Es en este estudio en el que se apoyan,
principalmente, los que sostienen que en la “Dignitatis Humanae” no hay nada que se oponga al Magisterio tradicional. Si bien hay otros
textos en la misma línea, más o menos contemporáneos, como los elaborados por
el P. Cándido Pozo, SJ, o el P. Julio Meinvielle, es el que traemos a colación
el más profundo y al que más se suele recurrir. Además, ningún argumento de
peso se puede encontrar en cualquiera de los otros que no esté recogido en el
del P. Rodríguez.
Esta revisión es necesario hacerla, pero no porque carezcan
de solidez todos los argumentos que aporta el P. Victorino Rodríguez. Al
contrario, su estudio, de indudable altura y valía, demuestra un gran esfuerzo
por profundizar en el desarrollo de la declaración y en su resultado final.
Sin embargo, y pasados 40 años, muchos de los argumentos
aportados por el P. Rodríguez se vuelven prácticamente en contra directa de su
tesis, al manifestarse, en la praxis de la “Dignitatis Hu manae” por parte de la Iglesia Conciliar, un claro apartamiento de los mismos,
pese a la interpretación que hacía nuestro autor.
Así pues, planteémonos directamente el interrogante, y
veamos si el “Estudio” nos ayuda a resolverlo. ¿Supone la “Dignitatis Humanae” una ruptura con respecto al Magisterio tradicional de la Iglesia?
1.
Origen y evolución externa del esquema
a) Antecedentes
En cuanto a los antecedentes, el propio P. Rodríguez
reconoce dos extrínsecos que es prácticamente imposible incardinar en el
pensamiento católico: la “Declaración Universal de los Derechos del Hombre” de la ONU (1948) y el “Secretariado para el estudio de la libertad religiosa” en
el Consejo Ecumenista de las Iglesias (Ginebra, 1959).
Respecto al primero, creo que no merece la pena ahora que me
extienda en la inspiración masónica y, por lo tanto, anticristiana, que lo
alimenta. Heredera directa de la “Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano” de la Revolución Francesa (1789), difícilmente podríamos encontrar un texto más inadecuado como referencia para una declaración de un
Concilio Ecuménico.
Respecto al segundo antecedente,
transcribo una definición de la agencia oficiosa vaticana Zenit, que denunciaba
en 1997 el apoyo de dicho Consejo a los seguidores de la “Teología” de la Liberación: “El Consejo Ecuménico de las Iglesias fue inaugurado
oficialmente en 1948 durante su primera sesión que tuvo lugar en Amsterdam.
Actualmente está compuesto por 382 iglesias que agrupan a un total de unos 500
millones de fieles entre protestantes, ortodoxos, y anglicanos. La Iglesia
católica no forma parte de esta organización que es considerada comúnmente como
la ONU de los cristianos” (ZE970609-2).
Pues bien, ambos
antecedentes aparecían como referencias en las versiones de la declaración
conciliar anteriores a la definitiva, de la que fueron eliminadas. Sin embargo,
no deja de ser significativa su insistente presencia “espiritual” en el aula
conciliar…
En cuanto a los
antecedentes intrínsecos, dos son los que cita el P. Rodríguez. En primer
lugar, el Esquema de Ecclesia del Concilio Vaticano I, que había quedado
en suspenso. Ahora bien, el propio autor afirma que el derecho a la libertad
religiosa tal y como allí se trataba, fue desarrollado por León XIII en sus
encíclicas.
Y, por otro
lado, sugiere que el tema también quedaba planteado tras la encíclica “Pacem in
Terris” de Juan XXIII. Ruego al lector interesado que la revise; parece una
especie de bendición de la ONU y su ideario, reconoce la división de poderes de
Montesquieu, e ¡incluso tiene algún mínimo guiño aceptando la validez
“científica” de algunas “partes” del marxismo!… Dejo para otro momento o para
otro articulista de mayor capacidad y formación el análisis comparativo de esta
encíclica con las anteriores de León XIII, en especial “Immortale Dei” y
“Libertas Praestantissimum”.
En la versión
definitiva de “Dignitatis Humanae” aparecen cinco notas refiriéndose a “Pacem
in Terris”; de León XIII sólo una a “Immortale Dei” y otra a “Litterae Officio
Sanctissimo”.
b) Esquema inicial
Quedó sin discutir conciliarmente, por falta de tiempo, de
forma que se encargaron las Comisiones conciliares de recoger las enmiendas
enviadas por los Padres y rehacerlo convenientemente. Es llamativo el n. 4: “Derecho de la persona a vivir, tanto en público como en privado,
individual y colectivamente, según su conciencia y a propagar sus ideas”.
Contra este punto, así formulado, cabe oponer el siguiente silogismo, y varias
citas del Magisterio:
Si partimos de las siguientes premisas:
1.
Dios es la fuente de todo poder
2.
Dios es autor, rector y fin de toda sociedad
3.
De suyo, los actos sociales son externos
4.
Todo individuo y sociedad buscan lo verdadero y deben seguirlo
5.
Dios, sujeto de dominio y excelencia, lo es también del culto
6.
El culto católico es el propio de la Religión Católica
7.
La Religión Católica es la única verdadera
Concluimos necesariamente:
1.
Existe obligación de culto público a Dios por parte del hombre y de cada
sociedad concreta
2.
Toda sociedad concreta debe profesar la Religión Católica y dar culto a Dios sólo conforme a ella
Así pues, queda directamente excluida la posibilidad del
“derecho” (entendido como poder moral de una persona, que debe ser respetado)
al ateísmo y a profesar la herejía. Recordemos la tesis católica del libre albedrío: el hombre puede hacer el mal (y lo hace, a causa de su naturaleza caída),
pero no tiene derecho a hacerlo. Distinto es el problema de la tolerancia, como
plantearemos más adelante.
En cuanto a las citas magisteriales:
“Debe afirmarse claramente que ninguna autoridad humana,
ningún Estado, ninguna Comunidad de Estados, de cualquier carácter religioso,
puede dar un mandato positivo, o una autorización positiva, para enseñar o para
hacer aquello que sería contrario a la verdad religiosa o al bien moral...
Cualquier cosa que no responda a la verdad y a la ley moral, objetivamente no
tiene derecho a la existencia, ni a la propaganda ni a la acción”. (Ci Riesce,
Pío XII, 1953)
“Nuestro corazón está aún más afligido por una nueva causa
de pena, la cual, admitimos, Nos tormenta, y da surgimiento a un profundo
abatimiento y a una angustia extrema: el artículo 22 de la Constitución. No solamente permite la libertad de cultos y de consciencia, para citar los
términos mismos del artículo, sino que promete apoyo y protección a esta libertad
y, además, a los ministros que son expresión de los cultos... Esta ley hace más
que establecer la libertad de todos los cultos, sin distinción, también mezcla
la verdad con el error y coloca a las sectas heréticas, y hasta al judaísmo, en
igualdad con la santa e inmaculada Esposa de Cristo, fuera de la cual no hay
salvación. Además de esto, al prometer privilegios y apoyo a las sectas
heréticas y sus ministros, no solamente se toleran y favorecen sus personas,
sino sus errores. Esta es implícitamente la desastrosa y siempre deplorable
herejía que San Agustín describe en estos términos: ‘Afirma ella que todos los
herejes están en el camino correcto y hablan la verdad. Esto es tan monstruoso absurdo que no puedo creer que secta alguna la profese.” (Carta
al obispo de Troyes, Pío VII, 1814)
“Otra causa que ha producido muchos de los males que afligen
a la iglesia es el indiferentismo, o sea, aquella perversa teoría extendida por
doquier, merced a los engaños de los impíos, y que enseña que puede conseguirse
la vida eterna en cualquier religión, con tal que haya rectitud y honradez en
las costumbres. De esa cenagosa fuente del indiferentismo mana aquella absurda
y errónea sentencia o, mejor dicho, locura, que afirma y defiende a toda costa
y para todos, la libertad de conciencia. Este pestilente error se abre paso,
escudado en la inmoderada libertad de opiniones que, para ruina de la sociedad
religiosa y de la civil, se extiende cada día más por todas partes, llegando la
impudencia de algunos a asegurar que de ella se sigue gran provecho para la
causa de la religión. ¡Y qué peor muerte para el alma que la libertad del
error! decía San Agustín”. (Mirari Vos, Gregorio XVI, 1832)
“Y, contra la doctrina de la Sagrada Escritura, de la Iglesia y de los Santos Padres, estas personas no dudan en afirmar
que 'la mejor forma de gobierno es aquella en la que no se reconozca al poder
civil la obligación de castigar, mediante determinadas penas, a los violadores
de la religión católica, sino en cuanto la paz pública lo exija'. Y con esta
idea de la gobernación social, absolutamente falsa, no dudan en consagrar
aquella opinión errónea, en extremo perniciosa a la Iglesia católica y a la
salud de las almas, llamada por Gregorio XVI, Nuestro Predecesor, de f. m.,
locura: esto es, que ‘la libertad de conciencias y de cultos es un derecho
propio (o inalienable) de cada hombre, que todo Estado bien constituido debe
proclamar y garantizar como ley fundamental, y que los ciudadanos tienen
derecho a todo tipo de libertades, por la cual pueda manifestar sus ideas con
la máxima publicidad -ya de palabra, ya por escrito, ya en otro modo
cualquiera-, sin que autoridad civil ni eclesiástica alguna puedan reprimirla
en ninguna forma”. (Quanta Cura, Pío IX, 1864)
“Proposición condenada 77. Al presente, ya no es conveniente
que la religión Católica se considere como la única religión del Estado, en
exclusión de otros tipos de cultos”. (Syllabus, Pío IX, 1864)
“Proposición condenada 79. Además, es falso que la libertad
civil de todo tipo de culto, y la otorga de poderes totales para abierta y
públicamente manifestar cualesquier opiniones y pensamientos, conduzca más
fácilmente a la corrupción de la moral y de las mentes de la gente, y a la
propagación de la peste del indiferentismo” (Syllabus, Pío IX, 1864)
“La sociedad civil debe reconocer a Dios como a su Padre y
Fundador, y debe obedecer y reverenciar Su poder y autoridad. La justicia, por
tanto, prohibe, y la razón misma prohibe, al Estado ser ateo; o adoptar una
linea de acción que termine en la impiedad — a saber, tratar a las varias
religiones (como ellos las llaman) como iguales, y otorgarles promiscuamente
derechos y privilegios iguales”. (Libertas Praestantissimum, León XIII, 1888)
En el Aula conciliar, el defensor del esquema, como relator,
fue Mons. De Smedt. A las razones de verdad y justicia, cuesta entender que añadiese,
en su encendida apología durante la Relatio, dos motivaciones para
proclamar este “derecho”: la exigencia de la convivencia internacional y la
exigencia del ecumenismo, “para evitar la sospecha de maquiavelismo de los
católicos”. Respecto a esto último, animo al lector a que repase la encíclica
“Mortalium Animos”, de Pío XI.
Por cierto, Mons. De Smedt identificaba la exigencia de la
justicia con la realidad de medio orbe falto de libertad religiosa, aludiendo
directamente a la tiranía comunista. Llamo la atención sobre este punto, porque
no debemos perderlo de vista en ningún momento: aquí, creemos, está una de las
claves de la aceptación masiva de esta Declaración. Los padres “conservadores”
la interpretaban en clave antimarxista, la veían como una necesidad en las
circunstancias históricas de la época, como una forma de eludir el plomizo
silencio que el Concilio estaba guardando ante la persecución roja; les metieron
un gol por la escuadra…
c) Textos intermedios
Antes de llegar a la declaración conciliar, tal y como la
conocemos, se debatieron otros textos, hasta seis, que fueron sufriendo
enmiendas y modificaciones. Ciertamente, es detalladísima la relación de hechos
que nos hace el P. Rodríguez, que merece ser repasada y que no traigo a
colación para ocuparme únicamente del texto final de “Dignitatis Humanae”. Sin
embargo, y para que todos nos demos cuenta del nivel de discusión que hubo de
producirse y de lo satisfechos que pudieron llegar a estar los “conservadores”
al conseguir ir reduciendo el “radicalismo” del texto, recordemos que se dieron
situaciones como las siguientes:
-
Mons. Cedaka propuso una apelación a la ONU a favor de la
libertad religiosa
-
Mons. Hurley se pronunció enérgicamente contra la confesionalidad
católica del Estado. La misma postura adoptaron también los cardenales Fring y
Alfrink, y Mons. Lourdasamy.
-
Se llegó a criticar a instituciones de la Iglesia por haber
oprimido la libertad religiosa. El cardenal Rossi sugirió que se hiciera una
petición pública de perdón.
-
Se tachó de sofisma la proposición que afirma que sólo la verdad
tiene derechos “cuando los derechos son únicamente de la persona que obra
conforme a su conciencia”
-
Varios Cardenales, entre ellos Ottaviani, secretario del Santo
Oficio, acusaron a la primera versión del texto de asemejarse más a la
declaración de una “asamblea filosófica” que a la de un Concilio de la Iglesia
-
Más adelante, y ya sobre el “textus reemendatus”, se dijo que
rezumaba pragmatismo, indiferentismo y subjetivismo
-
Varios obispos españoles e italianos señalaron que todo parecía
resolverse en la dignidad de la persona, sin tener en cuenta los derechos de
Dios.
-
El cardenal Florit habló de un tono general basado en el
“humanismo naturalista y liberal de sabor laicista y de ética de situación”.
-
El cardenal Dante señaló la similitud del texto con los emanados
de la Revolución Francesa.
Sin embargo, y pese a lo enconado del debate, lo cierto es
que la declaración se aprobó por un contundente resultado: 1954 votos a favor,
249 en contra y 13 votos nulos.
3.
Análisis de “Dignitatis Humanae”. Fricciones con el Magisterio.
a)
Número 1
Cuando uno sigue el estudio del P. Rodríguez, descubre que
uno de los puntales que sostienen su opinión acerca de la continuidad
magisterial de la “Dignitatis Humanae” es la afirmación que se hace en el n. 1
de la misma: “Ahora bien, puesto que la libertad religiosa que exigen los
hombres para el cumplimiento de su obligación de rendir culto a Dios, se
refiere a la inmunidad de coacción en la sociedad civil, deja íntegra la
doctrina tradicional católica acerca del deber moral de los hombres y de las
sociedades para con la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo.”
Ciertamente, es muy conveniente el que aparezca una adhesión
explícita y un reconocimiento del Magisterio de siempre en una declaración
oficial de la Iglesia. Ahora bien, ¿es real esta declaración de intenciones?
¿Se puede decir que se mantiene el acuerdo con la Tradición, cuando
inmediatamente se realizan afirmaciones que la contradicen? En todo caso, para
cualquier inteligencia mediana no debe ser suficiente el asumir sin más esa
“declaración de intenciones” sin verificar si luego se plasma en la realidad,
máxime si se dan las fortísimas controversias que la “Dignitatis Humanae” ha generado.
No quiero poner en duda con esta afirmación ni la intención,
ni la capacidad de los Padres conciliares. Simplemente hacer un ejercicio de
raciocinio y, sin admitir acríticamente esta afirmación proemial, comprobar si,
efectivamente, se da en la realidad. No puede bastarnos, por lo tanto, este n.1
para quedarnos tranquilos y concluir, sin más, que no hay nada contradictorio
en la declaración conciliar. Ni siquiera es admisible como punto de apoyo
esencial, que es como lo utilizó el P. Rodríguez; no es ni más ni menos que una
petición de principio.
De hecho, encontramos ya la primera dificultad pocas líneas antes
del párrafo que hemos entrecomillado arriba. En el mismo n.1 se dice que “esta
única y verdadera Religión subsiste en la Iglesia Católica” (“Hanc unicam veram Religionem subsistere credimus in catholica et
apostolica Ecclesia”). La afirmación que siempre se hizo es que la Iglesia
instituida por Cristo es la Iglesia Católica [“La única Religión revelada es la Iglesia Católica” (Mortalium animos, Pío XI, 1928)]; utilizar el verbo subsistir, anula
inmediatamente la correspondencia biunívoca, podría permitir la “subsistencia”
en otras “realidades eclesiales” de “hermanos separados”. Lo cual puede ser
utilísimo a efectos “ecuménicos”, pero, desafortunadamente, no es católico.
b)
Número 2
Se afirma que “en materia religiosa, a nadie se obligue a
obrar contra su conciencia”, sin hacer la sana distinción entre la conciencia
rectamente formada y la que no lo está. Además, se fundamenta el derecho a la
libertad religiosa “en la dignidad de la persona humana”, sin atender a “su
disposición subjetiva, sino a su naturaleza”. “Objetivando” de esta manera el
derecho, parece que se incurre en el error que intuíamos en el apartado 1.b.,
acerca del esquema inicial, y sobre el que ya hemos aportado las citas
magisteriales oportunas. Encontramos, pues, un terreno tremendamente pantanoso
en los fundamentos de la declaración.
c)
Número 3
Encontramos aquí dos dificultades. Nuevamente la advertencia
de que no se puede “forzar a obrar contra la conciencia”, sin distinguir
claramente entre conciencia rectamente formada y no. El único límite que
aparece es el del justo orden público, que más adelante trataremos y que, como
el P. Rodríguez reconoce, es un límite mucho menos restrictivo que el
tradicional del bien común.
En segundo lugar, aparece otra de las piedras de toque de la
declaración conciliar, donde se rebasan los límites habituales de la tolerancia
que se reconocía en el Magisterio anterior: la obligación de los Estados de
permitir el culto público de las religiones falsas.
Esto presenta una contradicción directa con las enseñanzas,
por ejemplo, de Pío IX, cuando generó una crisis diplomática para exigir del
gobierno liberal español que aboliese la libertad de culto, modificando el
artículo 11 de la Constitución de 1876, que decía así: “La religión católica,
apostólica, romana es la del Estado. La Nación se obliga a mantener el culto y
sus ministros. Nadie será molestado en territorio español por sus opiniones
religiosas, ni por el ejercicio de su respectivo culto, salvo el respeto a la
moral cristiana. No se permitirán, sin embargo, otras ceremonias ni
manifestaciones públicas que las de la religión del Estado.”
Es decir, no bastaba con prohibir el culto público,
sino que era necesario prohibir el culto externo, reduciendo el interés
del bien común a una mera tolerancia del culto privado sin manifestaciones
externas cuando las condiciones sociales así lo exigiesen.
De igual manera se manifiesta León XIII en “Libertas
Praestantissimum”:
“15. […] En primer lugar examinemos, en relación con los
particulares, esa libertad tan contraria a la virtud de la religión, la llamada
libertad de cultos, libertad fundada en la tesis de que cada uno puede, a su
arbitrio, profesar la religión que prefiera o no profesar ninguna. Esta tesis es contraria a la verdad. Porque de todas las obligaciones del hombre, la mayor y más sagrada
es, sin duda alguna, la que nos manda dar a Dios el culto de la religión y de
la piedad. […]Por esto, conceder al hombre esta libertad de cultos de que
estamos hablando equivale a concederle el derecho de desnaturalizar impunemente
una obligación santísima y de ser infiel a ella, abandonando el bien para
entregarse al mal. Esto, lo hemos dicho ya, no es libertad, es una depravación
de la libertad y una esclavitud del alma entregada al pecado.
16. Considerada desde el punto de vista social y político,
esta libertad de cultos pretende que el Estado no rinda a Dios culto alguno o
no autorice culto público alguno, que ningún culto sea preferido a otro, que
todos gocen de los mismos derechos y que el pueblo no signifique nada cuando
profesa la religión católica. Para que estas pretensiones fuesen acertadas
haría falta que los deberes del Estado para con Dios fuesen nulos o pudieran al
menos ser quebrantados impunemente por el Estado. Ambos supuestos son falsos.
[…]
17. […] Ahora sólo queremos hacer una advertencia: la
libertad de cultos es muy perjudicial para la libertad verdadera, tanto de los
gobernantes como de los gobernados”
Todo esto se tuvo en cuenta, por ejemplo, a la hora de
redactar el artículo 6 del Fuero de los Españoles de 1945:
“1) La práctica y profesión de la religión católica, que es la del Estado español, gozará de protección oficial.
2) Ninguno será molestado por sus creencias religiosas ni
por el ejercicio privado de su religión. No existe autorización para
manifestaciones o ceremonias externas aparte de las de la religión católica.”
Sin embargo, y a raíz de la declaración conciliar de 1965,
el gobierno español se vio obligado a modificar este artículo, tras la Ley de
Libertad Religiosa de 1966, en la Ley Orgánica del Estado de 1967. Pocos fueron los que se opusieron frontalmente a la modificación, tanto en las Cortes como
fuera de ellas; destacamos, en todo caso, las figuras de Mons. Guerra Campos,
Blas Piñar y Rafael Gambra. El artículo 6 quedó así:
“‘La profesión y práctica de la religión católica, que es la del Estado español, goza de protección oficial. El Estado garantiza la protección de la
libertad religiosa, mediante una provisión jurídica efectiva para salvaguardar
la moral y el orden público”
Es decir, la redacción no sólo era una vuelta a las
condiciones censuradas en 1876, sino que eran mucho más abierta… en consonancia
con lo “mandado” por el Concilio, como se reconoce en la revisión del
Concordato con la Santa Sede que se produjo en 1967: “La ley fundamental del 17
de mayo de 1958, en virtud de la cual la legislación española debe tomar
inspiración de la doctrina de la Iglesia Católica, forma la base de la presente ley. Ahora, como ya se conoce, el Segundo Concilio Vaticano aprobó la Declaración
sobre la Libertad Religiosa el 7 de diciembre de 1965, declarando en el Artículo
2: ‘El derecho a la libertad religiosa está realmente fundado en la dignidad
misma de la persona humana, tal como se la conoce por la palabra revelada de
Dios y por la misma razón natural. Este derecho de la persona humana a la
libertad religiosa ha de ser reconocido en el ordenamiento jurídico de la
sociedad, de tal manera que llegue a convertirse en un derecho civil.’ Después
de esta declaración por parte del Concilio, surgió la necesidad de modificar el
Artículo 6 de la Carta Española en virtud del mencionado principio del Estado
español”
Así pues, es innegable el cambio doctrinal, y es innegable
que contradice al Magisterio anterior.
d)
Número 4
A la hora de trasladar el nuevo “derecho” individual a las
comunidades, la brecha con lo enseñado hasta entonces por la Iglesia se hace
aún mayor. Como puntos de desencuentro más importantes señalamos:
(i) la obligación de permitir el culto público
(ii) la obligación de permitir la enseñanza y la profesión
pública de las religiones falsas
(iii) la obligación de permitir a quienes profesan estas
religiones falsas ejercer toda clase de influencia para ordenar la sociedad
según sus creencias
Ya hemos discutido el punto (i) en el apartado anterior.
Serían innumerables los textos pontificios que podríamos aducir para alegar
contradicción con los puntos (ii) y (iii). El punto (ii), obviamente, atenta
contra la salus animarum, al permitir la difusión del error con claro
riesgo para la salvación de quienes escuchen las falsas doctrinas y puedan ser
convencidos por ellas. El punto (iii) es una renuncia explícita al Reinado
Social de Nuestro Señor Jesucristo, que requiere una ordenación de las
comunidades que atienda únicamente a los principios emanados de la doctrina
católica, pudiendo luego adquirir, en lo contingente, peculiaridades y formas
diversas.
Contradicen a (ii), entre otras, las siguientes citas:
“Proposición condenada 47. Los católicos pueden aprobar
aquella forma de educar a la juventud, que esté separada, disociada de la fe
católica y de la potestad de la Iglesia, y mire solamente a la ciencia de las
cosas naturales, y de un modo exclusivo, o por lo menos primario, los fines de
la vida civil y terrena.” (Syllabus, Pío IX, 1864)
“19.[…] Solamente la verdad debe penetrar en el
entendimiento, porque en la verdad encuentran las naturalezas racionales su
bien, su fin y su perfección; por esta razón, la doctrina dada tanto a los
ignorantes como a los sabios debe tener por objeto exclusivo la verdad, para
dirigir a los primeros hacia el conocimiento de la verdad y para conservar a
los segundos en la posesión de la verdad. […] El poder público no puede
conceder a la sociedad esta libertad de enseñanza sin quebrantar sus propios
deberes. (Libertas Praestantissimum, León XIII, 1888)
“Los herejes, canes por la crueldad y zorros por la astucia,
no contentos con estar pervertidos ellos mismos se gozan en corromper a los
demás. Que se les corrija, si es posible; que al menos se les impida dañar. […]
Cuando se ve claramente que la persuasión es ineficaz, el recurso a la fuerza
es el medio normal de detener la propagación del error, que es un mal
antisocial tanto como antirreligioso: los dos poderes obran concertadamente. La
cabeza manda, el brazo ejecuta.” (De la Consideración, San Bernardo de
Claraval)
Contradicen a (iii), entre otras, las siguientes citas:
“15. Por otra parte, erraría gravemente el que negase a
Cristo-Hombre el poder sobre todas las cosas humanas y temporales, puesto que
el Padre le confirió un derecho absolutísimo sobre las cosas creadas, de tal
suerte que todas están sometidas a su arbitrio. […] El imperio de Cristo se
extiende no sólo sobre los pueblos católicos y sobre aquellos que habiendo
recibido el bautismo pertenecen de derecho a la Iglesia, aunque el error los
tenga extraviados o el cisma los separe de la caridad, sino que comprende
también a cuantos no participan de la fe cristiana, de suerte que bajo la
potestad de Jesús se halla todo el género humano […]
16. […] El es sólo quien da la prosperidad y la felicidad
verdadera, así a los individuos como a las naciones: porque la felicidad de la
nación no procede de distinta fuente que la felicidad de los ciudadanos, pues
la nación no es otra cosa que el conjunto concorde de ciudadanos.” (Quas
Primas, Pío XI, 1925)
“Estas falsas y perversas opiniones son tanto más de
detestar cuanto, principalmente, apuntan a impedir y eliminar aquella saludable
influencia que la Iglesia Católica, por institución y mandamiento de su divino
Fundador, debe libremente ejercer hasta la consumación de los siglos [Mt. 28,
20], no menos sobre cada hombre que sobre las naciones, los pueblos y sus
príncipes […] Hay no pocos en nuestro tiempo, que aplicando a la sociedad civil
el impío y absurdo principio del llamado naturalismo, se atreven a enseñar que
«la óptima organización del estado y progreso civil exigen absolutamente que la
sociedad humana se constituya y gobierne sin tener para nada en cuenta la
religión, como si ésta no existiera, o, por lo menos, sin hacer distinción
alguna entre la verdadera y las falsas religiones». (Quanta Cura, Pío IX, 1864)
e)
Número 5
Aquí se hacen afirmaciones absolutamente inauditas en la
Historia de la Iglesia. Prácticamente, se prohíbe la enseñanza obligatoria de la Religión Católica en las escuelas, y se exige al Estado que garantice una formación en las
escuelas acorde con los principios de las religiones falsas que puedan profesar
los padres.
Para recordar la enseñanza de siempre de la Iglesia, nos
limitaremos a citar algunos pasajes de la encíclica “Divini Illius Magistri”, rubricada
por Pío XI en 1929, es decir, apenas 36 años antes de la proclamación de “Dignitatis
Humanae”:
“No puede darse educación plena y perfecta, sino la que se
llama cristiana. […] En primer lugar y de manera eminente, la educación
pertenece a la Iglesia, por doble título de orden sobrenatural que Dios le
concedió exclusivamente a ella y, por tanto, absolutamente superior y más
fuerte que cualquier otro título de orden natural. […] Es derecho y misión del
Estado proteger la educación moral y religiosa de la juventud, conforme a las
normas de la recta razón y de la fe, apartando aquellas causas públicas que a
ella se oponen. […] Por tanto, en orden a la educación, es derecho o, por mejor
decir, es deber del Estado proteger con sus leyes el derecho anterior de la
familia, que antes hemos recordado, es decir, el de educar cristianamente a la
prole, y, consiguientemente, secundar el derecho sobrenatural de la Iglesia en
orden a esa educación cristiana. […] A la sociedad civil y al Estado pertenece
la que puede llamarse educación cívica, no sólo de la juventud, sino de todas
las edades y condiciones, y que en la parte que llaman positiva, consiste en
proponer públicamente a los hombres pertenecientes a tal sociedad las cosas que
imbuyendo sus mentes e hiriendo sus sentidos con conocimientos e imágenes,
inviten la voluntad hacia lo honesto y a ello la conduzcan por una especie de
necesidad moral; y en su parte negativa, en precaver e impedir lo que a ella se
opone. Esta educación cívica, tan amplia y múltiple que abarca casi toda la
obra del Estado por el bien común, como haya de conformarse a las leyes de la
equidad, no puede oponerse a la doctrina de la Iglesia que está divinamente
constituida maestra de esas leyes”
f)
Número 6
Además de otros aspectos que ya han sido tratados
previamente, lo que aquí se pone en solfa es un aspecto tan central como la
tesis de la confesionalidad católica de los Estados. En primer lugar, se habla
en tono general de “comunidad religiosa”, sin que el hecho de que esa
“comunidad” sea la Iglesia Católica pueda proporcionar un elemento diferencial
respecto a las “circunstancias peculiares” que coloquen en situación
preponderante a una religión falsa en una determinada comunidad. Es decir, en
este aspecto se pone a la verdadera Religión en plano de igualdad con el error.
Y no sólo eso, sino que queda muy claro en el párrafo que se
permitirá un “especial reconocimiento civil en la ordenación jurídica” sólo
como excepción. En definitiva, es el abandono formal de la tesis de la
confesionalidad católica del Estado. Esto ya ha quedado parcialmente
demostrado, cuando hemos constatado antes como, a raíz de la declaración
conciliar, España se ve forzada a renunciar jurídicamente a la Unidad Católica. La pérdida de la confesionalidad, con la Constitución de 1978, fue no sólo
aplaudida, sino fomentada por la Roma montiniana y la jerarquía taranconiana,
con gloriosas excepciones.
Atendiendo a las circunstancias sociales y políticas, se me
podría alegar que no cabe seguir defendiendo abiertamente la tesis (hoy esto
puede ser más explicable que en 1965, desde luego, debido entre otras cosas a
los efectos de “Dignitatis Humanae”), en aras de evitar un mal mayor. Bien,
concedo; se puede, e incluso se debe en ocasiones, desistir temporal o
localmente de la tesis. Dudo mucho que los católicos japoneses del siglo XIX se dedicasen primordialmente a manifestarse de forma pública acerca de la obligación del Estado japonés de profesar la Fe católica, y que esto les causase censura alguna por parte de Roma. Lo que no cabe, bajo ningún concepto, es que se renuncie explícitamente a la tesis y se empiece a sostener la contraria como un bien, que es lo que se hizo con la declaración conciliar y lo que se ha estado haciendo desde entonces.
Para soportar la tesis de la confesionalidad, se pueden
aportar, entre muchas otras, las siguientes citas pontificias:
"...no es lícito a los particulares, como tampoco a los Estados, prescindir de sus deberes religiosos", "tiene el Estado
político obligación de admitir enteramente y abiertamente profesar aquella ley
y prácticas de culto divino que el mismo Dios ha demostrado que quiere"
("Inmortale Dei", León XIII).
"Si, pues, un Estado no pretende otro fin que la
comodidad material y un progreso social abundante y refinado, si se olvida de
Dios en el gobierno de la república y se despreocupa de atender a las leyes
morales, este Estado se desvía lamentablemente del fin que la naturaleza misma
le prescribe". ("Sapientiae Christianae", León XIII).
"...la realeza de Cristo exige que todo el Estado se
ajuste a los mandamientos divinos y a los principios cristianos en la labor
legislativa". ("Quas Primas", Pío XI).
"Reina, finalmente, Jesucristo en el Estado cuando,
reconocidos en éste los máximos honores debidos a Dios, se atribuyen a Dios el
origen de la autoridad y de todos los derechos." ("Ubi Arcano",
Pío XI).
"Siendo la fe en Dios el fundamento previo de todo
orden político y la base insustituible de toda autoridad humana, todos los que
no quieren la destrucción del orden ni la supresión de la ley deben trabajar
enérgicamente para que los enemigos de la religión no alcancen el fin tan
abiertamente proclamado por ellos". ("Caritate Christi", Pío
XI).
"Quien desee que la estrella de la paz aparezca [...]
esfuércese y trabaje por disipar los errores que tienden a desviar del sendero
moral al Estado y su poder [...] y a hacerles rechazar o ignorar en la práctica
la esencial dependencia que los subordina a la voluntad del Creador"
(Radiomensaje "Con Sempre", Pío XII).
g)
Número 7
El único aspecto sobre el que habría que incidir aquí sería
la cuestión de los “límites” de la libertad religiosa, ciertamente laxos en la
declaración, al quedar determinados únicamente por el orden público y no por el
más exigente bien común. Ciertamente, no cabría hablar de “libertad religiosa”
en los términos en los que los hace el Concilio salvaguardando el bien común,
pues, como hemos visto, se opone a la óptima constitución de los Estados,
alienta la difusión del error con riesgo para las almas y fomenta el culto de las
religiones falsas, conculcando el derecho del único Dios verdadero a ser el
único objeto de culto. Seguiremos más adelante al P. Rodríguez a la hora de discutir sobre esta diferencia.
h)
Números 8 a 11
Nada que añadir a lo ya expuesto. Queda patente la
diferencia entre la “libertad religiosa” como “nuevo derecho” y la “libertad
del acto de fe” que siempre ha defendido la Iglesia, pues no cabe el bautismo
forzoso. Esa es, ciertamente, la auténtica libertad religiosa, la libertad que
tiene cada hombre de acoger la Revelación y ajustar su vida conforme a ella.
Este es el inviolable libre albedrío que Dios ha dado al género humano. Ahora
bien, seguir de ello la necesidad o conveniencia de un régimen público de
libertad religiosa como se entiende en la declaración es lo que no cabe en el
Magisterio anterior.
Por otro lado, es cierto que algunas expresiones podrían ser
interpretadas (y así lo han sido en ocasiones) como propensas a un cierto
irenismo, ajeno también a la Tradición católica, si bien, debidamente
contextualizadas, no tienen por qué ofrecer dificultad.
i)
Número 12
¿A qué se refiere la declaración conciliar al acusar a la
Iglesia de “comportamientos menos conformes al espíritu evangélico”? De la
redacción, se puede seguir que, cuando no se “reconocía y promovía” la libertad
religiosa, la Iglesia no “seguía el camino de Cristo y de los Apóstoles”.
Ciertamente, los hombres que han formado la Iglesia han cometido pecados,
muchos y graves, a lo largo de los siglos. Pero la Iglesia es una Madre Santa, y
lo que se ha enseñado siempre, en todo lugar, y a todos por igual sin
contradicción, no puede ser erróneo.
¿Hay que enmarcar estas palabras en las “peticiones
oficiales de perdón” por las Cruzadas y la Inquisición? A la mayoría de los
Padres conciliares, evidentemente, no podría ni siquiera habérseles pasado por
la cabeza esa barbaridad. Sin embargo, y a tenor de las discusiones en el aula
conciliar, no es descabellado pensar que, para algunos de los promotores de los
aspectos más delicados de la declaración, la respuesta al anterior interrogante
es afirmativa. Ya en aquella época había quien se avergonzaba de episodios
llenos de amor a Cristo y a la Iglesia, pero ajenos al espíritu “moderno”.
j)
Número 13
Si a alguien le quedaban dudas tras la lectura del número 6,
aquí encontramos reforzado el abandono de la tesis de la confesionalidad,
prefiriendo un régimen de libertad religiosa que es donde “logra la Iglesia la
condición estable, de derecho y de hecho, para una necesaria independencia en
el cumplimiento de la misión divina”. Se contradice también el magisterio
anterior al decir que “hay, pues, concordancia entre la libertad de la Iglesia
y aquella libertad religiosa que debe reconocerse como un derecho a todos los
hombres y comunidades y sancionarse en el ordenamiento jurídico”. ¿Es que no
gozaba, pues, de libertad la Iglesia en los Estados católicos? ¿Era entonces
prisionera del poder civil? ¿Preferían entonces ese sometimiento los pontífices
que abogaban por la tesis de la confesionalidad?
Volviendo, por ejemplo, a la “Divini Illus Magistri”, y al derecho que tiene la Iglesia de ordenar la educación de niños y
jóvenes, no es fácil ver, y a los hechos me remito (sin ir más lejos, en la
España contemporánea), que tenga una mayor libertad la Iglesia en un régimen de
libertad religiosa que en un Estado confesional. ¿Es más libre la Iglesia
entonces cuando los principios católicos no informan la legislación, y se
permite el aborto y el divorcio? ¿Lo es cuando el poder civil usurpa los inmuebles religiosos y no sostiene al clero?
k)
Números 14 y 15
Son los finales de la declaración. La especial mención de la autoridad y dignidad de la Iglesia fue introducida a
partir del tercer texto intermedio, tras tensas discusiones, como señala el P.
Rodríguez. La conclusión enlaza directamente con la motivación expuesta en el
prólogo, y adolece del pragmatismo y positivismo que le achacaron varios Padres
en el aula conciliar, al hacer referencia a las constituciones de “nuestro
tiempo” y a los “documentos internacionales”. De hecho pasó casi sin
modificación alguna desde la primitiva redacción.
4.
Los argumentos del P. Rodríguez. La evolución del esquema.
En su loable intento de conciliación, el P. Rodríguez va
examinando minuciosamente cada aspecto problemático de la declaración, e
intenta situarlo adecuadamente en la doctrina tradicional. El P. Rodríguez,
lógicamente, no pretende en serio hacer la conciliación; él la da por supuesta,
no entraba en sus premisas que esta pudiera no existir. Se trata de una
dialéctica explicativa, no demostrativa. Lo interesante ahora, cuarenta años
después, es ver cómo la realidad no se ha correspondido con lo que él entendía
como natural.
En su trabajo, se va apoyando en la evolución que sufrió el
esquema durante los debates conciliares, que sirvió para hacerlo más digerible
a los elementos “conservadores”. Admite que el texto original, tal y como se
presentó a los Padres conciliares, era inaceptable, pero, al ir sufriendo las
diferentes modificaciones, se salva en el documento final la continuidad del
Magisterio. A pesar de lo que ya hemos adelantado en el punto 3 de este
artículo, veamos si esto es así, siguiendo al P. Rodríguez en los ocho aspectos
que trata. Su honradez intelectual nos ayudará considerablemente, pues él
mismo, al no hurtarnos nada de lo que se opone a su postura, nos proporciona
los argumentos.
a)
Del positivismo jurídico a la declaración doctrinal
El P. Rodríguez admite que, en los primeros textos
debatidos, parecía que el argumento fundamental para elaborar una declaración
sobre libertad religiosa era la nueva “jurisprudencia” sentada por la ONU, las
constituciones de los Estados modernos y las exigencias de la actual
“conciencia de la dignidad de la persona”. El positivismo estuvo tan presente
en el aula conciliar que incluso algunos defensores de mantener la
confesionalidad alegaban que era un hecho en algunos países…
Bien, sin duda que se insiste algo menos en el texto
definitivo que en los anteriores, pero es esta motivación positivista, y no
otra, la que se deduce del primer párrafo del n.1 y de todo el n.15, es decir,
del proemio y de la conclusión. En la nota al pie de la pág. 97 del estudio del
P. Rodríguez, es escalofriante encontrar el motivo del rechazo al concepto de
“tolerancia religiosa” por parte del relator, Mons. De Smedt: “la cuestión debe
tratarse en el sentido que tiene en el mundo moderno, que ha empezado a
prevalecer desde el siglo XVIII y que ya antes de 1947 había entrado en la
constitución de más de 50 Estados. El concepto de tolerancia ha sido suplantado
felizmente [el subrayado es nuestro] por el concepto de libertad
religiosa debida en justicia, cuando el hombre ha evolucionado cultural e
intelectualmente y adquirido el sentido de su dignidad personal”.
Insisto en el escalofrío que me recorrió cuando imaginé
estas palabras pronunciadas en el aula conciliar. Estamos, ni más ni menos, no
sólo ante una muestra de positivismo, sino ante el reconocimiento oficial del
valor positivo de la Ilustración, de la Revolución y de sus secuelas
ideológicas por parte de un hombre de la Iglesia. De un hombre que era, además, encargado de exponer el esquema de la declaración, y que confiesa sin tapujos que
es necesario sustituir el obsoleto concepto de “tolerancia”, empleado siempre
por la Iglesia, y con gran insistencia por los pontífices inmediatamente
anteriores, especialmente León XIII, por el más “feliz” de “libertad
religiosa”.
Respecto a los “conceptos que han empezado a prevalecer
desde el siglo XVIII”:
“Proposición condenada 80. El Romano Pontífice puede y debe
reconciliarse y transigir con el progreso, con el liberalismo y con la moderna
civilización” (Syllabus, Pío IX, 1864)
“Si los que a cada paso hablan de la libertad entendieran
por tal la libertad buena y legítima que acabamos de describir, nadie osaría
acusar a la Iglesia, con el injusto reproche que le hacen, de ser enemiga de la
libertad de los individuos y de la libertad del Estado. Pero son ya muchos los
que, imitando a Lucifer, del cual es aquella criminal expresión: No serviré,
entienden por libertad lo que es una pura y absurda licencia. Tales son los
partidarios de ese sistema tan extendido y poderoso, y que, tomando el nombre
de la misma libertad, se llaman a sí mismos liberales.” (Libertas
Praestantissimum, León XIII, 1888)
“Hablamos, venerables hermanos, de un gran número de
católicos seglares y, lo que es aún más deplorable, hasta de sacerdotes, los
cuales, so pretexto de amor a la Iglesia, faltos en absoluto de conocimientos
serios en filosofía y teología, e impregnados, por lo contrario, hasta la
médula de los huesos, con venenosos errores bebidos en los escritos de los
adversarios del catolicismo, se presentan, con desprecio de toda modestia, como
restauradores de la Iglesia, y en apretada falange asaltan con audacia todo
cuanto hay de más sagrado en la obra de Jesucristo. […] Luego si no se quiere
excitar y fomentar la guerra intestina en las conciencias humanas, tiene la
autoridad eclesiástica el deber de usar las formas democráticas, tanto más
cuanto que, si no las usa, le amenaza la destrucción. Loco, en verdad, sería quien pensara que en el ansia de la libertad que hoy
florece pudiera hacerse alguna vez cierto retroceso. Estrechada y acorralada
por la violencia, estallará con más fuerza, y lo arrastrará todo —Iglesia y
religión— juntamente. Así discurren los modernistas, quienes se entregan, por
lo tanto, de lleno a buscar los medios para conciliar la autoridad de la
Iglesia con la libertad de los creyentes. […] Eviten la novedad de los
vocablos, recordando los avisos de León XIII: «No puede aprobarse en los
escritos de los católicos aquel modo de hablar que, siguiendo las malas
novedades, parece ridiculizar la piedad de los fieles y anda proclamando un
nuevo orden de vida cristiana, nuevos preceptos de la Iglesia, nuevas
aspiraciones del espíritu moderno, nueva vocación social del clero, nueva
civilización cristiana y otras muchas cosas por este estilo». (Pascendi Domini,
San Pío X, 1907)
Y respecto a la tolerancia:
“No ignora la Iglesia la trayectoria que describe la
historia espiritual y política de nuestros tiempos. Por esta causa, aun
concediendo derechos sola y exclusivamente a la verdad y a la virtud no se
opone la Iglesia, sin embargo, a la tolerancia por parte de los poderes
públicos de algunas situaciones contrarias a la verdad y a la justicia para
evitar un mal mayor o para adquirir o conservar un mayor bien.” (Libertas
Praestantissimum, León XIII, 1888)
“No hay tampoco razón justa para acusar a la Iglesia de ser
demasiado estrecha en materia de tolerancia o de ser enemiga de la auténtica y
legítima libertad. Porque, si bien la Iglesia juzga ilícito que las diversas
clases de culto divino gocen del mismo derecho que tiene la religión verdadera,
no por esto, sin embargo, condena a los gobernantes que para conseguir un bien
importante o para evitar un grave mal toleran pacientemente en la práctica la
existencia de dichos cultos en el Estado” (Immortale Dei, León XIII, 1885)
Por último, no es posible compartir el criterio del P.
Rodríguez cuando afirma que pese a la defensa del Relator y las aclaraciones de
la Comisión, la Declaración está más fundamentada en principios doctrinales que
en hechos sociológicos. Insiste en la comparación con los textos intermedios, y
alega la retirada de las citas más escandalosas a los antecedentes externos
denunciados en el apartado 1 de este artículo, pero ello no es suficiente.
Creemos haber demostrado que los principios doctrinales del Magisterio son
opuestos a los de “Dignitatis Humanae”, y que, además, la motivación de esta
declaración es, fundamentalmente, el “aggiornamento” al mundo moderno sin tener
en cuenta las advertencias y condenas de los pontífices.
b)
Evolución en el concepto de derecho a la libertad religiosa
Según el P. Rodríguez, esta es la evolución más notable
(habría de serlo, ciertamente, si se necesitaba salvar la continuidad
magisterial), hasta el punto de desistir de la idea de derecho natural a
profesar y propagar el error de buna fe. Entonces, el derecho a la libertad
religiosa sería únicamente el de la inmunidad de coerción o coacción. Curiosamente,
nuestro autor, que antes había desestimado lo que decía Mons. De Smedt en su Relatio,
y así sostener la ausencia de positivismo en la declaración, ahora se
fundamenta en las explicaciones del mismo relator para justificar esta interpretación.
A nuestro entender, la contradicción es evidente. Si la
libertad religiosa entendida en la declaración fuese la que dice el P.
Rodríguez, ninguna diferencia esencial habría con la tolerancia que propugnaba
León XIII. Mas es evidente que ello no es así; no cambia sólo el nombre, sino la doctrina. Insisto una vez más en que, a cuarenta años vista, es mucho más sencillo descubrir
este cambio, a poco que se reflexione sobre la aplicación de “Dignitatis
Humanae” y sobre el contenido de los textos emanados de Roma.
Y, de todas formas, basta con leer la declaración para
desechar el planteamiento del P. Rodríguez. Utilizaré el original latino, con
la traducción oficial entre paréntesis:
“Non ergo in subiectiva personae dispositione, sed in ipsa
eius natura ius ad libertatem religiosam fundatur (el derecho a la libertad
religiosa no se funda en la disposición subjetiva de la persona, sino en su
misma naturaleza)” (DH, n.2)
“Communitates religiosae ius etiam habent, ne impediantur in
sua fide ore et scripto publice docenda atque testanda […]. Praeterea ad
libertatem religiosam spectat, quod communitates religiosae non prohibeantur
libere ostendere singularem suae doctrinae virtutem in ordinanda societate ac
tota vivificanda activitate humana (las comunidades religiosas tienen también
el derecho de que no se les impida la enseñanza y la profesión pública, de
palabra y por escrito, de su fe. [...] Forma también parte de la libertad
religiosa el que no se prohiba a las comunidades religiosas manifestar libremente
el valor peculiar de su doctrina para la ordenación de la sociedad y para la
vitalización de toda actividad humana)” (DH, n.6)
En definitiva, “Dignitatis Humanae” dice lo que dice, y no
lo que a nosotros nos gustaría que dijera. Y dice que el derecho a la libertad
religiosa es un derecho natural, y que, además, incluye el derecho a enseñar y
propagar la propia doctrina, aunque sea falsa, y a procurar que sea la
inspiradora del orden social.
c) Evolución de la fundamentación del derecho a la
libertad religiosa
Este aspecto está fuertemente ligado con el anterior. El
relator, según el P. Rodríguez, reconoció que el derecho a obrar en conciencia
era independiente de que esta fuese recta o no, apoyándose, según él, en la “Pacem in Terris” de Juan XXIII. No es objeto del presente trabajo ahondar en esa encíclica,
sobre la que hemos apuntado ya algo, pero es claro que esta indistinción choca
con el magisterio tradicional. No cabe propugnar derechos objetivos para el
error; sin embargo, la declaración reconoce el derecho, tal y como afirma el P.
Rodríguez, no sólo para la conciencia errónea de buena fe, sino para la
responsablemente equivocada. De esta manera, creo que es ocioso entrar en la
disquisición sobre el sentido de “conciencia recta” de la “Pacem in Terris”, pues, obviamente, ha sido superado en “Dignitatis Humanae” bajo cualquier
interpretación (la tomista o la suareziana). El subjetivismo latente es innegable a estas alturas.
Además, el P. Rodríguez sostiene también que, con la
declaración conciliar en la mano, el dominio de la conciencia no es el dominio
de la autoridad pública hasta que el orden público corra riesgo. Insistimos que
esto es cierto, atendiendo únicamente a la libertad del acto de fe individual,
pero ¿dónde queda entonces la obligación por parte de las sociedades de rendir
culto público al Dios verdadero? Como se verá al volver sobre el asunto de la
confesionalidad, bajo el prisma de la declaración conciliar, ya no cabe
entender de esa obligación; es más, aparece como un abuso que viola las
conciencias individuales. Sin embargo, recordemos lo que decía al respecto el
Magisterio:
“Proposición condenada 78. De aquí que laudablemente se ha
establecido por la ley en algunos países católicos, que a los extranjeros que
vayan allí, les sea lícito tener público ejercicio del culto propio de cada
uno.” (Syllabus, Pío IX, 1864)
“No se nieguen, pues, los gobernantes de las naciones a dar
por sí mismos y por el pueblo públicas muestras de veneración y de obediencia
al imperio de Cristo si quieren conservar incólume su autoridad y hacer la
felicidad y la fortuna de su patria.” (Quas Primas, Pío XI, 1925).
Por último, es muy significativa la nota 69 de la página
105, que corresponde a un comentarista francés del Concilio: “las líneas del
preámbulo sobre la verdadera religión cambian la óptica general del texto”.
Esta es nuevamente la tesis del P. Rodríguez, cuando se encuentra ante una
dificultad insalvable. Pero, insistimos, no es otra cosa que una petición de
principio ante lo que queremos demostrar.
d) Evolución de la atribución de igual derecho a todas
las religiones
Las voces de muchos Padres conciliares se alzaron ante la
evidencia, acusando al texto de indiferentismo. Una vez más, salda la cuestión
el P. Rodríguez aduciendo que en la declaración final figura el añadido:
“Porro, quum libertas religiosa, quam homines in exsequendo
officio Deum colendi exigunt, immunitatem a coercitione in societate civili
respiciat, integram relinquit traditionalem doctrinam catholicam de morali
hominum ac societatum officio erga veram religionem et unicam Christi Ecclesiam (mas como la libertad que los hombres exigen para cumplir su deber de honrar a Dios,
se refiere a la inmunidad de toda coacción en la sociedad civil, deja intacta
la tradicional doctrina católica sobre el deber moral de individuos y
sociedades hacia la verdadera religión y hacia la única Iglesia de Cristo).”
(DH, n.1)
Insisto una vez más: esta muy bien la “declaración de
intenciones”, pero, o volvemos a la “tradicional doctrina católica” y, por
ende, nos olvidamos de lo que sigue en “Dignitatis Humanae”, o no entiendo, ni
en latín, ni en castellano, lo que se dice en el n.4 de la misma. No veo de qué otra manera se puede redactar más claramente una equiparación completa
de la Iglesia con las religiones falsas (reproduzco sólo la traducción oficial
castellana para no aburrir al lector):
“La libertad o inmunidad de coacción en materia religiosa,
que compete a las personas individualmente, ha de serles reconocida también
cuando actúan en común. Porque la naturaleza social, tanto del hombre como de
la religión misma, exige las comunidades religiosas.
A estas comunidades, con tal que no se violen las justas
exigencias del orden público, se les debe por derecho la inmunidad para regirse
por sus propias normas, para honrar a la Divinidad con culto público, para
ayudar a sus miembros en el ejercicio de la vida religiosa y sustentarlos con
la doctrina, y para promover instituciones en las que colaboren los miembros
con el fin de ordenar la propia vida según sus principios religiosos.
A las comunidades religiosas les compete igualmente el
derecho de que no se les impida por medios legales o por acción administrativa
de la autoridad civil la elección, formación, nombramiento y traslado de sus
propios ministros, la comunicación con las autoridades y comunidades religiosas
que tienen su sede en otras partes del mundo, ni la erección de edificios
religiosos y la adquisición y uso de los bienes convenientes.
Las comunidades religiosas tienen también el derecho de que
no se les impida la enseñanza y la profesión pública, de palabra y por escrito,
de su fe. Pero en la divulgación de la fe religiosa y en la introducción de
costumbres hay que abstenerse siempre de cualquier clase de actos que puedan
tener sabor a coacción o a persuasión inhonesta o menos recta, sobre todo
cuando se trata de personas rudas o necesitadas. Tal comportamiento debe
considerarse como abuso del derecho propio y lesión del derecho ajeno.
Forma también parte de la libertad religiosa el que no se prohíba
a las comunidades religiosas manifestar libremente el valor peculiar de su
doctrina para la ordenación de la sociedad y para la vitalización de toda
actividad humana. Finalmente, en la naturaleza social del hombre y en la misma
índole de la religión se funda el derecho por el que los hombres, impulsados
por su propio sentimiento religioso, pueden reunirse libremente o establecer
asociaciones educativas, culturales, caritativas y sociales.” (DH, n.4)
e) Evolución en cuanto a los límites de la libertad
religiosa
En este caso, cabe decir que la evolución, contrariamente a
los otros casos, fue en “sentido progresista”. Ya en la declaratio prior
se eliminó la fórmula “bono communi” (bien común) que venía propuesta en
el caput V de Oecumenismo. En efecto, mantener esta fórmula sería una
nueva contradicción palmaria, como demostramos en el apartado 3.g.
Así pues, se decidió establecer el límite por la
perturbación grave del orden público, entendido como aquello que afecta a la
existencia misma de la sociedad, sin tener en cuenta lo que le es útil y
responde a sus fines, que sería el bien común. Es decir, que el Estado
subvencione la escuela coránica del imam de turno puede responder al espíritu y
la letra de la declaración conciliar. Que haya un mahometano suicida estallando
bombas en autobuses públicos, obviamente no.
A lo que pretendemos llegar es que establecer como límite el
orden público es, ni más ni menos, que no establecer ningún límite. Pues todo
Estado, en su Constitución y en sus leyes, establece los mecanismos (más o
menos acertados) que circunscriban la actividad de sus súbditos dentro del
orden público (entendido de forma más o menos laxa). Como, además, se dejó bien
claro en la Relatio que lo que se pretendía era precisamente establecer
el menor grado coercitivo posible, se infiere que en ningún caso la declaración
conciliar va más allá de cualquier norma de uso común para preservar el orden
en cualquier sociedad.
f) Evolución en cuanto a la confesionalidad del Estado
Ya hemos tratado el problema de la confesionalidad en el
apartado 3.f. A la evolución del esquema en lo referente a ella dedica el P.
Rodríguez un espacio mucho mayor que al resto de cuestiones, posiblemente por
ser, a nuestro entender, el punto más evidentemente insostenible.
La confesionalidad se obviaba, entendiendo que ya no
procedía en ningún caso, hasta el tercer texto intermedio, en el que aparece
con una formulación que es casi idéntica a la de la declaración final. El
relator, Mons. De Smedt, la hace aparecer ahora, “por razones sociológicas” y
como válida tanto para el catolicismo como para las religiones falsas. A pesar
de las protestas de muchos Padres conciliares, no se modificó la redacción,
alegando que el Estado “neutro” es una realidad en muchos países y que el
Concilio debe declarar que no se opone a ello. En definitiva, insisto sin temor
a ser reiterativo, con la “Dignitatis Humanae” se abandona la tesis de la confesionalidad católica y se prefiere el Estado neutro o laico.
Como el P. Rodríguez difícilmente podía dejar de ver esta
realidad, se escuda, y con esta ya van tres veces, en el párrafo que “mantiene
íntegra la doctrina tradicional católica”. Afirma con inusitada contundencia
que esta enmienda ha sido fundamental para el tema de la confesionalida d. Cuarenta años después, vemos sus efectos: si las cuentas no me fallan, el
único Estado católico del mundo (al margen del Vaticano) es una potencia del
calibre de… ¡Mónaco! (y eso por la feliz cabezonería de un hombre tan mundano
como el príncipe Alberto). Si alguien tiene dudas, ruego repase la reforma del
Fuero de los Españoles, a la que aludí antes, y el proceso histórico-jurídico que
culminó en España con la pérdida de la confesionalidad en 1978.
Niego, con dolor, que desde 1965 Roma haya hecho lo que el
P. Rodríguez decía en las página 116: “ratificar la doctrina tradicional sobre
los deberes de las sociedades para con la verdadera religión, la doctrina del
deber de las Naciones y de los Estados de buscar, aceptar, mantener y profesar
privada y públicamente la religión de la Iglesia Católica, instituida por Cristo para todos los hombres”. No voy a bombardear al pobre
lector con una acumulación de citas, por lo que destacaré sólo algunas de las
más recientes, para sustentar mi negativa:
“La negación o limitación de los derechos humanos —como, por
ejemplo, el derecho a la libertad religiosa, el derecho a participar en la
construcción de la sociedad, la libertad de asociación o de formar sindicatos o
de tomar iniciativas en materia económica— ¿no empobrecen tal vez a la persona
humana igual o más que la privación de los bienes materiales?” (Sollicitudo rei
socialis, 15, Juan Pablo II)
“Teniendo en cuenta este patrimonio, la Santa Sede y el conjunto de las Iglesias cristianas han insistido ante los redactores del
futuro Tratado constitucional de la Unión europea para que se haga una
referencia a las Iglesias e instituciones religiosas. En efecto, parece
deseable que, respetando plenamente la laicidad, se reconozcan tres elementos
complementarios: la libertad religiosa, no sólo en su dimensión individual y
cultual, si no también social y corporativa; la oportunidad de que haya un
diálogo y una consulta organizada entre los Gobernantes y las comunidades de
creyentes; el respeto del estatuto jurídico del que ya gozan las Iglesias y las
instituciones religiosas en los Estados miembros de la Unión” (Discurso al
cuerpo diplomático de 13 de Enero de 2003, Juan Pablo II)
“En una sociedad pluralista, la laicidad del Estado permite
la comunicación entre las diferentes dimensiones de la nación. La Iglesia y el Estado, de este modo, no son rivales, sino socios: en un sano diálogo
pueden alentar el desarrollo humano integral y la armonía social” (Discurso al
embajador de Turquía de 21 de Febrero de 2004, Juan Pablo II)
“La libertad religiosa, exigencia insuprimible de la
dignidad de todo hombre, es una piedra angular en el edificio de los derechos
humanos y, por lo tanto, un factor insustituible del bien de las personas y de
toda sociedad, como también de la propia realización de cada uno. Y, como
consecuencia, la libertad de los individuos y de las comunidades religiosas de
practicar la propia religión es un elemento esencial para la convivencia
pacífica de los hombres” (La libertad religiosa condición para una convivencia
pacífica. XXI Jornada Mundial por Paz – 1º de enero de 1988, Juan Pablo II).
“La no confesionalidad del Estado, que es una no intromisión
del poder civil en la vida de la Iglesia (sic) y de las diferentes
religiones, así como en la esfera de lo espiritual, permite que todos los
componentes de la sociedad trabajen juntos al servicio de todos y de la
comunidad nacional.” (Mensaje a la Conferencia Episcopal Francesa de 11 de Febrero de 2005, Juan Pablo II)
“La laicidad justa es la libertad de religión. El Estado no
impone una religión, sino que deja espacio libre a las religiones con una
responsabilidad hacia la sociedad civil, y por tanto, permite a estas
religiones que sean factores en la construcción de la vida social” (Entrevista
en “La Repubblica” de 19 de Noviembre de 2004, Cardenal Joseph Ratzinger)
“Un Estado democrático laico es aquel que protege la
práctica religiosa de sus ciudadanos, sin preferencias ni rechazos.[…] La
Iglesia considera que en las sociedades modernas y democráticas puede y debe
haber plena libertad religiosa” (Recepción al embajador de México de 25 de
Septiembre de 2005, Benedicto XVI)
“El Concilio Vaticano II, al reconocer y asumir con el
decreto sobre la libertad religiosa un principio esencial del Estado moderno,
retomó de nuevo el patrimonio más profundo de la Iglesia. Ésta puede tener
conciencia de estar de este modo en plena sintonía con la enseñanza del mismo
Jesús (cf. Mateo 22, 21), así como con la Iglesia de los mártires, con los
mártires de todos los tiempos. La Iglesia antigua, con naturalidad, rezaba por
los emperadores y responsables políticos, considerando que era su deber (cfr 1
Timoteo 2, 2), pero, al rezar por los emperadores, rehusaba adorarlos, y de esa
forma se oponía claramente a la religión de Estado (sic)” (Exhortación a
los cardenales y a la curia romana de 22 de Diciembre de 2005, Benedicto XVI)
Niego la afirmación que hace el P. Rodríguez (pág. 117)
acerca de que se mantiene el derecho propio de la Religión Católica a la confesionalidad, cuando él mismo ha reconocido de dónde viene y a
dónde va la redacción que se debatió en el aula conciliar, al igual que niego
su afirmación de que la confesionalidad no queda reducida a un caso
excepcional. Insisto, sin comprobar cuáles han sido sus frutos, basta con leer
la declaración para desmontar la vana ilusión de que así sea.
Así pues, aunque afirmo con el P. Rodríguez que la doctrina
católica dice que el Estado debe ser, como ideal, católico, y aunque afirmo,
por supuesto, con él, que España debe ser confesionalmente católica, afirmo
contra él que “Dignitatis Humanae” se opone frontalmente a estas dos
afirmaciones.
Por otro lado, cabe hacer una matización al P. Rodríguez. En
la página 118, dice que el Concilio lo que ha pretendido es conjugar la
doctrina tradicional con el derecho natural del hombre y de las sociedades a la
no coacción en la vida privada y pública. Lo que ocurre, y de ahí la censura de
Pío IX a la Constitución española de 1876, es que, al permitir el culto público
a las religiones falsas, lo que se conculcan son los derechos de Dios, que son
los que no tiene en cuenta la “Dignitatis Humanae”.
Es irónico leer hoy, en 2006, que “en España la
confesionalidad católica es incluso sociólogicamente fácil”. Así lo escribía el
P. Rodríguez (pág. 118) hace cuarenta años, hace sólo cuarenta años. Es
evidente que ya no es así; la pregunta que cabe hacerse es ¿qué parte de culpa
tiene la declaración conciliar y su aplicación práctica en esta triste
realidad?
g) Depuración del argumento bíblico
Poco que decir respecto a esto. A partir de los últimos
textos intermedios se evitó fundar el derecho directamente en las Sagradas
Escrituras, algo que se había intentado casi rayando en la manipulación, y sólo
se hizo, indirectamente, a través de la “dignidad de la persona humana”,
intentando consolidarlo con la siempre reconocida libertad del acto de fe.
h) Evolución en cuanto a la valoración del Magisterio
anterior
Nos dice el P. Rodríguez que la aparente contradicción,
señalada por muchos Padres conciliares, con respecto al Magisterio anterior,
pretendió ser salvada por Mons. De Smedt alegando que las reprobaciones de los
grandes Papas de los siglos XIX y XX estaban condicionadas por el naturalismo,
agnosticismo y laicismo de la época. Como era de esperar, muchos Padres reaccionaron acusando entonces a la declaración (con razón) de historicismo y
relativismo. Yo además de estas acusaciones, que mantengo hoy, hago otra
fundamentada en el sentido común: ¿es que en 1965 y hoy, en 2006, estábamos y
estamos en una época de menor naturalismo, de menor agnosticismo o de menor
laicismo que en tiempos de Gregorio XVI o Pío XI?
Otra vez, ya son cuatro, el P. Rodríguez zanja la cuestión
remitiéndose al proemio que “deja intacta la doctrina católica tradicional”.
Otra vez es un clavo ardiendo al que agarrarse ante la obvia incongruencia.
Otra vez el P. Rodríguez nos pone en bandeja el argumento cuando cita a Pío XII
en su radiomensaje “Ci riesce”, emitido en 1953, es decir ¡sólo 12 años antes
de “Dignitatis Humanae”!:
“Respecto a este punto [la obligación de hombres y
sociedades de profesar la Fe católica] jamás ha existido ni existe para la
Iglesia vacilación alguna, transacción alguna, ni en la teoría ni en la práctica. Su actitud no ha cambiado en el curso de la Historia ni puede cambiar”.
5.
Los problemas teológicos pendientes, según el P. Rodríguez
Finaliza su trabajo el P. Rodríguez planteando soluciones a
los problemas teológicos que, según su criterio, dejaba pendientes de resolver
la declaración conciliar. Dichos problemas son los puntos más delicados, que
hemos venido señalando, de contradicción flagrante con el Magisterio, y las
soluciones que da nuestro autor son las anticipadas al hacer el estudio de la
evolución histórico-doctrinal del texto. Por nuestra parte, trataremos de no
ser reiterativos y procuraremos abundar únicamente en los matices que aún no
hayan sido comentados.
a)
Homogeneidad de la doctrina pontificia
Según el P. Rodríguez, se salva la homogeneidad, pues la
declaración “enfoca el tema desde un punto de vista diferente al de los
anteriores pontífices: el de la persona y del respeto que se le debe aún cuando
yerre”. Según él, desde Pío XI el problema social-religioso se agudiza en otro
sentido, debido a los Estados totalitarios que intentan imponer el ateísmo. Así
pues, dice que la “libertad religiosa” es un concepto “análogo y no unívoco”,
por lo que Juan XXIII podía proclamar el derecho natural a la libertad
religiosa y León XIII negarlo sin entrar en contradicción, al ser una misma
expresión “plurivalente”.
En este razonamiento encontramos primero un sofisma, y
después la constatación de una coyuntura sociopolítica que condicionó
“psicológicamente” a muchos Padres conciliares, y también al P. Rodríguez.
El sofisma es evidente y no se sostiene. Háblese si se quiere
de expresión “plurivalente”, podemos concederlo incluso. Pero es evidente que,
tanto para León XIII, como para Juan XXIII, como para la declaración conciliar,
el campo sobre el que se pensaba sentar doctrina es el mismo, y la doctrina que
se sienta es radicalmente opuesta. La contradicción se manifiesta tanto en las
palabras, como en la aplicación práctica de las mismas, como en la renuncia
explícita a las tesis anteriores.
El propio P. Rodríguez reconoce en la nota de la página 124
que en los textos intermedios se contradecía formalmente la doctrina de los
Papas anteriores. Creemos haber demostrado que los añadidos posteriores, que
tanto “tranquilizan” a las mentes “conservadoras” no modifican en nada la
esencia de la doctrina que se pretende sentar, con lo que, pese a los buenos
deseos del P. Rodríguez la contradicción sigue en pie.
En cuanto a la coyuntura sociopolítica, insistimos de nuevo
en que la realidad abrumadora del comunismo en expansión, que hasta ese momento
sólo había podido ser frenado en España, y que aparecía como una marea
irresistible que acabaría por imponerse en todo el globo, determinó una
interpretación favorable de la declaración conciliar por una parte amplia del
espectro “conservador”. Ahora bien, cuarenta años después vemos las funestas
consecuencias del pragmatismo y de la pretensión de sentar doctrina católica a
la luz de los vaivenes de la política mundana: casi desaparecido el comunismo
del orbe católico, ha quedado en pie el peor de todos los totalitarismos, el
liberalismo. Y, desgraciadamente, los postulados de “Dignitatis Humanae”
encajan a la perfección con los de esa bestia de rostro angelical que
denunciaran los Papas, y que se ha ido alzando triunfante sobre las cenizas de
la Cristiandad desde el triunfo revolucionario en Francia en 1789.
Lamentablemente, esta fotografía no aparecía nada clara ante el temor a las
“hordas rojas” de los años 60…
b)
El fundamento natural del derecho negativo a la libertad
religiosa
El P. Rodríguez admite en la nota de la página 127 que el
derecho a seguir una conciencia invenciblemente errónea no es un derecho
natural. Sin embargo, ya hemos visto que según “Dignitatis Humanae” el derecho
a la libertad religiosa, incluso cuando se sigue el error de forma responsable,
es natural…
A medida que avanza su discurso sobre esta controversia, uno
tiene la sensación de ver al autor desplazarse por un camino en el que, a cada
paso, el suelo puede hundirse definitivamente, de forma que va tentando poco a
poco con el pie antes de pisar en firme. De hecho, la contradicción es
inevitable, hasta el punto de que hace una “abstracción formal”, según sus
palabras, para hablar del derecho natural a vivir religiosamente, anterior a la
consideración de la verdad de la religión profesada. Razonamiento sin duda muy
elegante, casi de pirueta; pero no por ello deja de ser un nuevo sofisma.
Él mismo reconoce lo endeble de esta solución, cuando acto
seguido pasa a proponer una complementaria, atendiendo al campo de actividad
personal que, de modo natural, escapa a la vinculación del hombre con la sociedad. Esto le lleva a concluir que puede entenderse que la materia tratada en “Dignitatis Humanae” no es de por sí competencia del poder público. Volvemos nuevamente a la libertad del acto de fe, reconocida siempre por la Iglesia, y que encajaría perfectamente en este razonamiento. Es más, de alguna forma este es el fundamento esencial de la doctrina de la tolerancia que hemos visto en los textos de León XIII. Sin embargo, es un argumento inadmisible para permitir el culto público a las religiones falsas; extenderlo ilegítimamente, como a nuestro entender hace el P. Rodríguez, llevaría necesariamente a olvidar los deberes para con Dios de los Estados y las sociedades.
Pese a sus esfuerzos, el P. Rodríguez no puede huir de la
contradicción evidente de la declaración. Ya había anunciado honestamente antes que estos problemas teológicos estaban sin resolver, y él únicamente intenta
proponer vías para llegar a esa solución. Lamentablemente esa solución en este
caso es imposible: como dijo Parménides de Elea, adelantándose a Aristóteles,
“el ser es y no puede no ser; el no ser no es y no puede ser”.
c) Fundamento del derecho-deber de limitar la libertad
religiosa
Se pregunta el P. Rodríguez si la legítima autoridad no
puede llevar más allá del orden público su capacidad de coerción, para
salvaguardar el bien común. Esto sería lo más lógico, entendiendo el Estado
según Santo Tomás, como la societas perfecta que posee todos los medios
para que el hombre alcance sus fines en el orden natural, siendo un Estado
justo aquél que en su actividad tiende siempre al bien común.
Una vez más, el P. Rodríguez intenta un tirabuzón imposible,
alegando que lo que “llama la Declaración ‘límites de la libertad religiosa’ es
lo que antes se llamaba intolerancia y lo que ahora se llama ‘libertad
religiosa’ se llamaba tolerancia cuando se refería a una libertad exigida por
el bien común, no por la autenticidad de su contenido” (pág. 132).
Sinceramente, no le encuentro a este razonamiento el menor fundamento.
Si así fuese, no habría cambiado la doctrina ciertamente, que es lo que intenta
demostrar, sin conseguirlo, el P. Rodríguez. Pero, ¿cómo entender entonces las
palabras de Mons. De Smedt relativas al “feliz” abandono del concepto de
tolerancia? ¿Cómo entender la propia motivación expuesta en el n.1 de la
Declaración, si todo seguía igual? ¿Cómo entender las propias disquisiciones
del P. Rodríguez en las páginas anteriores?
Además, y leyendo el texto, uno se queda perplejo, pues no
acierta a comprender si el propio autor se creía lo que acababa de escribir. De
hecho, continúa afirmando que “desde un punto de vista teológico-católico es preferible el enfoque de León XIII y Pío XII […], pero subjetiva y circunstancialmente, para
los Padres del Vaticano II, en tensión de diálogo con todos los hombres,
incluso no católicos ni siquiera teístas, profundamente antropocentristas el
segundo procedimiento es más adecuado, más pastoral.” (págs. 133-134)
¡Pero es que el problema es que no era un cambio de “enfoque”
era un cambio en lo que había enseñado hasta entonces la Iglesia!
Un teólogo de su altura, de hecho, había de sufrir, en el
fondo, una íntima turbación por el contenido de la declaración conciliar que
intentaba explicar y justificar. Así se explica el revelador párrafo con el que
concluye el apartado: “la declaración conciliar […] responde a un estado de
decadencia o regresión de la auténtica personalidad cristiana. Nos encontramos
ante un personalismo anormalmente desarrollado en muchas y esenciales
apreciaciones. Una sobreestima de la libertad y de lo subjetivo sobre la verdad
y lo objetivo, sin encajar armoniosamente la libertad en la verdad y lo
subjetivo en lo objetivo y trascendente. Esperemos que la recia mentalidad
geocéntrica medieval, despojada de sus formas toscas de intolerancia, anime el
actual personalismo desarticulado, dándonos la auténtica imagen del hombre
individual y socialmente responsable de su vida religiosa”. (pág. 135)
Cuarenta años después, estas palabras suenan como mazazos en
las conciencias, a poco que uno se moleste en repasar todos y cada uno de los
documentos que han salido del Vaticano desde 1966.
c)
Confesionalidad católica del Estado
Después de lo expuesto en los apartados 3.f y 4.f, poco nos queda por añadir ya. Únicamente, certificar la quinta ocasión en la que el P.
Rodríguez se remite a la presunta “ratificación” de la doctrina tradicional en
el n.1 de “Dignitatis Humanae”. Así, puede justificar su defensa de la
confesionalidad católica en España “ante todo y sobre todo porque con ello,
afortunadamente, puede cumplir con la obligación moral que tiene para con la
religión verdadera y única Iglesia de Cristo” (pág. 136), dado que, como él
mismo reconoce, “admitir la confesionalidad sólo por motivos sociológicos [que
es lo que hace “Dignitatis Humanae”, aunque él diga explícitamente lo
contrario] sería mutilar la doctrina tradicional católica.”
6.
Conclusiones
Con “Dignitatis Humanae” en la mano, y comparándola sin
prejuicios con el Magisterio de la Iglesia, es evidente que se contradicen
mutuamente. El ejercicio del P. Rodríguez en 1966 fue noble, nobilísimo; pero
fue un mero ejercicio de voluntarismo. Los razonamientos que intenta hacer
quedan desarbolados por el texto de la declaración, y por el espíritu que
subyacía debajo de la misma, espíritu que fielmente nos traslada en su estudio.
Respecto a este espíritu subyacente, a este inusitado viraje
hacia el personalismo y el subjetivismo, a esta transacción con el “espíritu
moderno” contra la que alertaba San Pío X en la “Pascendi”, los documentos y hechos que se han producido desde 1966 creo que lo confirman sin lugar a dudas. Basta con que los consideremos con una mínima honestidad, por grande que sea el dolor, que ciertamente lo es.
A mi entender, y tal y como las he ido apuntando a lo largo
del artículo, las razones que llevaron al P. Rodríguez a realizar su “Estudio histórico-doctrinal” en los términos en que lo hizo fueron:
- Un gran amor por la Iglesia, en quien, como es lógico en
un católico, no cabe entender ningún cambio en la doctrina y el Magisterio
- Una realidad socio-política marcada por el auge del
comunismo
- La “trampa” del n.1 acerca de la “intacta doctrina
católica tradicional” que es una contradicción evidente con el resto de la
declaración
- La convicción íntima de que se trataba de un cambio
aparente, sin modificaciones sustanciales, para bien de la Iglesia, y que daría
buenos frutos en el futuro.
Aunque esto daría para otro artículo, no creemos estar muy
lejos si apuntamos estas razones como las que posibilitaron una mayoría tan
grande de votos favorables en el Aula conciliar y, posiblemente, sean parte de
las razones “psicológicas” de la aceptación de este y otros cambios por la gran
“mayoría silenciosa” de carácter conservador que formaba la Iglesia en los años
60 del siglo pasado.
Sin embargo, y llevado del mismo amor por la Santa Madre Iglesia que reconozco en el P. Rodríguez, por mi parte concluyo:
1.
La declaración conciliar “Dignitatis Humanae” contradice al Magisterio
católico en lo referente a la nulidad de derecho objetivo para profesar el
error, a la libertad de la Iglesia Católica, a los deberes de los individuos, de los Estados y las sociedades para con Dios y la verdadera Religión, y a la óptima organización jurídica y social de los Estados.
2.
La declaración, pese a la evolución que sufrió en el aula conciliar,
adolece de subjetivismo, personalismo, pragmatismo, indiferentismo y transige
con el modernismo y el liberalismo.
3.
No es posible para un católico defender la confesionalidad católica de
un Estado en general, ni de España en particular, apoyándose en “Dignitatis
Humanae”
4.
Quienes defendemos la confesionalidad y la unidad católica de España,
debemos, pues, apoyarnos en la roca firme del Magisterio, enseñado siempre, en
todas partes y a todos sin contradicción, que nos ilumina con claridad y
certeza indubitable, en numerosos documentos y alocuciones de Papas, Santos y
Doctores de la Iglesia.
Soy plenamente consciente de lo “duras” que pueden sonar a
los oídos contemporáneos las dos primeras de mis conclusiones. Que cada cual
extraiga de ellas las consecuencias que pueda.
Quizás la mayor prueba del cambio en la doctrina sea que el
“católico medio” que lea este trabajo me acusará de “integrista”,
“fundamentalista”, “arcaico” y “medieval”. Probablemente, los mismos adjetivos
que dedicaría al P. Rodríguez, si le leyese. Sólo han pasado cuarenta años,
pero parece que haya pasado una Edad completa. Quo vademus, Domine?
¿Dónde vamos, Señor? Sólo Tú lo sabes. Te ruego que sea donde sea, me mantengas
firme en la Fe, a Tu servicio, hasta que me llames a Tu presencia.·- ·-· -······-·
Arturo Fontangordo
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