Uno de los campos en que más ha florecido la mentira ha sido
la religión. No hay ninguna que no disponga de una larga lista de herejes y
casi ninguna que no acepte la predestinación: incluso sectas cristianas de
origen calvinista.
La Iglesia, desde su fundación, hace dos mil años ya, ha
sido permanentemente atacada, hasta el punto de que su creador fue a la muerte
como un delincuente y, después, miles de sus seguidores mártires. ¿Por qué los
romanos, que solían aceptar a los dioses de los nuevos territorios, hacerles
templos y hasta rezarles, por puro espíritu práctico, atacan el cristianismo y
hacen en él tantas víctimas como sólo algunos españoles repiten en 1936?
Se han dado motivos económicos (el rechazo de la esclavitud,
que entonces se llamaba servidumbre), la pura crueldad de una plebe que deseaba
ver sangre... Pero esto no es suficiente. Como los antiguos republicanos de
Roma, o como los jóvenes Inmortales de Persia, los cristianos decían la verdad
e instaban a decirla. y eso era muy grave en aquel mundo que ya se basaba en
algo parecido al liberalismo actual.
El cristianismo devuelve la libertad al espíritu del
hombre y lo hace descubriéndole que la única forma de ser libre es sometiéndose
a la norma. Voluntariamente. Del mismo modo que el hombre no intenta volar
(sin aparatos), porque no está dotado para ello, el que busca un mundo mejor ha
de ser mejor él mismo y por esa libertad que da la excelencia, debe atenerse a
la norma justa. Y la norma justa es la defensa contra el mal, que el
cristianismo identifica muy bien a través de los pecados. Nadie, como bien
sabemos, ha conseguido encontrar un nuevo pecado, aunque a algunos les haya
cambiado el nombre.
Si el cristianismo no se hubiera desarrollado, no hubiera
triunfado o hubieran muerto sus seguidores, seguiría siendo necesario, porque es
garantía de un mejor comportamiento, de una mayor compasión, de una caridad
sincera y de un compañerismo llamado hermandad. Roma tenía policía. Nosotros
también, pero las naciones cristianas vivieron más de un milenio sin ella como
la entendemos ahora, sólo con la fe (por eso se protegía de los que la atacaban
o desacreditaban), porque la justicia estaba también en manos del espíritu, del
hombre que distinguía lo bueno de lo malo y que refrenaba de forma natural, sus
malos instintos.
Es una gran seguridad para la persona saber que su rey, su
señor, ahora su presidente y sus ministros, tienen fe y la practican de
corazón, porque la fe siempre es un elemento moderador del comportamiento
que, entre otras cosas, defiende de la mentira, porque la mentira siempre,
siempre es algo más: injusticia. Si la fe fuera universal, si se creyera
con fuerza en Cristo, ¿habría delitos?. Muchos menos.
Precisamente por ser un valladar contra ambiciones, mentiras
y violencia gratuita, la decisión de dividir y fraccionar después a la Iglesia, se apoyó falsamente en dos virtudes capacer de mover el corazón de los cristianos:
la pequeña corrupción de las bulas (pequeña al lado de lo que estamos viendo y
de lo que vio el mundo antiguo) y la sospecha de que se había traducido mal la Biblia con la intención de beneficiarse de la mentira, porque la mentira siempre busca
beneficio, y la verdad, no.
De hecho, desde que la Iglesia Universal se fracciona en sectas, unas sectas que, además, predican que Dios perdona
a todos con sólo decírselo, entre él y el pecador, o que nacemos ya
predestinados al bien o al mal, a la salvación o a la condena (revisen las
teorías psicológicas y genéticas y verán por dónde van hoy), suceden varias
cosas que ya eran desconocidas en aquel mundo: aumentan la delincuencia y el
bandolerismo, la banca deja de ser una oficina de cambio y se convierte en
poder y las guerras con cada vez más crueles.
Los dos últimos siglos, en que el ataque a la Iglesia y a su credo se hace más insistente y salvaje, desde las revoluciones (Americana,
Francesa y, luego, la Rusa) vivimos las guerras más espantosas de la
historia de la humanidad. El siglo XX, el nuestro, es una matanza
continuada.Las ciudades grandes son una verdadera batalla entre la delincuencia
y la policía y ya no parece quedar nada de ese autocontrol, de ese espíritu que
sabe ditinguir el bien del mal.
Ese trabajo, que la gente olvide la esencia del pecado y el
autodominio del cristiano, lo lleva a cabo más el gran capital que la política
atea. Cualquiera de nosotros ha visto publicaciones con burlas hacia Dios,
Jesucristo y el Paráclito. Incluso se ha usado para la publicidad y hace bien
poco salía Dios pidiendo un bocadillo y tronando de placer. Lo que empezó
siendo la simple y discutible teoría de que el hombre busca la felicidad, hoy
ha pasado a la definición de esa «felicidad» como placer. Y no placeres
absolutos como la metafísica (que decía Chesterton), la búsqueda del estado
de gracia que, quien lo haya sentido, sabe bien que es superior a todo, la
satisfacción del deber cumplido, etcétera. No: placer ha quedado marcado
como pecado.
Y en nombre del placer la publicidad no deja de descubrirnos
nuevas necesidades y de ofrecernos el remedio para saciarlas. Miren con cuidado
los tiempos de publicidad y verán como el placer que ofrecen es todo físico y
se basa en la comisión de pecados que antes sabíamos todos (durante dos mil
años) y ahora ya ni siquiera enseñan los sacerdotes en las catequesis.
¿No se nos anima a comer una cosa u otra en nombre de la
gula, del placer del paladar, de la lujosa satisfacción de un impulo básico y
natural, el apetito? ¿No se nos muestran en los anuncios ejemplos de envidia,
codicia, fornicio, engaño, mentira, robo (grandes robos para llevarse, por
ejemplo, un tarro de crema o un automóvil), insolidaridad, dominación agresiva
de los otros, burla del prójimo, pereza, e incluso de muerte, como esa Radical
Fruit Company que asesina a las frutas con sadismo como reclamo para su
venta? Busque el lector un pecado y encontrará pronto un nuncio que lo incluya
en su apelación. Busque una virtud y espere en vano a verla usada en un «spot»
Esta posición definitiva ante el mal, ante la perversión de
la norma (también presente en películas y en libros) se repite miles de veces
cada día e incluso se van aumentado las dosis para hacer del hombre un ser cada
vez más terreno, más esclavizado por sus deseos, menos inocente e instado a que
dedique su vida a conseguir bienes. Porque sólo consumiendolos será feliz y la
felicidad se basa en el consumo, a pesar de que ciertas leyes económicas
(generales) advierten que la satisfacción disminuye con el uso: el primer
cigarrillo es mejor que el último.
Cualquiera puede creer que estas coincidencias se deben a la
casualidad, que no hay otra forma de promocionar un producto que relacionándolo
con un placer, pero no con cualquiera, sino con alguno que es pecado. Incluso
hay mensajes que insisten en la poca importancia del pecado ante el placer que
da el consumo del producto.
Seguimos, pues, donde empezamos: el ataque a la religión,
sobre todo a la católica en nuestro caso, aunque también hay ataques a sectas,
como esa humorada necia que convierte en pecado comer patatas fritas de una
marca determinada. Y otra serie de tópicos, como el del militar sanguinario, el
sacerdote comilón, el joven transgresor de las normas de tráfico, el policía
corrupto, el asesino inteligente y sucesivamente.
¿Por qué el ataque a la religión? Porque es el ataque al
código, la conciencia del comportamieto ordenado a un fin superior, a la
necesidad de señalar la mentira, la injusticia, el mal o la maldad, a la
obligación de no acatar leyes injustas o de no obedecer a hombres falsarios. El
poder verdadero, que ya se ha dicho que no se comparte, que es único, no quiere
oposición. Si él dice que el hombre siempre tiene razón cuando vota por la
mayoría, no quiere oír ninguna risa. Si dice que somos libres, quiere que lo
creamos. Si dice que matar al feto es un derecho, no quiere oír la palabra
asesinato. Y si impone que ley humana equivale a Justicia, no soporta que se lo
discutan
Pero, en este mundo controlado por la mentira, ¿se puede
ser tan feliz, como nos animan a serlo?
Que la Humanidad estaba a punto de entrar en el marasmo del
Romanticismo, cuando empezó esta gran batalla por la falsa felicidad, se
demuestra por la Constitución Americana, que da a los hombres el derecho a la búsqueda de la felicidad. Luego, ese romanticismo que aún no ha dejado
de ser elemento activo de la historia y que ha convertido ciertas libertades
artísticas en libertades sociales y sin límites, tendió a identificar la
felicidad con el goce del otro, con el enamoramiento, con el matrimonio, con el
sexo, o con la riqueza...
Pero la felicidad, que, según el viejo Boecio, sería la
contemplación de la Verdad o de Dios, no necesita hoy de credos religiosos y la
más elemental observación permite deducir que es la sensación optimista que
proporciona la satisfacción de un apetito, es decir la posesión de un bien, ya
vivo, ya inerte: la posesión de algo que creemos necesitar.
En estos tiempos, donde el materialismo corre disfrazado de
economía, se habla permanentemente de felicidad y, sin embargo, nuestra
sociedad la hace imposible cuando no frágil y pasajera y lo hace tras un largo
estudio económico. Queremos un mundo feliz, a lo Huxley, con soma (las drogas
de todo tipo, que son aturdimiento y no felicidad), y, sobre todo, con el
Estado del Bienestar. El bienestar, que es una de las características de la Felicidad, también es imposible:
Ya no somos ciudadanos sino consumidores. Consumimos todo,
incluso la cultura, la sabiduría, la lengua... todo está a la venta y, lo que
es más, sólo en España se emiten 45.000 minutos mensuales de publicidad sólo en
televisión. ¿Por qué? Porque una de las claves irrenunciables del consumismo es
descubrir nuevas necesidades que se conviertan en una presión irresistible que
nos lleve a su compra.
¿Querría un romano del Imperio un ordenador? ¿Desearía un
bisabuelo nuestro viajar en avión a reacción? Pero nosotros lo deseamos todo
hasta el punto que la lectura más extendida es la de los catálogos
(Color y fotos, con alguna explicación), nueva y triunfante literatura que
ofrece paraísos previo pago. Hay destornilladores eléctricos, baños vibratorios
de pies; cintas para caminar en casa y quemar calorías; masajeadores de las
lumbalgias, aparatos masturbadores, rodillos para pintar que no vierten gota...
Y sucesivamente. Cosas, útiles o no, que harán más cómoda nuestra vida y que
satisfarán la esperanza en un mundo mejor
Conocemos los productos y los deseamos, incluso sin
necesitarlos verdaderamente. Pero los deseamos y, por lo tanto, intentamos
satisfacernos. Con qué ilusión encargamos el producto o nos lo llevamos de la
tienda. Y en ese momento, cuando poseemos el bien de consumo, cuando se
satisface el apetito que teníamos, la felicidad queda en equilibrio inestable,
y caerá tan pronto como la maquinaria mundial publicitaria nos presente otro
bien que nos llame la atención. Es como si los objetos y el hombre hubieran
establecido un pacto de cooperación como el del hombre con el perro y el
caballo. Pero esta vez son los objetos, apoyados en la publicidad, los que nos
han domesticado.
En este universo todos persiguen la felicidad (eso ya lo
decía Sócrates), pero nuestra actual sociedad liberal está de tal modo
organizada que la hace imposible,, inalcanzable. Icluso en asuntos tan
importantes como el matrimonio: poco después, acabada la novedad, «consumido»
el producto, no hay felicidad y la economía enseña que hay que buscar a otra
mujer o a otro hombre, según. A alguien nuevo.
Nuestro mundo feliz es pues un mundo construído por la
insatisfacción que, además, la estimula para convertirla en aliado económico.
El que quiera ser feliz que aprenda a no desear, a no necesitar o que, como
muchos de nosotros, ponga arriba sus ojos, en un Gran Deseo, quizá
inalcanzable, quizá sobrehumano: Dios y España; España y Dios. Y esa felicidad
gigante de darse entero a una causa en lugar de hacer causa de todas las cosas
que nos enseñan a querer.
La mayor infelicidad, hoy y siempre, ha consistido en querer
ser feliz. No dejan. Y en ser, como somos cada día un poco más, hombres
absolutamente tutelados. ·- ·-· -······-·
Arturo Robsy
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