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1985-2004 = 930.005 niños asesinados dentro de la Constitución.
Los abortos legales realizados en España durante el periodo de Felipe González desde el 5 de Julio de 1985 (sanción real) hasta el 5 de Mayo de 1996 (Toma de posesión de Aznar) fueron 359.624
Los abortos legales realizados en durante la presidencia de José María Aznar desde el 6 de Mayo de 1996 (Primer día de gobierno) hasta el 17 de Abril de 2004 (Toma de posesión de Rodriguez) fueron 511.429
(Fuente: Subdirección General de Promoción de la Salud y Epidemiología)
La Crisis de la Identidad Europea. Reflexiones desde la tradición benedictina (y IV)
por
Santiago Cantera Montenegro, O.S.B.
Tras un “Pórtico” o introducción, el capítulo titulado “Cimientos: Ser e identidad de Europa” y el encabezado con el nombre de “Pilares, arcos y bóvedas: La formación de Europa”, en una segunda parte pasamos a fijarnos en el mensaje de Europa al mundo. Luego tratamos su crisis de identidad, viendo como resisten las esencias de Europa a lo largo del tiempo ante los ataques sufridos. Y ahora confiamos, con la esperanza cristiana, en la restauración de Europa
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Restauración:
la esperanza de Europa
Al hablar de la
crisis de la identidad europea, hemos hecho referencia importante al camino por
el que el utopismo antropocéntrico que ha caracterizado en buena medida el
pensamiento y las directrices de la “Modernidad”, ha ido conduciendo a Europa y en general al Occidente, hasta dar por término en la desesperación del
hombre, a pesar de que sus proyectos eran precisamente los más opuestos a este
punto de llegada. La arribada en el existencialismo sartriano –el de la náusea
y el absurdo–, unida a desastres del calibre de las dos guerras mundiales
habidas en el siglo XX, además de las grandes matanzas de población, la tensión
nuclear, la pérdida de la valoración de la persona y un largo etcétera, son
aspectos elocuentes de la desesperación que en gran parte ha terminado
sufriendo el hombre europeo, y prueba de ello es asimismo el panorama que ofrece
lo que se ha dado en llamar la “Posmodernidad”.
Ante este
ambiente y esta situación, una vez más y como ya lo fue en la crisis del mundo
tardoantiguo y lo ha sido a lo largo de la Historia, el cristiano ha de ser un
testigo de esperanza, un portador de alegría y un profeta de la dicha
eterna junto a Dios, que es la que de verdad puede poner en funcionamiento un
mundo terreno más armoniosamente organizado.
El cristiano no
puede únicamente criticar todo lo que ve mal: debe hacerlo, pero no sólo eso,
pues optaría entonces por una actitud pesimista, y el pesimismo es de lo más
opuesto a su verdadera fe. El cristiano, sin caer en irenismos y en falsos y
engañosos optimismos de raíz meramente humana, debe infundir esperanza. El
cristiano debe ser realista. Y el realismo vital implica, por un lado,
la crítica de lo que está mal y se debe mejorar; pero, por otra parte, conlleva
al mismo tiempo la esperanza sobrenatural que proviene de un Dios que es Amor y
que ama apasionadamente al hombre, no sólo a la especie humana en su conjunto,
sino a cada individuo de ella, a cada persona en la que reconoce una imagen de
su belleza infinita.
***
“La esperanza
cristiana es una virtud teologal [es decir, referida directamente a Dios],
infundida por Dios en la voluntad, por la cual confiamos con plena certeza
alcanzar la vida eterna y los medios necesarios para llegar a ella apoyados en
el auxilio omnipotente de Dios”.
Juan Pablo II ha
sido en nuestro tiempo, sin duda alguna, un gran apóstol de la esperanza, tanto
en sus palabras como con el testimonio personal de su vida, singularmente
después del atentado sufrido en mayo de 1981 y en la enfermedad padecida
durante sus últimos años. Por eso, su mensaje debe ser tenido siempre en serio
y así habrá de ser recordado en años futuros. En 1987 proclamaba en la ciudad
estadounidense de Los Ángeles: “No podemos vivir sin esperanza. Hay que tener
una finalidad en la vida, un sentido para nuestra existencia. Tenemos que
aspirar a algo. Sin esperanza, comenzamos a morir.”
No obstante, él
sabía bien que “la fe cristiana y la esperanza cristiana miran más allá de la muerte. Pero ni la fe ni la esperanza son mero consuelo en el más allá. Transforman ya ahora
nuestra vida terrena”, como dijo en Salzburgo en 1988. En efecto, según diría
diez años después en una audiencia general en Roma (2 de diciembre de 1998),
“la espiritualidad del cristiano no es una espiritualidad de huida o rechazo
del mundo; tampoco se reduce a una simple actividad de orden temporal.
Impregnada por el Espíritu de vida, derramado por el Resucitado, es una
espiritualidad de transfiguración del mundo y de esperanza en la venida del
reino de Dios.”
Conforme al
magisterio de Juan Pablo II, concretamente a las palabras pronunciadas en Los
Ángeles en 1987: “La esperanza viene de Dios, de nuestra fe en Dios. Sin fe en
Dios no puede haber una esperanza duradera, auténtica. Dejar de creer en Dios
es empezar a deslizarse por un sendero que sólo puede llevar al vacío y a la desesperación.” En consecuencia, como dijo en la Jornada Mundial de la Juventud celebrada en Roma en el año 2000, “los diversos mesianismos secularizados, que han intentado
sustituir la esperanza cristiana, se han revelado después como verdaderos y
propios infiernos”.
Otro incansable
testigo de esperanza en nuestro tiempo e igualmente fallecido aún hace poco, el
cardenal vietnamita F. X. Nguyen Van Thuan, afirmaba que “el cristiano es una
luz que brilla en las tinieblas, la sal de la vida para el mundo que no tiene
sabor, la esperanza en medio de una humanidad que ha perdido la esperanza”. Y esto es algo que
tiene raíces teológicas y espirituales, como apunta al citar al Apóstol San
Pedro: “Sea bendito Dios Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en su gran
misericordia nos ha regenerado con una esperanza viva, mediante la resurrección
de Jesucristo de entre los muertos”.
Y así, el Evangelio de la esperanza que el cristiano debe anunciar es “el
mensaje extraordinario de que Dios te ama, que Dios ama y ha redimido al mundo”. “Sólo Jesús
proclama ser la ‘Vida’; sólo Él es puerta de la esperanza para todo el mundo”. En consecuencia,
“el santo está siempre alegre, feliz, contento porque posee a Dios y su Reino”;
“deberías estar siempre alegre. El camino de la esperanza no admite peregrinos
tristes. El camino de la esperanza sólo puede soportar alegría.”
Quien pasó trece
años de su vida en las cárceles comunistas de Vietnam, de los que nueve fueron
en régimen de aislamiento, y quien fue luego desterrado sin permiso para volver
ya a su Patria, ha sido capaz de exhortar con estas palabras: “Sé feliz con
aquellos que te aman. Sé feliz con aquellos que te odian. Sé feliz cuando todo
es alegre y luminoso en tu entorno. Sé feliz cuando el corazón sufre
intensamente. Sé feliz cuando todos te siguen. Sé feliz cuando te encuentres
solo y abandonado. Sé alegre y ayuda a todos para que encuentren y experimenten
esta atmósfera de alegría, incluso si el corazón estuviera hecho pedazos. Ésta
es la verdadera y auténtica santidad que vale más que todos los ayunos y todas
las renuncias.”
En prisión purificó y demostró su hondo cristianismo, logrando ocuparse de
veras de Dios (la fe, la oración, las virtudes… amándole a Él mismo y por Sí
mismo) y no anteponiendo a Él mismo “las cosas de Dios” (esto es, las obras
externas exitosas, el apostolado aparentemente más eficaz, etc.); logró
desprenderse por completo de todo y buscar únicamente a Dios: “¿Cómo librarte
de la tristeza? ¡Ora! ¿Y por qué rezas? Porque en la oración se encuentra al
Señor.”
Todo lo cual le hizo vivir alegre ese período y, lejos de odiar a sus captores,
le llevó a amarles como hijos de Dios dignos de su Misericordia infinita. Lo
cual no significa, claro, que dejase de condenar el comunismo marxista en
cuanto ideología y sistema ateo y deshumanizador; el cardenal Van Thuan supo
distinguir entre el marxismo y la condición de personas de los marxistas.
Volviendo a Juan
Pablo II, quien precisamente concedió la púrpura cardenalicia a este arzobispo
de Saigón, reunió por segunda vez en 1999 a los obispos de Europa en Sínodo, con el tema “Jesucristo vivo en su iglesia y fuente de esperanza para Europa”, y
publicó posteriormente el documento elaborado a partir de esta asamblea, con el
título Ecclesia in Europa (2003).
El primer capítulo lleva por encabezamiento “Jesucristo es nuestra esperanza”,
y todos los capítulos (seis en total) contienen de forma explícita el término
“esperanza”: “El Evangelio de la esperanza confiado a la iglesia del nuevo
milenio” (capítulo II), “Anunciar el Evangelio de la esperanza” (capítulo III),
“Celebrar el Evangelio de la esperanza” (capítulo IV), “Servir al Evangelio de
la esperanza” (capítulo V) y “El Evangelio de la esperanza para una nueva
Europa” (capítulo VI). En consecuencia, todo el documento está atravesado por
la esperanza cristiana e impregnado fuertemente de ella, y concluye con una
Consagración a María, “Madre de la esperanza”. En efecto, a pesar de todos los
signos que podrían inducir a la desesperación ante una Europa que está
apartándose de sus raíces y renegando de su ser, el Papa descubre otros
elementos capaces de alentar la esperanza del europeo cristiano y, sobre todo,
no pierde de vista que Jesucristo “es la esperanza de la Iglesia, de Europa y
de la humanidad. Él vive con nosotros, entre nosotros, en su Iglesia”.
En definitiva,
según lo que decíamos antes: no podemos únicamente llevarnos las manos a la
cabeza por lo que en verdad está sucediendo ante nuestros ojos, aun con toda la
gravedad que ello tiene. Pese a que la situación de descristianización de
Europa es evidente; pese a que la Cristiandad europea puede parecer hoy una
quimera irrecuperable para nuestro tiempo; pese a la impresión de que todo se
halla en contra de la Iglesia en Europa; pese a todo esto, jamás debemos perder
la esperanza, porque Dios es el Señor de la Historia y la Historia no halla
explicación sin el misterio de Cristo, quien es la clave de la Historia. La Redención obrada por Jesucristo ha de llenarnos siempre de alegría y de
esperanza, no sólo de cara a las realidades escatológicas, sino asimismo en las
temporales que ahora nos toca vivir y en las que tenemos el deber de actuar.
***
Los obispos
reunidos en el mencionado Sínodo y el propio Juan Pablo II señalaron varios signos
de esperanza para Europa, entre los que cabe destacar algunos como la
recuperación de la libertad de la Iglesia en la Europa oriental tras la caída
del comunismo
y el elevado número de testigos de la fe que han hecho abierta profesión de
ella, incluso hasta el martirio, tanto en el este como en el oeste. Ellos “son
un signo elocuente y grandioso que se nos pide contemplar e imitar”, que
“muestran la vitalidad de la Iglesia” y son “como una luz” para ella y para la
humanidad, “porque han hecho resplandecer en las tinieblas la luz de Cristo”,
demostrando que “el martirio es la encarnación suprema del Evangelio de la
esperanza”, “convencidos de que Jesús es el Dios y Salvador del hombre y que,
por tanto, sólo en Él encuentra el hombre la plenitud verdadera de la vida”.
Aparte de éstos
y otros muchos signos de esperanza referidos por el Papa, queremos señalar aquí
algunos que nos parecen especialmente relevantes y que deben ser tenidos en
cuenta para la ardua pero hermosa tarea de restaurar la auténtica Europa, la civilización de la Cristiandad europea.
***
A uno de ellos
hemos hecho alusión ya: la fuerza del testimonio de vida. Es, por una
parte, el de los citados mártires en múltiples circunstancias históricas
recientes: los de la Revolución Francesa de finales del siglo XVIII, los de las
persecuciones desencadenadas por el liberalismo en diversas naciones en el
siglo XIX, los de la desatada por las izquierdas durante la Guerra Española de 1936-39, los del nacionalsocialismo en varios países dominados por el III
Reich, los del comunismo en el este europeo desde la Revolución Rusa y a consecuencia de la división del continente por los acuerdos de Yalta al
término de la II Guerra Mundial… Todos estos mártires, en efecto, manifiestan
con su sangre la perennidad de la Iglesia, su vitalidad, su vigor en tiempos
próximos a nosotros; son expresión elocuente de la supremacía de los valores
espirituales y de la existencia de las realidades celestiales, pues no se muere
porque sí; son testigos de la verdad del mensaje de Jesucristo y de su
divinidad encarnada y redentora, de su anuncio de salvación para el hombre
caído; son, en fin, un modelo a imitar por nosotros y un aliciente para nuestro
combate actual.
Pero el
testimonio de vida puede darse también, y se da más corrientemente, en el día a
día de numerosas personas que viven acordes con su fe: en tantos matrimonios
cristianos, en tantas familias, en tantos religiosos de veras entregados a su
vocación, en tantos sacerdotes dedicados a su ministerio… No podemos olvidar
aquí, al lado de una mayoría inmensa cuyo recuerdo ante la Historia humana perecerá,
pero no ante los ojos de Dios, a otras personas que la Iglesia ha elevado a los
altares y que suponen así un referente notabilísimo. Tal es el caso de la
esposa y madre italiana Santa Juana Beretta (1922-62), quien prefirió salvar la
vida del ser humano que llevaba en sus entrañas que la suya y se negó a
abortar, a pesar de que eso retrasase la aplicación de un tratamiento médico
para ella. Sin duda alguna, ella se erige de este modo en un hito sobresaliente
en la lucha de la Iglesia Católica por la defensa de la vida y de la dignidad
de la persona humana, pues reconoce una persona en el feto y en el propio
embrión.
Y hay asimismo
testigos de vida cristiana como la religiosa albanesa Beata Madre Teresa de
Calcuta (1910-97), el premonstratense holandés Werenfried van Straaten
(1913-2003) o el sindicalista y presidente polaco Lech Walesa (1943-…), que con
su entrega generosa a sus respectivas causas, que en realidad no son otras que
fundamentalmente la de Cristo, han demostrado la importancia de la coherencia
de la acción externa con respecto a las convicciones y la vivencia interior. El
ya citado cardenal Van Thuan (1928-2002), ciertamente asiático y no europeo,
aunque con un importante fondo de cultura europea a través de la colonización
francesa del Vietnam, supone otro ejemplo de la fuerza de arrastre que posee el
testimonio de vida. En este sentido, siempre permanecerá en mí la honda
impresión que me causó cuando, después de obtener del Cielo la gracia de poder
llevarle en coche en un traslado por Madrid y de recibir su bendición
episcopal, contemplé cómo todo un auditorio repleto se levantaba en un
estruendoso aplauso para acogerle al llegar a una conferencia: comprobé cómo
Dios es más grande que la opresión del sistema marxista, cómo puede premiar
incluso con éxitos humanos de este tipo a quien le permanece fiel en la más
dura adversidad, y cómo un testigo de vida es capaz de despertar el entusiasmo
y el deseo de emulación en los corazones de los jóvenes.
En fin, ¿qué
otro mejor testimonio de vida que el de Juan Pablo II (1920-2005), quien con la
grandeza cristiana con que afrontó el compromiso con Jesucristo y los dolores
de su enfermedad fue capaz de atraer hacia sí a tantísimas personas que en
tiempos anteriores le habían criticado y rechazado, tanto católicos como no
católicos?
***
También parece
un notable signo de esperanza la renovación del ardor juvenil católico
en Europa y en otras partes del mundo, si bien debe cuidarse que no quede a
veces en cuestiones algo superficiales e incluso semifolklóricas. Por ejemplo,
las “Jornadas Mundiales de la Juventud”, iniciadas por Juan Pablo II y
proseguidas con éxito por Benedicto XVI, son una manifestación abierta de la
fuerza y de la universalidad de la Iglesia ante la Tierra entera. En casos como
la celebrada en Colonia en el verano de 2005 (la primera de Benedicto XVI),
pueden ser un acicate considerable para la restauración de la fe en países que,
como Alemania, han sufrido y sufren una profunda crisis religiosa en varias
vertientes.
Por otra parte,
es verdad también que los nuevos movimientos surgidos en la Iglesia en
tiempos recientes y compuestos sobre todo por laicos experimentan un vigor y
una expansión considerables. Si la fuerza que poseen no se queda en un efecto
de moda entre algunos sectores juveniles y de población determinada, y si la
jerarquía de la Iglesia los encauza debidamente dentro de la Tradición católica
y evita los peligros que pudieran darse en ciertos casos (desviaciones
doctrinales y litúrgicas, encerramiento en sí mismos y carencia de auténtico
espíritu eclesial, etc.), no hay duda de que podrán ser fermento de renovación
para Europa y para el mundo entero.
En el plano de
la juventud resulta prometedor además el hecho de que, frente a la crisis de vocaciones
al sacerdocio y a la vida religiosa consagrada en muchos países y regiones,
sobre todo del ámbito europeo occidental, se está produciendo un resurgir en
las naciones antes dominadas por la bota comunista (en buena medida, como fruto
de la sangre de los mártires, igual que sucedió en España en los años 40 y 50
del siglo XX, después de la Guerra de 1936-39) e incluso en no pocos casos en
el propio oeste. Tanto en un caso como en otro, se trata por lo general de
vocaciones que se orientan a modelos muy observantes y tradicionales, o bien a
nuevas fundaciones pero rigurosas en el nivel de exigencia y fieles al
Magisterio de la Iglesia. Por ejemplo, los jesuitas y los franciscanos
conventuales en varios países del este, los dominicos en Polonia y en la
Provincia dominicana de Toulouse (Francia), los frailes carmelitas en el
Mediodía francés y las carmelitas descalzas de la observancia teresiana de
Santa Maravillas de Jesús en España, los monasterios benedictinos leales al
rito tradicional latino en Francia y/o a la más pura Tradición benedictina, la
cartuja alemana de Marienau (a la que acuden numerosas vocaciones del este),
los ermitaños camaldulenses en Polonia, etc., son un buen testimonio de que la
fidelidad a la ortodoxia doctrinal, a la observancia de la propia Regla, a la primacía de la vida espiritual, al mejor y más sano celo apostólico, a la
liturgia celebrada dignamente… y al hábito como signo externo de consagración,
arrastran a los jóvenes más que la opción por una malentendida “puesta al día”,
que en tantísimas ocasiones ha acabado produciendo un auténtico suicidio de
muchas comunidades religiosas, dentro incluso de las mismas Órdenes religiosas
que acabamos de mencionar.
Y no hay que
perder de vista, por otro lado, el desarrollo de ciertos movimientos
juveniles prometedores, por ejemplo los “Scouts de Europa”. Éstos han
adquirido una expansión considerable en naciones como Francia y Polonia, forman
personas, nutren de vocaciones los conventos y los monasterios más
tradicionales y observantes, ven nacer en su seno parejas que se encaminan con
absoluta seriedad al matrimonio y favorecen la preparación de cuadros que se
dirijan hacia la vida pública. Y es que un elemento que hemos aludido es
fundamental: forman personas. Es decir, lejos de ofrecer a los jóvenes una diversión
superficial, una espiritualidad sensiblera y una liturgia de pandereta, se
orientan de lleno al robustecimiento del carácter y a la formación de la
voluntad, así como a una educación de la razón y en la fe, valiéndose también
para ello del deporte y de los más sanos entretenimientos físicos y mentales, y
siempre en contacto con la Iglesia que vive fiel a su Tradición.
***
Otro signo
esperanzador es la reacción que se está produciendo entre amplios
sectores católicos ante los ataques abiertos del laicismo imperante
contra la religión, la moral, el Derecho Natural, la libertad de enseñanza,
etc. En España, por ejemplo, podemos descubrir que no todo estaba tan dormido
como parecía y que aún existe un vasto sector de población con la conciencia
despierta, que se niega a ver pisoteados los valores fundamentales. Constatamos
la formación de plataformas cívicas y de asociaciones que escapan al control de
los partidos políticos y que se erigen para defender los derechos pisoteados de
la familia, de la vida humana, de la educación católica, etc., siendo además
capaces de convocar unas multitudinarias manifestaciones a las que los
gobiernos supuestamente “democráticos” y que dicen escuchar la voz de los
ciudadanos no les atienden en realidad, pero que sin duda alguna se ven
profundamente molestos porque comprueban que aún existe una fuerza de
movilización de signo católico. Y esto, sobre todo, supone un magnífico acicate
para continuar despertando la esperanza de esa conciencia católica que, gracias
a Dios, no está tan muerta ni tan dormida como habíamos llegado a pensar.
Por otro lado
–aunque todavía de forma muy escasa en España–, es posible observar cómo en
varias naciones europeas se viene produciendo una clara concienciación
de un coherente y consecuente compromiso católico en la política, que
lleve a los católicos a abandonar a los partidos que defienden no pocos
aspectos contrarios a la fe, a la defensa de la familia y de la vida, a la
moral, al Derecho Natural y a la Doctrina Social de la Iglesia, y pasar por fin a engrosar las filas y votar a partidos de más claro signo conforme a la fe
católica.
En España, opciones como “Alternatica Española” o “Familia y Vida” son aún
minoritarias, y algo parecido ocurre en otros países. Pero en Francia, por
ejemplo, el “Movimiento por Francia” del vendeano Philippe de Villiers ha
alcanzado ya un 7% de los sufragios en las elecciones europeas y cuenta con un
fuerte apoyo en el oeste atlántico; el “L’Udova Unia” de Eslovaquia es la
primera fuerza del país, con un 19,5% de votos; y en Polonia (por poner sólo
unos ejemplos), donde el sindicato “Solidarnosc” (“Solidaridad”) posee un
millón de afiliados, hemos conocido recientemente la victoria del partido
“Prawo i Sprawiedliiwosc” (“Derecho y Justicia”), tanto en las elecciones
generales como en las presidenciales, y a él hay que sumar la fuerza católica
de otras agrupaciones como la “Liga Polskich Rodzin” (“Liga Polaca de las
Familias”). A todos estos grupos hay que añadir otros más antiguos como la “Unión Social Cristiana” (C.S.U.) de Baviera, que conserva una gran vitalidad y el gobierno
en la región aun en medio de dificultades pasajeras del partido.
No obstante,
debemos advertir que la política con minúscula (a diferencia de los valores
superiores de la Política con mayúscula), y que es en la que se ven forzados a
participar los partidos de clara inspiración católica, está sometida siempre a
una volubilidad con la cual es difícil hacer apreciaciones realmente estables y
del todo adecuadas. Por lo tanto, la concienciación política de los católicos
nos parece un signo esperanzador, sin duda, y lo es también el ascenso de los
partidos de clara inspiración católica; pero en este segundo caso, no se trata
de ningún modo del principal ni el más definitivo signo de esperanza, pues
puede ser algo bastante provisional, circunstancial y variable.
***
Aunque resulte
menos llamativo e incluso pueda pasar casi desapercibido, nos parece de gran
importancia otro hecho, como es la tendencia creciente a la restauración del
realismo filosófico cristiano. Una restauración que podemos calificar de
necesaria y que, por supuesto, está caracterizada ante todo por el
redescubrimiento y el nuevo empuje del tomismo, al que ya hemos aludido
en el capítulo primero de este ensayo, dedicado a los “Cimientos: Ser e
identidad de Europa”.
Decimos que esta
restauración es necesaria e importante porque el realismo, al partir de la
primacía del ser, supone, entre otras cosas, una afirmación tajante de la
verdad y de todo lo que se deriva de ella, y asimismo una afirmación de Dios
como Verdad suprema. En cambio, según hemos visto en la primera parte del
capítulo dedicado a la crisis de la identidad europea, la tendencia dominante
en el pensamiento de la “Modernidad” europea ha estado dirigida en el sentido
del escepticismo, del relativismo y, en último término, también del nihilismo;
y por eso, es lógico que conllevase un apartamiento del hombre con respecto a
Dios como Bien Sumo y Verdad Suprema. Y en definitiva, el pensamiento de la “Modernidad” no podía sino acabar conduciendo a la propia negación del hombre.
El realismo
cristiano, como philosophia perennis, es la afirmación del ser, del
bien, de la verdad; es la afirmación de Dios, de la Creación y del hombre; es
la afirmación de la persona humana que participa del Ser Supremo (sin confusión
ni por emanación), que en Él tiene su origen y a Él tiende como a su fin, y que
por eso goza de una dignidad intrínseca. Sin estos puntos de partida, como se
ha demostrado con el pensamiento de la “Modernidad” europea y con su aplicación práctica, es imposible construir una filosofía que defienda al hombre de veras,
de forma coherente y hasta sus últimas consecuencias.
El nuevo
renacimiento del tomismo, en realidad nunca muerto, se verifica en gran medida
a través de la difusión universal de la “Sociedad Internacional Tomás de Aquino” (S.I.T.A.), la cual cuenta entre sus principales y
más destacados miembros a no pocos españoles, como el dominico P. Abelardo
Lobato y los catedráticos de Metafísica de Barcelona Francisco Canals y Eudaldo
Forment. Si nos ceñimos a España, la lista de notables figuras del tomismo
sería larga: además de los tres que acabamos de citar, cabría recordar a otros
como los profesores García López, Alsina, Petit, Maurí, Gambra, Escandell,
Maldonado, Vallet de Goytisolo, Ayuso, Ocáriz… Un aspecto importante que
conviene tener en cuenta, como estos mismos nombres revelan, es que el tomismo
está conociendo un nuevo auge, no ya entre eclesiásticos, sino casi más aún
entre seglares, lo cual revela en cierto modo el relevante papel de los laicos
católicos en la vida cultural y pública de nuestro tiempo.
***
Como monje,
quien escribe estas páginas no puede perder de vista que al monacato aún
le cabe una función de responsabilidad en la conservación, transmisión y
enriquecimiento de la verdadera cultura europea, conforme a lo que ha hecho ya
a lo largo de muchos siglos desde sus primeros tiempos, según hemos comprobado
en otros capítulos de este ensayo.
En una época
como la que actualmente conoce Europa, de materialismo, de una nueva barbarie
cultural interna, de cambios profundos, de decadencia, de pérdida de identidad,
de auténtica crisis y de renuncia al ser de toda una civilización, los
monasterios y los monjes que en ellos moran dedicados al servicio divino
vuelven a convertirse en un testimonio, a la vez silencioso y elocuente, de la
centralidad y la soberanía de Dios, de la supremacía de lo espiritual y del
justo aprecio de lo material, del valor y la dignidad de la persona humana como
hijo de Dios llamado a una vida de gloria eterna con Él. Los monasterios y los
monjes, herederos de una riquísima y secular Tradición, pueden volver a asumir
de nuevo una labor de salvaguarda y transmisión de los valores de una
civilización, la civilización de la Cristiandad europea.
No obstante,
para desempeñar con eficacia esta tarea, resulta indudable que el monacato debe
ser fiel, ante todo, a su propia finalidad espiritual, contemplativa, de
búsqueda de Dios; y ha de serlo siendo fiel a su propia Tradición y a toda la Tradición
de la Iglesia. En este sentido, no cabe sino llamar la atención sobre el apogeo
que están experimentando los modelos monásticos más tradicionales y
observantes, hacia los cuales siguen afluyendo las vocaciones de jóvenes
comprometidos y en los cuales existe un más alto nivel de perseverancia. Tales
modelos, por tanto, son una llamada a la conciencia de todos los monjes. No es
buena solución rebajar el nivel de exigencia ni “adaptarse a los nuevos
tiempos” sin meditar bien las cosas. Las comunidades más tradicionales y
observantes (Le Barroux, Fontgombault, Flavigny, “Sancta Maria Sedes
Sapientiae” de Roma, etc.), al menos a quien escribe estas páginas, le hacen
pensar mucho. Son un manifiesto abierto de que los jóvenes no buscan
precisamente lo más fácil ni lo más blando, y estos monasterios parecen estar
así a la altura de las circunstancias de una crisis de civilización como la
actual, dispuestos a ser de nuevo transmisores de los valores y de la esencia
de la Cristiandad europea.
***
Queremos concluir
este ensayo con una serie de citas que poseen mayor autoridad que nuestros
propios comentarios y que son bastante expresivas de la realidad crítica en que
se encuentra actualmente Europa y de la dicotomía que se le presenta, ante la
cual debe escoger el camino adecuado para su reconstrucción o bien optar por su
definitivo suicidio como civilización.
El P. Abad
benedictino del Valle de los Caídos, Dom Anselmo Álvarez Navarrete, que se ha
ocupado en numerosas ocasiones de las raíces y la esencia cristianas de Europa
y de su crisis actual, advierte del fracaso al que la “Modernidad” ha conducido al hombre occidental, precisamente en todo aquello a lo que éste
había aspirado en los últimos siglos:
“La revelación
del ocaso inesperado a que estaban condenadas las esperanzas más atractivas
movilizadas por el hombre, resumidas en la supresión del mal y en la
realización de la felicidad mediante la iniciativa humana, es uno de los
acontecimientos mayores de la evolución cultural de Occidente. En él la Historia
se ha juzgado a sí misma y ha dictaminado la quiebra de este nuevo intento del
hombre de tomar en sus manos su propio destino. Un acontecimiento que, sin
embargo, no ha concluido todavía y del que no hay demasiado riesgo en predecir
que se producirá bajo la forma de una reacción decisiva ante la miseria
espiritual que nos envuelve, paralela a la que ha provocado la opresión
ideológica de inspiración marxista. La sociedad occidental debe comprender que
también ella tiene pendiente una liberación; que los pueblos del centro y del
este europeo no se han levantado únicamente por una cuestión de cuotas de
democracia o bienestar, sino contra la asfixia del hombre profundo, contra la
destrucción de valores humanos esenciales que el clima cultural del oeste conoce,
en fase seguramente más avanzada. Si su modelo económico y político aspira a
subsistir habrá de buscar otras bases morales, sociales y humanistas, otra
concepción del hombre que tenga en cuenta su totalidad constitutiva, gravemente
amputada a través de casi toda la obra de la Modernidad.
La mediación de
la Iglesia tiene aquí una acción insustituible en nombre del Verbo encarnado,
salvador y modelo del hombre perfecto. Con Él habrá de recordarle lo inútil de
una utopía con la que puede haber conquistado el mundo pero en la que se ha
perdido a sí mismo. En ese desenlace está la clave de la crisis del hombre
moderno, de su experiencia apócrifa, no menos que la razón para instarle a
resistir a la violencia –y violación– de la dialéctica nihilista que corroe el
corazón de la cultura occidental, como sus hermanos del otro lado del muro
resistieron la dialéctica materialista.”
En consecuencia,
“no es el caso de renunciar a ninguno de los dinamismos reconocidamente
valiosos que se han puesto en marcha a lo largo de está época [la
correspondiente a la Modernidad] y que ya pertenecen al patrimonio de la civilización. Pero [el hombre] ha de recordar que Dios no puede ser excluido de la
edificación de la ciudad, a menos que ésta quede suspendida en el vacío, y que la misma Iglesia es un eje imprescindible del progreso en cuanto alentadora del ejercicio de
soberanía sobre la tierra y autora directa del crecimiento espiritual y moral,
del que depende la racionalidad de todos los demás progresos. Todos ellos
tienen una condición de autenticidad: que posibiliten la evolución radical
señalada al hombre: ‘sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto’
(Mt 5,48). Es la hora del Verbo y de quien ha recibido su mediación [la
Iglesia].”
En definitiva:
“Todo lo que aceleradamente viene ocurriendo desde que sus herederos [los de la
Modernidad] declararon el crepúsculo de la cultura moderna señala, casi con
nitidez, que la Iglesia vuelve a ser depositaria del destino del hombre y que
su custodia queda otra vez bajo su responsabilidad. Del hombre que alberga la
imagen de Dios y que comparte la naturaleza del Verbo encarnado; por
consiguiente, del hombre cuya condición histórica gravita sobre esta
constitución. Ya en el presente los impulsos, certezas y esperanzas más sólidos
que llegan hasta él son los que provienen de la Iglesia, especialmente a través
de la voz que habla desde Roma. La defensa que está haciendo de la verdad y del
hombre es la única que tiene una dimensión universal, la única que está
practicando un esfuerzo sobrehumano para preservar la integridad de estos dos
valores contra la presión del propio hombre. La barca de Pedro, la Iglesia,
está siendo hoy la barca de la humanidad, su arca de Noé, en la que se están
preservando del naufragio las ideas y valores que mañana volverán a ser semilla
de una sociedad renovada. De una sociedad rejuvenecida, pero no con injertos
espurios, sino con la savia de sus propias raíces […]. Esta reconstrucción es
la obra a la que sirve la mediación de Cristo y, con Él, de la Iglesia.”
***
Ciertamente, la
voz de la Iglesia que habla desde Roma, con Juan Pablo II y con Benedicto XVI,
ha tenido recientemente y tiene en los días presentes una fuerza y una
vitalidad capaces de llamar a la conciencia del hombre europeo y del hombre en
general. Siendo aún cardenal, Benedicto XVI escribía con acierto:
“Europa,
precisamente en esta hora de su máximo éxito, parece haberse quedado vacía por
dentro, paralizada en cierto sentido por una crisis de su sistema circulatorio,
una crisis que pone en peligro su vida, que depende, por así decir, de
trasplantes, los cuales en realidad no pueden hacer otra cosa que eliminar su
identidad. A esta decadencia interior de las fuerzas espirituales que la
sustentaban le corresponde el hecho de que también étnicamente Europa parece en
fase menguante.
Hay una extraña
desgana de futuro. A los hijos, que son el futuro, se los ve como una amenaza
para el presente; se piensa que nos quitan algo de nuestra vida. No se los
percibe como una esperanza, sino como un límite del presente. Se impone una
comparación con el Imperio Romano en su ocaso, que seguía funcionando como un
gran marco histórico cuando en realidad vivía ya de los que habrían de
disolverlo, pues ya no tenía en sí ninguna energía vital.”
En consecuencia,
advierte el que hoy es Sumo Pontífice:
“Para
sobrevivir, Europa necesita una nueva –ciertamente crítica y humilde–
aceptación de sí misma si quiere sobrevivir. La multiculturalidad, que es
alentada y favorecida continuamente y con pasión, a veces es sobre todo
abandono y rechazo de lo que es propio, huida de las cosas propias. […]
Ciertamente, podemos y debemos aprender de lo que es sagrado para los demás,
pero precisamente ante los demás y por los demás es nuestro deber alimentar en
nosotros el respeto ante lo que es sagrado y mostrar el rostro de Dios que se
nos ha manifestado, del Dios que tiene compasión de los pobres y de los
débiles, de las viudas y de los huérfanos, del extranjero; del Dios que es tan
humano que Él mismo se hizo hombre, un hombre sufriente, que, sufriendo junto a
nosotros, da al dolor dignidad y sentido.
Si no hacemos
esto, no sólo renegamos de la identidad de Europa, sino que faltamos a un
servicio al que los demás tienen derecho. Para las culturas del mundo, la
profanidad absoluta que se ha ido formando en Occidente es algo profundamente
extraño. Están convencidas de que un mundo sin Dios no tiene futuro. Por tanto,
es precisamente la multiculturalidad la que nos llama a entrar de nuevo en
nosotros mismos.
[…] Los
cristianos creyentes deberían considerarse una de estas minorías creativas [de
las que habla Arnold J. Toynbee, quien afirma que de ellas depende el destino
de una sociedad] y contribuir a que Europa recobre de nuevo lo mejor de su
herencia y esté así al servicio de la humanidad entera.”
***
En conformidad
con todo esto que venimos diciendo, el gran Papa Juan Pablo II señaló a los
obispos europeos en 1983 que, “con profunda humildad, pero con la serena
certeza que le viene de Cristo […], la Iglesia, acercándose al hombre de hoy,
tiene que dar un alma a la sociedad moderna”, y concretamente a Europa. Un alma
en este caso, evidentemente, que es en realidad la propia alma cristiana de
Europa, la que le pertenece esencialmente y de la que hoy se reniega.
Para esta ardua pero
hermosa tarea, el Papa polaco quiso dar a los europeos unos intercesores y unos
modelos destacados: “Europa ya está bajo la protección celestial de tres
grandes santos: Benito de Nursia, padre del monacato occidental, y los hermanos
Cirilo y Metodio, apóstoles de los eslavos. He querido colocar al lado de estos
insignes testigos de Cristo otras tantas figuras femeninas, entre otras cosas
para subrayar el papel que las mujeres han desempeñado y desempeñan en la
historia eclesial y civil del continente hasta nuestros días. Tengo hoy la
alegría de proclamar tres nuevas Copatronas del continente europeo. Son Santa
Edith Stein [Santa Teresa Benedicta de la Cruz], Santa Brígida de Suecia y
Santa Catalina de Siena. Las tres santas escogidas como Copatronas de Europa
están relacionadas de forma especial con la historia del continente.”
En conclusión,
hoy, como entonces, ofrecen plena fuerza y vigencia aquellas palabras que el
mismo Juan Pablo II había pronunciado en Santiago de Compostela en su visita a
España en 1982: “Yo, Sucesor de Pedro en la Sede de Roma, una Sede que Cristo
quiso colocar en Europa y que ama por su esfuerzo en la difusión del
cristianismo en todo el mundo. Yo, Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia
universal, desde Santiago, te lanzo, vieja Europa, un grito lleno de amor: Vuelve
a encontrarte. Sé tú misma. Descubre tus orígenes. Aviva tus raíces. Revive
aquellos valores auténticos que hicieron gloriosa tu historia y benéfica tu
presencia en los demás continentes.”
Apéndice: Elementos
de crítica al Tratado por el que se establece una Constitución para Europa
El texto del
“Preámbulo” general del Tratado…
comienza con las siguientes palabras, en las que se hace omisión completa de
cualquier referencia explícita a Dios, a Jesucristo e incluso a las raíces
cristianas de Europa: “Inspirándose en la herencia cultural, religiosa y
humanista de Europa, a partir de la cual se han desarrollado los valores
universales de los derechos inviolables e inalienables de la persona humana, la
democracia, la igualdad, la libertad y el Estado de Derecho”. Es evidente, y
más aún conociendo el trasfondo que ha habido en la redacción de esta
“Constitución” y la parte esencial que en ella ha jugado Valery Giscard
d’Estaing, que se ha querido evitar la más mínima mención al cristianismo. Si
uno ignora la Historia del continente o sabe sólo algunos rasgos parciales de
ella, puede pensar que esa herencia religiosa que se cita es la del paganismo
antiguo o la islámica.
Semejantes
valoraciones podemos hacer del “Preámbulo” de la Parte II (“Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión”), donde se dice que, “consciente
de su patrimonio espiritual y moral, la Unión [Europea] está fundada sobre los
valores indivisibles y universales de la dignidad humana, la libertad, la igualdad
y la solidaridad, y se basa en los principios de la democracia y el Estado de
Derecho”. ¿Cuál es ese “patrimonio espiritual y moral”? Resulta claro, una vez
más, que se quiere evitar hablar del cristianismo.
Asimismo, en el
“Preámbulo” general se habla de que Europa “se propone avanzar por la senda de
la civilización […]”. Pero, después de todo lo que hemos visto en el capítulo
dedicado al ser, la esencia y la identidad de Europa, titulado como
“Cimientos”, y de lo dicho en el que se centra en la formación de Europa
(“Pilares, arcos y bóvedas”), cabe preguntarse: ¿cómo construir una
“civilización” sin la mención expresa de sus raíces y de los elementos
esenciales que le dan contenido y valor, que constituyen su ser?
***
También resulta
claro que se ha optado por una línea abiertamente laicista, ya que, a
diferencia de otras Constituciones actualmente en vigor (auténticas
Constituciones desde el punto de vista jurídico, todo sea dicho de paso), como
la irlandesa, no se ha reconocido a Dios como la Fuente suprema del poder. Muy
al contrario, en este “Preámbulo” general, en el artículo I-1 y en el
“Preámbulo” de la Parte II, lo que se recoge es la idea rousseauniana y liberal
de la “voluntad general”: idea abstracta y falsa sobre el origen del poder, por
la que se niega el origen divino del poder y la transmisión de éste al
gobernante a través de la sociedad, para sustituirlo por la noción de que es
una voluntad general del pueblo la única que constituye el poder por medio de
un pacto social. De este modo, la “Constitución Europea” ha optado por una tendencia de abierta descristianización,
desnaturalización y “desocialización” del poder. Además, ¿quién es esa
“voluntad general” en realidad? ¿Los “ciudadanos de Europa”, tal como se dice,
o más bien los jefes de Estado firmantes del Tratado? ¿Acaso han sido los
ciudadanos europeos los que han elaborado el Tratado, o más bien se les va a
hacer ahora que lo acepten?
Ciertamente, y
como ha dicho un prestigioso entendido en la Ciencia Política y Jurídica como don Dalmacio Negro, más que una Constitución, el texto de
este Tratado es una “carta otorgada” y, por lo tanto, resulta mucho menos
democrática de lo que sus autores y defensores pretenden decir. Como Tratado
internacional que realmente es, se trata de un acuerdo entre jefes de Estado,
que adoptan para sus respectivos Estados un texto que para nada ha sido
elaborado y votado por una asamblea constituyente. En todo caso, podría
definirse como un “Tratado constitucional”, pero en sentido estricto no
merecería el nombre de “Constitución” como tal. La forma en que se ha gestado,
si se considera bien, choca paradójicamente con todos los principios del más
puro constitucionalismo liberal. Lo cual, evidentemente, supone una más de
tantas contradicciones que el texto ofrece.
El “Preámbulo”
general refleja el hecho de ser un acuerdo, un Tratado internacional entre
jefes de Estado. En el “Preámbulo” de la Parte II, contradictoriamente con esto, se afirma en cambio que son “los pueblos de Europa” quienes, “al crear entre
sí una unión cada vez más estrecha, han decidido compartir un porvenir pacífico
basado en valores comunes”. Por lo tanto, en esta ocasión se recoge la idea de
la “voluntad general”, que choca de lleno con la forma en que se expresa el
“Preámbulo” general, el cual está encabezado por la relación de los jefes de
Estado europeos firmantes del Tratado y al final dice que éstos están
“agradecidos a los miembros de la Convención Europea por haber elaborado el proyecto de esta Constitución en nombre de los ciudadanos y de los Estados de
Europa”. Es decir: en realidad nos encontramos más ante un Tratado
internacional y una “carta otorgada” que ante una verdadera Constitución.
Asimismo, esta
contradicción entre el concepto de un acuerdo establecido por los jefes de
Estado y la idea de “voluntad general”, aparece cuando nos acercamos al
artículo I-1, 1, por el que se crea la Unión Europea, y que dice así: “La presente Constitución, que nace de la voluntad de los ciudadanos y de los Estados de
Europa de construir un futuro común, crea la Unión Europea…” Así que, ¿en qué quedamos? ¿Son los ciudadanos, son los pueblos, son los
Estados o son los mandatarios europeos los que realmente han configurado el
texto? Además, a la excusa de que éste se va a someter en algunos Estados a un
referéndum, como en España (febrero de 2005), hay que responder dos verdades:
un tratado internacional no exige necesariamente el refrendo popular a través
de un plebiscito nacional en cada Estado, y prueba de ello es que no todos los
países que adoptan esta “Constitución” van a realizar tales procesos de
votación. Luego no nos encontramos ante una auténtica Constitución, sino ante
un Tratado internacional; un Tratado internacional, ciertamente, redactado y
expuesto de manera articulada semejante a la de una Constitución y que aspira a
funcionar como una Constitución, pero que no ha sido elaborado con los
requisitos que exige el Derecho Constitucional para poder ser denominado
“Constitución” en sentido propio. Menos aún cuando, sin duda alguna, se acerca
más a la realidad de una “carta otorgada” que a la de una verdadera
Constitución.
***
Por otra parte,
un aspecto cuyo enorme peligro debería haberse advertido es el relativo al
Derecho de la Unión Europea y la superioridad que ésta tiende a alcanzar por
encima de los Estados miembros. El artículo I-6 afirma que “la Constitución y
el Derecho adoptado por las instituciones de la Unión en el ejercicio de las
competencias que se le atribuyen a ésta primarán sobre el Derecho de los
Estados miembros”. Y el artículo I-33 explicita algo más este principio, al
exponer qué se entenderá por “ley europea”, “ley marco europea”, “reglamento
europeo”, “decisión europea”, “recomendación” y “dictamen”. “La ley europea es
un acto legislativo de alcance general. Será obligatoria en todos sus elementos
y directamente aplicable en cada Estado miembro. La ley marco europea, es un
acto legislativo que obliga al Estado miembro destinatario en cuanto al
resultado que deba conseguirse, dejando, sin embargo, a las autoridades nacionales
la competencia de elegir la forma y los medios.” Por lo que atañe a los otros
tres conceptos, son ya de orden inferior y limitan menos la independencia de
los Estados miembros.
Por lo tanto,
con la “ley europea” y la “ley marco europea” nos hallamos ante dos realidades
legislativas que priman sobre las legislaciones nacionales, lo cual implica,
evidentemente, la pérdida de independencia y soberanía por parte de los Estados
miembros. ¿Saben esto los ciudadanos de Europa? ¿Acaso se les ha advertido y
preguntado directa y abiertamente si están dispuestos a esta renuncia en favor
de un poder superior al de los Estados que componen la Unión, y ello a pesar de
todas las proclamas relativas al principio de subsidiariedad (arts. I-11.1 y
I-11.3), el cual, dicho sea de paso, es de origen cristiano, concretamente
perteneciente a la Doctrina Social de la Iglesia? ¿Nos damos cuenta de que nos
metemos en un superestado, en una supermáquina burocrática que tiene asegurado
todo el peligro de estar enormemente alejado del ciudadano?
La Unión, según
se explica en el artículo I-11, algo más detallado en su aplicación en los
siguientes, se asienta sobre una supuesta armonía entre el “principio de
atribución”, el “principio de subsidiariedad” y el “principio de proporcionalidad”.
“En virtud del principio de atribución, la Unión actúa dentro de los límites de
las competencias que le atribuyen los Estados miembros en la Constitución para
lograr los objetivos que ésta determina. Toda competencia no atribuida a la
Unión en la Constitución corresponde a los Estados miembros.” (art. I-11, 2).
“En virtud del principio de subsidiariedad, en los ámbitos que no sean de su
competencia exclusiva, la Unión intervendrá sólo en caso de que, y en la medida
en que, los objetivos de la acción pretendida no puedan ser alcanzados de
manera suficiente por los Estados miembros, no a nivel central ni a nivel
regional y local, sino que puedan alcanzarse mejor, debido a la dimensión o a
los efectos de la acción pretendida, a escala de la Unión […]” (art. I-11, 3).
“En virtud del principio de proporcionalidad, el contenido y la forma de la
acción de la Unión no excederán de los necesarios para alcanzar los objetivos
de la Constitución […]” (art. I-11, 4). De todas formas, hay que advertir que la
manera en que están aquí definidos los principios de subsidiariedad y de
proporcionalidad resulta engañosa. Más que la afirmación de un principio
natural, parece tratarse de una concesión hecha por el poder supremo de la
Unión, y más que asentar sólidamente las bases de la autonomía que implica el
principio de subsidiariedad, da la impresión de que se tiende a limitar por
parte del superestado europeo.
***
El peligro de
este superestado, de esta supermaquinaria, con lo que implica de pérdida de
independencia y soberanía de los Estados miembros, resulta aún mayor y más
claro si nos acercamos a toda la cuestión relativa al “Banco Central Europeo” y
al gigantesco eurocapitalismo que se augura y que en buena medida está ya
funcionando. Echemos al menos una mirada rápida sobre el asunto.
El artículo I-30
se ocupa del “Banco Central Europeo”, que con los bancos centrales nacionales
constituirán el “Sistema Europeo de Bancos Centrales”. “El Banco Central
Europeo y los bancos centrales nacionales de los Estados miembros, cuya moneda
es el euro, que constituyen el Eurosistema, dirigirán la política monetaria de
la Unión” (art. I-30, 1). “El Sistema Europeo de Bancos Centrales estará
dirigido por los órganos rectores del Banco Central Europeo” (art. I-30, 2). Al
Banco Central Europeo, que tendrá personalidad jurídica como institución, “le
corresponderá en exclusiva autorizar la emisión del euro” (art. I-30, 3). Con
sólo recoger estas citas, basta para comprender de forma indudable que nos
hallamos ante una superinstitución financiera encargada de dirigir la política
monetaria de la Unión y cuya potestad estará muy por encima de los Estados
miembros. ¿Nos damos cuenta de qué gran máquina financiera es en la que nos
metemos, que ha eliminado ya toda la independencia económica de los Estados
miembros, sobre cuyas políticas monetarias y económicas tiene derechos de
supervisión y control? Al respecto, y para mayores detalles, podrían
mencionarse otros artículos de la Parte III, capítulo II, en especial los
artículos III-179, III-184, III-185, III-188, III-189, III-192, III-194.
Es interesante,
en este punto, aproximarse también al artículo I-60, sobre la retirada
voluntaria de la Unión por parte de cualquier Estado, que teóricamente aparece
aquí permitida. Ahora bien, cabe plantearse: en realidad, una vez que un Estado
ha perdido su independencia económica después de someterse a la política
económica, financiera y monetaria del Banco Central Europeo, y después de que
ha adoptado el “euro” como moneda, le resultará enormemente difícil, casi
imposible, salirse de esta gigantesca máquina, salirse de la U. E. Y ello nos hace pensar que habría sido necesario realizar primero un referéndum en los
diversos Estados europeos para la adopción del “euro”, puesto que, una vez
aceptada la moneda única (que implica inevitablemente la pérdida de la
independencia económica), se hace plenamente obligada la aceptación de la U. E. y de este Tratado constitucional (pérdida de la independencia política). Es decir, que
se nos ha hecho perder primero la independencia económica y ahora se nos va a
hacer renunciar a la independencia política. ¿Será realmente fácil abandonar la U. E. por parte de un Estado, España o cualquier otro, que haya adoptado ya el “euro”? Harto
difícil, pues tendría que comenzar por crear una nueva moneda y todo un nuevo
sistema monetario y financiero, así como toda una nueva política económica al
margen de la dominada por el sistema “euro”; y ello, en las condiciones que
está imponiendo actualmente el capitalismo salvaje del que la U. E. es partícipe, resulta casi imposible. Esta realidad es trágica, pero es real.
***
Y puesto que nos
referimos al eurocapitalismo, debemos advertir que sin duda choca comparar todo
el interés que en esta “Constitución” se presta al tema económico y monetario,
frente a la muy escasa atención ofrecida a los aspectos sociales. Una buena
muestra del capitalismo salvaje al que la U. E. apunta es que, al tratar de la política laboral, se puede leer lo siguiente en el artículo III-203: “La
Unión y los Estados se esforzarán, de conformidad con la presente Sección, por desarrollar una estrategia coordinada para el empleo, en particular
para potenciar una mano de obra cualificada, formada y adaptable, así como unos
mercados laborales capaces de reaccionar rápidamente a la evolución de la
economía, con vistas a lograr los objetivos enunciados en el artículo I-3.” ¿Qué han pensado en el fondo los redactores del texto al hablar de una mano de obra “adaptable” y
unos mercados laborales “capaces de reaccionar rápidamente a la evolución de la
economía”? Es evidente que aquí se hallan implícitos algunos elementos como la
flexibilidad laboral en cuanto al despido libre, los contratos temporales, los
“contratos-basura”, etc. Por lo tanto, resulta obvio que en la “Constitución Europea” prima la economía sobre lo social, domina el economicismo
liberalcapitalista por encima del trabajador. Ésta es una formulación
eufemística, pero bastante clara, de un capitalismo laboral al máximo; la
evolución de la economía tiene prioridad sobre la persona y la competitividad
económica es lo más importante.
En este tema,
también es interesante el artículo III-206, donde se puede observar la
intromisión que la U. E., por medio principalmente del Consejo Europeo,
realizará en las políticas de empleo de los Estados miembros.
No deja de ser
contradictorio el supercapitalismo que se augura en las páginas de la mal
denominada “Constitución Europea” y ciertas alusiones escuetas que se hacen en
algunos artículos dedicados a la política social (los cuales, como decimos, son
escasísimos en comparación con todo lo consagrado en el texto a la parte
puramente económica). Así, en el art. III-210 se recogen algunos principios de
política social realmente avanzados, como la cogestión empresarial, y otros
como la protección de los trabajadores en caso de resolución del contrato
laboral y la información y la consulta de los trabajadores. No obstante, nótese
ya la duda que suscita este art. III-210, 1.f, referida al apoyo a “la representación y la defensa colectiva de los intereses de los trabajadores y de los
empresarios, incluida la cogestión, sin perjuicio del apartado 6”; y cuando se acude a este apartado 6, nos encontramos con que se afirma: “el presente artículo no
se aplicará a las retribuciones, al derecho de asociación y sindicación, al
derecho de huelga ni al derecho de cierre patronal”. Luego da la impresión de
que el apartado 6 supone una forma de negación o de limitación del 1.f, o al menos eso parece.
***
No deja de ser
chocante, por otro lado, que aquellos que en España hicieron suyo el lema “No a
la guerra” en el último conflicto entre Estados Unidos e Irak y que acabó con
el derrocamiento del régimen de Saddam Husseim, y que en buena medida les valió
para llegar al poder de unas maneras que dejaron mucho que desear en cuanto a
“limpieza democrática” se refiere, ahora se salten por alto el hecho de que la “Constitución Europea” recoja el principio de la “guerra preventiva” (así, art. III-309, 1) y
defiendan este texto como algo magnífico y que merece todo el respaldo de la
sociedad española. Desde luego, los católicos también debemos oponernos a esta
forma de guerra injusta, tal como el papa Juan Pablo II lo hizo antes, durante
y después del mencionado conflicto, cuando sin dobleces y sin segundas
intenciones se convirtió en el único y verdadero defensor de la paz y de la
búsqueda de soluciones justas, como ahora lo está haciendo asimismo Benedicto
XVI con la cuestión de Irán.
***
Otro aspecto que
suscita enormes sospechas es el relativo al “estatuto de las Iglesias y de las
organizaciones no confesionales”, del que se ocupa el artículo I-52. En él hay
tres puntos o apartados, en los cuales se observa que se produce una práctica
equiparación entre “las iglesias y las asociaciones o comunidades religiosas” y
“las organizaciones filosóficas y no confesionales”. Ahora bien, ¿cuáles son
esas “organizaciones filosóficas”? Evidentemente, la francmasonería. Hay, por lo tanto, una puerta plenamente abierta al reconocimiento más que
oficial de la masonería, la cual ha sido la verdadera inspiradora del texto de la “Constitución Europea”. Tal como con razón ha afirmado el historiador César Vidal, “estoy
convencido de que la masonería ha tenido un papel sustancial en la misma [la Constitución Europea] y acabará sirviendo para consagrar un gobierno en Europa que, sin asomo
de democracia, pretenderá consumar la descristianización del continente. Nadie
entregó mandato alguno a Giscard d’Estaing –conocido masón francés– para
redactar la Constitución. Simplemente la presentó ‘motu proprio’ y la impuso
sin dar posibilidad de reforma. A mi juicio, ese peso de la masonería en el
texto se trasluce, fundamentalmente, en tres consecuencias. La primera, el
intento de dar una visión de Europa en la que el cristianismo no es considerado
sino totalmente orillado […]. La segunda consecuencia es que la Constitución
consagra una falta de control sobre la masonería en contraste con las
confesiones religiosas […]. Finalmente, y muy en la línea histórica de la
masonería, el futuro europeo queda configurado de manera escasamente
democrática.”
***
Cuestión
importante asimismo es la relativa al valor y la defensa de la persona humana.
Según el art. II-61, “la dignidad humana es inviolable. Será respetada y
protegida.” Pero, ¿cómo se plasma esto en concreto?
El art. II-62, 1
afirma el “derecho a la vida”: “Toda persona tiene derecho a la vida”. Ahora
bien, en España tenemos ya la triste experiencia de lo ocurrido con la
Constitución de 1978, donde se afirma el mismo principio. Si éste se entendiera
rectamente, desde un punto de vista cristiano, con ello quedaría salvada la
vida del no-nacido, de todo enfermo y del moribundo; es decir, se excluirían de
lleno el aborto y la eutanasia. Ésa fue la ingenuidad de algunos de los “padres
de la Constitución Española”, que creyeron que con la enunciación de tal
principio ocurriría esto en el futuro. Pero, evidentemente, otros de los
autores estaban entonces pensando que al introducir ese principio no había nada
contrario a la introducción posterior de una legislación que posibilitase el
aborto y la eutanasia, tal como sucedió con el paso de los años. Y es que todos
los católicos sensatos e inteligentes saben bien que, si no se explicita “desde
su concepción hasta su muerte natural”, en la mente de los contrarios al
Derecho Natural y Cristiano, la afirmación del principio “toda persona tiene
derecho a la vida” significa una puerta abierta al aborto y la eutanasia, pues
para ellos el feto no es más que un apéndice de la madre y el moribundo es alguien
que ya no merece seguir viviendo en las condiciones en que se halla. Todo se
deriva de la claridad o de la carencia de un auténtico concepto de persona,
según lo hemos reflejado al hablar del valor del hombre en el capítulo
“Tímpanos y capiteles: El mensaje de Europa” y en la parte dedicada a la
evolución del pensamiento europeo en la “Modernidad”. Por lo tanto, la “Constitución Europea” traerá a Europa más aborto y más eutanasia.
En cuanto al
art. II-63, es obligado reconocer que alguna parte de influencia cristiana se
ha dejado infiltrar en la “Constitución Europea” (tal como veíamos en lo referente a la inclusión del “principio de subsidiariedad”), pues quedan prohibidas
la eugenesia y la clonación de seres humanos, entre otras prácticas. Pero ello
no deja de ser en buena medida una contradicción con la mencionada apertura al
aborto y la eutanasia, que son igualmente inhumanas y atentan contra la vida de
la persona.
Por otra parte,
es interesante señalar que, si bien existe una enorme palabrería liberal para
afirmar todo tipo de libertades (principalmente, arts. II-66 a II-79, que componen el Título II de la Parte II), en el art. II-114 nos encontramos ya con una
peligrosa contradicción al respecto, y es la “prohibición del abuso de
derecho”, que queda enunciada así: “Ninguna de las disposiciones de la presente Carta podrá ser interpretada en el sentido de que implique un derecho cualquiera a
dedicarse a una actividad o realizar un acto tendente a la destrucción de los
derechos o libertades reconocidos en la presente Carta o a limitaciones más amplias de estos derechos y libertades que las previstas
en la presente Carta”. Esto, pues, nos hace temer el claro peligro de anular en
la práctica las libertades y derechos reconocidos anteriormente en el Tratado constitucional,
y tal peligro puede serlo especialmente para aquellos que, haciendo uso de la
libertad de opinión, de expresión y de prensa, puedan atreverse a realizar
críticas al sistema democrático liberal, al ensalzamiento de la homosexualidad,
a la masonería, etc. Ésta es una medida más totalitaria de lo que parece y que
en realidad puede suponer una contradicción con la proclamación liberal de los
derechos y libertades que se ha hecho antes en el Tratado.
Y ya que hemos
hecho alusión al tema de la homosexualidad, debemos destacar que en los arts.
II.81.1, III-118 y III-124 se establece el respeto y la no discriminación por
la “orientación sexual”, lo cual supone el práctico reconocimiento de la
homosexualidad, a la vez que un elevado peligro implícito para quienes, desde
una postura religiosa, ética o científica, realicen una crítica a la actual
exaltación de la homosexualidad, de la pretensión del mal llamado “matrimonio
homosexual” y de los graves daños psíquicos, morales y sociales que conllevaría
la permisión de la adopción de niños por parte de parejas homosexuales.
En virtud del
denominado “abuso de derecho”, aquellos que nos atrevamos a decir ciertas cosas
podremos ser acusados por la intolerancia de estas nuevas formas
inquisitoriales, que critican a la antigua Inquisición eclesiástica y sin embargo funcionan de un modo enormemente más despótico
e intransigente que aquélla. No obstante, si nuestra libertad es más auténtica
y más profunda que la proclamada por tantos artículos de la denominada “Constitución
Europea”, ninguna organización filosófica, ninguna agrupación particular y
ninguna institución europea podrá hacer callar nuestras voces y, mucho menos
aún, nuestras convicciones, nuestros corazones y nuestras almas, pues éstas
últimas son inmortales y sólo aspiran a gozar eternamente del Dios de la Verdad
y de la Justicia, el que es la misma Verdad y la misma Justicia.
·- ·-· -······-·
Santiago Cantera Montenegro, O.S.B.
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