Respuestas se han dado varias, desde la negación atea hasta la postura
agnóstica —que niega la posibilidad de dar respuesta a la cuestión de Dios—,
pasando por la afirmación de quienes piensan que hasta ahora no se ha
encontrado ninguna respuesta suficientemente satisfactoria. Todas estas
posturas, aunque erróneas, merecen respeto, pues ante todo responden a
convicciones humanas —no porque sean verdaderas sino porque hay personas que
con ellas se identifican—.
Sin embargo, no merece respeto alguno la opinión —hoy extendida, y en gran
parte no articulada con claridad— de que la respuesta a esta cuestión no es
demasiado importante, sino que, muy al contrario, hay otras inquietudes más
relevantes que son las que realmente nos mueven, de manera que no vale la pena
dedicar nuestro tiempo a reflexionar sobre Dios. A su tiempo —cuando éste se
nos acabe— podremos confirmar si existe Dios y si hay una vida después de la
muerte. Que una persona sea decente en ningún caso depende de que crea en Dios
o no —continúa esa argumentación—. En definitiva, también los suicidas
islámicos creen en Dios, y justamente esa fe les lleva a cometer su atrocidad.
Pues bien, yo afirmo que este modo de pensar no merece de ningún modo
nuestro respeto porque, como decía Sócrates, delata a un hombre miserable. ¿Qué
diríamos de alguien que ha sido rescatado de una situación desesperada, a quien
se le ha devuelto a la vida, y que recibe multitud de favores, que a la postre
se debatiera en la duda de atribuir todo eso a una casualidad o al secreto
regalo de una persona llena de amor? Y si ese hombre dijera: "Esa cuestión
no me interesa; lo que tengo ya lo tengo; y si detrás de ese don hubiera amor,
ahora ya me es indiferente, pues en todo caso no se lo voy a agradecer".
Un hombre digno de nuestro respeto, tendría en esa situación el deseo de dar
las gracias, si pudiera encontrar a quien debe recibirlas; y haría todo lo que
estuviera en su mano, para descubrirlo.
De modo similar, querría ese hombre respetable lamentarse si hubiese alguien
a quien dirigir sus quejas. Ciertamente hay diversos motivos que pueden inducir
a una persona a plantear la cuestión de la existencia de Dios. El más profundo
tal vez sea éste: poder dar gracias y poder vivir agradecido. No en balde la
palabra "gracias" traduce la voz Eucharistía, según el culto
cristiano. La alegría está asociada al agradecimiento. Puede haber satisfacción
por algo bueno que nos ocurre, pero sólo hay alegría cuando es posible
agradecer a alguien un don. En las cuestiones centrales del hombre, y en las
preguntas filosóficas que de manera sistemática se las plantean hay, como pasa
en los procesos judiciales, una decisión acerca de quién ha de llevar la
"carga de la prueba", es decir, quién es el que debe justificarse.
Ante el persistente rumor sobre Dios, y ante la arrolladora mayoría de gente
que lo escucha, parece lógico que soporte la carga de la prueba quien diga que
tal rumor es infundado. Sobre todo, si buscamos huellas, siempre es más
interesante el testimonio de quien encuentra algo que el de quien no ha hallado
nada. El hecho de que haya alguien que nunca ha visto un cuervo blanco no
prueba nada en contra de quien ha encontrado uno. Aquél no puede decir:
"No hay cuervos blancos", por el hecho de que todavía no haya visto
ninguno. Bien puede decir quien ha visto alguno que existen. "A Dios nadie
le ha visto jamás", escribe el evangelista Juan. La cuestión es: ¿Ha
dejado su firma más o menos implícita el director de la película en la que
todos actuamos, de manera que si se quiere se la puede encontrar?
La facultad que se emplea en la búsqueda humana de Dios es la razón. No
hablo de la razón instrumental que, como dice Nietzsche, nos hace fieras
hábiles, sino de la facultad en virtud de la cual el hombre trasciende su
entorno y puede así ocuparse de la realidad; una capacidad que nos permite ver
sobre el mar, allá lejos, un barco apenas perceptible en la línea del
horizonte: en ese barco hay personas que nada tienen que ver con nosotros, y
para quienes a su vez nosotros, siendo vistos por ellas, tampoco jugamos papel
alguno. Creer que Dios existe significa creer que Él no es nuestra idea, sino
más bien que nosotros somos idea suya. Significa aquello a lo que nos exhorta
Jesús: cambio de perspectiva, conversión. Si Dios existe, entonces eso es lo más
importante. Más importante que el hecho de que nosotros existamos. Ahora bien,
poder reconocer la existencia de Dios es lo más característico de la dignidad
humana, y lo que distingue al hombre de todos los otros seres vivientes.
Estamos ante la gran historia del esfuerzo humano por fundar sólidamente la
convicción acerca de la existencia de Dios mediante la búsqueda de indicios
racionales. Es raro que alguien llegue a creer en Dios merced a pruebas
racionales, si bien esto también sucede a veces. Pero Pascal, con razón, hace
decir a Dios: "Tú no me buscarías si no me hubieras encontrado ya".
Los creyentes siempre han tratado de reforzar su intuitiva certidumbre por
medio de argumentos racionales. Que las pruebas de la existencia de Dios, todas
sin excepción, sean discutibles, no significa mucho. Si una decisión radical
acerca de la orientación de nuestra vida dependiese de comprobaciones
matemáticas, igualmente tales pruebas resultarían discutibles.
Con todo, las pruebas de la existencia de Dios son argumentos ad hominem,
esto es, presuponen siempre un determinado hombre y unos determinados supuestos
dados. Leibniz, que sabía bien lo que es una prueba racional, escribe en una
ocasión que todas las demostraciones son pruebas ad hominem. No existe
ninguna demostración que no pueda ser referida a un receptor concreto, ni
siquiera en Matemática. El hecho de que los argumentos clásicos de la
existencia de Dios —desde Aristóteles hasta Descartes, Leibniz y Hegel—
aparenten haber perdido su fuerza probatoria tiene que ver con que todos ellos
presuponen algo que admiten como sobreentendido, lo cual no resulta admisible,
primeramente para Kant, pero sobre todo después para Nietzsche. La cuestión es:
¿Qué podemos y debemos suponer para encontrar razones que ilustren la creencia
en la realidad de Dios?
Volvamos brevemente a las pruebas tradicionales de la existencia de Dios.
Las podemos distribuir en dos grupos: por un lado, el denominado argumento
ontológico que san Anselmo de Canterbury ideó en el siglo XII y que fue rechazado
por Tomás de Aquino y por Kant, si bien convenció a eminentes espíritus como
Descartes, Leibniz y Hegel. El argumento anselmiano deduce la realidad de Dios
de su mero concepto sin referirse a ningún mundo creado, ya que tal concepto
entiende aquel Ser como algo más perfecto que lo cual nada puede pensarse. Con
el pensamiento de tal Ser hemos hecho saltar, y sin embargo también trascender,
la pura inmanencia de nuestro pensamiento, ya que según argumenta Anselmo,
"un Dios verdadero lo sería porque Él es verdadero, y por tanto más grande
y perfecto que un mero Dios pensado". En este sentido, tenemos que pensar
a Dios, por así decirlo, como real per definitionem. Por el contrario,
Tomás objeta que tampoco deja de ser puro pensamiento el pensar a Dios como
algo más allá de nuestro pensar. De manera parecida argumenta Kant cuando
escribe que la existencia no es un predicado real, un atributo o nota que pueda
añadirse a otra nota. Por su parte, sigue habiendo en el siglo XX filósofos
perspicaces que encuentra concluyente el argumento anselmiano y lo respaldan.
Por otro lado están los argumentos de santo Tomás, las célebres cinco vías,
que ahora no puedo presentar en detalle. Todas ellas parten de la existencia de
un mundo en que se descubren las huellas del Creador. Traigo aquí solamente dos
de esos argumentos. En primer lugar la llamada prueba de la contingencia, que
discurre a partir del hecho de que ni las realidades ni los sucesos de este
mundo, así como tampoco las leyes de la naturaleza, encierran necesidad
intrínseca alguna. En efecto, todo podría ser de otro modo que como de hecho
es. Ahora bien, lo casual sólo puede darse sobre el fondo de lo necesario. Por
ello, en buena lógica, tiene que haber algo que sea por sí mismo. Y al ser que
es por sí mismo intrínsecamente necesario lo denominamos Dios.
La otra prueba ha sido siempre la más popular. Parte de la indudable
existencia de procesos orientados hacia fines precisos, como el crecimiento de
las plantas y los animales, o procesos que sólo pueden ser comprensibles por su
finalidad. Así podemos comprender el vuelo de las aves migratorias hacia África
en invierno sólo si sabemos que allí es donde encuentran su alimento. Pero, tal
como afirma Tomás, esos pájaros no lo saben, y mucho menos conocen las plantas
el plan que dirige su crecimiento. El fin no está encerrado en la flecha sino
en la mente del arquero que la dirige. Para poder entender los procesos de la
naturaleza orientados teleológicamente hay que referirlos a la acción
providencial de un Creador que dirige las cosas hacia el bien que ha
establecido para ellas, toda vez que sólo de manera consciente puede un fin,
por así decirlo, operar hacia atrás, así como cabe poner en marcha y coordinar
procesos causales cuando la conciencia del fin precede al proceso.
La primera objeción contra las mencionadas pruebas de la existencia de Dios
la formuló Kant con la tesis de que nuestra razón teórica y sus instrumentos
constitutivos, las categorías, tan sólo son aptas para organizar los datos de
nuestra experiencia sensible. En ese marco, también tiene la idea de Dios una
función regulativa, de sistematización. Pero para la razón teórica vale la
afirmación de Hume: We never do one step beyond ourselves ("Nunca
damos un paso más allá de nosotros mismos").
La razón no nos capacita para decir algo sobre la realidad misma, y por
tanto, tampoco sobre Dios, pensado como algo más que mero pensamiento.
Únicamente la razón práctica, y sólo la experiencia actual de la conciencia nos
lleva necesariamente a aceptar la existencia de un ser que reúne y garantiza
ambas categorías absolutas, la del ser y la de la buena relación con los demás,
lo que hace que el curso del mundo no conduzca ad absurdum a la buena
voluntad. "Tuve que limitar la razón para hacer sitio a la fe",
escribe Kant. Hegel había censurado esta autolimitadora concepción de la razón
kantiana, que queda ceñida al entorno de las contemporáneas ciencias naturales,
para las que Dios no puede ser objeto de estudio, tal como ya intenté mostrar
en otra ocasión.
Pero la crítica más decisiva la ha expuesto Nietzsche al plantear que el
supuesto principal que ha de cuestionarse en todas las pruebas tradicionales de
la existencia de Dios es el hecho de que éstas se basan en la inteligibilidad
del mundo. Brevemente ha formulado Michel Foucault el pensamiento de Nietzsche:
"No podemos creer que el mundo nos presenta una cara legible". Lo que
cuestionó Nietzsche por principio fue la capacidad de la razón para llegar a la
verdad, y con ello el pensamiento de algo así como la verdad en general.
Precisamente este pensamiento tiene, según él, un condicionamiento teológico:
el presupuesto de que Dios existe. Sólo si Dios existe puede haber algo
distinto de las cosmovisiones subjetivas, algo así como "cosas en sí
mismas", de las cuales también habló Kant. Se trataría de las cosas tal
como Dios las ve. Si no existe la mirada de Dios, no habrá verdad alguna más
allá de nuestras perspectivas subjetivas. Nietzsche habla de la fe de Platón,
que es también la fe de los cristianos, la que predica que Dios es la verdad y
que la verdad tiene carácter divino. Las pruebas de la existencia de Dios
padecen, por tanto, todas ellas, del defecto que los lógicos denominan petitio
principii, es decir, esas pruebas presuponen exactamente lo que quieren
probar: Dios.
¿Es cierto esto? Sí y no. Desde el punto de vista teórico, no. A decir
verdad, Tomás de Aquino nunca estableció en sus cinco vías ninguna tesis sobre
la estructura lógica del mundo ni sobre la capacidad de verdad de la razón. Él
las daba por supuesto. Que dicha suposición tiene en último término a Dios como
causa, resulta para él algo ontológicamente claro. Por ello no entra aquí en
una reflexión gnoseológica. En lo que atañe a la validez formal de los primeros
principios de nuestro entendimiento, Tomás de Aquino argumenta sencillamente,
como Aristóteles, per reductionem ad absurdum, es decir, mostrando la
imposibilidad de la postura contraria. Quien niega la capacidad de la razón
para conocer la verdad, quien niega la validez del principio de contradicción,
no puede decir nada en absoluto. Ciertamente incluso la tesis de que la verdad
no existe supone al menos la verdad de esa tesis. De lo contrario caemos en el
absurdo. Aquí Nietzsche plantea la siguiente objeción: ¿Quién puede decir
entonces que no vivimos en el absurdo? Es verdad que así nos enredamos en
contradicciones, pero es que eso es lo que en efecto ocurre. La desconfianza en
la razón como capacidad de conocimiento en sí misma no se puede articular en
forma lógica consistente. Así, dice, tenemos que aprender a vivir sin la
verdad. Cuando la Ilustración hizo su trabajo se destruyó a sí misma, pues tal
como Nietzsche escribe, "también nosotros, los ilustrados, nosotros,
espíritus libres del siglo XIX, vivimos aún de la fe cristiana, que igualmente
era la fe de Platón: que Dios es la verdad y que la verdad es algo
divino".
El resultado de la autodestrucción de la razón ilustrada se denomina
nihilismo. Sin embargo, según Nietzsche, el nihilismo abre espacio libre para
un nuevo mito. Mas esto tampoco puede afirmarse con fundamento, ya que no se
puede hablar en absoluto de la verdad. La cuestión es únicamente con qué
mentiras se puede vivir mejor.
Una famosa pintada decía: "Dios ha muerto. Firmado: Nietzsche". Y
debajo de esto alguien había escrito: "Nietzsche ha muerto. Firmado:
Dios". No obstante, algo permanece de Nietzsche: la lucha contra el
nihilismo banal de la sociedad de la diversión, la conciencia concreta y sin
esperanza que está significada en la representación de que Dios no existe. Y lo
que queda teóricamente es la comprensión de una interna conexión entre la fe en
la existencia de Dios y el pensamiento de la verdad y de la capacidad humana de
verdad. Estas dos convicciones se condicionan mutuamente. Cuando surge por
primera vez el pensamiento de vivir en el absurdo, entonces la reductio ad
absurdum de la teoría lógica ya no representa refutación alguna. Ya no
podemos argumentar para demostrar la existencia de Dios apoyándonos en la
capacidad humana de verdad, puesto que ese argumento tan sólo es seguro bajo la
hipótesis de la existencia de Dios. Podemos entonces sostener ambas cosas sólo
si se dan a la vez. No sabemos quiénes somos, si bien sabemos quién es Dios,
pero no podemos saber nada de Dios si no queremos percibir su huella, que somos
nosotros mismos, nosotros como personas, como seres finitos, pero también
libres y capaces de conocer la verdad. El rastro de Dios en el mundo, por el
que hemos de orientarnos, es el hombre, somos nosotros mismos.
Ahora bien, esa huella tiene la particularidad de que ella misma es idéntica
a quien la descubre, esto es, que no existe independientemente de él. Pero si
nosotros, cayendo víctimas del cientificismo, ya no nos creemos ni tan sólo a
nosotros mismos, ya no sabemos quiénes y qué somos, si nos dejamos persuadir de
que únicamente somos máquinas para la perpetuación de nuestros genes, y si
consideramos nuestra razón únicamente como un producto ajustado por la
evolución —lo que nada tiene que ver con la verdad— y, en fin, si a ninguno nos
asusta la propia contradicción de estas afirmaciones, entonces no podemos
esperar que haya algo que pueda convencernos de la existencia de Dios. Como se
ha dicho, esa huella de Dios que nosotros mismos somos no existe sin que
nosotros lo queramos, si bien es cierto que, gracias a Dios, Dios existe, es
perfecto e independiente de nosotros, de nuestro reconocimiento y de nuestra
gratitud. Únicamente nosotros podemos anularnos a nosotros mismos.
La noción de imagen de Dios en el hombre, que corrientemente se utiliza tan
sólo como metáfora edificante, está ganando hoy un significado inopinadamente
más preciso. Imagen de Dios quiere decir capacidad de verdad. Ahí el amor no es
otra cosa que la verdad realizada. El amor ciertamente se puede traducir así:
hacer real al otro para mí. Ningún concepto tiene un significado tan capital en
el mensaje del Nuevo Testamento como el concepto de verdad: "Para eso he
nacido y he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad", responde
Cristo a la pregunta de Pilatos sobre si Él era rey. Esa respuesta se sitúa,
hasta hoy, junto a la pregunta de Pilatos: "¿Qué es la verdad?". La
personalidad del hombre se mantiene o se derrumba según su capacidad de conocer
la verdad. Existen hoy biólogos, teóricos de la evolución y neurocientíficos
que ponen en duda esta capacidad. Yo no puedo entrar ahora en este debate, pero
sí quisiera decir algo al respecto: cualquier visión puramente espiritualista
del hombre es hoy asumida por el naturalismo.
Pero para el naturalismo, sin embargo, el conocimiento no constituye lo que
por él se entiende normalmente. El conocimiento, según el naturalismo, no nos
instruye sobre la realidad, sino que consiste en adaptaciones útiles para la
supervivencia en el ambiente en que nos desenvolvemos. Pero ¿cómo podemos saber
esto si nosotros no podemos saber nada? Que el hombre es única y exclusivamente
un ser natural y que procede de una vida infrahumana, constituye una idea letal
para la autocomprensión del ser humano a no ser que se admita que su propia
naturaleza ha sido creada por Dios, y que su origen se debe a un proyecto
divino. Para esto no es necesario entender el proceso evolutivo —que, al igual
que Darwin, prefiero entender de manera descendente— como un proceso
teleológico, es decir, en forma tal que no acontece en él novedad alguna. Lo
que desde la perspectiva de las ciencias de la naturaleza se ve como casualidad
puede igualmente ser una intervención divina, que para nosotros es reconocible
como un proceso dirigido a un fin. Dios obra igualmente a través de la casualidad
o sirviéndose de las leyes de la naturaleza. Los biólogos hablan de
"fulguración" y "emergencia" con objeto de conjurar
lingüísticamente lo inexplicable. Creer en Dios significa disponer de un nombre
para esa irrupción de lo nuevo —toda vez que en el fondo lo nuevo tan sólo se
reduce a lo viejo—; ese nombre es "creación". La capacidad de verdad
sólo se entiende como creación.
Quisiera acudir a un último ejemplo que justamente presupone la propia
verdad de Dios, es decir, a una prueba sobre la existencia de Dios que, por así
decirlo, es "resistente" a Nietzsche; precisamente a una prueba
extraída de la gramática, y más en concreto del llamado futurum exactum.
El futurum exactum —el futuro segundo— en nuestra mente está ligado
necesariamente con el presente. Decir algo de una cosa es decir que se realiza
ahora, y tiene el mismo significado que si se hubiera producido en el futuro.
En este sentido, cada verdad es eterna. Que en la tarde del 6 de diciembre del
2004 se hubieran reunido numerosas personas en la Escuela Superior de Filosofía
de München para una conferencia sobre la racionalidad y la fe en Dios no sólo
fue verdad aquella tarde, sino que siempre será verdad. Si hoy estamos aquí,
mañana seguiremos habiendo estado aquí. Lo presente permanece siempre real como
pasado del futuro presente. Pero, ¿con qué tipo de realidad? Podría decirse:
está en las huellas mediante las cuales se produce esa influencia causal. Mas
esas huellas se debilitarán progresivamente. Y huellas son solamente aquello
que ellas han dejado tras sí mientras él mismo es recordado.
En la medida en que el pasado sea recordado, no es difícil responder a la
cuestión de qué tipo de ser tiene. Precisamente tiene su realidad en su ser
recordado. Sin embargo, el recuerdo cesa en algún momento, y en algún momento
puede que ya no haya hombres sobre la tierra. También la tierra desaparecerá al
fin. Que a un pasado corresponda siempre un presente de ese pasado tendría que
obligarnos a decir: con el presente consciente —y el presente sólo es tal en
tanto consciente— desaparece también el pasado y el futurum exactum pierde su
sentido. Pero eso no lo podemos pensar así exactamente. La frase: "En un
futuro lejano ya no será verdad que nosotros estuvimos reunidos esta
tarde", carece de sentido. Esto no puede ser pensado. En efecto, si
anteriormente no hubiéramos estado aquí, entonces tampoco podríamos decir que
ahora estamos realmente aquí, como consecuentemente afirma también el budismo.
Si la realidad presente alguna vez no ha sido, entonces en modo alguno es real.
Así pues, quien rechaza el futurum exactum también rechaza el presente.
¿De qué tipo es esa realidad del pasado, el eterno ser verdadero de cada
verdad? La única respuesta posible se expresa así: Tenemos que pensar una
conciencia en la que todo lo que sucede es asumido, una conciencia absoluta.
Ninguna palabra habrá dejado de ser pronunciada alguna vez, ningún dolor no
sufrido ni ninguna alegría no vivida. Lo contingente podría no haber ocurrido,
pero si hay realidad entonces el futurum exactum no se puede obviar, y con él
el postulado de un Dios real. "Yo temo —escribía Nietzsche— que no
podremos escaparnos de Dios ya que todavía creemos en la gramática". Así
pues, nosotros no podemos menos de creer en la gramática. También Nietzsche
pudo escribir lo que escribió solamente porque lo que él quería decir lo
confiaba a la gramática. ·- ·-· -······-·
Robert Spaeman, traducido por José María Barrio Maestre.
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