Masha Gessen es
una periodista norteamericana afincada en Moscú. Allí han vivido la mayor parte
de sus vidas sus dos abuelas: Ester y Ruzia. De las innumerables conversaciones
mantenidas con ellas, y de los recuerdos familiares desgranados y rememorados
con admiración en incontables eventos, brota este relato histórico: Ester y
Ruzia. Unas memorias familiares. De las purgas de Stalin al Holocausto y del
auge del sionismo a la caída del comunismo (Ediciones Península, Barcelona,
2006, 318 páginas).
El largo
subtítulo nos habla de los hitos históricos que marcarán las existencias de las
dos familias, ambas judías, protagonistas de esta apasionante y dramática historia.
Ester nace en
una familia sionista militante, aunque atea, de Bialystok; una floreciente
ciudad de la que formaba parte una de las más numerosas y creativas comunidades
judías de la Polonia oriental y que será ocupada, inicialmente, por los
soviéticos en 1939. Esta circunstancia le permitirá trasladarse a estudiar a
Moscú. Poco después, su madre será deportada por los rusos a Asia central. Por
su parte Jakub, su padre, a la espera de juicio como burgués
contrarrevolucionario, se librará milagrosamente de la deportación; pero, al situarse
al frente de su comunidad a raíz de la ocupación alemana que sigue a la
invasión de la Unión Soviética, desaparecerá en el Holocausto.
Ruzia es otra
judía, pero fruto de una familia producto de un tan alardeado igualitarismo
soviético para el que el origen racial, al menos nominalmente, era indiferente.
Ambas
sobrevivirán a la Segunda Guerra Mundial con enormes sufrimientos, perdiendo a
sus primeros maridos. No obstante, harán lo indecible por estructurar una vida
familiar, a partir de sus padres supervivientes, los hijos que nacen en su
transcurso, los maridos que les acompañarán sucesivamente, y sus amigos.
Aunque les unen
muchas cosas (son muy vitales, se mantienen fieles a su identidad judía, se
centran en sus familias, son intelectuales y grandes lectoras), afrontarán la
realidad de manera distinta. Así, Ester será una rebelde, llegando a
enfrentarse al NKVD, que tratará de reclutarla. Por su parte, Ruzia se ganará
la vida como censora, tanto de crónicas periodísticas como de traducciones de obras
literarias de autores extranjeros, de modo que conocerá en sus entrañas algunos
de los más perversos y sutiles mecanismos del totalitarismo soviético. Y, ambas
dos, tendrán que sortear las trampas del sistema; lo que lograrán hacerlo con
bastante fortuna. Llegarán a conocerse un día, de cuya circunstancia se derivará,
años después, la llegada a la vida de nuestra narradora.
Sus vidas son
inseparables de la atmósfera asfixiante de un estalinismo progresivamente
paranoide: las hambrunas, las sucesivas purgas, el Gran Terror, el
antisemitismo, el permanente miedo a la delación, un control social formal e
informal absolutos, etc.
El texto
desenmascara por completo la perversidad del totalitarismo. Pero deja en el
aire, aunque esboce algunas posibles respuestas, una pregunta que puede
responder el lector. A la muerte de Stalin, tanto verdugos, como sus víctimas,
y los hijos de todos ellos, se sintieran huérfanos y desorientados. ¿Cómo fue
posible ello? Esa absoluta dependencia psicológica de Stalin fue, acaso, uno de
sus logros más diabólicos. Ester y Ruzia, por el contrario, fueron excepciones,
pues para ellas su desaparición constituyó una fuente de alegría y esperanza;
pórtico de una verdad oculta y negada sistemáticamente.
A pesar de su
ateismo, su identidad cultural judía, que les hace valorar especialmente el
espacio humano de la familia, les permitirá sobrevivir. No obstante, ello
presenta una evidente paradoja, que ya advierte Serguéi, segundo marido de
Ester a quien nunca «consiguió hacerle comprender cómo era posible que la
realidad de su nacimiento, de un idioma no utilizado, de una religión no
practicada y de un país remoto constituyera el componente más importante de su
ser» (página 281). Pero, en esta época de implacable homogeneización cultural,
¿mantendrán su identidad los descendientes de Ester y Ruzia? Esta inevitable
pregunta nos lleva a una importante cuestión, objeto de permanente debate en el
judaísmo, pero que también nos afecta a los cristianos. Así, la identidad
judía, ¿puede prescindir de su base religiosa y mantenerse operativa? No parece
sencillo; siendo mayor que nunca el riesgo de una total asimilación de no
apoyarse en una fuerte experiencia comunitaria y espiritual. Pero no queremos
cerrar este debate, sino estar atentos al mismo; no en vano, el pueblo judío ha
conservado identidad al mantenerse fiel a su tradición espiritual; más allá de
una sentimental pertenencia racial. Un motivo de reflexión, en todo caso, para
los mismos cristianos. Por todo ello, echamos de menos, en este texto, una más
profunda exploración del sentido de la trascendencia humana.
Un libro, en
definitiva, magníficamente narrado, teñido por una fuerte sensibilidad
femenina, y de profundas resonancias históricas. ·- ·-· -······-·
Fernando José Vaquero Oroquieta
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