se ha producido también una pérdida del sentido del pecado y de la necesidad de la gracia sobrenatural. En buena medida, en ello han influido asimismo todas las corrientes filosóficas y políticas de la “Modernidad”, laicistas y utópicas, que afirmaban la llegada de unos tiempos nuevos en los que el hombre, por sus propias fuerzas y con sus propios recursos, era ya capaz de construir un paraíso terrenal. En bastantes de estas visiones, como la de Rousseau y la marxista, la culpa de los males existentes sobre la Tierra no se descubría en el uso inadecuado y perverso de la libertad humana, sino que se achacaba a la sociedad o a unas estructuras económico-ideológicas. Rousseau, de lleno, incurría en un neopelagianismo, y a su manera también lo han hecho otras teorías. Evidentemente, tal actitud, a la que se deben añadir ideas como la kantiana de la necesidad de una moral autónoma del hombre individual frente a cualquier tipo de dependencia ética externa, debía acabar conduciendo a un relativismo absoluto, en el que la única y verdadera norma de comportamiento, las más de las veces, llegaría a ser simplemente el “todo vale”, del que tanta gala se hace hoy en la práctica y a veces incluso en la teoría. Estas posturas supuestamente optimistas, en realidad más bien ciegas y cegadoras, pues se niegan a reconocer la verdad del hombre, coinciden en una comprensión errónea de la libertad y en la negación de aquel dogma cristiano que explica a la perfección el origen del mal en la vida humana: el pecado original. Es algo que ya señaló Donoso Cortés cuando estudió las raíces filosóficas del liberalismo y del socialismo en comparación con los principios fundamentales del catolicismo. La “Modernidad” ha conducido a una concepción de la libertad como una ausencia de trabas externas a los deseos y caprichos del sujeto, una inexistencia de limitaciones a sus aspiraciones legítimas o ilegítimas, una carencia total de normas morales supremas que puedan restringir la actividad del individuo. Por esta vía, evidentemente, se arriba al final en el egoísmo y el individualismo, como sucede en el liberalismo, o bien a su opuesto más absoluto, como ocurre en las tendencias totalitarias, porque la reacción a un exceso (en este caso el de la libertad) suele ser con frecuencia la caída en el contrario. El problema, por tanto, es que se ha venido entendiendo la libertad como un fin en sí mismo y de un modo superficial, sin llegar a descubrir su auténtico y profundo valor. Como indicó Donoso Cortés, algunos (los liberales, y después otros más) confunden la libertad con una independencia soberana, lo cual es un error, porque esto se aparta del concepto cristiano católico de libertad. La libertad, para el catolicismo, no es un fin en sí mismo, sino que está orientada hacia el bien; la libertad perfecta consiste, no en escoger, como habitualmente se piensa, sino en entender y querer perfectamente, así que sólo Dios es perfectamente libre. El hombre, creado a su imagen y semejanza, ha quedado sin embargo herido por el pecado original, tanto en su entendimiento como en su voluntad, de tal modo que su libertad es ahora imperfecta, pues en función de la facultad de escoger, puede apartarse del bien y caer en el error, puede apartarse de Dios y caer bajo el dominio del demonio. No obstante, para restaurar al hombre, Dios le ofrece su gracia, que mueve la voluntad del hombre, el cual debe cooperar. Es así como el hombre, ayudado por Dios y cooperando libremente con Él, queriendo y entendiendo el bien gracias a Él, se eleva para hacerse perfectamente libre y dichoso. Cuando se entrega a su propia ley, acaba siendo esclavo de sí mismo y del demonio; en cambio, cuando se somete libremente a Dios, es realmente libre en sus manos amorosas, que le dignifican y restauran. Pero, al haber olvidado el hombre contemporáneo este sentido de la libertad, a raíz de la Ilustración y del liberalismo, se ha entregado a sus propios antojos, y de ahí se han originado innumerables desgracias. Por lo tanto, van de la mano la correcta comprensión de la libertad, del pecado y de la gracia, y si se produce un sesgo en uno de estos conceptos o se interpreta indebidamente, se genera un error global. El pecado, como acertadamente afirma Donoso, es la negación por excelencia, la negación universal y absoluta, pues niega todo lo que Dios afirma, y lo que Dios afirma es la verdad y el bien. El mal tiene su origen en el uso equivocado que el hombre hizo de la facultad de escoger, la cual constituye la imperfección de la libertad humana; el hombre escogió de forma inadecuada, se apartó de Dios y de la verdad que sólo está en Él, y lo hizo así porque su entendimiento cayó en el error; quiso, no el bien que sólo está en Dios, sino el mal, que es la negación del bien; y no obró el bien (porque no lo entendía ni lo quería), sino el pecado (que es la negación simultánea de la verdad y del bien). Esta negación que supuso el pecado no afectó a las esencias de las cosas, que continuaron siendo buenas en sí, pero el pecado les arrebató la soberana armonía que Dios había puesto en ellas, alteró el orden por el que todo se dirigía hacia Dios. El mal, por tanto, fue la negación del orden que puso Dios en todas las cosas creadas y, en consecuencia, supuso el desorden. Ahora bien, como ya se ha apuntado, Dios no se deja ganar en generosidad y concede al hombre la gracia sobrenatural, gracias a la obra redentora de Jesucristo. La gracia permite al hombre verse ayudado para dirigir de nuevo toda su vida y todos sus actos hacia su verdadero fin, que es Dios mismo. Y el medio fundamental para transmitir la gracia al hombre son los Sacramentos, instituidos por Jesucristo en su Iglesia. De entre ellos, la Eucaristía posee un relieve singular. De ahí la importancia de la Santa Misa y de la catequesis que en ella misma puede realizarse si se celebra debidamente. La Santa Misa puede hacer comprender al fiel su condición pecadora y moverle al arrepentimiento, por el que adquiera una actitud penitente y de conversión que le abra a la acción de la gracia. En este sentido, las liturgias orientales son extraordinariamente ricas, como lo es también el rito tradicional latino. En él, el aspecto penitencial queda subrayado de manera notable en varios momentos: con el rito inicial de la Misa y la actitud humilde del sacerdote como intercesor de la comunidad; con el rezo del Confiteor (que incide en lo personal) dos o incluso tres veces, distinguiendo además la vez que lo reza el sacerdote y la que lo hacen los fieles, con lo cual todos toman conciencia de la condición pecadora del hombre; con el rezo o canto de la invocación Kyrie eleison, hasta nueve veces; con la recitación o canto del Agnus Dei; con la triple repetición de la frase del centurión, Domine, non sum dignus, antes de comulgar (lo cual resalta la grandeza del amor de Dios, que se entrega como alimento a quien es indigno y pecador); con los golpes de pecho en muchos de estos momentos (Confiteor, Agnus Dei y Domine, non sum dignus), que son además un sacramental. Es una lástima, en cambio, que por una simplificación tan grande como la efectuada en la elaboración de la nueva misa en la época del Posconcilio, esta incidencia catequética, de raíz teológica y espiritual, en la condición pecadora del hombre y en la grandeza del amor de Dios que perdona, se haya reducido sensiblemente: un Confiteor resumido y que es posible incluso sustituir por otra fórmula penitencial más breve y menos personal, el Kyrie limitado por lo general a sólo tres veces, el Domine, non sum dignus recitado una única vez… y la casi inexistencia de los golpes de pecho, pues ya no están presentes habitualmente en el Agnus Dei (el cual en ocasiones es suprimido por el parecer particular de algunos sacerdotes para introducir en su lugar un canto de nueva creación y sin reconocimiento eclesiástico), ni en el Domine, non sum dignus, y con frecuencia tampoco en el momento del Confiteor, porque no es raro que a éste sea preferida otra fórmula penitencial más breve. No es del todo raro, pues, que el decaimiento de la catequesis realizada por la Liturgia, unida al espíritu neopelagiano que viene avanzando en Europa desde la “Modernidad”, haya hecho retroceder de manera importante la práctica del sacramento de la Penitencia, que con acierto Juan Pablo II insistió en llamar también de la Reconciliación para resaltar este valor teológico que lo caracteriza. Frente a lo que con frecuencia se dice y se trata de inculcar desde los medios hostiles al catolicismo, éste no crea un complejo de culpa, al menos cuando la doctrina católica es bien enseñada y vivida. Favorece, eso sí, una capacidad de reconocimiento de la propia realidad de la persona, de sus limitaciones, de su condición como ser digno creado por Dios pero herido por el pecado original y, por ello, inclinado a moverse por motivos egoístas que le apartan de su verdadero fin. Y al promover un frecuente examen de conciencia, conduce también a que la persona descubra una realidad maravillosa, como es la del perdón divino, la del Amor infinito de Dios que acude en busca del pecador y le muestra su misericordia. Por eso, lo que el catolicismo en verdad posibilita al hombre es un realismo esperanzador, le ofrece la confianza en un Dios-Amor que es capaz de hacerle superar las limitaciones derivadas de su condición pecadora. El pecador arrepentido se sabe perdonado y, por eso, vive feliz con esperanza y amor; al dolor por el pecado le sucede la alegría del perdón. Dirigiéndose a la Iglesia en Europa, Juan Pablo II explicaba esto con claridad: “Junto con la Eucaristía, el sacramento de la Reconciliación debe tener también un papel fundamental en la recuperación de la esperanza: En efecto, la experiencia personal del perdón de Dios para cada uno de nosotros es fundamento esencial de toda esperanza respecto a nuestro futuro. Una de las causas del abatimiento que acecha a muchos jóvenes de hoy debe buscarse en la incapacidad de reconocerse pecadores y dejarse perdonar, una incapacidad debida frecuentemente a la soledad de quien, viviendo como si Dios no existiera, no tiene a nadie a quien pedir perdón. El que, por el contrario, se reconoce pecador y se encomienda a la misericordia del Padre celestial, experimenta la alegría de una verdadera liberación y puede vivir sin encerrarse en su propia miseria. Es necesario, pues, que se revitalice en Europa el sacramento de la Reconciliación. Se recuerda, sin embargo, que la forma del Sacramento es la confesión personal de los pecados seguida de la absolución individual. […] Ante la pérdida tan extendida del sentido del pecado y la creciente mentalidad caracterizada por el relativismo y el subjetivismo en el campo moral, es preciso que en cada comunidad eclesial se imparta una seria formación de las conciencias.” Podemos concluir esta cuestión considerando que el neopelagianismo de los tiempos modernos y “posmodernos” no ha traído sino fatales consecuencias: al creerse dueño por completo de sus propios destinos y carecer de la noción de incurrir en un desorden moral, el hombre puede llegar a cometer los más atroces crímenes contra sus semejantes y dañar la Naturaleza, con el fin de establecer su particular paraíso terrenal. Si hoy peligra la ecología mundial, en buena medida es a raíz de esta mentalidad. Si los grandes totalitarismos desde la Revolución Francesa han realizado los genocidios que han caracterizado una parte considerable de la historia europea, se ha debido igualmente a dicha mentalidad. La mala comprensión de la libertad y la pérdida del sentido del mal moral y del pecado, así como la negación de la necesidad de la gracia divina para el hombre, no pueden sino llevar a terribles daños para el hombre y para la Tierra que habita. *** Al desaparecer la conciencia de pecado y la consiguiente esperanza en el perdón misericordioso de un Dios que es Amor, el hombre cae en una situación de tristeza existencial e incluso de angustia. Y si a ello unimos las corrientes ideológicas que por una vía u otra terminan en este puerto, sobra toda explicación sobre el proceso. Hoy, ciertamente, muchos europeos viven inmersos en una situación de desazón psíquica, soledad afectiva, vacío interior, etc. A pesar del desarrollo material y del aparente confort exterior, en lo íntimo de muchas personas, tanto de mediana edad y mayores como jóvenes (lo cual es quizá aún más preocupante), se produce esta realidad. Y de ella se derivan otras consecuencias de fatales resultados para la sociedad: inestabilidad emocional (que se traduce en inestabilidad ante las grandes opciones de la vida: matrimonio y familia, vocación religiosa y/o sacerdotal, profesión, etc.), falta de un carácter debidamente formado y firme, dominio del capricho sobre la razón, voluntad sometida a una tiranía de los sentidos, etc. En definitiva, es una sociedad débil, compuesta por hombres y mujeres sin fundamentos sólidos, bastante fácil de manipular estimulando y excitando las pasiones que ejercen su imperio tiránico: pasión del dinero, pasión del sexo, pasión de la comodidad, etc. Pero como decimos, a un mismo tiempo es una sociedad débil, y ello la convierte en presa fácil de civilizaciones emergentes o que resurgen y amenazan con engullirla, como es el caso, ante todo, de la islámica. Con razón decía la Beata Madre Teresa de Calcuta que es peor la pobreza de los países ricos que la existente en el Tercer Mundo: en éste hay una pobreza material, pero la religión produce la alegría del hombre y de las familias; en aquéllos, sin embargo, existe una pobreza espiritual, que se caracteriza por la tristeza y la impresión del sinsentido de la vida. Quienes hemos estado en el mundo de la enseñanza, quienes hemos podido comprobar el carácter de muchos jóvenes ante una vocación religiosa y quienes contemplamos lo que hoy está sucediendo en los matrimonios, nos percatamos del problema de inmadurez e inestabilidad que afecta actualmente a la sociedad europea y nos hacemos conscientes de las fatales consecuencias que ello está trayendo ya y aún tiene que traer a nuestra civilización. En gran medida, este perfil psíquico de las generaciones medias y jóvenes de la Europa occidental es consecuencia de la evolución a la que ha llevado el pensamiento de la “Modernidad” y su aplicación social en el continente. En buena parte, asimismo, es fruto de los valores, o más bien pseudovalores, que se inculcan constantemente desde los medios de comunicación (o, mejor dicho, “medios de transformación mental”). Y en buena dosis, tiene también otras causas, pero la más importante de ellas es sin duda la desestructuración que la sociedad está experimentando por el hundimiento de la estabilidad y de la vida familiar: rota la familia, queda destrozado el crecimiento y la maduración normal de la persona; aniquiladas la familia y la persona, la sociedad sufre un debilitamiento brutal por la carencia de las células que le dan vida. *** El pensador francés Jean Madiran ha hablado de la formación de una especie de frente “Todo Contra Natura” (T.C.N.) en nuestros días, como una amalgama de diversas tendencias que coinciden en la búsqueda de una inversión progresiva pero total de la moral y del derecho. En este frente concurren aquellos que combaten la familia, la vida, el orden natural, el sentido de Patria, etc. Desde luego, en consonancia con lo que acabamos de decir acerca de la destrucción de la familia, no hay duda de que se ha emprendido una verdadera campaña contra ella y contra su fundamento: el matrimonio entre un hombre y una mujer, con carácter estable. “Son muchos –decía Juan Pablo II– los factores culturales, sociales y políticos que contribuyen a provocar una crisis cada vez más evidente de la familia. Comprometen en buena medida la verdad y dignidad de la persona humana y ponen en tela de juicio, desvirtuándola, la idea misma de familia. El valor de la indisolubilidad matrimonial se tergiversa cada vez más; se reclaman formas de reconocimiento legal de las convivencias de hecho, equiparándolas al matrimonio legítimo; no faltan proyectos para aceptar modelos de pareja en los que la diferencia sexual no se considera esencial.” La ofensiva divorcista fue sin duda la primera en el proceso de destrucción de la familia, después de la emprendida para promover el matrimonio civil frente al canónico. Pero los efectos del divorcio, como en general los de la ruptura de la vida de los matrimonios (también las separaciones), son innegablemente terribles para los cónyuges, mucho más aún para los hijos y, en consecuencia, también para el conjunto de la sociedad. Esto lo sabemos bien quienes hemos sido docentes. Los hijos de matrimonios rotos crecen con un profundo dolor interior y no raramente éste les provoca secuelas irreversibles en su carácter: tristeza, decaimiento y tendencia depresiva, carencia de objetivos y consiguiente vida descentrada, falta de ilusión ante el futuro, sensación de soledad y de ausencia de afecto, etc. Si no existe una fe religiosa firme en estos chicos, no podrán albergar ningún género de esperanza en sus almas. Por otra parte, cuando los padres han llegado a la ruptura total ante la ley por medio del divorcio (que no rompe los vínculos contraídos entre ellos ante Dios), con frecuencia inician un recorrido sentimental que va como en espiral, uniéndose cada uno (o al menos aquel que no tiene unas convicciones religiosas muy sólidas) a una nueva pareja; y cuando un poco más adelante se cansan ya de ésta, se unen a otra nueva, y luego a otra… Se da así el caso, cada vez más, de hijos que ven a su madre con un hombre distinto de su padre, y a éste con una mujer distinta de su madre, y no pocas veces, como decimos, acaban viendo pasar por delante de sus ojos una lista más o menos larga de nuevos hombres y mujeres con los que les será imposible sentir y establecer los lazos afectivos que, de forma natural, les podían unir a sus verdaderos padres. Y con relación a los padres, además, en numerosas ocasiones se acaban debilitando tales lazos, porque llegan a comprender que les importan más los nuevos emparejamientos que los propios hijos, y que éstos más bien les estorban. De este modo, se acrecienta la sensación de crecer sin auténtico afecto y sin un matrimonio estable en el que vean verdadero amor mutuo y entre padres e hijos; y a ello se suma el hecho de que estos hijos se están criando sin unos referentes firmes en los que poder fijarse y con los que desear conformarse como modelos ejemplares; y si adquieren un ejemplo, es el de la inestabilidad y el continuo cambio de pareja. Todo lo cual, por supuesto, acaba conduciendo a la más total inestabilidad e inmadurez de las nuevas generaciones y a la más absoluta inestabilidad y debilidad de la sociedad conformada por tales miembros. Hace tiempo recogimos del semanario Alfa y Omega una frase de Enrique Rojas, catedrático de Psiquiatría, que afirmaba lo siguiente: “La vida afectiva está hoy sometida a la demolición de una sociedad neurótica que fabrica parejas débiles y frágiles. En el hombre moderno, amor y trabajo llevan direcciones opuestas: se afianza lo profesional, y lo afectivo cae en la rutina y en relaciones de escasa madurez.” En gran medida, toda esta crisis del matrimonio y de la familia, que conlleva una crisis entera de la persona y de la sociedad, viene producida por el reduccionismo que del amor han venido obrando corrientes como el romanticismo liberal y el pansexualismo freudiano, con sus diversas modalidades y derivaciones. Es indudable que hoy día predomina un ambiente de sensualismo y de sentimentalismo en Europa y en general en el Occidente, impulsado además por el mundo del cine y de los medios de comunicación. En consecuencia, vivimos inmersos en una crisis no únicamente espiritual del amor, sino también metafísica. Existe un desconocimiento y a veces un rechazo abierto a las verdaderas y sólidas raíces del amor humano, que son de orden trascendente y metafísico y encuentran su causa primera en el mismo Amor de Dios. En efecto, como certeramente afirma Santo Tomás de Aquino, el amor de Dios es la causa de la bondad de las cosas, porque crea e infunde la bondad en las criaturas. El amor es el primer movimiento de la voluntad, y por tanto en Dios hay amor, si bien en Él no conoce el afecto de la pasión, porque no está sometido al apetito sensitivo por su ser puramente espiritual. De esta manera, el amor es una realidad que va más allá de lo meramente sentimental y pasional; tiene unas raíces metafísicas (el ser de las cosas creadas participa del Amor creador de Dios, que las hace buenas y por eso son tanto mejores cuanto más amadas son por Dios) y, como se ve, del todo trascendentes y espirituales. No obstante, es verdad que en el hombre, debido a la unión sustancial de cuerpo y alma que le caracteriza, el amor tiene una dimensión sentimental y sexual, conforme a lo que determinó la sabiduría de Dios al crearle. El amor humano es un amor encarnado y, por eso, se expresa a través del sentimiento y, en el caso del amor procreador entre un hombre y una mujer, también por medio del sexo. En consecuencia, el sentimiento y el sexo forman una parte importante del amor humano y, según el designio divino, gozan de una auténtica dignidad y merecen un respeto. Pero, por esto mismo y porque no sólo el sentimiento y el sexo dan cumplida cuenta del amor humano, no se puede reducir éste a mero sentimiento ni a simple sexo, ni separados ni juntos. El amor humano, sin olvidar esta dimensión sentimental y sexual, va mucho más allá: es de raíz metafísica y espiritual y apunta a la trascendencia. El problema actual es que, según decimos, se realiza un planteamiento reduccionista y se confunde el amor con el sentimiento y/o con el sexo. Los resultados son fatales, porque el mero acto sexual no satisface de por sí la completa personalidad humana y el mero sentimiento es algo que puede variar e incluso desaparecer en un cierto momento. Quien se deja llevar por el sentimiento, será totalmente inestable, porque el sentimiento sufre oscilaciones, sin duda más en unos caracteres y menos en otros, pero por sí mismo es incapaz de mantener una constancia. Esta constancia sólo puede alcanzarse por una educación del carácter, que comprenda una formación de la voluntad y el ejercicio de un dominio de la razón sobre ésta, y todo ello desde la paz interior que sólo la vida espiritual en Dios puede facilitar; es decir, en último grado es necesaria la gracia sobrenatural que Dios otorga para el bien y el crecimiento total del hombre y que culminará con el logro de la dicha eterna. Conforme a lo que decimos, el verdadero amor habrá de quedar demostrado en los momentos en que el sentimiento desaparece, igual que sucede en la vida espiritual cuando el fervor se ausenta e incluso hacen su entrada las tormentas interiores. Es evidente que el enamoramiento primero que una pareja vive en ciertos momentos de su noviazgo y especialmente en sus primeros tiempos ya como matrimonio, habrá de experimentar una evolución, unos cambios notables, unas pruebas a veces duras y, en definitiva, una maduración que le habrá de conducir a unas fases más avanzadas que lo que podía ser un mero sentimentalismo. Hoy, sin embargo, esto no se comprende, porque se confunde el amor con el sentimiento y con el goce del sexo. Y puede darse el caso de que el sentimiento del amor en un matrimonio llegue a desaparecer en una ocasión de prueba o de dificultad por cualquier motivo e incluso sin saberse por qué, sino únicamente por la propia variabilidad de los sentimientos humanos. Pero entonces, igual que en la vida espiritual, igual que en la relación de amor del hombre con Dios cuando desaparece el fervor, ha de entrar otra faceta más profunda del amor: la lealtad, la fidelidad, la perseverancia, la espera confiada. Sobre todo, esta espera confiada en que los malos momentos pasarán, en que el enamoramiento primero se puede alentar de nuevo, en que siempre se pueden descubrir nuevos valores en la otra persona, en que la constancia del uno junto al otro en la prueba será capaz de superar las sombras, en que hay un Dios-Amor que, en la persona de su Hijo, ha elevado el matrimonio a la categoría de sacramento y no dejará sin llenar con su gracia a aquellos que viven en este estado y quieren vivirlo en espíritu de santidad. Tal espera confiada nace, en realidad, de la esperanza cristiana y del convencimiento de la autenticidad del amor, que no se limita a un engañoso sentimentalismo. Y para esta espera confiada, por supuesto, es necesaria también una gran capacidad de perdón hacia la otra persona y una gran humildad para saber pedirle perdón. Como Dios nos ha perdonado en Cristo, también los cónyuges deben perdonarse mutuamente, e incluso han de saber pedir perdón aun cuando no hubiera motivo: esa actitud de anonadamiento (igual que el Verbo se anonadó para hacerse hombre y redimirnos) es capaz de romper hielos que parecían insolubles. Por todo lo que venimos diciendo, advertía Juan Pablo II que “la Iglesia de Europa, en todos sus estamentos, ha de proponer con fidelidad la verdad sobre el matrimonio y la familia. […] En este contexto, se pide a la Iglesia que anuncie con renovado vigor lo que el Evangelio dice sobre el matrimonio y la familia, para comprender su sentido y su valor en el designio salvador de Dios. En particular, es preciso reafirmar dichas instituciones como provenientes de la voluntad de Dios. Hay que descubrir la verdad de la familia como íntima comunión de vida y amor, abierta a la procreación de nuevas personas, así como a su dignidad de ‘iglesia doméstica’ y su participación en la misión de la Iglesia y en la vida de la sociedad. […] Se debe profundizar la teología del matrimonio y de la familia; proclamar con firmeza e integridad […] la verdad y la belleza de la familia fundada en el matrimonio de un hombre y una mujer, entendido como unión estable y abierta al don de la vida; […] hay que ofrecer con solicitud materna por parte de la Iglesia una ayuda a los que se encuentran en situaciones difíciles […]; sostener el justo protagonismo de las familias, individualmente o asociadas, en la Iglesia y en la sociedad, y esforzarse para que los Estados y la Unión Europea misma promuevan auténticas y adecuadas políticas familiares. Se ha de prestar una atención particular a que los jóvenes y los novios reciban una educación al amor, mediante programas específicos de preparación al sacramento del Matrimonio […]. Finalmente, la Iglesia ha de acercarse también, con bondad materna, a las situaciones matrimoniales en las que fácilmente puede decaer la esperanza”, sabiendo asimismo acoger caritativamente a los católicos divorciados y vueltos a casar civilmente, sin que por ello se confunda la verdad y se dé por buena y legítima su situación. *** Otro de los objetivos principales del mencionado “T.C.N.” se centra en la inversión del valor de la vida humana: desde un planteamiento individualista, se pretende hacer pensar que el aborto y la eutanasia son medios lícitos para acabar con la vida de un ser humano, porque así les puede convenir a ciertas personas que libremente opten por estos medios. Se ha configurado así en Europa, y en todo el Occidente en general, lo que con acierto Juan Pablo II denominó en numerosas ocasiones una “cultura de la muerte”, frente a la cual urge relanzar una “cultura de la vida”. Refiriéndose al Viejo Continente, el citado Pontífice señalaba: “El envejecimiento y la disminución de la población que se advierte en muchos países de Europa es motivo de preocupación; en efecto, la disminución de los nacimientos es síntoma de escasa serenidad ante el propio futuro; manifiesta claramente una falta de esperanza y es signo de la ‘cultura de la muerte’ que invade la sociedad actual. Junto con la disminución de la natalidad, se han de recordar otros signos que contribuyen a delinear el eclipse del valor de la vida y a desencadenar una especie de conspiración contra ella. Entre ellos se ha de mencionar con tristeza, ante todo, la difusión del aborto, recurriendo incluso a productos químico-farmacéuticos que permiten efectuarlo sin tener que acudir al médico y eludir cualquier forma de responsabilidad social; ello es favorecido por la existencia en muchos Estados del continente de legislaciones permisivas de un acto que es siempre un ‘crimen nefando’ y un grave desorden moral. Tampoco se pueden olvidar los atentados perpetrados por la intervención sobre los embriones humanos […]. Se ha de citar también la tendencia, detectada en algunas partes de Europa, a creer que se puede poner conscientemente punto final a la propia vida o a la de otro ser humano: de aquí la difusión de la eutanasia […].” El aborto, la manipulación genética que termina con frecuencia en la destrucción de embriones humanos “inservibles” y la eutanasia, son ciertamente formas de asesinato que en buena parte de Europa se realizan bajo el amparo de la ley y se muestran a la sociedad como signo evidente del progreso. Pero es evidente, cuando se llega a esta situación, que se ha producido una pérdida de la valoración de la persona y de la vida humanas. Todas aquella preciosa doctrina tomista de la persona que veíamos en el capítulo sobre “El mensaje de Europa”, es radicalmente negada por la práctica legal de los “Estados democráticos y de Derecho” de Europa que cuentan con tales legislaciones propias de la “cultura de la muerte”. No deja de ser triste, y debe hacer recapacitar a los votantes católicos, el hecho de que partidos políticos que buscan su respaldo electoral hayan permitido el mantenimiento de las medidas abortistas cuando han llegado al poder y que incluso las hayan incrementado, por ejemplo con la introducción de la píldora abortiva y de su difusión financiada por el sistema nacional de seguridad social. Es algo que debe mover a los seglares católicos a comprometerse realmente en política y buscar nuevas vías alternativas, si es necesario dando origen a nuevos partidos de clara inspiración católica que no se dejen vencer por complejos vergonzantes y que afronten con entereza una política basada en auténticos principios cristianos. Ante el bien y la verdad, no caben las ambigüedades. “Ante este estado de cosas –proseguía el Papa–, es necesario ‘servir al Evangelio de la vida’ incluso mediante una movilización general de las conciencias y un común esfuerzo ético, para poner en práctica una gran estrategia en favor de la vida. Éste es un gran reto que se debe afrontar con responsabilidad, convencidos de que el futuro de la civilización europea depende en gran parte de la decidida defensa y promoción de los valores de la vida, núcleo de su patrimonio cultural; se trata, pues, de devolver a Europa su verdadera dignidad, que consiste en ser un lugar donde cada persona ve afirmada su incomparable dignidad.” *** Otra dimensión agresiva del “T.C.N.” es la lucha por la inversión del orden natural, pretendiendo hacer que se llegue a considerar como normal lo que no lo es y viceversa. Especialmente destaca en este sentido la promoción fanática de la homosexualidad, pretendiendo dar carta de total legalidad a la unión entre personas del mismo sexo, hasta el punto de concederle la denominación de “matrimonio”, y el empeño puesto en difundir entre los niños y las jóvenes generaciones el que esto se asuma como algo normal; y siempre, por supuesto, alegando los “derechos” y la “libertad” de los individuos: es decir, el más absoluto individualismo y la concepción equívoca y errónea de la libertad. Según una frase que recogimos hace tiempo del magistrado Javier Gómez de Liaño, citada en el semanario Alfa y Omega, “la unión entre homosexuales no es matrimonio. Si pudieran hacerlo en las mismas condiciones que puede hacerlo un heterosexual, habría discriminación para éste último. Me da que lo que pretenden es que los que no somos homosexuales admitamos con naturalidad que los que sí lo son puedan casarse.” El poder adquirido por los grupos de presión homosexual en medios políticos, de comunicación y propagandísticos es evidente, como lo es la presión que ejercen contra todos aquellos que, también queriendo hacer uso de su libertad y de sus derechos, se oponen a sus campañas. El linchamiento al que someten a personas y a colectivos contrarios a su belicismo dialéctico es innegable: retirada de libros científicos, peticiones de multas a médicos y psiquiatras por declaraciones hechas libremente, descalificaciones en los medios de comunicación (o, mejor dicho, “medios de transformación mental”), mofa pública en manifestaciones y demostraciones gays, etc. Casos como el de los ataques e insultos sufridos por el prestigioso psiquiatra español Dr. Aquilino Polaino, por ejemplo, son tristemente frecuentes. La Iglesia Católica no desprecia a las personas homosexuales, pues como personas gozan de una dignidad propia que no les puede ser negada por nadie; pero afirma con claridad que no es lícita la unión sexual entre ellas, porque la única unión sexual válida y legítima es la que se realiza conforme a la naturaleza, es decir, entre un hombre y una mujer, y ello dentro del matrimonio con que queda santificada y plenamente dignificada. Es un deber, por tanto, distinguir entre las personas que sienten una tendencia homosexual (y muchas veces tratan de encauzarla rectamente según las enseñanzas de la Iglesia), y los grupos de presión homosexual que luchan por la inversión del orden natural. Son dos cosas distintas y ha de evitarse el despreciar y el marginar a tales personas por el hecho de que ciertos grupos muy poderosos y recalcitrantes hayan emprendido una campaña agresiva, que en realidad se acaba volviendo en su contra porque suscita una gran reacción. *** Con todos estos elementos que vamos viendo, resulta una consecuencia lógica el hecho de que Europa se halle inmersa en una terrible crisis de identidad, porque se ha venido renegando de la esencia de su civilización y, por tanto, se ha negado su auténtico ser. Y esta crisis se manifiesta, como ya hemos ido viendo en gran medida, en las personas, que se sienten en muchas ocasiones solas, abandonadas, carentes de afecto, desarraigadas, sin referentes ejemplares, sin estímulos ante la vida y el futuro, etc. Si a ello añadimos la cruda realidad del práctico abandono que numerosas personas mayores sufren a mano de sus propios hijos, quienes les recluyen en residencias de ancianos o no les prestan las más mínimas atenciones (no ya materiales, sino de cariño) cuando les mantienen aún en sus hogares, se nos hace evidente que Europa padece una crisis grave, muy grave. La pobreza espiritual a la que aludía la Beata M. Teresa de Calcuta es una realidad. Pero además, es un dato tremendo también éste del desprecio hacia los ancianos, porque revela el grado tan bajo en que ha caído una civilización: cuando una cultura, en vez de apreciar el ejemplo y la sabiduría de los mayores y de enternecerse ante su debilidad, opta por el rechazo y la infravaloración de ellos, es que se siente aparentemente autosuficiente, aunque en realidad insegura. Algo semejante puede decirse con relación al menosprecio de los niños: cuando una sociedad prefiere las comodidades individuales a la generación de nuevas vidas y a la dulzura de los niños, es un síntoma de pérdida de la esperanza y de carencia de expectativas alegres de cara al mañana. La sociedad europea, por tanto, se halla hoy gravemente enferma. Es lo que ocurre cuando impera el deseo del disfrute únicamente de lo temporal, de lo terreno, de los goces caducos: la sociedad se debilita y amenaza ruina. Lo advirtieron muchos autores de la antigua Roma y lo explicó acertadamente Santo Tomás: “En efecto, los hombres dados a las delicias empiezan embruteciéndose, pues la suavidad que perciben los sentidos puede penetrar de tal modo hasta el alma, que se pierda la libertad de juicio sobre las cosas deleitables. […] Además, los placeres superfluos provocan los fallos en la honestidad de la virtud, pues nada conduce más a la inmoderación, con que se corrompe el medio de la virtud, que el placer. […] Finalmente, los relajados en placeres son generalmente perezosos, y, abandonados los estudios necesarios y demás obligaciones, no se preocupan más que de placeres, para cuya consecución malgastan lo que otros habían ahorrado, hasta tal punto que, terminando en la pobreza y no pudiendo aguantarse sin las habituales deleitaciones, se dan a hurtos y rapiñas para tener con que satisfacer sus pasiones. Es, por tanto, perjudicial para la ciudad [la sociedad] la abundancia de placeres superfluos […]. En definitiva, hay que decir que en la convivencia humana se requiere tener algún placer moderado, a modo de condimento de la vida, para que se recreen los ánimos de los hombres.” El sensualismo, el hedonismo y el consumismo en que vive inmersa una parte considerable de la sociedad europea actual, por lo tanto, son una causa importante de su debilidad. Y el problema es que se ha extendido desde la Europa occidental a la oriental, como un sueño engañoso, cuando ésta se ha visto liberada del yugo comunista. Pero, como venimos viendo, este terrenalismo hedonista supone una forma de suicidio social, porque comienza dañando a las propias personas cautivadas por él. Es imposible que satisfaga al hombre y que sea capaz de responder a sus expectativas más profundas, que son de orden espiritual. Por eso termina produciendo esa crisis en tantas personas, de tipo psíquico y afectivo. Y si a todo ello sumamos la triste realidad de que a los europeos se les están arrebatando los verdaderos héroes para sustituirlos por otros referentes sociales, más bien antihéroes, podemos imaginar que las consecuencias han de ser del todo terroríficas. Hoy, ciertamente, los medios de comunicación proponen con frecuencia como personajes a imitar a algunos del mundo del espectáculo y de la gran economía, pero por lo habitual no muy honestos; así, buena parte de los europeos aspira a ser como ellos, haciendo dinero fácil y rápido por los medios que sean y viviendo con todo lujo y sin limitaciones de ningún tipo en las relaciones amorosas o más bien sexuales. No obstante, como decimos, todo es un engaño y al final no llena la realidad íntima del ser humano. Por eso, en unos casos se observa con preocupación que muchos jóvenes y personas de mediana edad se orientan hacia el consumo de drogas, las cuales, en un margen de tiempo, terminan por deteriorar gravemente su salud. No hay que olvidar el impulso que las drogas recibieron por parte de la revolución moral de los años 60 y de sus promotores y principales protagonistas, como un signo de progresía, de libertad y de ruptura con el orden moral cristiano. Por otro lado, la impresión de falta de sentido de la vida, de angustia existencial, de sensación de soledad y carencia de afecto, etc., que se produce en la sociedad europea por todos los factores que venimos enumerando, lleva a numerosos jóvenes al suicidio, el cual se ha incrementado igualmente desde los años 60. Y en fin, otros jóvenes y personas de mediana edad han optado más bien por buscar una respuesta espiritual a su vacío interior. Han acertado, sin duda, en descubrir que ese vacío es de raíz espiritual, pero han errado con frecuencia en las vías que han escogido, porque finalmente tampoco son capaces de llenar al hombre europeo: las sectas orientales, el exotismo espiritual, la magia, el esoterismo y, por supuesto, en los últimos años también esa nueva forma de sincretismo religioso neognóstico que se conoce como “Nueva Era” (New Age). En definitiva, Europa se mueve hoy en gran medida en la incertidumbre, en la inseguridad, en la inestabilidad, porque sufre una profunda debilidad interior que es de raíz esencialmente espiritual. La negación de sus raíces cristianas y de aquellos elementos que con ellas conformaban la esencia de una civilización, ha provocado precisamente toda una crisis de civilización. Europa vive y padece actualmente una crisis de civilización, originada en su seno mismo durante la “Modernidad”. *** Ahora bien, el momento es más preocupante de lo que parece, puesto que, como en la época bajorromana, a la crisis interna se suma un factor externo similar al que conoció el Imperio Romano y que cada vez adquiere unas dimensiones mayores y una fuerza difícilmente contenible, tanto por el incremento del fenómeno como por la torpeza con que se está actuando en muchos casos: una creciente avalancha migratoria de diversas procedencias, pero de las que sin duda la más amenazante es la de signo islámico. Ante este fenómeno de la inmigración, es fácil responder con dos tipos de demagogia igualmente erróneos: la que clama por las “puertas abiertas” sin medida ni control, basándose en un espíritu de solidaridad mal entendida y que incluso puede darse con cierta frecuencia en ámbitos católicos llevados de la ingenuidad; y la que exige el aislamiento absoluto de Europa hacia los inmigrantes, promueve el desprecio hacia ellos y quiere su completa expulsión, y en ocasiones hasta motiva actitudes violentas contra ellos. Sin duda alguna, la afluencia de inmigrantes es un problema muy serio, porque, si bien es cierto que Europa sufre, como hemos apuntado, una crisis de natalidad (acentuada en algunos países), y que para dentro de un tiempo le va a ser necesaria una mano de obra y una base social que puedan sustentar los sistemas de seguridad social, también es verdad que los fenómenos migratorios siempre van acompañados de dificultades de integración por razones religiosas, culturales, económicas, sociales y políticas, y que Europa no podrá absorber toda la masa de población que está arribando a ella desde otros lugares sin que terminen produciéndose por ambas causas estallidos sociales más o menos agudos. Además, si a ello se suma la presión ejercida por el islamismo, resulta evidente que el problema puede convertirse en una auténtica bomba de relojería, y esto ha quedado de manifiesto en sucesos como los acaecidos muy recientemente en Francia, donde han tenido lugar graves disturbios originados en los suburbios de población inmigrante, sin perder de vista los tristes y crueles atentados del 11 de marzo de 2004 en Madrid y del 7 de junio de 2005 en Londres, así como las llamadas a la “guerra santa” y al terrorismo que se están realizando en bastantes mezquitas europeas. Por eso decía Juan Pablo II, al referirse a la Iglesia en Europa: “Entre los retos que tiene hoy el servicio al Evangelio de la esperanza se debe incluir el creciente fenómeno de la inmigración, que llama en causa la capacidad de la Iglesia para acoger a toda persona, cualquiera que sea su pueblo o nación de pertenencia. Estimula también a toda la sociedad europea y sus instituciones a buscar un orden justo y modos de convivencia respetuosos de todos y de la legalidad, en un proceso de posible integración.” Desde nuestra perspectiva, sobre todo a partir de la fe y de la enseñanza histórica ofrecida por los tiempos de la penetración bárbara en el Imperio Romano y de su hundimiento en la parte occidental, así como por la labor de integración desempeñada entonces por la Iglesia, pensamos que, en consonancia con una actitud cristiana y lógica, debería actuarse conforme con cuatro líneas directrices fundamentales: limitación y control de la inmigración (pero siempre sin excluir la acogida caritativa fundamental), regulación jurídica y dignificación de las condiciones de vida de los inmigrantes, promoción de su integración cultural y establecimiento de vías de cooperación para el desarrollo de los países emisores de emigrantes. a) Limitación y control de la inmigración: Es evidente, como decimos, que Europa a un mismo tiempo tiene necesidad de inmigrantes y no puede absorber toda la marea humana que está llegando a ella y que aún habrá de seguir viniendo con el tiempo. Es buen principio hacer partícipes de la vida europea a personas procedentes de otros ámbitos y no negarles esta posibilidad. Pero, a la vez, es verdad que no se puede hacer indiscriminadamente, tanto por razones cuantitativas como, más aún, cualitativas. Con razones “cualitativas” no nos referimos a una selección racial o por preparación profesional, sino al hecho de que se debe realizar un control de las personas que entran, para evitar que se asienten y desarrollen en Europa redes delictivas, de prostitución, de comercio de drogas, etc., e incluso de tráfico migratorio, como tristemente está sucediendo. No en balde recordó Juan Pablo II que “a las autoridades públicas corresponde la responsabilidad de ejercer el control de los flujos migratorios considerando las exigencias del bien común. La acogida debe realizarse siempre respetando las leyes y, por tanto, armonizarse, cuando fuere necesario, con la firme represión de los abusos.” Este control y limitación de la inmigración no quita el que, aun en los casos en que por motivos justificados deba procederse a una devolución de inmigrantes a sus lugares de origen, se les haya de conceder una primera asistencia médica y social, como lo exige la caridad cristiana. b) Regulación jurídica y dignificación de las condiciones de vida de los inmigrantes: Es un absurdo del todo incoherente clamar “humanitariamente” por las “puertas abiertas” y luego dejar que los inmigrantes se pudran en chabolas-basurero o hacinados en pisos que no pocas veces amenazan ruina, y que además constituyan la mano de obra barata de empresarios sin escrúpulos, siendo empleados por ellos sin contrato alguno y sin derechos laborales, sanitarios ni sociales de ningún tipo. Es una exigencia humana el que, cuando los Estados acogen a unos determinados inmigrantes, lo hagan pudiendo ofrecerles una regulación de su situación jurídica y unos niveles de vida dignos, con unas condiciones laborales, sociales, económicas, sanitarias y educativas propias de su dignidad de personas y equiparadas lo más posible con los ciudadanos del propio Estado. “Todos han de colaborar –decía Juan Pablo II– en el crecimiento de una cultura madura de la acogida que, teniendo en cuenta la igual dignidad de cada persona y la obligada solidaridad con los más débiles, exige que se reconozca a todo emigrante los derechos fundamentales.” c) Promoción de la integración cultural de los inmigrantes: La afluencia de inmigrantes puede en parte enriquecer el patrimonio cultural europeo con el propio de ellos, pero debe evitarse el peligro de que finalmente éste suplante al europeo común y al particular de cada nación europea. Por ello, se debe procurar que, pudiendo conservar los rasgos culturales propios que no sean incompatibles con el de los países que les acogen, los inmigrantes alcancen el mayor grado de integración cultural en la sociedad de esos países y del conjunto de Europa. La formación de ghettos cerrados en sí mismos es el mayor peligro que puede darse para los inmigrantes, porque más tarde o más temprano se originarán estallidos sociales contra ellos y de ellos contra la sociedad en la que no se han integrado. En este sentido, la religión cristiana es un factor que hay que tener muy en consideración, ya que, por un lado, favorece la paz en la convivencia, y, por otro, supone el elemento esencial común a Europa. Por eso, es preferible facilitar la inmigración de hispanoamericanos y de eslavos (que son europeos), así como la de otras poblaciones cristianas y capaces de integrarse bien en las sociedades del Viejo Continente, y en cambio conviene limitar mucho la de población de religión islámica, tanto por el peligro de entrada y organización de grupos terroristas islamistas, como por la realidad evidente de que la población musulmana está mostrándose prácticamente impermeable a la cultura europea y así ha sucedido a lo largo de la Historia. Es más fácil conseguir la integración de personas subsaharianas y provenientes del sudeste asiático y de otras regiones, aun cuando no sean cristianas y siempre que no sean musulmanas, que la de quienes profesan la fe predicada por Mahoma. Esto no significa discriminación, sino actuar con realismo e inteligencia. Es un peligro enorme, por otro lado, la tendencia iniciada en algunos Estados europeos de “integrar” en el ejército a inmigrantes que no sienten aún los países de acogida como propios: nunca se deben perder de vista las consecuencias de la “germanización” del ejército romano en los últimos tiempos del Imperio. En fin, no se han de olvidar las palabras de Juan Pablo II en que advertía: “También es necesario tratar de individuar posibles formas de auténtica integración de los inmigrados acogidos legítimamente en el tejido social y cultural de las diversas naciones europeas. Esto exige que no se ceda a la indiferencia sobre los valores humanos universales y que se salvaguarde el propio patrimonio cultural de cada nación. Una convivencia pacífica y un intercambio de la propia riqueza interior harán posible la edificación de una Europa que sepa ser casa común, en la que cada uno sea acogido, nadie se vea discriminado y todos sean tratados y vivan responsablemente, como miembros de una sola gran familia.” d) Establecimiento de vías de cooperación para el desarrollo de los países emisores de emigración: Las actitudes xenófobas con frecuencia olvidan que la emigración es un verdadero drama personal y familiar para las personas que se ven forzadas a dejar sus patrias para poder buscar una vida mejor en otras. Por eso mismo, porque además es un deber de justicia y porque es el mejor medio para resolver en su misma raíz un problema que puede ser amenazante para Europa, se hace necesario procurar el desarrollo económico, social y cultural de los países emisores de emigración, de tal modo que sus habitantes no se encuentren en la necesidad imperiosa de abandonarlos para ir a otros más ricos. En este sentido, han de establecerse vías de cooperación con ellos para el fomento de tal desarrollo, con generosidad por parte de los Estados ricos y procurando asimismo que la corrupción interna de los países pobres, que muchas veces imposibilita su progreso social, retroceda cada vez más. Y nuevamente, la labor de la Iglesia será fundamental, pues, sin ser una O.N.G., y precisamente porque es mucho más que una O.N.G., ella es el cauce más seguro, tanto para la defensa de los desvalidos, como para el auxilio de los mismos y para el encauzamiento de las ayudas económicas, sanitarias, educativas, etc., destinadas a lograr el buen fin del desarrollo de las naciones pobres. Indicaba Juan Pablo II: “Teniendo en cuenta el estado de miseria, de subdesarrollo o también de insuficiente libertad, que por desgracia caracteriza aún a diversos países y son algunas de las causas que impulsan a muchos a dejar su propia tierra, es preciso un compromiso valiente por parte de todos para realizar un orden económico internacional más justo, capaz de promover el auténtico desarrollo de todos los pueblos y de todos los países.” La Doctrina Social de la Iglesia habrá de jugar aquí un papel fundamental como guía orientadora y verdadera garante de la paz y de la justicia social, tanto a nivel nacional como internacional. Debemos concluir haciendo una referencia al islam como realidad nuevamente emergente, de la que hemos hecho mención en los párrafos anteriores. Sin duda alguna, está adquiriendo una fuerza renovada y está penetrando en Europa a través de numerosos inmigrantes que lo profesan. Son escasas las conversiones de europeos a esta religión, pero ella adquiere un relieve creciente, como decimos, por el fenómeno de la inmigración y porque es el vecino que Europa tiene al otro lado del Mediterráneo y en la parte suroriental del continente, e incluso hay países europeos que cuentan con grupos importantes de población musulmana, hasta el punto de ser incluso mayoritaria en algunos como Bosnia o Albania. Afortunadamente para Europa, el islam se halla internamente muy dividido, mucho más de lo que nos podemos imaginar, y eso le resta fuerza. Porque, por supuesto, es una fuerza peligrosa, que considera a Europa como un territorio de infieles que hay que conquistar para islamizar. No hay que esconder esta cruda realidad bajo la máscara de actitudes blandas e ingenuas, tales como las de la llamada “alianza de las civilizaciones” o las que optan por la creación de “centros de encuentro” y de mutuo conocimiento cultural. El islam, lo repetimos, es impermeable y así se ha mostrado a lo largo de los siglos. Mira a Europa, también lo repetimos, como un territorio de infieles y aspira a su islamización, sin descartar, desde luego, la vía de la violencia. En la concepción islámica de la Tierra, ésta se divide en dos grandes espacios: el dar al-islam o “tierra del islam” y el dar al-harb o “tierra de la guerra”, que hay que islamizar aún por medio de la conquista. También es de sobra conocido que a los cinco pilares fundamentales del islam suele añadirse la yihad o “guerra santa” (literalmente, “esfuerzo”) como un sexto de igual importancia. Y por eso no debe extrañarnos el surgimiento de un terrible terrorismo islamista que ya ha golpeado la vida de los europeos con toda su brutalidad. Las cosas deben decirse con claridad y sin tapujos. En consecuencia, según hemos dicho también, hay que ser muy cauteloso con la inmigración islámica y es necesario y hasta urgente restringirla. Hoy Europa, a pesar de su desarrollo material y de su supuesto bienestar, que son más endebles de lo que podamos pensar y pueden tener los días más contados de lo que parece, es sumamente débil, porque sufre una profunda crisis de valores espirituales que, según hemos venido viendo, desde la “Modernidad” la ha ido conduciendo hasta la negación de su propio ser como civilización. En contrapartida, otra civilización de nuevo emergente surge al sur y está penetrando a pasos agigantados en el seno de Europa: el islam amenaza con engullir Europa si no tomamos las precauciones necesarias a tiempo. Ojalá aprendamos de una vez las lecciones de la Historia. •- •-• -••••••-• Santiago Cantera Montenegro, O.S.B. FORMENT, Eudaldo, Lecciones de Metafísica, Madrid, Rialp, 1992, pp. 38-42, en la Lección 1ª (“Posmodernidad y Metafísica”). FORMENT, E., Lecciones…, pp. 42-50. FORMENT, E., Lecciones…, p. 49. JUAN PABLO II, Ecclesia in Europa. Exhortación apostólica postsinodal sobre Jesucristo vivo en su Iglesia y fuente de esperanza para Europa, 28 de junio de 2003, n. 108. La negrita es nuestra. ÁLVAREZ NAVARRETE, Anselmo (O.S.B.), “Recrear la figura del hombre”, en Torre de los Lujanes, 49 (2003), pp. 265-275, concretamente p. 267. JUAN PABLO II, Ecclesia in Europa, n. 9. JUAN PABLO II, Ecclesia in Europa, n. 9. ÁLVAREZ, A., “Recrear la figura…”, p. 270. Lema escogido por San Pío X para su Pontificado, inspirado en Eph 1,10: Instaurare omnia in Christo. CONCILIO VATICANO II, Constitución Pastoral Gaudium et spes, n. 22: literalmente en latín, Reapse nonnisi in mysterio Verbi incarnati mysterium hominis vere clarescit. CONCILIO VATICANO II, Decreto Perfectae caritatis, n. 17; PABLO VI, Evangelica testificatio, n. 22; JUAN PABLO II, Vita consecrata, n. 25. JUAN PABLO II, Ecclesia in Europa, n. 70. CONCILIO VATICANO II, Constitución Sacrosanctum Concilium, nn. 116-117 y 120. RATZINGER, Joseph (Benedicto XVI), Mi vida. Recuerdos (1927-1977), Madrid, Encuentro, 2005 (4ª ed.), pp. 148-151. Existe edición española: GAMBER, Klaus, ¡Vueltos hacia el Señor!, Madrid, Renovación, 1996; el prefacio del cardenal Ratzinger, p. 7. La ed. francesa fue realizada por los monjes benedictinos de Le Barroux, quienes pidieron al cardenal la redacción de un prefacio y editaron igualmente otra obra de Gamber, asimismo con una presentación del que hoy es Papa y de la que también existe ed. española: La reforma de la liturgia romana, Madrid, Renovación, 1996. RATZINGER, Joseph, Ser cristiano en la era neopagana, ed. e introducciones de José Luis Restán, Madrid, Encuentro, 1995, p. 183. RATZINGER, J., Ser cristiano…, pp. 184-185. Bastantes de estas cuestiones, en DONOSO CORTÉS, Juan, Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo, considerados en sus principios fundamentales, lib. II, cap. 1; manejamos la ed. de Madrid, Espasa-Calpe (Austral, nº 864), 1973 (3ª ed. en la colección), pp. 67-71. Estas cuestiones, en DONOSO, J., Ensayo…, lib. II, cap. 4, pp. 89-91. JUAN PABLO II, Ecclesia in Europa, n. 76. MADIRAN, Jean, Une civilisation blesée au coeur, Le Barroux, Sainte-Madeleine, 2002, pp. 53-54. JUAN PABLO II, Ecclesia in Europa, n. 90. < SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, I, q. 20, a. 3 in c: Cum enim amor Dei sit causa bonitatis rerum… ; y Summa Theologiae, I, q. 20, a. 2 in c: Amor Dei est infundens et creans bonitatem in rebus. Manejamos la ed. bilingüe latín-español de la Biblioteca de Autores Cristianos: SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, texto latino de la ed. crítica Leonina, trad. y anotaciones por una comisión de PP. Dominicos presidida por Fr. Francisco Barbado Viejo (O.P.), obispo de Salamanca, con intr. general de Fr. Santiago Ramírez (O.P.), 16 vols., Madrid, B.A.C., 1947-60. Las citas aquí referidas, t. I (“Tratado de Dios Uno en esencia”, Madrid, 1947), respectivamente pp. 774/775 y 772/773. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, I, q. 20, a. 1; en la ed. cit., t. I, pp. 764/765-768/769. Cf. Eph 4,32. Lo que San Pablo dice en esta frase extensivamente a toda relación entre cristianos, lo aplicamos aquí en especial a los matrimonios. JUAN PABLO II, Ecclesia in Europa, nn. 90-93. JUAN PABLO II, Ecclesia in Europa, n. 95. JUAN PABLO II, Ecclesia in Europa, n. 96. SANTO TOMÁS DE AQUINO, De regimine principum, lib. II, cap. 4, 107-108; manejamos la ed. de SANTO TOMÁS DE AQUINO, El régimen político, intr., versión y comentarios de Victorino Rodríguez (O.P.), Madrid, Fuerza Nueva, 1978, pp. 174-176. JUAN PABLO II, Ecclesia in Europa, n. 100. JUAN PABLO II, Ecclesia in Europa, n. 101. JUAN PABLO II, Ecclesia in Europa, n. 101. JUAN PABLO II, Ecclesia in Europa, n. 102. JUAN PABLO II, Ecclesia in Europa, n. 100..
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