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Como rechazar el aborto con sus mismos argumentos
por
Max Silva Abbott
Reconociendo que es a partir de una calidad ontológica que deriva a su vez la calidad de persona, de ser coherentes, también es necesario concluir que es el voto (la base del consenso) lo que depende de la persona, y no lo contrario. Esto es, que para que haya votos, medio a través del cual se posibilita el consenso, se requiere de ¡a existencia previa de personas, puesto que son los votos los que dependen de la persona, y no la persona de los votos.
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Se dice, por parte de los
defensores del aborto, que el resultado de la concepción no sería de inmediato
un ser humano, sino sólo a partir de un momento determinado posterior. ¿Qué
momento sublime y misterioso es aquél? Parece algo que sólo la ley
—curiosamente— está en condiciones de resolver, justificada por ciertos
veredictos “científicos” altamente cuestionables. El punto es que, cualquiera
sea la fecha en que “surge” un ser humano —diríamos que por una inexplicable
“generación espontánea”—, la frontera entre lo “humano” y lo “prehumano” —sin
saber en definitiva qué es esto último— resulta una arbitrariedad absoluta e
indesmentible. A este respecto surgen dos problemas.
El primero es el fundamento
de la fecha fronteriza, sea tal o cual. Recalcando nuevamente que siempre
se trata de una arbitrariedad, pareciera imponerse la idea de que sería a
partir del día 14° que el producto de la concepción se transformaría en un ser
humano, debido a tener ya visible o identificable el sistema nervioso. Pero tal
como esta “justificación”, cabe cualquier otra, igualmente removible. Pendería
así de un elemento muy frágil y cambiante el momento en que se empieza a ser
sujeto de derechos: el acuerdo manifestado a través de la ley. Curioso que sea
precisamente la ley la que graciosamente “con- ceda” la calidad de
persona, siendo que los Derechos Humanos justamente pretenden imponerse o estar
por encima de ella con el fin de evitar sus posibles arbitrariedades. Es decir,
nos encontramos frente a una situación circular, en que aquello que existe y se
invoca para proteger de la ley abusiva —los Derechos Humanos— tiene su punto de
nacimiento en esa misma ley. Así, entonces, ¿quién está realmente a un nivel más
alto? El asunto es importante porque, con igual facilidad, podría esa misma ley
convertirse en el “certificado de defunción” de los Derechos Humanos, como en
el caso de la eutanasia.
Pero la segunda cuestión es
la que constituye el fondo del problema: si sólo a partir —por poner cualquier
fecha— del día 14° el producto de la concepción es un hombre, ¿qué era antes
de ese instante misterioso y de transformación radical? La pregunta no es
nada de absurda y, por el contrario, es una valla ineludible si se pretende
justificar “racionalmente” al aborto, en vez de reconocer abiertamente y sin
piruetas semánticas, que obedece a una decisión arbitraria e inhumana.
En efecto, siguiendo con el
planteamiento dado, habría que concluir que como antes del día no era un ser
humano, estábamos en presencia de otra cosa: una planta, una piedra, un
gusano, simplemente células, etc. ¿Parece aceptable? Francamente no, porque es
obvio que en todo su proceso de desarrollo existe algo que inequívocamente lo
dirige, cual es que se trata de un ser humano y no de otra cosa. Y esto
se confirma incluso con el mismo argumento de los que ponen el día 14° como el
de la aparición de un hombre.
En efecto, si resulta —por decir algo—
que es el sistema nervioso lo que haría surgir a un hombre, ¿por qué aparece o
se desarrolla ese sistema nervioso? No puede deberse a un azar, porque,
en caso contrario, ello podría ocurrir en cualquier otro ser vivo, como por
ejemplo un perro. ¿Podría decirse, en consecuencia, que en un lapso cualquiera,
un embrión de perro pueda convenirse en hombre por aparecer un sistema
nervioso, no cualquiera sino que específicamente humano? La respuesta es,
obviamente, negativa. ¿Por qué? Porque era un perro, con padres caninos
y, por tanto, con una naturaleza de perro que tiene desde el instante
mismo de su concepción y que guía su desarrollo, haciéndola —aunque parezca una
perogrullada— ser lo que es.
Con el hombre ocurre lo mismo: desde su
concepción es un ser humano, porque todo su desarrollo posee ya una esencia que
lo dirige. Negar esta naturaleza implicaría introducir el caos en todo lo que
existe, cosa que precisamente la ciencia ha tratado de desmentir. Por eso, ella
se traiciona a sí misma si pretende usar argumentos “científicos” para
demostrar la justificación del aborto, porque negaría ese orden lógico.
Por tanto, forzoso es concluir que los
padres humanos engendran un ser humano desde el primer momento,
lo que es una regla lógica de cada género. Así, entonces, en caso de que el
aborto tuviera argumentos razonables —y racionales—, se daría el absurdo de que
el hombre sería el único ser que no podría dar origen a una descendencia de su
misma especie.
Más aún, todos estos casos nos pondrían
en presencia de un ente indeterminado, si cabe la expresión; una materia
sin forma, siguiendo a Aristóteles; pura potencialidad de ser, pero
sin la especificidad necesaria para que realmente sea; una especie de
“materia prima”, nadie sabe exactamente de qué.
Lo anterior también puede abordarse desde otro ángulo: si se llegara a aceptar
que antes de algún momento el producto de la concepción no es un ser
determinado en el caso del hombre, lo mismo debiera aplicarse a todo animal. De
esta manera, si bien los plazos serían diferentes según el tipo de embarazo,
cada especie tendría un momento de preespecie o de preexistencia en que no era
lo que actualmente es, pero que, pese a ello, por algún motivo resultó ser lo
que ahora es (?).
Pero el absurdo podría llegar aún más lejos. Supóngase, por ejemplo, que en el
campo de la ingeniería genética se consiguiera el máximo avance posible y se
pudieran introducir muchos cambios en el embrión, cualquiera que fuese. Si se
tomaran de esta manera —para seguir con el ejemplo— dos embriones, uno de un
futuro hombre y otro de un futuro pero antes de que se “conviertan” en
hombre y en perro (?) —si es que así las cosas se los pudiera diferenciar según
esta teoría—, ¿cabría, mediante la genética, transformar el embrión “prehumano”
en perro y el “preperro” en un ser humano? Nuevamente respondemos que no;
porque, por mucho avance que se consiga en este campo, no se puede convertir
una cosa en algo que no es. Y ello debido a que no existe un momento en que el
feto no sea un hombre o un perro, y, por el contrario, siempre lo ha sido.
Por tanto, el producto de la concepción
es desde su primer instante un ser humano; y lo anterior se confirma incluso
con su nombre: “producto de la concepción”. En efecto, si “concebir” quiere
decir dar origen a algo nuevo, cabría preguntarse: concepción, sí; pero, ¿de
qué?
Las bases y límites del
Consenso
Quizás una de las
características más llamativas dentro del amplio espectro de doctrinas
englobadas bajo el rótulo “positivismo jurídico” es la neta y tajante división
entre el mundo del ser y del deber ser, entre el ámbito del Sein y del So/len,
siendo sólo posible desde su perspectiva arribar a datos racionales o
“científicos” en el primero de ellos. Por el contrario, a su juicio, el mundo
de los valores pertenece al ámbito de lo ¡rracional, motivo por el cual queda sujeto
a los pareceres y sentimientos más dispares que debe ‘asumir’ cada cual a su
manera.
Lo anterior se une además a
otra premisa fundamental, como es sabido: una marcada autonomía moral del
sujeto, esto es, que cada individuo, dentro de su más amplia esfera de
libertad, es quien determina su propia moralidad, siendo así absolutamente
soberano para dar la orientación que estime conveniente a sus propias acciones,
supuestamente —así suele decirse— de un modo responsable. De esta manera,
respecto del ámbito moral, se unen irracionalidad y autonomía, lo
que en verdad resulta bastante llamativo, si se toma en cuenta la importancia
fundamental de este orden de cosas para la vida humana.
Ahora bien, el problema se
presenta de inmediato debido al carácter social del ser humano; o, si se
prefiere, razones mínimas de convivencia hacen aconsejable al menos
proporcionar algún marco normativo para la interacción mutua, a fin de evitar
una especie de “estado de naturaleza” al estilo hobbesiano. Mas, este mecanismo
es sólo formal, no sustancial, hablándose en no pocas oportunidades de meras
“reglas del juego”, sobre todo a propósito del sistema democrático. Es por este
motivo que aun cuando se hayan planteado algunos caminos para intentar dotar de
ciertas ‘reglas mínimas’ a la discusión ética, por lo general, se las concibe
como meras pautas procedimentales, que a lo sumo pretenden impedir el
uso de la violencia —al menos de manera no regulada—, pero que en ningún caso
dan alguna pista sobre el fondo de dicha discusión o, si se prefiere, que no
arriban a contenido material alguno a este respecto.
Sin embargo, todas estas
“reglas” se justifican, aún sin saberlo, en un dato bastante más real y
“objetivo” o, si se prefiere, bastante menos “irracional” o meramente “asumido”
de lo que se cree. Este dato no es otro que la consideración de la persona como
un ser digno, que merece respeto y, por tanto, que no puede ser tratado
de cualquier manera. Sólo este sustrato implícito explica por qué se considera
ilegítimo el uso de la fuerza —al menos de una manera no regulada— o, también,
la imposición de unos sobre otros o, si se prefiere, por qué son defendidos el
diálogo y la tolerancia, tenidos como valores absolutos. Dicho de otro modo: el
contenido de la moral, sea individual o social, puede ser cualquiera —en virtud
de su supuesta irracionalidad y la autonomía de los sujetos—, con excepción
de la tolerancia y del consenso. En estos aspectos se impone, por así
decir, un curioso dogmatismo o, si se prefiere, un llamativo “objetivismo
moral”: todo es discutible, excepto que tenemos que discutir (debido
a lo cual resulta inaceptable que unos intenten imponerse a otros por la
fuerza) para llegar a determinar lo que se considera bueno o malo. Mas aún
cuando se trata de un objetivismo moral meramente procedimental, a fin de
cuentas descansa sobre la misma convicción —no importa si es más ‘racional’ o
‘sentimental’—: la consideración del sujeto (o al menos de algunos sujetos)
como dignos de respeto o, si se prefiere, se manifiesta en un curioso consenso
(que incluso podría asimilarse a un ‘dogma’, desde estas mismas premisas) en
cuanto a la condena del uso de la violencia.
Se podrá decir que esta
conclusión (preferir el acuerdo a la violencia) resulta evidente, y así es.
Mas, el problema de su ‘evidencia’, desde la perspectiva que se está
comentando, radica en que para ella esta conclusión arranca o de valores
‘preasumidos’ (motivo por el cual resulta impropio hablar de ‘evidencias’,
porque lo ‘evidente’ no sólo alude a un dato real y objetivo, sino, además,
indubitable), o de los hechos, esto es, de las consecuencias o resultados
—también evidentes— que origina acudir al consenso por un lado, y a la
violencia por otro. En este último evento, no cabe duda de que es mejor el
primer resultado que el segundo; mas, de ser coherentes con estas premisas, se
estarían desprendiendo valores a partir de meros hechos, o si se prefiere, se
estaría concluyendo lo positivo o benéfico del consenso en vez de la violencia,
por los resultados a los que conduce una y otra forma de proceder. Mas,
esos resultados son simples hechos, datos, un Sein; comprobables, pero
absolutamente independientes del mundo de los valores, un Sollen. En
consecuencia, y de acuerdo a la llamada ‘falacia naturalista’ —otro lugar común
de la epistemología positivista—, se estaría dando un salto lógico, a partir—se
insiste nuevamente— de las premisas manejadas por estas corrientes (y no de la
realidad de las cosas, evidentemente).
También existe otra premisa
más fundamental todavía, sobre la cual se ha construido este sistema de
acuerdos procedimentales que parte del ‘dogma’ según el cual, el acuerdo es
mejor que la violencia (‘dogma’, se insiste, porque no se puede demostrar
racionalmente en el plano de los valores, ni desprenderse de los meros hechos,
de acuerdo a estas premisas). Este ‘dato’ es absolutamente obvio, pero por lo
mismo, muchas veces es pasado por alto. Consiste en que los sujetos que actúan
en el acuerdo, son capaces de ponerse de acuerdo. O, si se prefiere, se
está partiendo de la base de que los sujetos intervinientes son racionales, motivo
por el cual pueden intercambiar ideas, visiones del mundo. Lo anterior
no deja de tener su importancia. En efecto, puesto que el carácter de ‘persona’
es un atributo que de acuerdo al positivismo jurídico kelseniano es ‘dado’ u
‘otorgado’ a los sujetos por el ordenamiento jurídico (al punto que aquellos a
los que no se les atribuya este carácter, no serían ‘personas’), da la
impresión de que es la ley positiva la que determina con absoluta autonomía
quiénes son y quiénes no son ‘persona’. Mas, de existir realmente esta
autonomía, esto es, si en verdad la ley positiva pudiera determinar quiénes son
o no ‘persona’, no sólo podría quitarle dicho carácter a ciertos miembros de la
especie humana (como ocurre, por ejemplo, muchas veces con los no nacidos), sino
que, además, podría otorgárselo a otras clases de seres de tipo no humano, como
animales, plantas o incluso cosas. Es decir, de ser coherentes con este
planteamiento, la calidad de persona sería algo absolutamente accidental o
artificial (creado por el hombre) y, por lo mismo, no dependiente de calidad
ontológica alguna: cualquier cosa, cualquier ente podría ser ‘persona’, calidad
que sería, en definitiva, otorgada o quitada libérrimamente por medio de la ley
positiva. Con todo, debe recordarse que esta ley positiva emana, a su vez, de
otras ‘personas’, cuya calidad de tal también tendría el mismo origen. Así las
cosas, y como puede verse sin mucha dificultad, el círculo vicioso resulta manifiesto.
Lo anterior es,
evidentemente, imposible: la calidad de persona depende de algo previo a
la mera calificación jurídica: o si se prefiere, hay que tener cierta calidad
ontológica para poder ser persona, porque como es sabido, ‘nadie puede dar
lo que no tiene’. Mas, con esto se está reconociendo que el normativismo (esto
es, la capacidad, en teoría omnímoda de la norma jurídica para determinar qué
es Derecho y qué no, para el positivismo) posee límites, que no es
absolutamente arbitraria y autónoma. Significa, en suma, que la calidad de
persona no es algo a otorgar o quitar arbitrariamente, sino un atributo que
debe reconocerse, porque en caso contrario —se insiste— podría ser
otorgada a cualquier ente. De este modo, pareciera que el mundo del ser y del
deber ser no resultan tan independientes el uno del otro, porque lo establecido
por la norma (un Sollen) depende de un dato previo (un Sein).
En consecuencia,
reconociendo que es a partir de una calidad ontológica que deriva a su vez la
calidad de persona, de ser coherentes, también es necesario concluir que
es el voto (la base del consenso) lo que depende de la persona, y no lo
contrario. Esto es, que para que haya votos, medio a través del cual se
posibilita el consenso, se requiere de ¡a existencia previa de personas,
puesto que son los votos los que dependen de la persona, y no la persona de los
votos. Esto no deja de tener nuevamente su importancia, porque si el voto (un
accidente) es sólo un efecto de algo previo (una sustancia, la persona),
dicho efecto no puede desentenderse de o ir contra su causa. De esta manera,
los votos, como manifestaciones de la persona, no pueden quitarle dicho
carácter (el de persona) a nadie, a ningún ser humano, como tampoco dárselo a
un ente distinto del hombre mismo·- ·-· -······-·
Max Silva Abbott
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