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1985-2004 = 930.005 niños asesinados dentro de la Constitución.
Los abortos legales realizados en España durante el periodo de Felipe González desde el 5 de Julio de 1985 (sanción real) hasta el 5 de Mayo de 1996 (Toma de posesión de Aznar) fueron 359.624
Los abortos legales realizados en durante la presidencia de José María Aznar desde el 6 de Mayo de 1996 (Primer día de gobierno) hasta el 17 de Abril de 2004 (Toma de posesión de Rodriguez) fueron 511.429
(Fuente: Subdirección General de Promoción de la Salud y Epidemiología)
¿Por qué la familia?
por
Tomás Melendo Granados
El hombre de hoy ve entorpecido el uso sus dos atributos más constitutivos y ensalzadores: a) conocer la verdad; y b) amar y hacer el bien… con cuanto uno y otro, y la conjunción de ambos, llevan aparejado.
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Para querer más… ser
mejor
Hace algunos meses impartí una
conferencia a un grupo de empresarios bastante selecto, bastante internacional…
y bastante atípico. Tan atípico como para pedirme, justo como empresarios —lo
único que los unía—, que les hablara del amor conyugal.
Al terminar la exposición, un
mexicano inició algo a caballo entre una pregunta y una reflexión pública:
«Si no he entendido mal, la
calidad del amor entre los esposos no se juega solo dentro del matrimonio.
Quien quiera amar de veras tiene que esforzarse por mejorar en toda
su vida».
Un sexto sentido me llevó a
contener las ganas de responderle y a permanecer en silencio. Y, en efecto,
prosiguió:
«Solo si voy siendo mejor
persona podré querer más a mi mujer, pues tendré mucho más que darle cada vez
que me entregue a ella».
Resistí de nuevo la tentación de
intervenir… y añadió:
«Presiento además que si no
encamino ese perfeccionarme a la entrega, en el fondo lo estoy despilfarrando.
Y me parece que eso constituye un claro deber: cuanto mejor voy siendo, más
obligado estoy a darme a mi mujer y a mis hijos».
El silencio se tornó más denso,
acaso porque ni por él mismo ni por los que le estaban oyendo —todos volcados
en cuerpo y alma en los negocios—, se atrevía a sacar la conclusión inevitable.
Pero lo hizo:
«Lo cual quiere decir que mi
verdadera y más radical realización no la encuentro en la empresa, sino en mi
familia».
Una inversión definitiva
Audaz, además de agudo. Sabía lo
que se estaba jugando y sabía de lo que hablaba: de la necesidad de instaurar
una modificación profunda en el modo de entender y vivir las relaciones entre
familia y persona (y, como consecuencia, muchas otras, como las propiamente
laborales).
Durante bastante tiempo, aunque
no de manera exclusiva, la necesidad de la familia se ha explicado enfatizando
la múltiple y clara precariedad del hombre. Por ejemplo, respecto a la mera
supervivencia venía a decirse que, mientras la dotación instintiva permite a
los animales manejarse desde muy pronto por sí mismos, el niño abandonado a sus
propios recursos perecería inevitablemente. O se aducían razones psicológicas,
como la ineludible conveniencia de superar la soledad, de distribuir las
funciones en casa, el trabajo o los ámbitos del saber para lograr una mayor
eficacia…
Siendo todo esto cierto, me
parece que no alcanza el núcleo de la cuestión. Si desde antiguo se considera la persona como lo más perfecto que existe en la naturaleza (perfectissimum in tota
natura); si hoy es difícil hablar del ser humano sin subrayar su dignidad y
su grandeza… ¿no resulta extraño que los animales no necesiten familia,
mientras que al hombre le sea imprescindible solo o principalmente en
función de su «inferioridad» respecto a ellos?
El cambio radical que pretendo
subrayar con estas líneas es que toda persona requiere de la familia justamente
en virtud de su eminencia o valía: de lo que en términos metafísicos
podría llamarse su excedencia en el ser.
Un-ser-para-el-amor
Por eso la persona está llamada
a darse; por eso puede definirse como principio (y término) de amor… siendo la
entrega el acto en que ese amor culmina.
Las plantas y los animales, por
su misma escasez de realidad, actúan de forma casi exclusiva para asegurarse la
propia pervivencia y la de su especie. Porque gozan de poco ser, cabría decir,
tienen que dirigir toda su actividad a conservarlo y protegerlo: se cierran en
sí mismos o en su especie en cuanto suya.
A la persona, por el contrario,
justo por la nobleza que su condición implica, «le sobra ser». De ahí que su
operación más propia, precisamente en cuanto persona, consista en darse,
en amar. (Y de ahí que solo cuando ama en serio y se entrega sin tasa —«la
medida del amor es amar sin medida»—, alcanza la felicidad).
La persona como regalo
En esto tenía razón mi
contertulio mexicano. Y también al unir esa exigencia de entrega con la familia. Porque para que alguien pueda darse es menester otra realidad capaz y dispuesta a
recibirlo o, mejor, a aceptarlo libremente. Y «eso» sólo puede ser otro alguien,
otra persona.
A menudo explico que, a pesar de
la conciencia que solemos tener de la propia pequeñez y de la ruindad de
algunos de nuestros pensamientos y acciones, es tanta la grandeza de nuestra
condición de personas que nada resulta digno de sernos regalado… excepto otra
persona. Cualquier otra realidad, incluso el trabajo o la obra de arte más
excelsa, se demuestra escasa para acoger la sublimidad ligada a la condición
personal: ni puede ser «vehículo» de mi persona, ni está a la altura de aquella
a la que pretendo entregarme.
De ahí que, con total
independencia de su valor material, el regalo sólo cumple su cometido en la
medida en que yo me comprometo —me «integro»— en él. («¿Regalo, don, entrega? /
Símbolo puro, signo / de que me quiero dar», escribió
magistralmente Salinas).
Pero decía que, además de ser
capaz, la otra persona tiene que estar dispuesta a acogerme de manera
incondicional: de lo contrario, mi entrega quedaría en mera ilusión, en una
especie de aborto. Si nadie me acepta, por más que me empeñe, resulta imposible
entregarme (actio est in passo, podría afirmarse tras las huellas de
Aristóteles: la acción de la entrega «está» —se cumple o actualiza— en la
medida en que el otro me acepta gustoso).
El porqué de la familia
Pues bien, el ámbito natural
donde se acoge al ser humano sin reservas, por el mero hecho de ser persona, es
justo la familia. En cualquier otra institución —en una empresa, pongo por
caso— resulta legítimo, y a menudo necesario, que se tengan en cuenta
determinadas cualidades o aptitudes, sin que al rechazarme por carecer de ellas
se lesione en modo alguno mi dignidad (el igualitarismo que hoy intenta
imponerse para «evitar la discriminación» sería aquí lo radicalmente injusto).
Por el contrario, una familia
genuina acepta a cada uno de sus miembros teniendo en cuenta, sí, su condición
de persona, como el resto de las instituciones (de ahí el famoso precepto
kantiano de «tratar siempre a la humanidad…»); y además… su condición de
persona. Y basta. Y, al acogerlos, les permite entregarse y cumplirse como
personas.
Por eso cabe afirmar que sin
familia no puede haber persona o, al menos, persona cumplida, llevada a
plenitud. Y ello, según acabo de sugerir, no primariamente a causa de carencia
alguna, sino al contrario, en virtud de la propia excedencia, que «nos obliga»
a entregarnos… o quedar frustrados, por no llevar a término lo que demanda
nuestra naturaleza, nuestro ser.
Estimo que esta inversión de
perspectivas (que no niega la verdad del punto de vista complementario), tiene
abundantes repercusiones.
Por ejemplo, en el ámbito
doméstico, explica que la familia no sea una institución «inventada» para los
débiles y desvalidos (niños, enfermos, ancianos…); sino que, al contrario,
cuanto más perfección alcanza un ser humano, cuanto más maduro es el padre o la
madre, más precisa de su familia, justamente para crecer como persona, dándose
y siendo aceptado: amando… con la guardia baja, sin necesidad de «demostrar»
nada para ser querido.
Una buena teoría… para
una vida buena
Por otra parte, esta forma de
comprender a la persona repercute en el modo de legislar, en la política, en el
trabajo… Solo si se tiene en cuenta la grandeza impresionante del ser humano
podrán establecerse las condiciones para que se desarrolle adecuadamente… y sea
feliz.
A menudo se oye que el problema
del hombre de hoy es el orgullo de querer ser como Dios. No lo niego. Pero
estimo que es más honda la afirmación opuesta: el gran handicap
del hombre contemporáneo es la falta de conciencia de su propia valía, que le
lleva a tratarse y tratar a los otros de una manera bufa y absurdamente
infrahumana.
Schelling afirmaba que «el
hombre se torna más grande en la medida en que se conoce a sí mismo y a su
propia fuerza». Y añadía: «Proveed al hombre de la conciencia de lo que
efectivamente es y aprenderá enseguida a ser lo que debe; respetadlo
teóricamente y el respeto práctico será una consecuencia inmediata». Para
concluir: «el hombre debe ser bueno teóricamente para devenirlo también en la
práctica».
¿Exageración de un joven
escritor? Estimo que no, si el conocer lo entendemos adecuadamente, de
modo que algo no llega a saberse (simplemente a saberse) hasta que uno
lo hace vida de la propia vida.
En lo estrictamente humano, como
quería de nuevo Aristóteles, la teoría —¡encaminada al amor!— ostenta una
prioridad absoluta.
«Mini-personas»… que ni
conocen ni aman
Ahora bien, el modelo que rige
buena parte de las Constituciones de los países «desarrollados» de nuestro
entorno resulta a menudo una suerte de mini-hombre, de persona reducida, casi
contrahecha.
Quiero decir que, con más
frecuencia de la deseada, al hombre de hoy se le niegan —teórica y vitalmente:
en la legislación y en la estructura social— justo las características que
definen la grandeza de su humanidad; por ejemplo, la capacidad de conocer, de
manera siempre imperfecta, pero real.
Desde tal punto de vista, una
estructuración política auténtica tendría como base, junto con el
reconocimiento de la limitación del entendimiento humano, y mucho más fuerte
que él, la convicción de que la realidad es cognoscible. Por eso estaría basada
en el diálogo auténtico, genuino, de unos ciudadanos persuadidos de que con la
suma de las aportaciones de muchos podrán llegar a descubrir lo que cada
realidad efectivamente es y, por tanto, el comportamiento que reclama.
Por el contrario, bastantes de
los regímenes políticos actuales parecen basarse en un relativismo escéptico:
en la casi contradictoria convicción de que la realidad no puede conocerse y,
como consecuencia, en la apelación al simple número y, con él, —mientras no se
corrija el planteamiento, que puede y debe corregirse— en el más tiránico y
sutil de los totalitarismos.
¿Otros ejemplos de lo que acabo
de calificar como modelo «cuasi constitucional» de mini-persona?
Apenas se concibe que el hombre
actual pueda amar a fondo, con un compromiso de por vida, jugándose a cara o
cruz, a una sola carta, como Marañón expusiera, el porvenir del propio corazón
(de ahí el avance de la admisión legal del divorcio, que impide casarse
de por vida); o que sea capaz de dar sentido al dolor, no por masoquismo, sino
porque el sufrimiento es parte integrante de la vida del hombre, y, cuando se
rechaza visceral y obsesivamente, junto con él se suprime la propia vida
humana, cuyo núcleo más noble lo constituye la capacidad de amar… (en el estado
actual, el sufrimiento es parte ineludible del amor: negado a ultranza el
«derecho» a padecer, se invalida simultáneamente la posibilidad de amar de
veras).
En definitiva, si nos atenemos
al modelo subyacente en bastante de las constituciones occidentales, el hombre
de hoy ve entorpecido el uso sus dos atributos más constitutivos y
ensalzadores: a) conocer la verdad; y b) amar y
hacer el bien… con cuanto uno y otro, y la conjunción de ambos, llevan
aparejado.
Conclusión
Lo que acabo de apuntar refuerza
tres de mis más arraigadas convicciones.
a) La primera, una
fe absoluta en el ser humano, en su capacidad de rectificar el rumbo y
superarse a sí mismo. No debe confundirse el diagnóstico con la terapia. Como la filosofía, el diagnóstico no es nunca optimista o pesimista, ni debería ser
interesante o despreciable o lucrativo o desdeñable… sino solo verdadero o
falso. ¡Qué daños traería consigo el «optimismo» que lleva a diagnosticar y
tratar como simple cefalea un tumor cerebral maligno!
b) En segundo
término, que el hombre actual necesita advertir su propia excelsitud para
actuar de acuerdo con ella… y alcanzar la propia perfección y la dicha
consiguiente.
c) Por fin, que el
«lugar natural» para «aprender a ser persona», el único verdaderamente
imprescindible y suficiente, es la familia. No solo el niño, sino el adolescente que aparenta negarlo, el joven ante el que se abre un abanico de
posibilidades deslumbrante, el adulto en plenitud de facultades, el anciano que
parece declinar…, todos ellos forjan y rehacen su índole personal, día tras
día, en el seno del propio hogar.
Y, así templados y
reconstituidos, son capaces de darle la vuelta al mundo, de humanizarlo.
Por eso la familia. ·- ·-· -······-·
Tomás Melendo Granados
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